Capítulo 11
NOCHES DE SATÉN

A medianoche, en la sala del trono, el rey Teodorico flanqueado por sus tres hijas, despachaba con el doctor Ortelius y su discípulo sobre los sucesos tan perturbadores que tanto había venido conmocionando a la corte y a una de sus hijas, Clotilda, en el día de ayer.

—En torno a un caldero, arda el mundo entero, al regazo de una hoguera, que crepita en primavera. A poco que todo queda en silencio, se nos torna un buen comienzo, se despejan las incógnitas, pues ya mostró sus despuntadas astas la bestia, de pútridos restos se vale en su consuelo, así como de uñas el concienzudo escribano, pues no parlotea como un caballero, sino que suple su sudor por un tintero. Pero esa bestia díscola y pertinaz, atemorizados nos tiene, con ardid felonía y, en su no poca gazuza, vacía la hiel de las buenas e inocentes vírgenes que pululan este reino, pues alterados nos tiene, que no serenos, al ser su rabia la que nosotros mostremos —expuso el monarca, vestido con cuello de armiño y luengos hábitos de ceremonia, tocado por una corona de oro.

—Os lo advertí, Majestad, este cretino nos maneja con oscuros libelos, los que se vuelven malditos enredos —cortó por la tangente la negra e impresionante Ofelia, con una cofia oscura con diadema dorada y ropajes negros como los de un cuervo, interponiéndose entre su padre y Ortelius que no supo qué contestarle.

—A todos intranquilos nos tiene, y con vil empeño nos viene —intercaló ahora Violeta.

El doctor se sintió incómodo ante tanto rechazo.

—No olviden Vuestras Gracias que cuando hallé sus lágrimas cristalizadas, ya eran piedras bastante preciadas, a cachos encontré a vuestra difunta hermana, ni más hermosa, ni más liviana, y más podrida que una manzana —manifestó Ortelius.

—Ah, pero ¿cómo os atrevéis a hablar así de mi pobre hermana ya en el seno de Abraham? —le reprochó la infeliz Clotilda.

—¡Ay, que aquí me veo, como Judas Macabeo[30]!, ante esta angustia condenada, desenvaine yo mi espada —le replicó el monarca; aquello resonó como un Hosanna prolongado repercutiendo en las bóvedas celestiales—. Bien sabe Dios lo que he sufrido, soportando este tormento que he vivido. Honorable Ortelius, que mis hijas no deshagan esa raza de hidalguía, y tales muestras de valía.

—Debéis tener paciencia, mis investigaciones van por el buen camino, pero no dispongo de poder divino —trató de aplacar sus ánimos Ortelius.

—¿Paciencia?, ¡más que el Santo Job[31]!, que en paz descanse —replicó, airada, Ofelia, persignándose; luego rio con sorna—. ¡Ah! Pues cuánto habré de esperar, si tozudo el asno se niega a marchar. Pero cuánta insensatez y majadería.

—Yo también soy mortal y tengo sentimientos, señora.

—¿Sentimientos?, vos sentís por alguien amado, lo mismo que un sapo de un mono colgado —le vituperó Ofelia.

—Recemos todos, para que la astucia y la perseverancia de Ortelius prevalezcan ante el mal —dispuso Teodorico.

—¡Tan astuto! —rio con sorna Ofelia—, y por sus ojos más confuso que las bocas del Tanais[32], y un olfato tan agudo, como el asta de un cornudo, ¿dije cornudo?, no creo que diferencie macho cabrío de asno, ¡ni aunque le cuelgue la barba[33]!, pues dudo distinga rábano de cebolla, si llorara más que Jeremías[34]. Mas, ¡Dios no quiera!, no le dé por olisquear también como un jabalí, y entre chaparros escarbara buscando oro en vez de bellotas. Cuán rápido le llevará en descubrir, ¡lo que años no le den por venir! ¡Dios no lo quiera mil veces! —se persignó—, no sea que como gato o gata, se precie a ver en la oscuridad, de lo que nadie es capaz en realidad. No envejezca una de amor, con tan muerte dilatada. Espero.

