Capítulo 1
LA PRINCESA DEL PARAÍSO

Se alza el telón y sale Goffredo, un joven paje ataviado con traje medieval de la época. Porta un diario en sus manos y, a modo de prólogo, abre el acto:

—Érase una vez, así es como la historia comienza, allá donde las negras arañas tejen con diáfana suntuosidad, y la fresca aurora refracta la imagen de la soledad, he aquí una tragedia de la que aún quisiera despertar, como un triste recuerdo del que nadie nos hizo madurar. Desempolvo un inmaculado escenario, a cada página de este antiguo diario —el paje sopla sobre el diario y lo abre—. Así acaeció una historia singular, la de un paraíso tan difícil de encontrar. Cumbre de blancura sin igual, ¡ay, olvidado reino de cristal!, qué ilusorio espejo de tibieza, ¡tan exento fuiste de impureza! Allá en los confines de esta tierra tan amada, tan divina y tan sagrada, ¡oíd, gentiles creyentes!, el sonoro cantar, de una ninfa al llamar —Goffredo señala hacia un llameante cielo crepuscular sobre el horizonte—. ¡Oh, cegador poniente!, allende de este mundo tan latente, tú que despuntas bajo el seno de la inmanente verdad, y el pleonástico universo de la realidad, ¡ved donde un bendito reino quedaba!, y el diablo llamó con su aldaba.

Bajo el gélido retiro de la inabarcable bóveda celeste que atrapaba la incipiente voluptuosidad de la inocencia, como castas eran sus almas, allá se despejaron dos sombras, la de una joven mujer y un varón. Ella, princesa de rancio abolengo; y él, su más inestimable paje.

Se llamaba Lucrecia. Retozaban cogidos de la mano junto a la orilla de un oscuro lago, tétrico donde los hubiera, igual que una noche velada por la bruma, al que apodaban Morodor, la caverna rocosa donde se ubicaba el majestuoso palacio de Shambala, erigido sobre firmes y robustas murallas, pues se llegaba a él por una gruta de antiguos peregrinos descubierta en el medievo. Un sitio sobrecogedor, el cielo a través de la caverna se podía apreciar en lo alto con un matiz azul cobalto en aquella mañana donde los rayos del sol se filtraban incidiendo como afiladas dagas sobre el fangoso terreno. Miraron con placentero embeleso el reflejo del lago, era aterrador y mágico a la vez, hermoso y misterioso. Estas dos almas tan colmadas de inocencia observaban mudos y en constante meditación, sin mediar palabra, la maravilla de aquel entorno paradisiaco, oculto en las montañas de Mordorodor, al pie del lago negro de Morodor. El enorme palacio de Shambala no paraba lejos de dicho paraje. La escena transcurría con devotas meditaciones ceñidas a una prosa de palpable armonía, cálida y arraigada en una morada inviolable y desprotegida, pero tan oculta como una niebla entre la niebla.

La princesa iba de un raso marfil transparente, con escote sin tirantes que llegaba hasta el suelo con su falda acampanada. Llevaba un collar de perlas al cuello y una tiara de oro con un diamante incrustado en medio de su frente. En su desnudo hombro se posaron algunas mariposas blancas y ella las cogió con su mano, las palpó como se palpa un alma inmaculada, sonrió a su paje; este le devolvió su mirada con una mueca de inspiración divina. Los ojos del adolescente se alzaron ante la resplandeciente luz y la mirada de la princesa. Él vestía de verde terciopelo, tocado con un gorro que le caía a forma de cono.

—Tan bella sois, milady, como un atardecer, o el mudo sortilegio de una piedra del ayer, pero no sois piedra, ni roca, ni detentáis la áspera y arisca superficie del granito, sois un verso, una flor, suave como el amor, inolvidable como un olor, un diamante sin valor —la ensalzó el joven Goffredo mientras hacía sonar una lira entre sus manos.

—Ay, mi fiel garante, mi heraldo, mi amado Goffredo, pues si yo soy amada en estas dulces entrañas del bien, que la sabia natura ha sabido esculpir en el arca de la iniquidad, con la dicha de la fecundidad, he que aquí surjo como una Eva desdichada, sin un amor aún por encontrar, pues sois criado, y no mi príncipe amado, mas si yo lo hallara, y en la noche llamara, allí acudiría sin desagrado, sin desaliento, ni demora, como el verso de una aurora, mas no tomadme por señora —y ella esbozó una sonrisa capaz de eclipsar el fuego de un volcán.

