Al planear un viaje al Himalaya uno de los principales inconvenientes con el que se ha de enfrentar el viajero es el estado de los caminos. Tanto el doctor Ortelius como Vanderhoeven iban sobre mulas tiradas por porteadores. Las condiciones de los caminos siempre eran en pendiente, una tierra áspera, rocosa e irregular.
Un camino polvoriento atravesaba las negras mesetas con escasos cultivos y, aquí y allá, gibas ondulantes de bajas colinas, con suelo resplandeciente formado de capas de nieve que lo cubrían todo, como un mundo de cristal, diamantino y transparente, la línea del horizonte retrocedía una y otra vez tapada siempre por las gigantescas montañas, en su espacio infinito de luz resplandeciente y encandilante. Los porteadores vagaban con su inconfundible forma, haciendo gestos de abyección y hastío ante las blancas y apiñadas cumbres. Sus ropas eran de colores vivos, algunos mostraban sus morenas y delgadas piernas. Llevaban a la espalda los pesados embalajes por entrantes peladas de suelo ardiente. Continuando incansables hasta el amanecer, atravesando desfiladeros, puentes colgantes y cuevas milenarias, parajes donde jamás puso un hombre su huella.
A Ortelius le llevó varias semanas cruzar desde Patna a Tíbet. El camino por el paso del Gorrochpour y a horcajadas sobre mulas no fue fácil, aunque sí diestro con la brújula y el sextante por las noches eran extremadamente vulnerables y presa fácil de ataques de toda clase de bestias a las que había que ahuyentar con fusiles. Habría que añadir que pernoctaban en lamaserías que, aunque no eran de la rama del budismo, pertenecían a otras sectas, pero eran acogedores siempre con los viajeros.
Normalmente a los porteadores lepchas les llevaba pocos minutos disponer de las tiendas de campaña. Desplegaban mesas y sillas de madera, tratando de improvisar con somieres conformados con horquetas clavadas en tierra firme, las que aseguraban con tiras de mimbre, aunque las colchas eran suavizadas con varias capas de hojas de bambú si las condiciones del terreno lo requerían.
El cactus de flores amarillas se imponía en sustitución de las euforbiáceas. Había helechos que brotaban por encima de ellos y el bambú era capaz de formar bosques de erectos árboles de quince a veinte pies a diferencia de los álamos.
Así que no importaba, lo verdaderamente difícil de tratar de planificar era la imprevisibilidad de los caminos del Himalaya, algo que puede decirse que es mejor dejar en mano de los dioses.
Esto es lo que se podía esperar, un viaje a través de colinas, las sacudidas de los animales sobre sus lomos, los golpes de estas rutas llenas de baches menoscabando y haciendo estragos en la salud de cualquier mortal, rutas desiguales y estrechas no solo asustaban al más valeroso, también daban la sensación de distanciamiento y soledad, de desapego, el sentimiento y percepción del contorno. El de la belleza y las sublimidades de la naturaleza que los rodeaba denotaba la extranjería o la alteridad de las cosas definitivamente no occidentales representadas por ese concepto tan abstracto como romántico del orientalismo envolvente, lo misterioso y lo desconocido. De los arbustos destacaban siempre los rododendros que surgían por todas partes; hay que apuntar que sus capullos servían de alimento.
Atravesada la muralla del Himalaya, ya en Lhasa, pudieron abastecerse en su principal avenida comercial conocida como Barkhor. La ruta prosiguió por el valle de Dode, al este del monasterio de Sera, continuando hacia Ling Dzong, el último asentamiento antes de alcanzar el paso de Phenpogo La, una terrible empinada de cientos de metros desde las viejas ruinas de la aldea de Ling Dzong.