—¡Alce yo una espada, ante esta encrucijada! Ahora silencio, ante tanto alzamiento —apostrofó con aire solemne Ortelius al sentirse acorralado por aquellas comadres tan inoportunas. Puso su mano en la barbilla, tomando una posición de meditación y abstracción.

—Majestad, ¿tengo yo que soportar el desplante de este resto de boñigo?, ¡quién sabe lo que trae consigo! —se volvió como una pantera encrespada y erizada Ofelia—. Por cierto, ¿no le notasteis empalidecer más blanco que el Garlaban[35], cuando salió a la luz el buen nombre de vuestra adorada hija?, la deshonra y amancilla a cada verso que escupe de su boca. Él tan dispuesto a guiar a los protervos por el buen sendero, y enternecer los corazones más escépticos.

—¡Por San Jorge!, que no he acudido a soportar tales ofensas, Majestad. Libradme de las acechanzas de vuestra real primogénita, pues os maneja como a un títere, es un guiñol el que pende de vos, pues como tasajo de ternera mechada, vuestra hija fue encontrada. Si queréis que lleve a buen puerto mis investigaciones, ¡liberadme!, o de lo contrario, os arriesgáis a morir en el anonimato, bajo esta mortal morada, tan constreñida como encantada. Los ojos del monstruo perciben, los pasos que buscan su crimen —se dio por aludido Ortelius.

—Solo nos habéis traído más desasosiego e inquietud con vuestros infernales artificios. ¿Acaso os encargamos allanar con tales aberraciones la morada de un monarca?, apercibíos bien, estimado padre, pues dudo que lo entendáis —intercaló ahora Violeta.

—¡No, escuchadla!, bendita la gracia, de tanta ignorancia, ¡es esencial!, esos infernales artificios, como vos catalogáis, salvaron la vida de vuestra hermana, son la salvaguarda de futuros envites de la bestia —argumentó herido en su honor Ortelius.

—¡Ah! ¡Aquí habló don resoluto, caballero y peso en bruto! ¿Creéis que no sé olisquear?, apestáis a chamusquina, ¿acaso esos ingenios antinaturales mejoran la razón?, cuando son nocivos y corroen el corazón. ¡Son obra del diablo!, nos injuriáis con tales maquinaciones, la resabiada acritud de la noche os corroe con intestinas querellas y burdos sortilegios. No depare en nefandas contradicciones vuestro juicio, padre mío —le aconsejó Ofelia—, que entre tanto ingenio y maravilla, ¡qué no inventaría!

—¿Quién os injurió? —replicó Ortelius, confuso.

—Vos, que causáis mi desvelo, como buen majadero —le espetó Ofelia—. Ved cómo el réprobo se maldice y se retuerce de sus pecados, emponzoñando con esquivo pavor sus goces impíos, pues con la misma grima que se le tiene a un gato, huye de los flamígeros afluentes, de las azufradas y ardientes llamas de los condenados, pues solo con su lengua serviría para inficionar al orbe entero. Ay, resignación piadosa la nuestra —contestó, Ofelia, sarcástica.

—¿Ponéis en juicio mis largos años en pos de la ciencia, señora? ¿No tenéis nada mejor que hacer, aparte de entrometeros y atornillarme hasta la saciedad?

—Sí, almohazar al asno y dar paja al buey —contestó, desafiante, Ofelia.

Ortelius quedó impertérrito, tratando de mantener el temple.

—Ya tañen las campanas de palacio, las oigo replicar sobre mi cabeza —Ortelius puso cara de haberle llegado una inspiración divina—. Mis indagaciones me llevan a dictaminar que el acto de agresión de esa criatura está erotizado, nos enfrentamos a un ser lleno de sadismo, con un poder desbordante, no podréis solo y lo sabéis —previno, Ortelius al rey—, si prescindís de mis servicios, os matará como ha hecho en el pasado. Con vos, lady Violeta, tan incrédula y obstinada; con vos, lady Ofelia, bicha adultera y desvergonzada. Y con… ¿Dónde está lady Clotilda?

—Se ha retirado a sus aposentos no pudiendo soportar tanto dislate y humillación —le explicó Violeta.

