Londres, 3 de mayo de 1933
En el gabinete del doctor Ortelius su discípulo Víctor Vanderhoeven se hacía eco de la noticia con una edición impresa londinense entre sus manos, acompañada de un telegrama urgente venido desde Ankara vía Nueva Delhi.
—Doctor, sospecho que estos titulares y el telegrama son la misma cosa —le pasó el ejemplar Vanderhoeven.
Ortelius arrellanado en un sillón de cuero, se frotaba las manos frente al crujiente crepitar de la leña situada en la chimenea y con su particular talante introspectivo le pasó revista. Cogió el ejemplar con cierto recelo y, frunciendo el ceño, lo desdobló y leyó el titular de la Agencia Reuter en voz alta, el que destacaba en portada:
—«Muerte en el paraíso» —anunció el doctor, con cara algo abotagada por la quemazón que el fuego había producido en su cutis, el cual había enrojecido al igual que un ciruelo. Leyó con incredulidad la noticia, manteniendo la espalda recta, como si algo le hubiera sobrecogido de entre las líneas. Descansaba sobre un hermoso sillón de nogal de biblioteca, con apoyabrazos acolchados; era de estilo victoriano. Una araña de latón con seis brazos en forma de velas colgaba del techo de la habitación iluminándola tenuemente.
Hacía pocos meses que los japoneses habían ocupado la ciudad de Jehol, y el Gobierno de Nankin asistido a la conferencia de desarme, amenazando con abandonar la Sociedad de Naciones, pero aquello era algo diferente. El doctor era una persona de rostro enjuto y escuálido, cutis cetrino, por su extrema delgadez, y de pelo despeinado y enmarañado, lo propio de un genio o una mente privilegiada. Rebasaba los cincuenta, perilla canosa y nariz prominente, famoso por ser un avezado personaje experto en deshacer entuertos y galimatías, crímenes difíciles y de popular repercusión, aunque también robos de remarcable incumbencia social. Su compañero y discípulo Vanderhoeven, al igual que él, era de origen holandés, robusto, cara bonachona y risueña, apompados mofletes y dado a comer en demasía, aunque algo más joven; un discípulo meticuloso y trabajador. Había sido uno de sus más destacables alumnos en Praga, es por lo que fue reclutado por Ortelius para que le cortejara en su gabinete.
El doctor Ortelius iba envuelto en una bata de franela marrón, y pantalones de tweet Harris, así que había dejado por el momento su aventurero chambergo.
—Ay, el deber me llama, estimado amigo, ponga al cielo por testigo, si de este asunto no me animo, que juzgue la historia al villano, y a este loco mundo tan cristiano, que la abyecta atrocidad de lo humano, se diluya hoy en mi mano. La macabra noticia, ya arranca con inmundicia, desde un edén maldito, desubicado, y desarraigado de nuestro preciado Occidente, pues sobre ese pico, olfatea ya mi hocico —Ortelius se fue hacia una bola del mundo y la giró entre sus manos, mostrándole a su discípulo el lugar exacto del crimen—. He de suponer se levanta, en los conos inciertos de las cumbres nevadas de Mordorodor, cerca del paso fronterizo del Gorgoro, próximo al valle de Phenpo, y tras esta horrida procela, que se jacta de que vuela, hago yo esta cruz, con mi dedo a contraluz, pues en esta tierra de eremía[3], de tan ardua travesía, un negro telón el destino habrá de alzar, el de un acto de terror, para que así, mi añorado Víctor, pongamos a esos príncipes actores, todos prestos a tomar parte en esta intriga, en esta ingrata caza del gato y el ratón. Mas no faltéis a vuestra cita, en este protegido recinto en el que habita, donde se yergue el castillo pétreo de Shambala, que el tesón y la congoja, se convierten en paradoja, y en este caso, el de un edén de placeres prohibidos, de leyes ancestrales. Pero, ay, de mí, ¿cómo puedo yo iluminar la ignorancia o mi perspicaz empeño, sobre una sombría esfera, que blanquea en primavera? Pues pronto recelamos de los principales asuntos que tanto nos confieren en dicho drama, no me aparte de su trama, ni saque provecho de una dama, las lágrimas se calibran siempre al peso, como argolla cuelga a un preso.
Una tetera en el hervor del agua entonó su tenue pitido de reclamo desde la chimenea, al igual que una cancioncilla; el doctor se apercibió de su borboteo y dispuso de una taza entre sus manos, llenándola y pasándole otra a su compañero.
