Unos bramidos enloquecedores repercutieron en el exterior de la posada y la puerta de madera recibía los envites de un titán. Una maza de acero parecía martillear con golpes inclementes en una batahola de berridos infernales, un duelo de bestias se dirimía en las afueras en medio de la noche.
Ortelius apenas llevaba una hora dormido, miró su reloj de bolsillo y comprobó que eran las 5 de la madrugada. En los mismos aposentos pernoctaban en esterillas muchos hombres y mujeres tibetanos a quienes pilló de improviso aquella estridencia y locura desatada. Al principio pensaron que era propio de una ventisca, pero luego comprobaron que los golpes, rugidos y porrazos contra la puerta eran en las inmediaciones; la posada entera retumbaba y el suelo temblaba movido por una fuerza descomunal.
Allí los hombres eran tamaño mediano, no muy altos, de mandíbulas prominentes y marcadas facciones. Llevaban gorras de lana de yak, no se percibían barbudos al estilo europeo de la época ni con bigotes o patillas. Iban vestidos con túnicas y mantas ceñidas a la cintura, por un cinturón de cuero en el que colocaban amuletos de bronce, donde suspendían sus largos cuchillos, bolsas de tabaco y de yesca. Lucían un típico pelo trenzado en coleta. Las mujeres portaban faldas largas de franela y capa corta con faja de bronce, de la que colgaban sus cuchillos. El pelo igualmente iba trenzado en dos colas y el cuello cargado de cadenas de coral y perlas de vidrio. Ambos sexos usaban anillos de plata y pendientes, con turquesas y amuletos en cuellos y brazos.
Vanderhoeven se desquitó de su manta, despertando, y se acercó presuroso, moviendo sobre el catre el cuerpo de Ortelius, sumido en un profundo sueño, pero siempre reiterativo y reincidente. El doctor siempre secuenciaba los mismos cuerpos diseccionados, rostros con mejillas suturadas, lápidas mortuorias, labios con comisuras grapadas. Estaba viendo hombres tullidos, pero algo pasó, llegando a su afinado oído como el estribillo del furor de una tragedia que le murmurara, que le hablara, con las maldiciones del mundo de los vivos, cansados, lamentándose desde los fuegos hirvientes, a los que se habían abocado por su egoísmo y orgullo.
—Arriba, despertad, algo dantesco está ocurriendo ahí fuera.
—¿Qué es ese ruido que conturba mi sosiego?
—Un infierno vomitando fuego —respondió Vanderhoeven.
—¡Percibí un sonido!, un lamento aborrecido.
El doctor cargó su Luger y un tembloroso Vanderhoeven trató de seguirle hacia el umbral, donde se congregaba una gran expectación de hombres.
—¡Apartaos! —les encañonó el doctor, pero cuando la puerta se abrió el ruido cesó de inmediato.
—¿De qué se trata, que todo el mundo se desbarata?—llegó por detrás Vanderhoeven, acompañado de una caterva de miradas curiosas.
—El gran úrsido de la posada, yace moribundo a la entrada —constató el doctor, que entrecerró los ojos.
Allí se destapaba entre la densa bruma de la noche el cuerpo del animal agonizante dando sus últimos suspiros. Ortelius lo examinó con lupa en mano a la luz de un candil.
—Todo esto es tan extraño, que a todos coge por engaño.
Las gentes del lugar no paraban de repetir una y otra vez un nombre que se propagó como un eco fantasmagórico.
—¿Qué nos dicen, que entre susurros se contradicen? —preguntó Ortelius a su discípulo.
—Hacen mención a El Abominable, ha sido obra suya —contestó Vanderhoeven.
—Estupideces, nadie es capaz de infringir tales daños a un animal, a menos que fuera normal, y más de esta envergadura, era un felpudo enorme, santo cielo —el doctor no daba crédito a lo que se estaba encontrando aquella madrugada, pero levantando su tono de voz, le sermoneó—: Mas no perdáis el brillante norte, del aciago horizonte.
El cuerpo del úrsido surgía con su vientre abierto, le habían comido las entrañas, extirpado y arrojado sus órganos vitales a las postrimerías, un reguero de sangre caía a raudales por la vertiente rocosa y pedregosa, sus ojos arrancados, sus fauces y hocico devorados.
—¿Creéis que pudo ser otro animal más grande y feroz, El Abominable, tal vez? —le interpeló Vanderhoeven.