—¡No amenazadme! —se dio por aludida Ofelia, encrespada como un gato—, qué sabrá el puerco cuándo es día de fiesta, ¡campanas en Shambala!, ¡por Santa María!, que me aporreen con sus badajos como a una calabaza, que mientras los perros balaban, los asnos ladraban. ¿Sabrá?, ¡por San Pablo!, ¿sabrá este imbécil, cuándo es noche y cuándo es día? Pues con esta mano que surge negra como la parca, y que hoy os muestro sin cobardía, a la sombra es más diestra todavía —Ofelia descubrió sus largas manos de afiladas uñas—. Así, pues, padre, he aquí una evidente relación entre lo agrio y lo agudo, lo ineludible y peliagudo.

—Pero también sois deslenguada y aguzada —le salió al paso el desconcertado doctor mientras el rey no se atrevió a abrir boca.

—Y capaz de colgaros un tricornio por dislate, con guindilla por remate —le vituperó una obcecada Ofelia.

—Pero, hija, entrad en razón, ha venido a salvarnos, no a soliviantar nuestros, ya de por sí, quebradizos ánimos, coceáis como un burro en una cacharrería —le refutó el monarca.

—¡Por San Jorge!, ¡pues quién me hiciera cacharrero!, para amarme el mundo entero —le replicó Ofelia, saliendo del paso, relampagueando en ese instante su pálido y dolicocéfalo semblante.

—En este lugar del mundo, atrapados en un paisaje tan desolado y desprotegido, nos atizáis con incongruentes remolinos, de acuciantes desatinos —difirió Ortelius, observando a Ofelia—. Pues como una turba agolpada sonáis, y con vuestros irracionales desvaríos ahuyentáis, y es en la sincera camaradería y con el buen entendimiento donde habremos de confesarnos todos. Con la inderogable necesidad de resarcir el dolor causado, este reino vine a curar, que no para matar. Pero me censuráis, milady, y tan inopinada os rebeláis, como una antítesis hegeliana,[36]acometiéndome impetuosa como una abominación, reprobando mis reflexiones, entre juicios y valores. Todo os parece paradójico y baldío—le reprendió Ortelius.

—Id a invocar a Santa Justa, si os parezco tan injusta —le replicó Ofelia.

—Tal vez, porque mientras unos medraban, los otros besaban —prestó sus oídos Violeta.

—¿Acaso yo os espío? Esas insinuaciones no vienen a cuento —replicó enojado el doctor.

—¡Pues quién me espiara!, como un cerdo en la piara —le reprochó Ofelia, saliendo del paso.

—Me llamasteis cerdo dos veces, ¿he de recordároslo, milady? En Morodor se abrieron unas puertas sin retorno, pero ¿por qué precisamente aquí, en un lugar como el paraíso? En el desfiladero de Mordoror hallé estas extrañas inscripciones en sánscrito antiguo —el doctor desdobló un pliego de papel cebolla, donde aparecieron a la luz de los candelabros el calco, los allí presentes se aproximaron a contemplarlo, intrigados—. Es una advertencia.

—¿Acaso no tiene tragaderas suficientes el infierno para supurar de sus propias iniquidades? —mantuvo una mirada desdeñosa Violeta.

—Y capaz de embucharnos a todos, milady —remarcó Ortelius.

—Qué pena que no os embucharan a vos también —rezongó Ofelia con ironía.

—Así, pues, suplico a Vuestra Gracia me dé permiso y rienda suelta, para solicitar al Regente del monasterio de Reting, del sabio consejo del padre Adriano de York, al que bajo su amparo alberga. Debéis mandar a un emisario cuanto antes, emplazándole a recibirme en audiencia privada. ¡Es esencial! —le urgió Ortelius al rey.

—¿Rienda suelta?, ¿oigo ya el relincho de un caballo? Sí, mas con agua y vino por el camino, y una mula me imagino, tan solícito como explícito, el muy ilustre doctor, ¡quiere llevarnos directos al matadero! ¡Negaos de inmediato! —se entrometió Ofelia— Pues si así es la sierpe de obscena, ante la certitud de quien os condena, pronto descubre su rabo antes que salga a la escena.