Sobre el mármol de una mesita de nogal depositó la taza, así como la tetera, era un candlestand victoriano. La parte superior de mármol poseía un recuadro con algunos rasguños de menor importancia, unos bordes de madera preciosa y cuatro tallas incisas caían por debajo de la falda. El centro de apoyo tenía giros audaces, decorado con tallas e incisiones tan pulcros en el detalle. Las patas talladas eran grandes y aparatosas, abiertas como las raíces de un roble.
En el gabinete del doctor había una puerta contigua con fieltro de tono oliva, que daba al quirófano o sala de experimentación. El mobiliario victoriano del lugar era todo de madera, los muebles brillaban de reluciente caoba con sus superficies despejadas de motas de polvo, la señora Horton había pasado el paño a primera hora de la mañana y en las estanterías. Se hallaban numerosas encuadernaciones de manuales sobre experimentación, criminológica y forense, también varias enciclopedias de Historia Antigua, Teología, Medicina, Psicología, Esoterismo, Metafísica, Metapsíquica. Archiveros con recortes de periódicos, dosieres de expedientes y casos sin resolver, otros de análisis de campo y forenses.
Un juego de té de porcelana destacaba sobre la encimera de la chimenea, meticulosamente pintado a mano con motivos naturales, hojas, flores y frutos; cada pieza debía medir sobre las dos pulgadas de alto. La sombra de un reloj de péndulo Grandfather, de hermosa caoba, se levantaba a varios pies dejando sonar su rudimentario mecanismo, aunque antiguo, estaba muy bien calibrado.
El doctor cogió el telegrama y lo examinó a la luz de una lámpara de gas, sobre un escritorio en tapa corrediza de sólida madera de roble. Los lados y la espalda eran de amplios paneles biselados. La base disponía de cuatro cajones frontales curvos en cada extremo, con agarres de bronce y latón. Tres cajones curvos se apreciaban por debajo de la superficie del escritorio. Esta antigualla gozaba de un interior maravilloso lleno de cajones y cubículos. La mayoría de los cajones eran de frentes curvos y, todos ellos, con quincallas de bruñido latón. Un tintero impresionante se destacaba frente a unos folios, con el membrete del doctor. El rodillo de rejilla iba cubierto con una pequeña placa donde las iniciales del doctor aparecían grabadas.
—Doctor, ¿qué habéis leído que os ha cambiado tanto la cara?, parecéis un muerto.
Vanderhoeven vestía en esos momentos indumentaria de calle, para ser exactos, un traje cheviot de gris rayado.
El ambiente confortable y seguro del gabinete, en el que solían departir y discutir sus preocupaciones hasta altas horas de la noche, tanto emocionales como profesionales, era algo a destacar, así como la morbosidad latente en su mobiliario; como la mayoría de las casas victorianas disponía de un dictáfono, un piano y también de un viejo fonógrafo, aquel que amenizaba las horas de lectura. Una hilera de tubos de ensayo permanecían colocados en uno de los estantes de la biblioteca y, sobre un escritorio, reposaba una calavera. Rodeado de símbolos de muerte por las paredes, el doctor mantenía la incertidumbre en sus enjutas facciones, contrayendo el rostro tan consumido por largas horas de trabajo; también preocupado por las noticias, practicaba la química del galvanismo y la electro-biología.
—Algo extraño, Víctor, algo extraño, recorre mi mente, el rey de Shambala requiere imperiosamente de mis servicios. En un lugar del mundo, tan escondido, ¿qué creéis que pudo haber sido?
—¿No habita por esas tierras un horrible ser, al que llaman El Abominable?
—Esto parece cuento de brujas, Víctor, yo el afamado doctor Ortelius envuelto en cuentos de fantasmas, ¿y mi reputación, Víctor?, ¿qué pensará el mundo ante este nuevo caso por resolver? Ya su enorme ojo gira sobre su orbe matutino, observando abstraído este devaneo primaveral, emplazándonos en esta díscola locura. Haré el ridículo. Y nada menos que el rey Teodorico, ¿quién diablos es? No es ningún maharajá. Pero ¿qué hace un rey en el Tíbet? Cielo santo, ¿qué me encubres con tu encanto? La verdad quede escrita, en mi alma ya cautiva, y aquí estoy, pobre alma desangelada, como un apaciguado corderito debo encomendarme en estos azares que desconozco. Aventurarme por los procelosos sinsabores, virtud sacrosanta y redentora, auxíliame, de este mundo de acertijos, pues perdidos están tus hijos. La verdad soterrada, allá aguarda a mi llegada.