Goffredo transmutó su color, quedándose sin palabras por unos instantes, contemplando aquella hermosura sin parangón, sus dientes coralinos y mejillas carmesí.

—Oh, amada Lucrecia, si este entorno en el que moras, es un sueño a todas horas, deba yo abandonar dicho lugar para encomendarme al peregrinaje del ignoto mundo, fuera de las potestades de lo profundo, pues me estimáis en demasía y, a la vez, me hacéis vuestro siervo más desgraciado, como un sueño del pasado, tan marchito y olvidado, mas no me ignoréis, os lo suplico, hermosa doncella de los ojos verdes, sin daros cuenta me deshojáis, como se arranca un pétalo a una flor, tal es el designio del placer, como ingrato mi deber —le tendió su mano Goffredo y ella la acarició igual que a un Adán en el paraíso.

—No afligidme, os lo suplico, os amo, y lo sabéis bien, mi humilde vasallo, como una rosa que ante la vida se sonroja, ahora, ¡volad!, hermosa mariposa —ella dejó escapar una mariposa entre sus manos, y allá remontó su dulce aleteo entre las sombras siniestras y cavernosas de Shambala, hacia la azulada cumbre matutina—, volad, volad, sutil hada de la mañana, escapad de esta mi mano, sutil querubín del mundo lejano, escuchad, Goffredo, el trinar de los pájaros, el rebrote de un alma tan cristiana, que escapa de vos y de mí, como un rayo en la mañana, pues allá verá cosas de las que yo, ni vos mismo, podamos jamás imaginar.

—Me gustaría escapar con vos a un mundo lejano, que aun siendo tan humano, mi corazón late afligido, a cada estrofa que escupen vuestros labios. Pero sois tan inocente, sois tan virgen e inocente, que me dais miedo. Ay, vuestra inocencia, sois el salmo del amor y de la esencia.

—¿Qué miedo proclamáis? Explicaos bien, buen señor. Con ese dicho convulsionáis mi interior, es una indócil simiente, que me envuelve como una serpiente.

—¿Qué es lo que habita la mente, sino el miedo de la dulce inocente?

—¿Me creéis ingenua?

—Lo sois, y eso me intranquiliza, pues sois tan virginal, pero tan cercana a romperos, que algunos matarían por veros —le previno Goffredo. Ella al escucharlo quedó abstraída con un prolongado silencio sin hallar respuesta.

Acto seguido, Goffredo entonó con voz melodiosa y acompañado de la lira la canción de La Triste Durmiente:

Ved el otoño dónde mora,

Es un sauce que nos llora,

El lamento de un susurro por camino encontrarás,

Que marchita la hermosura y a su amparo dormirás,

Soñad, soñad, triste durmiente,

Descubrid lo que se siente,

Dónde yace la blancura,

De este reino de amargura,

Porque en verso morirás,

Por un beso y nada más.

—¿Quiénes son esos otros? Hablad sincero, pues no sois un príncipe encantado.

—La fealdad os busca, joven milady, es lo horrible lo que persigue siempre a la hermosura con detestable amargura. Pero no temáis, que vuestro seré para siempre, en lo imperecedero y lo efímero, para lo eterno, pues la perpetuidad no hace rima con la soledad, y los suplicios de tales desdenes, son los que os encumbran tan hartos de bienes.

—No acallad nunca esa hermosa melodía que expulsan vuestros labios, pues si ha de ser eterno, en perpetua noche me convertiré, para ser oído y esclava de esos suspiros y palabras que tanto me embargan.

—No sois de este mundo mortal, sino un ángel de porte celestial.