—¡Oh, hermosa gema sombría!, la que por mil tormentas lloraría, amadísima Ofelia, convertid el desasosiego, en plácido sosiego, y dejad al virtuoso doctor platicar buenamente, ya dispondremos de lo que se haya de hacer o deshacer —le apercibió el rey Teodorico, molesto.

—Con cuánta diligencia ofrecéis los corazones, sin entrar en razones, ¿dónde quedan esos preceptos tan meticulosamente inculcados? No escuchadle, padre, está delirando, ¿acaso no es Shambala un paraíso ya en la tierra?, ¡con qué espurio verso atetizan vuestro reino!, no es aconsejable consignar a tal fin, a un hombre tan honrado y, por ende, tan enardecido y apasionado —en la voz de Ofelia se advirtió un matiz de recelo que trató de encubrir, pero cubierto de enconado odio y pasión desatada.

—Explicaos mejor, doctor, pues estas incertidumbres os incumben tanto a vos como a mí —le suplicó el rey.

—En Shambala se abren unas puertas si retorno, se tragaron a vuestra hija sin el menor atisbo de compasión, así como a su madre en infausto destino, eso es lo que pretendo averiguar, el porqué de este signo —Ortelius les indicó sobre la mesa el díscolo símbolo—. Es el rayo rdo rje, pero invertido, señal de mal augurio. ¿Lo percibís? ¿Qué hace aquí en Shambala?, podríamos estar bajo los pilares del infierno y no saberlo, sitios tan aciagos como lo podrían haber en Kalkajaka, La Montaña Negra de Australia, o El Valle de la Muerte, en Siberia, el que evitan las tribus yakutas, o tal vez ante puertas infernales que conectan el mundo de los vivos con el de los muertos, cada una un pasadizo al terrorífico inframundo de los malditos. Como el Erta Ale, en Etiopía, el Masaya, La Boca del Infierno en Nicaragua, el Xibalba, El lugar del Miedo de los mayas, el Purgatorio de San Patricio, o el de Salem. Infierno, Hades, Sheol, hay muchas formas y maneras de llamarlo, pero un solo denominador común. De acuerdo con la tradición tibetana, según relatan las crónicas de Tavernier[37] y Gruber[38], existe una vieja superstición que habla que detrás de la cordillera donde crece el limosnero sagrado del Saja Fo, mora una raza salvaje que aguarda a la época del deshielo, para rebasar la cordillera y masacrar a las tribus del Bod. El mal existe, allá adonde uno vaya, como la serpiente que una vez corrompió al hombre.

—Con cuántas salidas y entradas concebís el globo, mi querido doctor, interesante disertación —le respondió un conmovido monarca ante lo allí departido—. ¡Ah, la tierra!, rugoso pergamino porque nunca es llano, y tantas veces descrito en romance de mano.

—¡Y con más agujeros que un emmental!, pues si globo fuese, ¡santo cielo!, ¡no pisara yo la tierra! —replicó con burdo sarcasmo Ofelia— ¿Pretendéis asustarnos con vuestros cuentos de brujas? —se mostró escéptica Ofelia, riendo— Barruntáis infortunios, como una bruja en su caldera, berrinchando la primera.

—Ay, estimada Ofelia, como el temprano canto de la aurora, os interponéis con el incesante y onomatopéyico cacareo matutino, pues si algún hada os castrara, seguro que saldría escaldada —le refutó Ortelius.

El rey empalideció al ver la expresión de Ofelia, su rostro carilargo y manos afiladas, con sus negras pestañas arqueadas y ojos negros de gata. Ofelia no dudaba en descargar en Ortelius toda la bilis reprimida durante las horas muertas, en aquellos tediosos e interminables entreactos palaciegos, monótonos y cadenciosos interludios en los que uno debía de consagrarse ineludiblemente a la vida contemplativa.

—Bien, aparquemos nuestras disputas, y desplegad el estandarte de vuestros encomiables logros, en pos del bien y la justicia, en el esclarecimiento de hechos tan consumados, los que tanto nos confieren. Pero ya es hora de cenar, y estoy hambriento —el monarca dio unas palmadas a los sumilleres.

