Shambala y sus montañosos contornos estaban formados de roca caliza, lo que permitía que el agua de sus negros y turbios afluentes se deslizara por su interior emanando a la superficie en forma de manantiales naturales. Uno en particular configuraba el nacimiento del río interior de Shambala, que brotaba de una pared situada a miles de metros de altitud. El doctor para alcanzar el paraje natural del lago, tuvo que seguir el curso del riachuelo desde el puente colgante de Shambala.
La excursión no fue excesivamente larga y traumática, pero sabiendo que el agua provenía de los inagotables glaciales que comunicaban con Shambala, no había nada que perder. El nacedero glacial en época de lluvias podía verter un caudal de hasta 1000 000 litros por segundo.
Bordearon por un frente de ancha corriente que fluía más allá de las colinas graníticas y roquedales, algunas empinadas parecían promontorios de negro ónice, redondeados, que descansaban sobre otros de piedra córnea y de jaspe.
Siguiendo la corriente negra y turbia llegaron a algunos rápidos donde el agua corría espumeante por los regatos, y los mismos estaban atravesados por grandes lechos de piedra porfídica y alabastrina, y continuaron en ángulo recto mientras una pequeña catarata caía desde altos precipicios con un chapuzón sonoro haciendo burbujear la superficie. El número de estratos era muy grande, gruesos, remarcados en estratos rocosos. Efusivos ácidos de tipo del pórfido dacítico bajaban de forma escalonada. Eran apodadas Las escalinatas de Satán, un camino ancestral de piedra, como una estrecha vereda. A través de ella se apreciaron el jaspe, piedras de cuarzo y de numerosos colores. La maleza se hizo más densa con elegantes flecos de helecho que hasta ahora no habían visto; la peconusia una especie única de Shambala, entre abundante vegetación y roca permeable.
Adentrándose por los rápidos que desembocaban en la laguna surgió una especie leguminosa arbórea más elegante, alta, erguida, donde ramas colgantes alargaban sus miembros laxos para cogerte. Estos árboles crecían sobre un lecho poco profundo que encerraba gran cantidad de piedras de ágata y una piedra derivada del cuarzo, pero anónima.
El paisaje se hizo más boscoso, salvaje y pintoresco. El bosque estaba lleno de monos saltarines, así los llamaban en aquel reino, loros, pavos reales, calaos y animales salvajes. El fruto del Bhel también crecía en el paraje, fue introducido en la práctica médica inglesa, como un astringente de gran efecto, sobre todo para los casos de diarrea y disentería.
Junto a una orilla barrancosa de una profunda oquedad las rocas dieron paso a un sustrato compuesto de pizarras de arcilla blanda.
La arcilla aluvial alrededor del lago salado de Morodor llegaba a una altura de 100 pies por encima de su nivel actual, sin embargo, no había ningún resto de crustáceos que vivieran en sus aguas, así que el doctor dedujo que el lago debió ser muy dulce en su momento ya que la presencia de restos fosilizados de Lymnaea auricularia, un molusco originario de agua dulce era abundante.
Allá llegaron precedidos por tres soldados del rey provistos de alabardas y ceñidas espadas.
El doctor Ortelius se aproximó a lo que eran restos humanos, o lo que se apreciaba aún de ellos. Al remanso del lago, un par de negros cormoranes remontaron el vuelo abandonando el lugar, pues era el lago más infecto y horroroso que hubiera visto jamás. El cielo resplandecía nublado, cayendo sutiles rayos de encaje gris, iluminándolo como en un acto de terror.
—Por Dios bendito —quedó espantado el doctor—. Aquí yace la bella Lucrecia, con espléndido candor, como un pétalo ya sin flor.
Goffredo no pudo reprimir sus lágrimas.
—¿Qué ser despreciable e inhumano es capaz de perpetrar tal abominación? Aquí en estas aguas y riberas, donde nunca sabes lo que esperas.