—Oh, alma gozosa, valiente y dichosa, mi bien hallado y humilde Goffredo, tan incapaz de frenar en epítetos, vos que habláis de lo efímero, y que tan docto y diligente sois con vuestra tutela y buenas costumbres, no habladme de mortalidad, entre tanta oscuridad, pues las mismas otorgan celos, a los ojos de los cielos —ella extendió su mano a la etérea cúspide del trozo de firmamento que se divisaba desde el lago—, los que absortos nos ven desde la cimera del mundo, y conciben nuestros placeres carnales, oh, pobres entes terrenales, errantes y perecederas. Hablad con solemnidad de lo inmortal es pecaminoso, mas Dios me guarde de ofenderle, entre estas hermosas aberturas que constriñen nuestra alma y nuestras penas, insepultos entes delirantes de grandeza, pero ciegos estamos ante lo que ha de venir, mas solo Dios sabe lo que habrá de unir, ya sea maligno o benigno, o quizá un acto indigno, no es tarea de un mortal. Todo humano es proclive a la inocencia, si no le tienta la irrefrenable imprudencia.

Goffredo contempló su mano alzada y creyó ver el porte de un ángel, la finura del algodón, la de una frágil y delicada porcelana que cualquier demonio podría tronchar tan fácil como el viento rompe con un soplido un simple brezo.

—Mi adorada señora, pero ¿quién habló de morir? Vos no podéis hablar de amor cuando a la par aludís al triste destierro, eso no está bien, ni es de cuerdos, pues si ya estamos encomendados a la mortalidad de las cosas, es solo ella, el hada del doliente exilio la que rompe el lazo y desune el hilo de la pureza, la que brilla con grandeza, en vuestro amado corazón.

—Me sonrojáis, amado paje, ¡tan certero ese mensaje! Pero veo que hoy venís vestido de verde. ¿No es ese el color que visten las hadas?

—En efecto, y es el negro al que debéis temer, mas este mi color contempladlo con placer. Atenderé con agrado vuestros requerimientos y encargos, los que nunca me saben amargos. Sé cuidar de vos, como vos sabéis lo que me atañe, me conocéis bien, joven milady, sois sincera y diáfana, igual que un cielo en primavera, reluciente de la misma manera, incluso en este reino de sombra que nos hace presos y ávidos de tales afectos. Sí, hoy es primavera, joven milady, bajo esta sublime escena, como el verso de un teatro, o la musa de un retrato, repleto de inspiración divina, igual que una perla marina.

Se observaron como una burda adaptación hiperbólica, la de un extraño pasaje acaecido en el amanecer de los tiempos, con las características distintivas de una tragedia, arraigada en tan empíreo caudal de rasgos topográficos y escénicos como si hubiera estado concebida en un paraíso dantesco.

Caminaban a través de la escarcha y los márgenes de la maleza. Sus cuerpos se recortaban en la distancia igual que dos blancos laúdes en contraste con la oscura superficie del agua, donde los brazos de la verde natura se esforzaban en crecer profusos estirándose hacia el cielo, en busca de esa luz prohibida, la materia innegable de vida, tratando de acariciar su candor. Sus siluetas se reflejaron en el lecho del lago como dos pobres caricaturas marginales, era la inocencia la que rompía la presencia de lo abominable si no se le invocaba.

—Nunca os andáis con remilgos, ni atajos, ni viles argumentos que ensucian las manos, sois inquisitivo como el repiqueteo de un picamadero, pero tan esquivo de entender, como un lamento al anochecer, sois un mundo de revés —manifestó Lucrecia.

—Si fuera un mundo de revés, y tan solo de una vez, me veríais siempre dándoos la espalda, ni yo podría apreciar vuestra hermosura, ni vos la mía. ¿No es así como otorgan sus favores los monarcas y un monarca a la ínfima plebe? Pues somos polvo, polvo sin fundamento, simple polvo que se olvida, como una fruta ya podrida.

—Sois descabellado y sonáis a arpegios celestes, siempre os tendré en mi corazón, Goffredo, vos lo sabéis todo de mí, hasta mis más recónditos secretos, os quiero, a eso me refiero, mas de esta idea no difiero, ni de este afecto tan sincero. Dios me otorgue una mente amueblada, y con estancias suficientes para albergaros, en esta mi cabeza, tan proclive al desenfreno, como a un aciago veneno.

—En halagos me cubrís, lo que en verso yo aprendí, milady.

—Obstinado cabezota —la princesa tocó llamando con los nudillos su frente y la frotó otorgándole un beso de gracia.