Los deslizamientos de tierra eran muy frecuentes, los residuos que podían almacenar las montañas eran de hasta varios días, algo siniestro. En los momentos de calma y tranquilidad a través de la noche pasaban por valles escasamente habitados donde las lamparillas de lejanas viviendas idílicas fulguraban en silencio. Estas enturbiaban el aspecto yermo y árido, y la monótona uniformidad de los cerros y collados, senderos que llevaban a un mundo desconocido como Shambala, un mundo hermoso dentro de las entrañas del Tíbet, pagaba impuestos, aunque detentaba el estatus de soberanía independiente y, aunque era un Estado distinto, regido por un linaje europeo enraizado ya desde las viejas rutas de peregrinos, estaba estrechamente vinculado a él por la política comercial y bonos eclesiásticos.
Momentos de recogimiento y sosiego añadían un toque sutil y mágico a la belleza agreste del recorrido. Habían dejado atrás los frondosos bosques de guayaba en Himalaya, aunque sí que podían ser testigos de haber contemplado la hermosa planta de palma de ratán, aunque ahora estaban sobre las colinas de Phenpogo La, con sus ancestrales cauces, la carretera ondulaba notablemente. El argali, el carnero salvaje más grande del mundo, buscaba los primeros brotes verdes y arbustos de tamariscos en los faldones de los valles próximos.
Después de horas de ascenso llegaron a los paisajes lunares y secos del valle de Phenpo, directamente al norte del valle de Lhasa. El templo de Rgyal se podía apreciar a lo lejos en la base de la montaña.
Dos grandes embalses existían en el valle, eran los de Kazi y Hutou, y el lago natural de Yamzho Yumco, proporcionando un hábitat lacustre importante dentro de la cuenca. Dichos ríos estaban rodeados de cerros y montañas que se elevaban a una altitud enorme.
Acamparon en el pueblo de Yatsa, cerca de Lhundrub Dzong, bajo su monasterio situado en la cresta de una ladera.
Siguieron su tránsito remontando el curso del río Kyi-Chu, pasaron las jornadas hasta llegar al punto en concreto. Erupciones de nubes de fulgor sulfuroso se alzaban en una inhóspita cumbre sobre el ceniciento valle de Phenpo. Era la aldea de Ramoche que estaba circunscrita a las potestades del reino de Shambala.
Los animales que habitaban en las vastas llanuras iban desde el yak a un animal de carga como el buey muy utilizado por regla general para diferentes funciones, transporte, principalmente. Era una bestia muy agradecida por los lugareños, aparte de esto por su inestimable leche, bastante rica y nutritiva; a menudo utilizaban su cola con el apodo de chowrie como adorno o colgajo para ahuyentar insectos en numerosas tribus hindúes, esta estaba compuesta de una densa mata de pelo negro. La lana fina en Tíbet se obtenía del pelo de una cabra montesa estimable de la que elaboraban los famosos chales de kash. El almizcle como perfume o esencia se conseguía del ciervo almizclero que detentaba su mismo nombre.
Los pasos del Hindustán con en el Tíbet no se abrían antes de junio, pero a esas latitudes ya se podían apreciar bandadas de Kiang que se alimentaban casi en su totalidad de las raíces de una especie de artemisa o de la madera de gusano. Aunque en invierno, muchos habían atestiguado verlos en el valle de Shap Yok en compañía de yaks salvajes y antílopes.
Con un hórrido lamento procedente de los valles se despertó el doctor sobre el lomo del équido, eran las 4 de la mañana, y divisó la posada de la aldea. Parecía un grabado de Doré[9], «Satanás frente al monte Nephrates», y es que la posada se alzaba sobre un peñasco que daba a un valle profundo de gigantescos precipicios.
Había un puñado de casas adosadas al mismo, formando una aldea compacta, tanto como un fortín circular, y su centro neurálgico era la posada de Ramoche. Eran viviendas de madera y piedra, con techos de paja, perfectamente valladas con cañas. Poseían terrenos entre los que se cultivaba cuidadosamente los rábanos, el alforfón, trigo y mijo. El doctor se sorprendió al encontrar una Opuntia en flor a esa latitud y altitud.