El doctor apaciguó al impresionable Goffredo con unas palmadas en la espalda, mientras Vanderhoeven lo abrazaba tratando de consolarle, el paje lloraba al regazo de sus hombros.
—Vos, Goffredo, aplacad vuestro dolor, que os envuelve con temor —le serenó Vanderhoeven.
—Veremos lo que estas dichas edénicas nos deparan esta mañana —manifestó el doctor, colocándose unos guantes esterilizados de plástico, sacando de su maletín de cuero una caja de bisturís post mortem; se fue a reconocer los restos malolientes y mutilados de la desgraciada Lucrecia, con una incansable capacidad analítica y cognoscitiva, con lupa en mano, haciéndose con una serie de utensilios para indagar concienzudamente la zona. Si la mancha estaba seca, la disolvía con unas gotitas de agua destilada. Luego pasaba un palillo de algodón insertándolo en un tubo de ensayo con un componente reactivo. Luego el doctor hizo acopio de una de sus últimas inventivas, patentado por él mismo, un ingenio que ni el propio Scotland Yard disponía, con un espray especial fluorescente y lumínico roció la escena del crimen, los restos más esquivos de sangre salieron a la luz, reluciendo de verde—. Con gran consternación se encuentra uno embargado por la desilusión, las formidables mandíbulas de la bestia y, por otro lado, el de los indefensos, al borde de una escarpada orilla. Imagino el pavor personificado en el horror, rugiendo, hambriento, y aquí a la bella, temblando, demasiado angustiada para si quiera musitar, o de lo que una bestia cabría esperar, de la gentileza de su consejo, escrutando a través del infame espejo. Mas no es un experimento, lo que atañe a este desconcierto. Ved, aquí se precipitó con garras de gata, brincando sobre ella a salto de mata, sacudiendo su cola harapienta, con oda convulsa y violenta, lamiéndola, troceándola, sin un parpadeo, ni el más ínfimo jadeo —describió el doctor.
Hubo un momento de caos, los ojos del doctor se ensombrecieron variando a un tono ceniza, y afinó sus oídos trasladando su vista en derredor tratando de recomponer aquel puzle ordenadamente en su cabeza, pero una bruma pertinaz se interponía, dispersando y descomponiendo el orden lógico establecido, retorciendo el sentido de su mente con una insistencia tal que desestabilizaba los nervios más templados.
Trataba de imaginar la escena una y mil veces aferrado a los brazos invisibles de la especulación, la maldita especulación, ante un pasado intangible, el que intentaba captar con sus sentidos, pero era la imagen de un bosque horrendo y negro como el carbón, de maleza extraña e invertebrada, de miembros laxos y desentonados, como un bosque de la edad carbonífera.
Se sintió congelado, en trance, ante el fragmento de una melodía extraviada en la aislada sonoridad de una caverna que no se abría desde una eternidad, y que derivaba y resonaba entre las paredes, llevada por las ráfagas malhumoradas de un hada negra, pero incompleta. El doctor permaneció estático, cotejando sus indicios ante un dilema turbio y opaco, intentando recordar esa melodía. Se imaginó a sí mismo solo en medio de ese bosque aterrador, el de un edén, mientras algo murmuraba a sus oídos, como una cadencia de voces inflamadas de dolor, desasosiego y muerte.
Trazó un círculo alrededor del perímetro del crimen, con una brocha pequeña espolvoreada de polvo de carbón. Fue buscando huellas dactilares apreciables en superficies oscuras, para las claras utilizó simple talco, pero resultó en vano, recogió los restos del rostro de Lucrecia hecho gelatina. No podía dar crédito. Luego vagabundeó como un sabueso, en busca de más pesquisas. Halló más órganos de la joven esparcidos por la periferia.
Vanderhoeven se arrimó al lugar, contemplando absorto e incrédulo el cuerpo de la princesa.
—En este hábitat la descomposición humana va extremadamente más lenta. El cuerpo se conserva sorprendentemente fresco, doctor. Debe ser algo particular y característico de este reino oculto —dedujo Vanderhoeven.
