El doctor Ortelius descansaba por la noche en sus aposentos, a la luz de una vela repasaba concienzudamente su diario de investigación. Yacía con su espalda reclinada sobre un reposacabezas de seda, en el cabecero de su cama, cubierto por una fina manta de estameña. Recogía ciertos apuntes escribiéndolos en pluma estilográfica con cierto toque trágico, el que habita en toda retrospección criminal, y, al terminar cada página, se tocaba la barbilla vacilante. En esas hojas reposaban los últimos hechos acaecidos, como parte de una historia para ser relatada posteriormente.
El lecho con dosel poseía esculpidas patas con cabezas de león mostrando los dientes, patas de león majestuosas y los escudos heráldicos de Shambala tallados a cada lado. Era un lecho elaborado por artesanos toscanos, en bruñida madera de caoba.
El fuego crepitaba en la lumbre de una chimenea próxima. Su discípulo compartía la misma suite en otra cama pareja, leía un viejo tomo inglés relativo a historias y leyendas orientales que hojeaba por encima.
Junto al doctor destacaba una ventana gótica con vidriera y un atril de madera con cuatro estantes generosos, donde aparecía una amplia colección de sus lecturas más selectas, libros y objetos de culto. Los estantes seguían un intrincado patrón de estilo gótico elaborado en madera.
Al fondo de la alcoba se ubicaba un escritorio medieval gótico con cajones tallados y casulleros con unicornios en caoba sólida y cuero repujado.
Las lámparas de aceite llameaban iluminando los altos zócalos y el techo ovalado de la alcoba. A ambos lados de la gran sala se abrían dos ventanales góticos que daban a la noche y, de vez en cuando, la figura circular de la luna se trasparentaba a través de las sedosas cortinas, con su silueta inconfundible y el revoloteo de un oscuro duende.
La apacible y armoniosa tranquilidad se percibía en el aguzado oído de cualquier foráneo, como un eufonía peculiar, pues era capaz de detectar desde el primer momento la sensación de vacío, la soledad y el caos que reinaba en Shambala era algo cadencioso y discordante a la vez, pues el impertérrito silencio de aquel lugar era muy difícil de describir, como un éxtasis, pero no orgiástico. Había momentos de suspenso sepulcral que helaban la sangre del más brioso al más recatado corazón, capaz de contraer los músculos de la cara, erizar el vello de los brazos y hacer tiritar pies y manos. Luego aquel éxtasis remitía y el cuerpo parecía adaptarse al medio, como el ideal de la extática contemplación, en un lugar que era capaz de enfriar la mente más despierta del mundo, en un solo instante, igual que los dedos de un difunto. Las manecillas del tiempo transcurrían desacompasadas y relativamente despacio en ese reino de lo oculto, pero su ritmo podía variar y acelerarse de forma frenética si las musas así lo disponían, pues se palpaba un espíritu latente y mortificante en su ambiente, tanto burlesco como tedioso.No parecía portar la impronta de un ánima en sosiego, sino que portaba la gota del anticlímax, el de la inquietud, arrastrando un misterio ancestral, todo el ritual de sus abluciones estaba elaboradamente disfrazado durante esa abstracción insufriblemente grumosa. Pero el flujo vital del hombre nace generalmente de la tristeza, igual que un desvergonzado sueño que alegre se redime en la tragedia, en un mundo hueco y gris como Shambala. Era un limbo fantasmal y sobrenatural hundido en las entrañas de lo paradójico, donde el más despierto debía frotarse buenamente los ojos para tratar de clarificar sus sentidos.
El doctor sacaba una y otra vez el calco hecho en papel cebolla, en el desfiladero de Mordoror, y se devanaba los sesos tratando de traducir aquella inscripción en sánscrito. Hojeaba el diccionario, pero se tiraba de los pelos.
—Es imposible, es un rompecabezas, necesitaré ayuda extra. Había pensado en el padre jesuita Adriano de York, se aloja en el monasterio de Reting, muy cerca de aquí, es toda una eminencia. Él es un erudito, un verdadero experto en galimatías de este tipo. Sabrá sacarme de este embrollo —le comunicó el doctor a Vanderhoeven, alzando sus ojos hacia él después de apartarlos de su diario.
