Memorias
de un relacionista público

Quisieron las vueltas que da la vida que un mes después de concluir el Diplomado de Relaciones Públicas me sumara al llamado a integrar las filas de la Policía Nacional Revolucionaria, y que en menos de un año, gracias a mis resultados, comenzara a dirigir la Unidad Territorial de Centro Habana.

Frescos aún los conocimientos, me di a la tarea de aplicarlos a la problemática del enfrentamiento al delito. Todo lo que logré en aquella inusual experiencia hoy lo pongo a consideración como material de estudio de futuros diplomantes.

Lo primero que me propuse fue cambiar la imagen de la Unidad. Es conocido el respeto (mejor: miedo) que traen consigo las siglas de nuestra Policía Nacional Revolucionaria. Pensé que la P, la N y la R se debían sustituir por algo que, sin variar la esencia de lo que representan, fuera más agradable a la vista y al oído públicos… Luego de colocar un lumínico de excelente diseño con el texto: «Agencia de Hospedaje Permanente», y de pintar las paredes con colores vivos y contrastantes, pude afirmar que había ganado la primera batalla.

Posteriormente me encaminé a crear un clima de camaradería con y entre mis subalternos, por lo que suprimí los grados y el saludo militar. Para despistar a los visitantes, ordené se diera un alias a cada uno de nosotros, con el cual nos comunicábamos y ayudábamos a establecer un ambiente de distensión con los detenidos.

A todo el que acudía (por las buenas o por las malas) a nuestra unidad, se le brindaba café y cigarros. Gracias a ello el índice de denuncias aumentó considerablemente. Hubo días en que un mismo delito era plasmado en acta por varios vecinos y a veces hasta por la misma persona que ya lo había denunciado en el turno anterior.

Más adelante, en reunión de todos los agentes del orden público del municipio, lancé al ruedo una pregunta clave: ¿de qué forma representamos los intereses de las personas que consideramos importantes para cumplir nuestra misión? O sea: ¿de qué forma representamos los intereses de los delincuentes?

Del debate que generó mi intervención y del trabajo en equipo para escuchar todas las inquietudes, surgió un plan de acción enfocado a mejorar las relaciones con nuestro público externo. He aquí algunas de las iniciativas:

Citar a sospechosos de robos con violencia, estafas, hurtos, homicidios y otros delitos y, luego de saludarlos con amabilidad, preguntarles por su familia y brindarles café (si los denunciantes no habían acabado con él), anunciarles de forma escueta (siempre con la premisa de que la información es fundamental): «Estamos tras sus pasos por sospecha de…». Esta medida, si bien hizo disminuyera el porciento de casos resueltos, permitió descendiera significativamente la cantidad mensual de delitos, ya que los matreros, sabiéndose descubiertos, huían en estampida hacia otros municipios o provincias.
Instaurar una política de estímulos sin discriminación de edad, sexo e índice de peligrosidad. Su principal divisa era que el delincuente se sintiera reconocido. ¿A qué timador no le agrada que le digan: «Ha realizado usted una falsificación impecable»? Se enviaban además postales de felicitación a los malhechores cuando cumplían años… de prisión, siendo los reincidentes los más estimulados por aquello de que a mayor capacidad, más necesidad de reconocimiento.
Dada la aceptación multitudinaria del nuevo nombre del órgano policial (Agencia de Hospedaje…) y respetando la semántica de los términos, sustituir paulatinamente el lenguaje carcelario por otro menos crudo. Se dejó de oír «tras las rejas» y apareció «tras los herrajes». Aquello de «prisión perpetua» cambió por «todo incluido». Lo más original fue sustituir «trabajo forzoso» por «trabajo voluntario».29
Acercar la Unidad de Policía a la comunidad y viceversa. Con este fin los propios agentes del orden público ofrecían productos a sobreprecio con tarifas más asequibles que las de la bolsa negra. También se construyó, en un solar yermo colindante con nuestro local, una valla de gallos donde entre apuestas, jolgorio y sanas broncas creamos un clima de solidaridad ciudadana difícil de alcanzar en otro contexto. Paralelas a las lidias se organizaban competencias de habilidades a las que invitábamos a los atracadores más notables. Recuerdo una, todo un éxito, en la que, utilizando los objetos más diversos, se abrieron decenas de esposas.
Adicionar un pabellón matrimonial de visitas a los detenidos, donde cada domingo se abrían decenas de… ¡qué coincidencia!

Gracias a estas iniciativas algunos reos se reincorporaron a la sociedad y hoy brindan cursos de cerrajería. Otros, ingresaron a la PNR (perdón: AHP), lo que de algún modo compensó la cifra de policías sumados al delito.

Podría narrar otras experiencias, pero no es mi propósito hacer de este documento un sumario de virtudes de mi proceder como relacionista público.

Solo agrego que nunca subestimé la importancia de resaltar mi condición de líder entre los policías del centro de la capital. Pecaría de falsa modestia si no menciono que a mi creatividad debemos la disposición más revolucionaria de cuantas se implementaron en aquel periodo luminoso de mi mandato: vender cientos de televisores, dividís, emepetrés y bicicletas a precio de costo entre aquellos transgresores de la ley con antecedentes en el robo de dichos productos, con vistas a eliminar, como diría un jurista, el dolo culposo de posibles conductas delictivas.

Lástima que el auditor del Ministerio del Interior no aceptara el Sanyo que le ofrecí como muestra de hospitalidad. Creyó quizás que con su proceder cortó de tajo mi espíritu emprendedor y sagaz. Imaginó que al yo dejar la Policía desistiría de convencer a mis nuevos superiores acerca de la importancia de aplicar los principios de las Relaciones Públicas. No sabe que los ecos de aquel Diplomado resuenan ya, gracias a mí, en este, el Combinado del Este.