—En efecto, no os engañen vuestros sentidos, ved ahí, como una piedra cenicienta, cristalizada y purulenta, su sangre teñida de salpicones, que transmutan los colores, una mórbida mancha nos descubre, como plata que recubre, adquiriendo cierta amarillez, de acetrinada madurez.¡Cuidado, no os mováis, Víctor!, si apreciáis en algo vuestra vida —una negra culebra se deslizó sobre las botas de Vanderhoeven, reptando sobre el fango, profanando el cuerpo de la difunta Lucrecia, perdiéndose posteriormente en el agua—. Aquí prospera una insólita criatura, la culebra Thermophis baileyi, es endémica del Tíbet —le informó Ortelius.
Vanderhoeven quedó patidifuso, paralizado por completo, pétreo como una piedra y con un sudor de muerte.
—Ay, no paguen mis enojos, con semejantes despojos, los de la pobre e infeliz Lucrecia —constató Vanderhoeven—. Por unos instantes sentí perder mi vida, en un abismo sin salida.
—Ved aquí el indeleble rastro de la bestia, el estigma de Tarquino[24] sobre Lucrecia, el vituperable rasgo de la demencia, sobre la siempre ingenua inocencia, pues por los turbadores senderos que vagamos, espantoso será lo que veamos. Despertad, aún estáis vivo, solo conocí una vez un lugar semejante a este.
—¿Cuál? —preguntó Vanderhoeven, ante la mirada impasible del paje.
—En Shushtar[25], la ciudad isla, canalizada por Ghanats. Pero esto es más impresionante aún si cabe. Sería capaz de sacar oro de este suelo y diamante de un riachuelo.
El doctor se aventuró por la maleza flanqueado por Ortelius y Goffredo, apartando ficus negros de espinosas puntas como clavos, una especie venenosa nunca vista.
—Que no os roce su aguijón, es mortal —persuadió el doctor a su discípulo, que pasó rondando cerca de unas hojas como palmas.
—Pero antes debéis decirme, ¿qué creéis que es esa bestia?—le inquirió Vanderhoeven—. ¿El hombre de las nieves?
—He viajado a la cordillera de Zardeh Kuh con tribus Bakhtiari rondando sobre mí, filmado bestias de todas clases en África, tigres de Bengala a corta distancia. Pero un animal del imaginario colectivo y de esas características, es una quimera. Quién lo diría, en este fértil lugar, un paraíso singular. Las huellas de la bestia, debió dejar evidencias por algún lado, si es obra de un animal taimado.
—¿A qué os referís? —inquirió Goffredo.
—Sí, doctor, sacadnos de dudas, pues no entiendo nada, esto es una charca infecta de alacranes, con mil acertijos y refranes —replicó Vanderhoeven desquiciado.
—Seguidme, pues este es un bestiario de poemas lleno de anatemas, la apodíctica certeza nos aguarda ahí fuera, la intrínseca evidencia se nos vuelve circunspecta, pues solo la metafísica y el raciocinio podrán disipar las tinieblas del camino, y no apartarnos de la escurridiza inviabilidad de las cosas. Dios me despoje de lo abstracto, lo que siempre pende de lo humano, alma, genio, numen o talento, y así libre de carga baldía, y de este maldito día, afine mi perspicacia, para poder advertir con la nitidez de un oráculo, las garras, las mandíbulas de la bestia.
Ortelius husmeaba el fango y los alrededores, al acecho de alguna pesquisa, señal, o rastro. Cuando, de repente, Vanderhoeven consiguió distinguir algo entre el barro.
—¡Pronto, doctor!
—Apartaos, haced un círculo alrededor —se apresuró Ortelius llegando hasta él.
—Contened con aflicción, que no os turbe la confusión —repuso su discípulo.
—Saque Dios de estos lechos, la verdad de sus hechos —proclamó Goffredo.