—Eso espero, por el bien de vos y de Shambala. Jamás la salvaguarda de un reino estuvo en manos de tan pocos. Deberíais sentiros orgulloso, doctor. Ahora en la estación de primavera los pasos de montaña se despejan de las nieves perpetuas, podréis llegar sin problemas por el paso del Chak La pass. No os será difícil.
—Los cuervos nos han picado en los ojos, pero no arrancaron los cerrojos, y eso es a lo que me dispongo, salvaguardar a la familia real, de ese diablo tan brutal —señaló el doctor.
El doctor miró el generador de corriente de alto voltaje que había instalado en la alcoba, tenía forma de una simple radio antigua, era cuadrado y producía un siseo de baja intensidad, era latente como un corazón a ritmo lento. Se unía a un alternador con forma de cilindro discoidal y, este a su vez, mediante cables que salían del cuarto por debajo de la puerta, hacia unos interruptores de expansión que se situaban colocados de forma estratégica, al final de los corredores contiguos de palacio, como una barrera eléctrica que flanqueaba y protegía la zona a dos de las princesas, Clotilda y Violeta, con ambos aposentos adyacentes a del doctor.
El indicador cuadrangular de alto voltaje con aguja y números estaba en el lado derecho del doctor, el que de vez en cuando ojeaba.
—En Shambala lo días transcurren tenebrosos, pero tan sumamente hermosos —afirmó Vanderhoeven tras las tapas de su libro.
—Pues dichoso seáis entonces, pues yo, en cambio, me siento como Vilain Mire[27], un matasanos, torpe e incapaz, pero ante todo soy locuaz. Si no fuera por esas comadres tan poderosas y que tanto engatusan a su rey, por no hablar de Ofelia, con ese hieratismo vertical que la domina, teniendo que reír y transigir todas sus impertinencias. Parta nueces con mi boca, si esa bruja me provoca. Que me aspen si la amo, aunque corra más que un gamo.
—Pero Shambala es un lugar paradójico e irreal, no hay crónicas ni relatos pormenorizados de explorador alguno en estos parajes tan liminales, ni siquiera en los escritos del gran Roerich, con un modus vivendi y fenómenos que transgreden toda lógica y comprensión, encuentros con seres sobrenaturales, relatos que parecen remontarnos a los periplos de Nearco[28] —expuso Vanderhoeven.
—¿Por qué en la entrada a Shambala, en un rincón del desfiladero de Mordoror, aparece un texto en relieve con una señal de advertencia, de peligro? ¿No es este un paraíso descubierto por antiguos peregrinos del Medievo?
—Puede que no sea un paraíso, ¿por qué si no iba a estar allí esperando a que alguien lo encontrara?
—Cuenta la leyenda, que antes de que el reino de Shambala fuera erigido, entre las gráciles rocas que levantan los muros de Mordorodor, de acuerdo con una vieja tradición hindú, el lago negro de Morodor, fue creado por Brahma, dios de la creación, para proporcionar un lugar apropiado para los rituales religiosos. Se dice que tenía muchos hijos, que eran hombres santos y realizaban rituales conllevando una vida de austeridad en dicha tierra. Para darles un lugar más adecuado y ganar méritos, Brahma creó el hermoso lago de Morodor. El nombre hindú del lago se deriva de esta leyenda, fue un lugar de peregrinaje hasta poco antes de la llegada de los europeos. El tránsito por Morodor y el baño en las frías aguas del lago, libraban y purificaban los pecados de todos aquellos que acudían, otorgándoles el poder de la salvación y la reencarnación divina. Pero de repente, todo aquello se interrumpió, y de la noche a la mañana este éxodo desapareció. Vamos, hace tiempo fuisteis un alumno esmerado, ¿por qué?
—Estimado doctor, no soy un erudito geógrafo como lo sois vos, ni estoy profundamente versado en temas orientales, pero en mi modesta opinión, pudo deberse a una presencia monstruosa, un espíritu maligno que mora en el lago y en las entrañas mismas de Shambala, el mismo que viene atormentando la imperturbable tranquilidad de este reino, tan inmaculado y virginal, desligado de ese mundo marginal, cubierto de la vileza e iniquidad del que provenimos. Igual que una musa canta, y con hechizo nos encanta. Pero Shambala siempre fue un mundo tan distante, que solo es sueño de un instante. Desconozco este lugar del orbe, su cultura y costumbres.
