Capítulo 10
UN GRITO EN LA NOCHE

El doctor se volvió contemplando un florero próximo, pues sus rosas comenzaron a pudrirse de forma espontánea, acto seguido vio el indicador de voltaje desde la cabecera de la cama constatando que su aguja empezaba a agitarse drásticamente. Ortelius se enderezó y miró fríamente a su discípulo.

De repente, un grito como un eco espeluznante y perturbador retumbó en palacio; sonaba como un gemido lastimero que iba y venía en un vaivén de confusión, pero taladraba los tímpanos con una martilleante insistencia como un grito amplificado y enlatado, vibraciones de sonidos espurios y desalentadores.

—¡Víctor, rápido, algo se ha electrocutado al paso con los interruptores de expansión! ¡Al pasillo, rápido! —le apremió el doctor, que se desquitó de su bata de seda cachemir, y partió raudo y veloz envuelto en su capa y con ropa calle.

El doctor corrió en desbandada con su Luger en mano, moviendo los pesados goznes de la puerta de, al menos, seis quintales de roble macizo y la desplazaron en acto violento a un lado.

Allá se adentraron por el largo pasillo de paredes de rico bermellón, revestidas de pan de oro, flor de lis, sobre alfombras tejidas a mano con flores, evocando a los tapices renacentistas, el palacio carecía aún de luz de gas, así que los altos candelabros colgados de las paredes surgían con sus cirios apagados por el aliento o el resuello infernal de un demonio. La oscuridad era manifiesta, solo la luz de las ventanas de arco gótico daban algo de nitidez desde la nacárea luz de la luna. Alcanzaron el final del corredor palaciego donde un ente amorfo con una figura distorsionada permanecía atrapado entre dos díscolos difusores, desde los cuales echaba chispas, en un amasijo de luminiscencia, como un ente ectoplásmico atrapado entre los chispeantes rayos eléctricos rosados y magentas que emitían desde las canalizaciones los difusores acoplados a los mismos.

El sonido de la fantasmal presencia era horripilante, no era humana, e iba y venía. Vanderhoeven llevaba el contador de voltios y quedó estupefacto al ver la intensidad que ese ser soportaba.

—La aguja del contador apunta los cinco mil voltios —le informó el doctor.

—¿Qué criatura puede aguantar eso? Aprecio a ver un rostro difuminado entre los rayos. ¿Vos también lo percibís? —le advirtió su discípulo.

Vanderhoeven se aproximó al chisporroteante y relampagueante círculo, como una barrera de fuego infranqueable.

—¡No lo toquéis! —le persuadió el doctor.

En eso que las puertas de la suite de Clotilda se abrieron y allá se vislumbró ella entre las oscuras estancias, portando un candelabro junto a una sirvienta de avanzada edad llamada Idotea. La princesa acudió descalza sobre las alfombras, llegando y alcanzando la zona del corredor.

—¡Mi amor ya me llama! Mi príncipe azul. ¿Es el rumor del viento, o un espíritu al que presiento? —expresó la invidente princesa, alargando su mano y yéndose hacia la chispeante presencia amorfa.

El rostro que se advertía casi deforme e inacabado, atrapado entre los rayos que lo electrocutaban, al distinguir a la princesa, esbozó una sonrisa enorme, aterradora, la de un bufón al que se le agrandaron los ojos al percibir sus pasos.

El doctor Ortelius se interpuso en el camino de la invidente.

—¡Milady, no es vuestro príncipe encantado, es algo que ha venido a mataros!

—¡No, no, yo sé que él no lo haría!, sería incapaz de infringir daño a nada, es tan dulce…

—¡Apartaos de su presencia! ¡Insisto, milady!, su corazón es descarnado, no de alguien amado, es frío y sin alma, como una fruta podrida, en una covacha perdida. Heraldo de infortunios, una discípula lasciva, concubina del diablo.

—No, no es cierto —la princesa forcejeó con el doctor, lloriqueando, propinando golpes sobre su pecho.

Parecía abstraída y, a la vez, poseída por el magnetismo que fluía y expelía aquel intruso fantasmal.

—¡Creedme y oídme!, pues no sois tan inocente, ni a la que se engañe de veras, con las mil y un primaveras. ¡Andáis sonámbula, entre sueños! ¡Despertad! —el doctor la abofeteó para que saliera del trance al notar que estaba hechizada—. ¡Lleváosla a sus aposentos! —conminó a su sirvienta Idotea.