—Me aterrorizáis, pero deberíais sentiros congratulados por una petición semejante.
—No es de auxilio, es de terror, el terror impreso yace en este telegrama —le mostró el doctor—. ¿Qué planos cartográficos disponemos de ese inhóspito lugar?
Ortelius se fue meditabundo hacia un par de estanterías Walnut de estilo victoriano y ensambladas entre sí estaban hechas de nogal de estilo rococó. Las crestas superiores disponían de un borde tallado, y un maravilloso frutal labrado en el centro, y otros dos en forma de paneles. Ambas puertas tenían una parte superior arqueada con vidrio ondulado a los lados del divisor. Cada mueble contaba con cuatro estantes regulables originales de donde colgaban llaves de bronce bastante antiguas que servían para abrir y cerrar sus puertas. De allí extrajo unos pergaminos enrollados, los cuales desplegó en el escritorio a los ojos de Vanderhoeven, y es que el peregrino proceso de deducción siempre conllevaba la ayuda obtenida a través de fuentes paralelas, como eran los libros, folletos, periódicos y revistas, registros y documentos oficiales, así como del propio Scotland Yard y la agencia privada Morrisworth.
—Si no me equivoco, el lugar debe de estar ubicado en las nieves perpetuas del valle de Phenpo —el dedo de Ortelius señaló un lugar sobre el agrietado pergamino. El doctor se pellizcaba vacilante la barbilla una y otra vez—. Cielo santo, ¿cuándo fue cartografiado esto por última vez?, no hay ni rastro del lugar que buscamos, ¿de quién fue obra, de un pandit anónimo con ábaco y sextante? ¿Qué se supone he de encontrar? A una malvada bruja, una hechicera, o quizá, un monstruo, esa cosa al que llaman —el doctor chasqueó los dedos—… El Abominable, pues esto es deleznable —le mostró el artículo del periódico—. Una princesa asesinada, a la que han sacado los ojos, extirpado el bazo y el corazón, destripado, despedazado y Dios sabe qué cosas más. No es propio de algo humano, sino de un animal, una bestia, y eso tendré que descubrirlo. Dios mío, dame fuerzas, para que este filósofo imperito que ha de lidiar con quimeras, y otras viles hechiceras, logre discernir el bien del mal en asuntos tan universales como estos, y no echarlos por tierra con cosas subordinadas y subalternas; es posible que por razones que no están circunscritas, se introduzca subrepticiamente el olvido de la causa que precipitó tan abyectos acontecimientos, pues no hay protocolo alguno para este entuerto, cortaré por lo sano, y simplificaré diseccionando con bisturí, lo claro de lo raro, la evidencia de la bestia. No me dejaré llevar por cuentos de brujas, ni fútiles leyendas, que nos harán perder el tiempo, ese tiempo tan valioso como lo es el oro.
—Si en este piélago al que con vuestro dedo apuntáis, no veis lo evidente, es ir contra corriente, y luchar contra natura, a la que Dios no puso altura. Esas leyendas existen, no son cosa de brujas. Pues en esta sublime cumbre, hallaréis al que sucumbe, y no atajaréis por camino alguno, nuestro peregrinaje resultará eterno, pues en el confuso tránsito que llevemos, pagaremos por lo que encontremos.
—¿Es una advertencia, Víctor? Explicaos, soy todo oídos, ya que este misterioso vuelo, ya nos toca bajo suelo. Entendemos por Metafísica la Ciencia que trasciende a la Física, pero aquí confluyen poderes místicos que no podemos concebir, se salen de los patrones de lo normal; por esta escalera de Jacob[4], no descendió un inocente ángel, sino una mente deleznable, obsesiva y perversa, con la intención de hacer daño, movido por un amor ingénito que desconocemos, pues en ese orbe inmóvil que es la mente, su raíz y su causa siempre quedan, y obra de la misma manera, es su modus operandi, y volverá a matar si no hacemos nada, no se trata de alguien sencillo, a esa princesa la esperaba un ser desquiciado y diabólico, capaz de infligir los horrores más dantescos que podamos imaginar, y que el mundo jamás podrá olvidar. Sangre real yace derramada en algún plácido remanso de un negro lago en Shambala —el dedo del doctor se deslizó hasta alcanzar el lago negro de Morodor.