—Sobre este remoto pedestal alzado, el mal nos ha acorralado. No fue un animal el autor de este salvaje hecho, y menos con esta precisión quirúrgica. Vino directo a por nosotros, este úrsido nos salvó la vida, se interpuso en su camino, en la puerta del destino.
—Pero ¿quién iba a querer matarnos? Venimos de incógnito.
—Nos enfrentamos a un poder fuera de toda lógica e inhumano. Que se confabula para arrojarnos de sus potestades infernales, de este reino de hielo y de muerte, como un diablo, un demonio que con fiereza nos espanta, y que tantos suplicios levanta. Es una advertencia, una terrorífica advertencia.
Ortelius temblaba de pies a cabeza.
—Algo pútrido e infecto se cuece en Shambala —repuso Vanderhoeven.
—No es corona, ni es el fuego, lo que Dios nos puso en juego —le salió al paso el doctor, analizando los daños del animal.
Los demás candiles iluminaron la zona y se pudo corroborar con angustiosa nitidez los vestigios del macabro incidente.
—La lucha debió ser atroz, como el filo de una hoz —conjeturó Vanderhoeven.
—Fuera lo que fuese, debió venir del valle, y lo catapultó estrellándolo contra el umbral, cercando al pobre animal. Lo mordisqueó y lo atrapó, y en un giro se lo zampó.
—Debió dejar sus huellas impresas en la superficie —concluyó Vanderhoeven—, aquí se vuelve arcillosa, no podrán ser difíciles de hallar.
Al escucharle, el doctor se incorporó con un sobresalto, cayendo en la cuenta, y con lupa en mano y candil, comenzó a analizar meticulosamente el terreno. Llegó al pie del camino siguiendo el reguero de sangre, pero no encontró nada.
—Fijaos, ha barrido como un plumero todos sus pasos. Debía arrastrar algo tras él en su huida. ¡Pero el qué, maldita sea!
—Ahora coincido cada vez más con la bruja del lienzo —dedujo Vanderhoeven.
—¿Por qué?
—Algo como una falda debía caerle.
—Por el amor de Dios, Víctor. No hay escollo que me ampare, ni lucero que me aclare, ¡es imposible! Debió ser un animal de tamaño descomunal, y sin embargo, nada, ni la más leve huella. Pues como el misterioso lienzo, a nadie importa lo que sea, si la bruja siempre es fea. Rotaba en espiral —dedujo el doctor, escrutando el suelo—. ¡Fijaos!
El doctor le señaló unos círculos concéntricos y espirales que aparecían borrosas y casi inapreciables, y que bajaban por la posada hacia el camino.
—Ahora ya sí que estoy sin entereza, siento un mar proceloso en mi cabeza, como un trémulo arroyuelo, temeroso por el hielo —se estremeció Vanderhoeven.
—¡No temed!, justo nos fue dado, lo que no quedó borrado. Es aquí, alma mía, la primera pesquisa de esta historia, la huella del criminal, de este embrollo tan visceral, que el mismo cielo ya nos improvisa desde el piélago opalescente y estrellado de Shambala.
—Era una bailarina del infierno —opinó Vanderhoeven.
—Sea lo que fuese sabía perfectamente sus intenciones.
—Bajo la cúspide del mundo, escrito aún no estaba, que sus fauces nos mataban —sostuvo Vanderhoeven.
—El aliento de la bestia, Víctor, el camino del Averno, o las puertas del infierno. Y allá, con acerbos dolores, el tormento nos llamaba y a los mismos repudiaba. Son esas fuerzas del mal con las que debemos lidiar, estimado amigo.
Los aldeanos con candiles en mano se aproximaban a los dos extranjeros, con un miedo atroz en sus caras, no supieron interpretar el significado de aquellos círculos hechos en el barro.
Ortelius les preguntó en su lengua, pero seguían empecinados en discrepar de lo allí presente. «El Abominable, El Abominable», repetían una y otra vez.
—Si a la bestia hemos de oler, ¿por dónde se ha de esconder? —especuló Vanderhoeven.
—Lo hallaremos con o sin su ayuda —replicó Ortelius, refiriéndose a los vehementes aldeanos—. Ya sea el rastro de Satán, o de un huracán.
—Este cielo negro y nebuloso, se tornó cenizo y espantoso —Vanderhoeven alzó su vista sobre los grandes luceros del cosmos.