Se apeó de los lomos de la mula acompañado por su inseparable discípulo. El vestuario de Ortelius consistía en salacot, capa y guantes de cuero desgastados, pantalones de franela y botas militares de infantería británicas con polainas alrededor de los tobillos, hechas de cuero, con punteras invertidas de acero y una placa de acero en el talón. De su cinturón colgaba una cartuchera con una Luger P08 de 7,65 mm, y una funda para el cuchillo de trinchera.
Una especie de alondra llamada Ortolan era abundante en aquellos parajes y había dejado ver su vuelo durante el día a pesar de ser un ave migratoria.
A un lado de la puerta de entrada a la posada de Ramoche mantenían a un enorme oso gris, una bestia que se alzaba sobre sus cuartos traseros alcanzando con su cabeza los tres metros de alto. Su aspecto general era el de un oso pardo, pero se distinguía por sus orejas redondeadas y lo cubría una densa capa de pelo. Su presencia era amedrentadora, pegó un gruñido ensordecedor al verlos por sus oscuros ojos.
Los porteadores se echaron atrás atemorizados, y el doctor encañonó en la distancia con su Luger P08 al úrsido hasta que fue reducido por un grupo de lugareños caucásicos que salieron del interior de la posada, dejando pasar a aquella visita tan intempestiva.
—Ved, estimado Víctor, entre hornos mongíbelos[10], el despertar de los dioses, el hálito nocturno, que nos llega de Saturno. Donde la belleza y el adorno, son coregos de su entorno —manifestó Ortelius, admirando la belleza del lugar.
Mesas de madera se dispersaban alrededor de una barra que llevaba un posadero rechoncho, de rasgos orientales y tremendamente mulato. Los portadores de Ortelius también accedieron a las estancias oscuras del local, a fumar sus pipas de agua, mientras budistas tibetanos que poblaban las estancias, de ojos estrechos, narices anchas y frente baja, mantuvieron un semblante de cierta frialdad y distanciamiento. Vestían un traje de diario, un conjunto nativo al que llamaban Nambu, hecho de tela de lana negra.
El doctor se desquitó del salacot y de su abrigo de lana Melton color ciruela, pidió un licor para entrar en calor y despojado de sus prendas necesitaba subir su temperatura corporal como fuera necesario, también solicitaron algo de comer, «Pudding del Paraíso» como lo llamaban, que en realidad era un simple plato tibetano, Droma dresil, condimentado con arroz, mantequilla, pasas, azúcar y Droma.
—La forma más acertada de desglosar un crimen, es, sin agendas ocultas. Pero al igual que muchas fantasías, se presta a alegorías —se dirigió el doctor hacia su discípulo, acomodándose en una mesa.
Fuera arreció tormenta y lluvia, y los truenos y relámpagos se apoderaron de sus corazones con reflejos pálidos de luz que desorbitaban los ojos. Una de esas veces Ortelius vislumbró algo colgado al fondo de la posada. Vanderhoeven también se reincorporó y siguió sus pasos, apercibiéndose de lo que había llamado la atención al doctor.
Era un cuadro en lienzo que representaba a una dama con vestido de encaje negro. Su rostro estaba desfigurado y aparecía en medio de un bosque tétrico. El doctor lo examinó de cerca extendiendo una lupa que había sacado de la solapa de su chaqueta.
—¿Qué diablos es? —preguntó su discípulo.
Vanderhoeven vestía una túnica militar M1902 en sarga de color caqui, de corte sencillo y práctico, era de un solo pecho con cinco botones de bronce por el cierre frontal y un collar de otoño. Llevaba polainas y botas negras desgastadas.