Ambos rieron aquel gesto tan lleno de garbo y soltura. Allí en lo más oculto de los confines, donde el hombre llegara una vez buscando ese paraíso perdido de una estirpe de europeos donde hoyaron para encontrar sus sueños, y una tierra placentera donde echar raíces y tocar el cielo con las manos.

—Siento vuestra mano, que me turba como humano. A través de ese beso, que se torna en embeleso —le respondió Goffredo mientras tañía de nuevo la lira.

—Os gustó mi arrumaco, pues —dedujo la princesa con una sonrisa.

—Tanto como la luna cuelga de esta madriguera que nos oculta del infinito, sois la gracia y la finura personificadas en un solo elemento. Ni hay armilla que os posicione en el cosmos, pues las estrellas cuelgan en las noches de Shambala con la grandeza de un dios, pero vos eclipsáis las mismas, bajo esa aura dorada que os envuelve.

—¿También sois poeta, Goffredo?

—Poeta y amante, pues he aquí que moriría, si nunca fueseis mía.

—Soñáis despierto, poeta mío.

—Sueño seré si lo precisáis, amada princesa, estrella de la noche, mi hada madrina. Pues, ¿qué es un sueño sino una quimera?, una fría y anodina noche, un espejo sin su ceño, como un oro sin su dueño, a veces, me pregunto, si esos labios son de musa, ¿o es la noche tan confusa?

—No os ha de confundir mi ser, mi presencia, vos me conocéis, como el día a la noche, y la noche al día, todo esto es un misterio, que me inunda con criterio. Pero no habéis de dudar, ¿y por qué?, ¿acaso no leéis en mí?, soy vuestra amiga, es sincero el amor y el afecto, ¿qué os turba, decidme? Os siento algo ambiguo y contrariado. ¿Tal vez entristecido? ¿Teméis que esté a punto de perderme en un pozo sin alma, en un pozo sin fondo? No andaos con rodeos, sois la dicha de mis recreos.

—A vos yo siempre os serviré, pero no soy un bufón, señora mía.

—¿Acaso intuís en mí que yo pensara tal cosa?

—Si me lo permitís, he de confesaros que sé leer vuestro corazón y…

—¿También mi alma? Pues siendo de cáscara dura, ¿también leéis la amargura?

—Sois traslúcido cristal, tan casta y virginal, los rayos del amanecer os atraviesan como al ámbar, circunscritos los cuatro puntos cardinales veo en vos, con ese esplendor divino, que tan bien impuso el destino.

—¿Qué demente leyó mi mente? ¡Decidme!, contestadme, os lo suplico, os sentís contrariado por algo, os lo noto, pero ¿por qué? Jamás insinué tal cosa.

—Me aventuraré a desvelar, lo que no me atrevo a madurar. Sé distinguir una sonrisa, buena dama, pero os gustan más mis gracias que mis favores, y más mi porte y el color de mi adorno que mis pasiones.

—¿Adivino también sois?

—Todo este tiempo os he sido fiel, obediente, pero sé que no os gusto.

—Bueno, hay muchas formas de querer, os estimo por la franqueza, no por la belleza, es la que valoro en vos, que no del mundo. Que mis ojos me arrebate, ante tanto disparate —rio la princesa, acariciando sus mejillas.

—Jamás vi unos tan sinceros, ruego a Dios, nunca os prive de esos luceros por los cuales deba veros, pues sé de vos, hasta el último suspiro, mas siempre supe que no fui amado, pues como un orto acrónico os escucho, como se escucha con garbo una alondra al despuntar el sol, o un sonoro trino en Si bemol.

—¡Yo os amo, mi fiel sirviente! Oh, desventurado, qué tardo os rebeláis en esta temprana aurora.

—Temo, milady, que la luna menguante, se nos cuelgue distante. Mas su luz me cegó, con un semblante aterrador, como un albor atraviesa un cristal, y el que la desdicha colgó sin igual —le exhortó Goffredo igual que un poeta en la noche de los tiempos.

—Mi estimado valedor, tan lúcido y agasajador, como un verso en una flor, por un momento creí apreciar una brizna de esperanza en vuestro despierto y versificador semblante, tan pálido, que si fuerais tosco, jorobado o varonil, mas desenfadado, mustio y gentil, os hallaría allá donde os ocultaseis.