—¿Cómo no puede intuir a lo que se enfrenta? —contrajo su semblante Vanderhoeven—. ¿También es ciega de mente, o no percibe lo que pretende?

—¡Por San Pablo! ¿Debo yo en esta algarabía, adivinar lo que sus ojos veían? —rezongó el doctor.

Allí llegó también presta su hermana Violeta, movida como un viento airoso que hubiera soplado tras su adiposa falda, haciéndola salir de sus aposentos contiguos al de Ortelius como de una oscura gruta. Allá se presentó entre mórbidas sombras en la indeleble tenebrosidad de las estancias, con la trémula llama de una vela, temblando como un pajarillo, muda y tiesa como un muerto al presenciar la horrenda imagen que proyectaban los chisporroteos del artilugio del doctor.

—¿Qué es este horrido lamento, que por Cristo, va en aumento?

La cándida Violeta avizoró el origen del tormento de su hermana, la imagen que hierática trasmutaba sus contornos, tratando de traspasar el campo eléctrico del doctor Ortelius.

—¡No miradla, os lo suplico a Vuestra Gracia! —le apercibió el doctor, interponiéndose ante ella y la aterradora imagen.

—Vos, maldito doctor brujo, que solo habéis traído la anatema de la mala suerte, con vuestros infernales artilugios, y sus miles subterfugios.

—No maldigáis, milady, pues he venido a protegeros, no a fracasar en mis esmeros, que estos mis servicios os sean de ayuda los primeros.

El doctor la empujó apartándola del área de incidencia, mientras su discípulo la cortejaba hacia los aposentos de lady Clotilda, dejándola en manos de Idotea. Luego volvió rápido sobre sus pasos junto al doctor.

—No logro discernir su rostro, doctor. Me inunda la ignorancia, tampoco intuyo su naturaleza, tan ambiguo como asexuado —antepuso Vanderhoeven.

—Deberé elevar aún más la potencia.

—Parece que se va volatilizando en la nada —advirtió Vanderhoeven.

El doctor aumentó con su controlador en mano la intensidad del generador de corriente hasta que el espectro, con un grito espeluznante que retumbó en las paredes, se difuminó en la nada, perdiéndose como una sombra deslizante y mórbida, con un sonado portazo, alcanzando las escaleras palaciegas.

—Corramos tras él, ¡deprisa! —le urgió el doctor.

Ambos persiguieron a la maléfica sombra por el largo y extenso corredor de palacio, toparon con los accesos reales cerrados a cal y canto, pues una vigorosa puerta había sido cerrada y tardaron en abrirla; sus pesados goznes crepitaron, pero nada había, ni la más leve huella del intruso tras ella. Ortelius, con un candil en mano, bajó por los interminables escalones palaciegos y la presencia fantasmagórica ya no estaba.

—¡Apreciáis algo, doctor? —le inquirió Vanderhoeven a su espalda.

—Se ha esfumado, mal diablo desquiciado. La novia acudió vestida de boda, al reclamo de un monstruo con arpegios de oda —el doctor aludía con ello a Clotilda—, ¿qué dulce melodía angustiosa, quiso fundirse en amistosa?, en un mortal abrazo, en un triste epitafio. Se presentó el desconocido, siendo alguien conocido.

—¿Ella lo conocía?

—Eso es lo que debo averiguar, rápido, volvamos a las estancias. Tengo cosas por aclarar, de este mundo incierto por encontrar.

El doctor salió espontáneo escalinatas hacia arriba, como llevado por la mano del diablo. Minutos después se presentó en la alcoba de la princesa con un bebedizo, un tubo de ensayo que burbujeaba gases verdes entre sus manos.

Allí apareció una habitación en penumbras de maderas lustrosas, con muebles victorianos; estaba influenciada por muchos estilos anteriores, del rococó al gótico, podía considerarse algo ecléctica comparada con los estilos tradicionales. Sin embargo, con algunos puntos estilísticos en común, como las patas de cabriole de los roperos de nogal, las patas estriadas de la cama y ornamentación elaborada en talla floral y tapicería.

Los aposentos incluían una cama doble en rococó con dosel y bellamente tallada, mesita de noche, espejo, Chiffoniers y una ventana gótica al lado izquierdo de la cama, provista de cenefas con cortinas a través de las cuales la luz de la luna se transparentaba.

Clotilda se encontraba reclinada en su opulento lecho con dosel, auxiliada por Idotea y su hermana que trataban de reanimarla. Los haces de la luna se filtraban por las livianas cortinas de muselina.

