No tengo de qué reírme, y por eso tomo. Más que beber para olvidar, yo olvido para beber. Y cuando acabe esta botella, me voy a comprar otra, porque soy un reincidente. Y al que me grite borracho le voy a responder que a pura honra, y si me lo susurra al oído, le voy a responder igual, pues mucho que he sudado para llegar a ser el fracasado que soy. La suerte conmigo no se lleva nada bien, tanto que ayer… mi mujer se suicidó. Sí, convirtió su vida en propiedad privada, o dicho vulgarmente: se privó de la vida, y miren en qué estado me ha dejado… y a mí me hubiera gustado tanto estar en otro Estado, conocer otro Estado, viajar a otro Estado…
He perdido a mi esposa… no sé en qué funeraria está. Y no la voy a buscar; capaz de que además de velarla a ella, mi suegra me vele a mí por si me llevo algo. ¡Pero dondequiera que esté tendida, que alguien le diga que lo que me ha hecho no se lo perdonaré jamás! Yo no merezco que se haya suicidado… ¡echándose encima el garrafón de alcohol que con tanto celo guardé!, alcohol de primera, tan bueno que mi mujer ardió parejita, con una llama tan azul como el cielo que la acogió.
¡¿Por qué lo hiciste, parejita mía?! Cierto que el apartamento al que me mudé en el Cerro, con el acogedor cuarto que compartimos hasta ayer, es mucho más pequeño que la mansión que teníamos en Playa, y cierto que aproveché tu estancia por dos meses en Oriente, en casa de tu familia, para darte la sorpresa, pero ¡me daba tanta lástima verte limpiando aquella casa de dos plantas y cuatro cuartos!… ¿No fue suficiente castigo que el destino se cebara en mí pocos días después de mudarme para el Cerro, cuando el doctor me diagnosticó cerrosis hepática? Precisamente en el momento en que más me hacía falta… mi garrafón de alcohol, lo despilfarras rociándolo sobre tu cabellera. ¿Así que ibas a la cocina a prepararme una estimulante infusión, cuando en realidad fuiste a perpetrar una desestimulante defunción?
Y ya es hora de que exponga los argumentos del alegato que he preparado en mi defensa para cuando se me cite judicialmente por instigar la voluntaria desaparición física… y química… de mi consorte, una de las cosas que más yo amaba en este mundo.
He tomado algunos apuntes de un libro que explica el modus operandi que seguimos los borrachos para llegar a la embriaguez total:
«Alcoholismo: Enfermedad…». Ni que estuviera enfermo… Salvo la cerrosis hepática, tengo un organismo absolutamente sano, más sano incluso que el de mi difunta esposa… Prosigo: «Enfermedad ocasionada por el abuso habitual y compulsivo de bebidas alcohólicas, que puede ser aguda como la embriaguez, o crónica. Esta última produce trastornos graves y suele transmitir, por herencia, otras enfermedades…».
Algunos sugieren ingrese en una clínica o en un Club de Alcohólicos Anónimos. No me gusta el anonimato, y respecto a ingresar en una clínica, sería una inconsciencia de mi parte: ya es bastante lo que el Estado invierte en mi salud, mi educación y… mi educación para la salud, para que yo lo obligue a invertir más.
Y que conste que no temo a los hospitales. En la década del noventa, años de no-venta y re-venta, y en la que en los hospitales no solo eran incógnita los rayos X, me solicitaban acudir a los Cuerpos de Guardia con mi botella de ron a limpiar heridas o esterilizar jeringuillas, práctica que hoy ―en que las tiendas han vuelto… y no dan vuelto― se ha hecho innecesaria porque el Estado garantiza alcohol en todas las cafeterías y centros de salud, alcohol que es vendido, en ambos, a precios «asequibles», como se dice eufemísticamente en el Noticiero.
¡Qué tiempos aquellos! Por la noche hacía de comecandela en un cabaret del barrio. Eso para que nadie piense que soy un antisocial. Los hay que difaman: «Miren a ese, seguro que ni trabaja». Y yo pregunto: ¿cuánto vale una botella de ron, no un botellón colosal?: ¡entre setenta y ciento cincuenta pesos! ¡Hay que pinchar muy duro para comprarla!
Y no estoy criticando la política de precios. Es más, les digo con absoluta convicción que no hay gobierno en el mundo que haya hecho más para que la gente deje de tomar ron, vino, licor, cerveza…
En aquellos años yo tuve mi estreno laboral en la fábrica de bebidas alcohólicas Ronda. La policía hacía alguna que otra ronda y detectaba hurtos de botellas, pomos y hasta probetas escondidas en los más insospechados medios de transporte (camiones, ómnibus, automóviles, calzoncillos…). En cambio, ¡a mí nunca me encontraron ron encima! ¡Yo lo ingería en mi puesto de trabajo!
¿Qué la ingestión de alcohol disminuye la inteligencia? ¡Falso! El otro día iba ―ebrio yo de gozo, de gozo yo ebrio― zigzagueando en el Malecón por la senda contraria, sin meterme con nadie, cuando un policía me conminó a detener el auto e inflar un globo para después decirme ―oigan el dato― que yo tenía diez grados y había alcanzado… ¡cien puntos!… ¡Cualquiera no llega a cien puntos en décimo grado!… Verdad que después me retiró la Licencia y me dijo que, por alcohólico, no podía circular más. ¡¿Por qué afirman entonces que el alcohol es bueno para la circulación?!
Cito otro fragmento del libro antes mencionado:
Una persona alcohólica pierde el sentido de la realidad y es incapaz de reaccionar ante los problemas cotidianos, mucho menos hacer cambios que signifiquen el reconocimiento de sus propios errores, que casi siempre achaca a los demás. Como no reflexiona, habla sin parar y salta de un tema a otro sin sentido alguno. Se oye a sí mismo, no presta atención a las críticas de quienes lo rodean, censura todo aquello que no sea obra de su propia siquis…
¡Coño, no soy el único!