—Según los antiguos brahmanes el mal se concibió en una guerra acaecida en otro tiempo, envuelto en mil refranes referidos, nos transportan a una noche siniestra, pues en este órdago de infeliz desorden y en el concurso de las acciones y voluntades humanas, se nos muestra el reverso tenebroso, pero decidme, ¿dónde percibís la bondad en estos parajes? Para así mantener en la abyección y el embrutecimiento a estos pobres habitantes. Pero ¿por qué?, eso es lo que pretendo averiguar. La muerte se ha de sellar con un siniestro epitafio. Ya los voceantes heraldos de Shambala barruntan tempestad, si es así, allá habremos de ir.
—Es la dama de las mil caras, la dama de la muerte —les salió al paso por detrás el posadero, había dejado sobre la mesa los platos de pudin.
—Vaya, qué interesante —se volvió el doctor—. ¿Podéis darme más información al respecto?
—Es la asesina de Lucrecia, pues también fue de su madre, la reina Berengaria.
—¿Pretendéis asustarme con cuentos de brujas?, ¿y por qué no El Abominable?
—El Abominable no llega con su mano a estas latitudes —contestó el posadero—. A excepción del hombre, nada pulula sobre estos lares, a no ser cierta especie de pantera blanca que se esconde entre las rocas y de grandes lobos que, aunque no muy comunes, se han encontrado esqueletos derretidos entre la nieve.
—¿Tan infame pecado, por mil bocas es contado? —preguntó el doctor—. Así es cómo se entienden estas desgracias. ¿No dibuja el cortesano, la desdicha de lo humano? Pues este triste lienzo, no barrunta buen comienzo, he de desentrañar un crimen tan abyecto al mundo, y el enorme globo con su ojo prominente y omnipresente nos observa, y es Shambala lo que detesta, pues pasar a la posteridad como modelo de grandiosidad y juiciosa templanza, es asunto que compete más a la chismosa sociedad, que al innegable anhelo de uno mismo. El enemigo es dado a miles argucias y persevera con viles astucias.
—Convincente es en mentiras y falsas deducciones, doctor. Han querido presentar este enrevesado asunto como base de certeza, lo que nunca pudo alcanzar en grandeza, mas siendo preservativo a los extravíos de la razón, puede enmendarse con corrección, lo que implica ser prudente y, volviendo a nuestro intento, insuficiente. Consideramos que la adecuada elección de los buenos argumentos, pueden también influir de forma diversa en el medio en que el hombre se implica, en la concepción y la conducción de un plan, imprimiendo con sus propios caracteres el sello particular en la escena, el lenguaje del autor, y de un reputado doctor —le respondió su discípulo.
—Sois grandemente gratificante y elocuente, Víctor. Solo considerar la imagen del monstruo y la bella inocente, no es estar seguro de lo que uno es consciente. En cada caso, siempre existe esa fuerza bruta antagónica, la del asesino, el hacedor de mal, y por otra, la debilidad del vulnerable, igualmente insoportable, la sexualidad no juega un papel importante en este caso que nos concierne, o al menos, eso creo.
Allá en la posada las piedras se esculpían con mantras sagrados que poseían grupos de sílabas con un significado y poder especial. Para ellos recitar los mantras era un sonido que reverberara por todo el Universo y junto al cuadro aparecían colgados como un preciado souvenir.
—Hemos hecho un largo viaje, doctor.
—Gracias, posadero, ponednos una jarra de vino, comamos y bebamos a la salud de la gente de bien —ponderó el doctor.
—Dispongo de dos catres donde podrán pernoctar en la sala contigua al comedor —les informó el posadero.
—En efecto, mañana remontaremos el desfiladero de Mordoror, para arribar al palacio de Shambala, tenemos audiencia con el rey Teodorico.
—He leído su libro, Anatomía del asesinato —el posadero de Ramoche, con palmatoria y una vela, les mostró una serie de libros de un mueble librería—. Me imagino que se mueve más por instinto que por deducción, ¿no es así?