—Aquí en este valle de ambivalencia, hallamos a la frágil y veleidosa inocencia, como un conjunto de inconcebibles fatuidades, que se tornan demenciales. Goffredo no era esclavo de sus beneficios, y la perdida Lucrecia tal vez no difiera mucho de esa Eva, que una vez comió del fruto del árbol prohibido. Un crimen es tan horrendo y vituperable como cualquier otro, pero en este caso, el código moral está exento de toda lógica, igual que un sepulturero no percibe el olor de los cadáveres, este demente se vale de la esencia de una flor para afinar nuestros sentidos, en un hábitat cenagoso. La sombra afrentosa de un Mefisto[29] se yergue contra nosotros en un efluvio de neurosis, la bella viene a morir entre la landa sombría. ¿Qué creéis que significa? ¡No son simples alucinaciones, síntomas neurológicos y de lo paranormal! ¿Acaso no fui yo una vez testigo de un gigante, un críptido cavernoso en la Indonesia central?, con ayuda de un experto herpetólogo y un camarógrafo, topamos con una criatura dantesca, con la que luchamos a brazo partido durante la noche, mas no tenedlo por reproche, pues a la sombra dormía, y a fe mía que nos conocía, chocando con la susceptibilidad y la incredulidad de Occidente. Ah, odio la maldad de este mundo, tan grotesco e iracundo ¿Por qué habría de diferenciarse de esta historia que tanto nos concierne?, una pesadilla que nos mantiene en vilo, despiertos y atrapados, entre cadenas y muros cerrados —conjeturó Ortelius.
Sobre una mesa de madera maciza, con suaves terminaciones y pulida a mano, donde unas patas con forma de garras sostenían unos manes con mandíbulas, mostrando su exquisito ornamento, brillaba una fuente de bronce de la que sobresalía un cuarto de queso de yak y un grumo de guindilla roja, también crujientes Amdo Balep, panes redondos originarios de Amdo, al noroeste del Tíbet, elaborados al horno, también unos cuencos florales con Po Cha o té de mantequilla, de los que habían bebido y que era salado y no dulce.
Justo enfrente, sobre un viejo mueble, destacaba un equipo de telegrafía sin hilos y un pequeño laboratorio portátil entre las transparentes probetas y tubos de ensayo burbujeantes.
Ortelius se recreaba escribiendo algunas notas sobre las páginas del diario, y es que aquel pequeño laboratorio que cabía en un maletín era esencial para entender la anatomía patológica. Se había convertido en algo primordial, para aplicar al cuerpo y al cadáver, el que un doctor debía utilizar a la hora de la disección y de entresacar conclusiones fidedignas en los daños físicos de los cuerpos.
—¿Es esencial este borboteo incesante, doctor? No puedo conciliar el sueño con esos cerebros de gelatina, pócimas y bebedizos espumosos —le criticó Vanderhoeven, pues el ruido de probetas y demás utensilios daba verdadero dolor de cabeza dentro de la alcoba.
—Es fundamental, mi joven aprendiz, el laboratorio de un loco, puede dar mucho que contar a la ciencia, las pruebas del crimen yacen en ese enjuague práctico de experimentación. Aunque os parezca reverberante, ese juego parlante. ¡Cuántos crímenes abyectos me habrán solucionado!, escarbando con los dedos de un osado, tanto cuerpo profanado —le mostró el doctor sus manos.
—Tan solo es de sentido común, por el amor de Dios, doctor.
—No blasfeméis, ¿consideráis que sería más agradable presentar al mundo la imagen de una descuartizada princesa, sin el animoso inicio de una promesa?, ¿qué queda de vuestra escrupulosa conciencia? —le vilipendió el doctor con cara de pocos amigos— ¿Cómo podré rendir cuentas a Dios? Ante el sacrílego e irreverente humano, que escarbó de este reino con su mano —el doctor le mostró su diestra alzándola al cielo.