—Se trata de un mundo oculto entre las montañas, al que llaman paraíso, descubierto y colonizado por peregrinos europeos del Medievo, son como las almas del Mayflower[5], surgen desparramadas en cavernas naturales, de palacios fantasmales —le informó Vanderhoeven.
—Dios se compadezca de esa pobre alma ya difunta, pues como una verdad que repunta, quiera el mundo formular su queja, y se alzara contra el cielo con la árida arista, y el airado pincel de un artista, despertando la soberana placidez de los dioses, abriendo las conciencias y sus dones, pues allí yace, cual bella durmiente, Lucrecia, princesa de Shambala.
—Pero, doctor, no os sentís complacido por este encargo, nunca os mostráis dichoso por ser tan afamado en las artes de la investigación y la deducción criminal. Habéis hecho tanto por la humanidad. Pero nunca veo que la popularidad se os suba a la cabeza.
—Habláis del culto a lo material con un mohín de complicidad, cuando lo más preciado de esta vida es el género humano, imaginad una sonrisa, la sonrisa humana, es un simple gesto inadvertido y tan efímero, pero que puede prevalecer en la memoria de uno mismo toda la vida, por pertenecer a un individuo en concreto, a alguien especial, una persona ya olvidada, pero de mi mente no borrada. Lo humano es hermoso, pero es caduco y generoso, tiende a morir en el silencio de la eternidad, ¿quién se acuerda de la sonrisa de un mortal, de un alma viviente?, decidme, Víctor, en cambio, las estatuas, retratos, efigies, nos sobreviven en pedestales, que ya no son tan terrenales, la idolatría de las masas siempre queda, esas estatuas representan lo material, lo intrascendente, lo que es aborrecible, pues siento más apego por la persona, que por esa mano dadivosa que extiende la celebridad hasta el infinito.
—Ahora hablasteis con encomiable encono, doctor, pues tras el remo del barquero nunca es oro lo que reluce, ni gema lo que transluce.
—Así es, Víctor, me conocéis bien, y mucho. Húndase el ego en la fuente, que la arrastre la corriente, pues no me sacarán de esta covacha en la que moro, ni por todas las exclusivas del mundo. Aunque mil historias tenga que contar, y de las mismas renegar.
—Sois la innegable personificación de la soledad, doctor.
—Ahora contemplemos este mundo pecaminoso, el de un edén marchito y malicioso —prosiguió Ortelius—. En la temprana y vaporosa línea del amanecer, que despunta dormida como un anochecer, se alza un reino de fantasía, bajo la profunda oquedad de una bruma fría.
El doctor extendió su mano, mostrándole el cuadrante donde se situaba Shambala, en la bola planetaria giratoria que descansaba sobre la alfombra, dicha bola se ubicaba junto a un armario victoriano, un gran armario de aspecto funcional, tenía un cajón en la parte superior. Los lados y el frente eran cóncavos y decorados con paneles; las columnas, estriadas con las tapas talladas y dorados botones de ébano. La parte frontal de la puerta disponía un panel convexo sepultado con tallas doradas incisas. El interior del armario era de husillos verticales que servían como separadores. El brillo de la madera satinada en la base y en la parte inferior del cajón era impresionante.
Vanderhoeven se le acercó por su derecha, revisando las coordenadas; el doctor apuntaba en su bloc de notas toda la orografía del lugar detalladamente, luego hacía un descanso y se iba a cotejar en el otro extremo de la sala, en el escritorio, los planos cartográficos, la situación exacta y las rutas a seguir y evitar en su camino hacia el reino de Shambala.
Era un lugar en el mundo tan desconocido y virginal; Vanderhoeven quedó por unos instantes sorprendido, observándolo ante él, deletreando su nombre sobre el giratorio.
Allí surgía, tan petrificado como lo estaba en vida, lugar oculto tras las cónicas montañas del Tíbet.
—¿Qué altura podrán tener estos picos, doctor?
—Miles de metros, al menos —contestó Ortelius desde la mesa escritorio.
—Deberemos pertrecharnos de todo para poder subir hasta allá. Dios, es como tocar el cielo con las manos, debe ser aterrador.