—No fue obra de una bestia, sino de un demente, que sufre la inanición de sus fuerzas mentales, se ensañó con ella a conciencia, con raciocinio. Una bestia no es capaz de obrar con la agudeza y la precisión de un bisturí. Ved, apercibíos de esos círculos, que con extraños vínculos, nos descubren y nos llaman, como un diablo sobre pies terrenales. Entre este ladrillo musgoso de onduladas espigas, he aquí que brota un muérdago[26], bajo la etérea esfera que tanto se despeja con claridad alevosa, en esta tierra tan benefactora y piadosa, la sabiduría ha engañado al mal y perturbado la moral. Oiga ya palpitar de gozo a este Palacio de la Eternidad, con su torre cuadrilobulada, con sus macilentas murallas, bordeado de sauces que esmaltan la hierba, y por dentro lo que el mal se reserva —proclamó Ortelius.
—Son los mismos trazos que hallamos en la posada de Ramoche —advirtió Vanderhoeven.
—En efecto, poseen su misma forma, ¿advertís su redondez? Debía arrastrar largas enaguas, o danzar.
—Es la dama de la muerte, una danzarina siniestra —apuntó Vanderhoeven.
—Pecaríamos de minuciosos y demasiado prolijos si nos detuviéramos ante la primera contrariedad que halláramos en el camino, pues el enemigo reincide como un mal poeta, empleando las mismas aliteraciones y asonancias, las que espantan a toda cordura y concordancia. ¿Os viene a la memoria ese cuadro de la posada? —le preguntó el doctor a su discípulo.
—¿Qué sino?
Goffredo olisqueaba unas flores afrodisiacas, en las que se interesó Ortelius, pues pertenecían a una especie desconocida.
—¿Cómo se llaman? —le interpeló el doctor, el cual llegó por detrás.
—Son estrellas de la buena suerte. Son blancas, pero también las hay negras, a las que ella sopló y a la muerte invocó —terció Goffredo.
—¡Maldito heraldo!, ¿por qué nunca lo dijisteis? Pues si en un soplo enloquecen, llevadme donde las mismas crecen, hacia ese vergel profano, que cogió con su mano —le espetó el doctor.
Allá fue Goffredo guiándoles hacia el vergel, allá resplandecieron las negras flores herbáceas. Eran Viudas del Paraíso, en realidad margaritas negras que nacían del endrino lecho fangoso del lago, de hojas oblongas y grandes. Pero el doctor se le había adelantado examinándolas con escrupulosa atención.
—Pobre Goffredo, volved vuestro espíritu del revés, ¿tan horrendo es que no lo ves? —se antepuso la voz quebradiza del doctor, blanco como la luna.
Goffredo y Vanderhoeven que arribaron hacia la figura de Ortelius, quedaron estupefactos y se les heló la sangre. El doctor arrancó una en particular y la mostró. Vanderhoeven salió espantado no pudiendo evitar vomitar por su boca en las cercanías.
En las Viudas del Paraíso eran donde nacían las pelusas negras del deseo, pero en aquella en particular destacaba un pistilo con forma de bola, era translucida y poseía iris, córnea y pupila. El paje pegó un sobresalto, con una conmoción tal, que se paralizó, como algo de malagüero, pero aquello no era una simple bola, sino uno de los ojos de Lucrecia incrustados en la flor.
El menudo paje rompió a llorar cayendo de rodillas al suelo.
—Pero por el amor de Dios. ¿Qué mente tan retorcida es capaz de actuar así? Le advertí que las negras eran portadoras de infortunios. No me escuchó. ¡Ay, cuántas formas de morir, y solo un cielo el que elegir!
Ortelius no sabía ni qué hacer para aplacar el ánimo del afligido paje.
—Llorad, llorad, desangelado Goffredo, pues aquí termina la triste historia del mancebo, que perdió su deshonra, al regazo de una sombra —puso un epílogo sepulcral Ortelius, sellando con una catarsis purificadora aquella escena.