—Debéis tomar esto, milady, os reconfortará y ahuyentará vuestros temores de malos espíritus, pues habéis caído presa de un embrujo —le comunicó el doctor.

—¡Los vuestros! —apostrofó con ira lady Violeta.

El doctor hizo caso omiso y dio de beber a una desvalida Clotilda del bebedizo burbujeante. Produjo un efecto inmediato y revitalizante, ya que despertó de un profundo sueño.

—No me maldigas, ángel desapasionado, palpad los latidos de este corazón desalentado —el doctor agarró la mano de Violeta y la puso sobre su pecho—, pues son los retumbes de un clamor, que replican de dolor.

Violeta apartó su mano con repugnancia del doctor.

—Ahora no es el momento, desconsiderada Violeta. Él ha venido a ayudaros —le reprendió Idotea, ayudando a su señora a ponerse erguida sobre la cabecera de la cama, poniendo cojines sobre su espalda.

—Debéis contadme, milady —se dirigió Ortelius, con voz penetrante y severa a Clotilda—, ¿de qué lo conocíais?, esa presencia, ¿quién era?

Al atestiguar que a Clotilda le costaba tomar palabra, miró a Idotea.

—Jamás llegué a verle, pero sé de sus citas —replicó Idotea.

—¿Sus citas? —replicó el doctor— ¡Vos sois su fiel perro lazarillo, le habéis acompañado más de mil veces!

—En muchas ocasiones, pero me instaba a retirarme de tan íntimos encuentros. Jamás pude averiguar de quién se trataba.

—¿Y vos, Clotilda? ¿Llegasteis a palpar su rostro con vuestras manos?

—¡Por el amor de Dios!, no la conturbéis más —se interpuso su hermana Violeta, como una impetuosa tempestad.

—Nos enfrentamos a una mente desquiciada, que quizá no se mueva con pies terrenales, y un modus operandi claro, evidente, vino con la única intención de mataros —alzó su dedo índice el doctor—, con un patrón en el que violencia y sadismo entran en juego, le estimulan y excitan sexualmente. De la misma manera que acabó con vuestra difunta hermana Lucrecia, lo mismo hará con vos, ¡y también con vos! —apuntó con su dedo al igual que una daga, el rostro de Violeta, quedando petrificada.

—¡Muera yo como un sueño infecundo, si no viniera de este mundo! —exclamó consternada Clotilda, echándose manos a su frente, a punto de desmayarse otra vez.

—En efecto, así concibo tales actos, su rostro rebosaba en el fuego de una hoguera, no os engañe la ceguera —mantuvo el doctor—. Pues así me encuentro, yo, el doctor Ortelius, envuelto en una impía conspiración, en la cima del mundo, mas nunca hollado tan profundo —se persignó—, donde monstruos y hombres bregan en duelo desigual por la supervivencia, en una historia de terror y tragedia. Como muchos otros, deja impresa su marca en los cuerpos, y, sobre todo, en la expresión misma de sus gestos. Si alguna vez se ha dicho que el lenguaje es parte vinculante de un órgano, se puede enhebrar una aguja, igual que en el ojo de una bruja, mas si es lasciva, malvada o porta cola como el diablo. Sin embargo, una buena porción se encuentra en su mano ejecutora, y es esa mano, la que ha de llevarnos directos hacia su pecado, aclarando su significado. No es con el tardío lamento de una la lira, con la que pretendo desenterrar los inamovibles cimientos de la ira, ni los compasivos silencios del enfático dolor. Pues igual que a un canino se le saca la lengua, y es rasgo inequívoco de sarnoso, ¿cuál es el de la bestia? Esquiva peculiaridad la suya, ¿eh? ¿Decidme, insensata Clotilda? Allá apartado, en un pestilente charco aciago, mientras este reino dormía, una princesa moría, y no se produjeron precisamente trinos, ¡sino vituperables hechos sibilinos!, ni tampoco habían hermosas sirenas de encandilantes miradas, ni cornetas que tocaran las hadas. ¡Se produjo un acto aterrador!, y es por lo que he de velar por vos, con todo mi empeño, ante esa bestia de negro y horrible atavío, que hincó su maligno aguijón, causando escalofrío, en las magulladas y moribundas carnes de una infeliz princesa. Nos enfrentamos a una mente de lunáticas intenciones, e impredecible como una tempestad.

Se hizo un mudo silencio entre los allí congregados, en torno al lecho de la princesa.