—Es una tierra inhóspita de nieves perpetuas, sin duda es un lugar donde los miedos de un mortal se multiplicarían, y con la perentoria necesidad de lo humano, debemos bregar por la justicia, allá donde las potestades del maligno avancen impetuosas devorando vidas ajenas e inocentes, corazoncitos que suben al seno de Abraham, como almas en pena. Si es al cielo donde hemos de subir, hacia allí habremos de partir.
—Sed prudente, doctor, pero no temerario.
—¿Noto cierto reproche?
—Creo que deberíamos desestimar este encargo —a Vanderhoeven se le descompuso la mirada al concretar con más exactitud lo que en aquellas tierras se reunía, esas protuberancias orográficas quitaban el hipo.
—El miedo os atenaza. Pero estáis instruido y equilibrado para afianzaros al devenir gélido de las vicisitudes más azarosas, tanto las que atañen a lo peor como a lo mejor.
—No es que sea miedo, pero este lugar es de pesadilla.
—¿Pues qué es el miedo sino una evasiva contra el peligro?, como el mercader que debe aligerar la nave ante el inminente riesgo de zozobra. Es ese el riesgo que debemos tomar por aliado. Ante este orden físico imperante, es donde los atributos de la inmutabilidad hacen acto de presencia, mas quien no ve en su propia rutina el claro convencimiento de la futilidad de este argumento, es porque es una mente ciega y retrógrada. Es como el que acaba cayendo, en el propio abismo que estaba durmiendo. El miedo es el que nos hace presa de nosotros mismos. No es algo convincente, lo que es tan evidente, pero la experiencia es un grado, vos lo sabéis mejor que yo. Pues os lo he razonado. ¿Disponemos de cerraduras que garanticen nuestros ajuares? Es evidente que sí, pero ¿por qué? Es como la princesa de fresca blandura, que el tiempo convirtió en seca amargura, y todo, porque yo atiendo más a mi experiencia que a mis reflexiones.
Ortelius observaba con una lupa escrupulosamente cada detalle del plano cartográfico de la zona que debían visitar. Hizo una prolongada pausa y tomó un sorbo de la taza de té.
El líquido penetró por su garganta como un estímulo suplementario en aquella temprana y fría mañana de primavera, que conservaba todos sus matices matutinos, con ese gris atemperado entre tibio y oscuro. Las ventanas estaban con sus cortinas echadas y la luz penetraba tímidamente, con haces que transgredieran un lugar inviolable, pues así lo requería el trabajo de experimentación, ya que la luz natural quitaba cierta nitidez al detalle de las cosas.
Acto seguido el doctor sin mediar palabra, se fue hacia la puerta contigua y adyacente al gabinete que daba al quirófano.
Encendió su pipa y comenzó a aspirar su contenido, era laxante tabaco hindú. La calefacción del gabinete se hacía notar en las estancias. Vanderhoeven anduvo tras la estela de su mentor como un conejillo de indias.
El quirófano se abrió tras la puerta impregnado de un cierto olor a cloroformo. El doctor había encendido su luz interior; allí apareció una unidad de rayos X, mesa de operaciones, estetoscopio, microscopios, probetas de ensayo, no resultaba difícil barruntar que aquella sala era el centro neurálgico del doctor, donde sus teorizaciones se convertían en cotejadas deducciones en pos de un solo propósito, desvelar los misterios del mundo y sus solapadas intenciones. En el centro de la habitación había un mecanismo como un giroscopio enorme y un pistón junto a él metido en un recipiente tubular diáfano, sin llegar a la fricción de sus paredes, bombeaba un líquido burbujeante rosáceo que iba a parar a diminutos tubos de ensayo a través de distintas sondas prelubricadas, hechas de un compuesto similar al cloruro de polivinilo. Era toda una extensa maquinaria muy densa de describir y de enumerar, pero de lo más vanguardista del momento. Todo el instrumental quirúrgico estaba esparcido en mesitas y carros para las operaciones.
Las paredes de la sala estaban pintadas de cartón-yeso, eran de un material poroso y dieléctrico que preservaba la esterilidad manteniendo el polvo y organismos infecciosos a raya.
El doctor había llegado al final de la sala y movió unos interruptores y palancas situadas en un panel sofisticado con indicadores de potencia e intensidad que iluminaban los distintos niveles impresos en sus cuadrantes.