Ortelius encendió su pipa exhalando espirales de humillo gris y puso cara de acertijo acompañándole al lugar. Allí se despejó en la oscuridad una triple librería de nogal con tres puertas en su estantería. La sección media era más alta y más profunda que las dos secciones laterales. Los vidrios originales de dichas puertas estaban enmarcados por una gruesa moldura de nogal con una talla en el centro. Estaba bellamente decorada con paneles de rosetas. Disponía de tres estantes ajustables donde se ubicaban infinidad de tomos y manuscritos forrados en piel de cabra, sobre todo, venidos de los monasterios próximos al valle.
—Es todo un honor para mí ser leído en un lugar tan apartado e inhóspito, entre picos majestuosos y nieves perpetuas —añadió complacido el doctor.
—Le conocen en todas partes, doctor —le enardeció Vanderhoeven, efusivo.
—Así es, pero por desgracia no hemos venido a debatir, sino a descubrir, en este sentido la literatura medieval, así como el conjunto de la universal, tienden hacia ambientes fuera de su circunscripción, y es aquí donde me hallo recopilaciones del maestro Roerich[11]. Tuve el placer de conocerle en el valle de Kulu, de eso hace ya bastante tiempo.
—¿Vos lo conocisteis? —intervino el posadero.
—Así es, era un iluminado, un genio.
—¿Acaso no lo es Ortelius? —le contestó el oriental.
—¿Cómo supisteis de mi llegada?, nadie me esperaba.
—En Shambala, os conocen bastante bien, más de lo que os imagináis.
—¿Intentáis sonrojarme?, desaparecer y aparecer de repente entre este mundo de oscuridad, solo interrumpido por el devaneo de un sirviente, y en un círculo mágico tan latente, no es tarea fácil, ni es muy conveniente, no estoy muy seguro de mis posibilidades.
—¿Teméis a la oscuridad, buen señor?
—No tanto como a la soledad. Pero en el mundo de las sombras, ¿dónde surge lo que asombra?, a esto he venido, a este milenario recoveco, donde el hombre convirtió de un edén legado, un infierno descarnado. Y es que vivir con esa reputación de científico loco, no es sencillo, aunque jamás regresaré a la civilización con un pterodáctilo como el profesor Challenger.[12] Soy esclavo de mis sentidos, que no de mis descuidos, pero detesto ambos. Jamás debería haberme dedicado a la investigación criminal ni a la ciencia forense.
—Pero el mundo os necesita, Shambala solicita vuestros servicios, doctor —replicó el posadero.
—Sé que hay almas por liberar de las tinieblas. Soy humano, de carne como los demás, como y duermo, pero necesito descansar, tampoco soy abstemio, y sueño para recordar —le subrayó el doctor.
—Analizada la situación, con extrema precaución, diría que huís de la realidad, y no sé por qué —dedujo el posadero.
—Solo cuando la verdad es demasiado horrible y es más fuerte que la propia voluntad. Entonces es cuando desfallezco, pero eso será cuando haya muerto. Así de simple. Sois alguien perspicaz.
—No olvidéis que la religión tibetana es una mezcla de budismo y creencias chamanísticas más antiguas. Tierra y naturaleza son fuentes ineludibles de espiritualidad —le recordó el posadero.
Las costumbres culinarias en aquellos lares eran distintas a las occidentales. Un tibetano, principalmente, consumía cebada y trigo tostado, huevos de aves, carne de cerdo y de yak. Pero aquella posada era una excepción y en su dispensario habían manjares occidentales, pues, a veces, caían peregrinos y viajeros venidos de las zonas colindantes y debía estar buenamente surtido para poder contentar los exquisitos paladares venidos de las mejores mesas de Europa, en especial el privilegiado reino escondido de Shambala, donde toda su población eran descendientes directos de europeos y aún guardaban sus costumbres.
Estos suministros eran subidos por carros tirados por bueyes y mulas, pues Shambala así lo exigía. La aldea de Ramoche era la entrada y la llave directa a un mundo perdido y de sombras, de encantos, magia y superstición, locuras y asesinatos, lugar de lo más hermoso y lo más desdichado.