―¿Y qué? ¿Qué tal el viaje a Tegucigalpa?
―No me digas nada. ¡Hay que salir para ver el hambre y las necesidades que imperan en el mundo!
―Cuéntame.
―Llegué y me alojé en el mejor hotel de la ciudad, ¡carísimo! Por supuesto: para ricos. ¡Un señor rascacielos! ¡Qué habitaciones! Tú te asomabas a la terraza y observabas el contraste de tanto lujo al lado de las míseras casuchas que se amontonan sin condiciones mínimas de existencia.
―¡Tremendo chocar con aquello!
―Lo que te diga es poco. Llegaba la noche y… ¡qué triste ver a muchachas de las clases más desposeídas vendiendo su cuerpo porque no tienen más remedio! Fíjate que cuando las subía a la habitación se les iban los ojos con tanta cortina, tanta alfombra… ¡qué miseria! Les brindaba caviar y no lo querían creer, ¡pobres muchachitas! Porque eran unas niñas… ¡qué niñas!
―¡Horrible!
―Y no es todo. Por la mañana, al salir del hotel para gestionar las piezas de repuesto que fui a comprar, me partía el alma ver a tres o cuatro, a veces hasta cinco niños descalzos corriendo a limpiar los cristales del Mercedes que alquilé. Todo por ganarse unos centavos con que ayudar a sus sufridas familias.
―Y tú: ¡aguantando!
―Pero qué va, tragué saliva hasta un límite. La última noche fui a comer al restaurante más exclusivo, el de la gran aristocracia, y cuando estoy fajado con un bisté de tres quintales, se me acerca un niñito harapiento pidiéndome las sobras. Me subió la indignación que venía acumulando hacía días, llamé al capitán y le dije que le sirviera a aquel angelito todo lo que pidiera… Después tuve que llamar a un capitán de la guardia civil para que lo sacara, porque el muy cabrón quería acabar con mi escaso presupuesto. Con lágrimas en los ojos y felicidad en el corazón contemplé cómo se lo llevaban mientras el pequeñín devoraba lo que quedó de mis platos y me miraba como a Cristo.
―¡Patético!
―¡Conmovedor!, agregaría yo.
―Mejor te dejo para que descanses, porque después de esa experiencia debes estar destrozado.
―¡Y dilo!