De repente, Vanderhoeven recibió una potente descarga a ambos lados. Unos rayos siniestros y chispeantes de color magenta lo paralizaron en seco y comenzó a sufrir espasmos eléctricos de alto voltaje. Provenían de dos surtidores con forma de espiral cilíndrica que había a sus dos extremos y que él, cual ingenuo ayudante, había pasado por alto. Los rayos se habían fusionado en un chorro relampagueante obstruyendo su avance.
—¡Liberadme, por Dios bendito! —exclamó Vanderhoeven.
—¡No os mováis! —replicó el doctor, ajustando algunos detalles en el mecanismo del panel de control—. Aún necesita mejoras, hay unas centésimas de retardo. Bajaré la intensidad del voltaje. La descarga que habéis recibido es insignificante y completamente benigna, no tendrá efectos nocivos en vuestro organismo.
El doctor había parado la descarga y su ayudante caía extenuado al suelo del quirófano, estaba algo aturdido y con el pelo chamuscado.
—Me habéis podido matar, maldito chiflado.
—Tenéis mucho que aprender aún, estimado amigo. Esta es mi última innovación en pos de la ciencia. Pero circunscribiéndonos al asunto que nos trae entre manos, ¿qué creéis que habita allí? ¿Acaso un simple mono? Nos enfrentamos a fuerzas desconocidas, entes que pueden penetrar en las estancias palaciegas y perpetrar los mismos crímenes que nos relatan los periódicos. Debo de salvaguardar las vidas de los que allí moran. Esto me ayudará. ¡Ah, Shambala! —suspiró Ortelius—, ya contemplo esas nieves, un oasis donde el hombre puso su huella, cubierto de olores que adornan su estrella.
—Gélidos son los vientos, los que agitan sus cimientos. Sin duda, doctor, este artilugio es capaz de parar a un tren en seco.
—Y solo recibisteis una insignificante descarga, su potencia puede llegar hasta los ocho mil voltios. Algo así acabaría con cualquier forma humana, venga de donde venga.
—Pero ¿y si no es humano? —pormenorizó Vanderhoeven.
Aquella frase caló hondo en el doctor, que acalló por un instante meditando.
—¿Os referís a una forma teleplásmica? ¿Un espíritu, un fantasma?
—En efecto, me refiero a eso, a un ser metafísico.
El doctor alzó su índice y respondió:
—En todo caso a ese ente demoniaco no le gustará, de igual modo.
—De ingentes desvelos, son los gritos de los cielos —intercaló Vanderhoeven.
—El mal se presenta de muchas formas, no lo olvidéis nunca, Víctor, en este caso se nos personifica con corte y estilo burgués. ¿Cómo ahuyentar los miedos concebidos?, pues deberemos ser raudos y montar en caballos de hermosas crines, salvar vados, y extenuantes empinadas, pues como dos foráneos nos presentaremos ante el palacio y su sombra, y de allí nada me asombra. Las leyes naturales no atienden a la razón, tierra de dioses sin compasión. Lo que antes se llamaba teórica abstracta, ahora es un tejido de disparates sobre la materia humana, silogísticas formas, y otras abstracciones sacadas fuera de contexto de la filosofía aristotélica. Nadie sabe encender una luz a un poniente, y menos si es Oriente, ya que en estos tiempos convulsos, nosotros deberemos prender la llama de la esperanza en las mismas entrañas del mal.
—No deba yo entrometerme en las formulaciones de Bayle[6], ni en las de Epicuro[7] o el mismo Lactantius[8]. Pero el mal es omnipresente, tanto como lo es el bien, y eso no lo podréis cambiar nunca, doctor.
—Os entiendo, eso es lo que me dispongo a averiguar, nos adentramos en un edén donde la sediciosa necesidad de lo inanimado cobra vida, el de un mal aletargado y entronizado sobre una tierra que ha dejado inerme a las bondades terrenales, pues como una marea dislocada se ha precipitado de manera afrentosa sobre la desnuda brecha y, mortal e hiriente, con la fuerza de una espada, ha escindido un reino en dos mitades, ¿no son sus almas naturales?
—Pero engendrar sospechas, encender o dar pábulo a insinuaciones concretas, os hará perder amigos y poetas.
—Dejar todo a la improvisación sería una imprudencia, en un campo como la ciencia, no se debe de tomar a la ligera. Soy un investigador, ¡por el amor de Dios, Víctor!, ¿dónde está vuestro sentido común? Me reprocháis con desacuerdo, y no con esmero o el juicio de un cuerdo.