—¡Esperad, por alusión!, amadísimo padre —el rey tembló ante el porte firme de su hija Ofelia y su poderosísima oratoria—, que después de toda esta algarabía, aún me quedan ánimos todavía, pues no me llueven las prebendas, ni me faltan las ofensas, ni manoplas, ni escarcelas, ¡ni fisgones con mis perlas!, que si he de suponer os faltara el juicio, no tomadlo por suplicio.

—Ay, amada Ofelia, siempre mostrando esos dientes de inocencia, con esa candidez que incita a la prudencia. Sentémonos con regocijo al amparo de esta mesa, que Dios la bendiga, ante el fuego de la siempre acogedora chimenea, que caldea nuestro entorno con ardor y nos ahuyenta del temor. Como amansadas yeguas nos mostramos, atados al pesebre, surtidos con la escanda y la blanca cebada —impuso orden y sosiego el rey Teodorico y todos acataron sus disposiciones tomando asiento.

La luz de la luna se filtraba a través de las vidrieras monocromáticas de ventanales góticos con arquillos. Eran dagas gélidas y glaciales que tocaran y resaltaran sus rostros de descendencia anglosajona.

Las sillas estaban tapizadas a mano con una fina talla de estilo gótico renacentista, reservadas para cargos de alta relevancia en Occidente como magistrados y destacados nobles. El magnífico tallado en madera maciza contaba con cabezas de león y rosetas, con una tapicería por delante y detrás, y acabado en cerezo oscuro. Daba cierto toque y acento medieval a la sala del trono.

Una mesa renacentista de estilo toscano, de varios metros de larga, destacó llena de condimentadas especies y vasijas de oro y plata, ricamente tallada con leones estilizados, hojas de acanto y virutas, que embellecían toda su borde y superficie de más de medio metro de ancho.

Acudió una joven sirvienta y vertió agua de lavamanos sobre un ataifor, en realidad una escudilla de plata que comenzó a pasarlo de comensal en comensal, con pasos precisos, pero con graciosa soltura y elegancia; otro venerable paje trajo tortas de pan plano, llamado Balep, y lo dispuso en la mesa colocando copas de oro y abundantes alimentos. Había en ello un prurito empeño en el acabado que se translucía en la vajilla. Destacaba una fuente de Dal Bhat, un plato típico hindú y tibetano de Dal (lentejas) y Bhat (arroz), mezcla de arroz con lentejas negras, aunque también conocido por dal masala.Las jarras rebosaban del amarillo y dulce vino tibetano, el Barley.

Un khampa o carnicero, con rasgos caucásicos, trinchaba toda clase de carne, especialmente Carne Momos, un delicioso plato tibetano de carne de res molida, aderezadas con espinacas, ajo, jengibre, y cilantro fresco.

—Comed y alegraos, hijos míos y mis fieles invitados, de estos manjares que aquí os hemos surtido, comed y bebed…

—¡Eso, cenemos!, que después de cebado y servido, al muy cerdo me habré comido —replicó Ofelia, desde su silla, observando a Ortelius fijamente.

—No haya un solo yantar, que no se sacie de lo aquí ofrecido, buen provecho —manifestó el monarca, alzando su copa.

—Así lo haremos, señor —respondió con un aire famélico Ortelius—. Pues no habrá desperdicio ni sobras ante lo que tan opulento alcázar aquí nos exhibe, mis sueños libérrimos pasaron a mejor vida, ya que hasta lo que a uno le llega alcanzar la vista, no sabe muy bien por dónde empezar a hincar el diente.

—Estimado Ortelius, ¡si esa lengua fuera pareja a tan relevantes principios!, ¡ah! —rio con sarcasmo Ofelia—, con esa fervorosa reciprocidad, ofreciendo lo comido por lo servido; si tan grato sois por caridad, bien haríais en comeros la mitad. Más os valdría imitar a Horacio[39] y al ratón campesino, que en su vida de pobrete, por la cola no es cogido.

En ese instante ambos se encontraron las miradas. La sirvienta que transportaba el ataifor como lavamanos lo puso sobre el lado derecho de Ofelia, ella no se había percatado de su presencia. Cuando miró al interior del líquido y se vio refleja, exhaló un grito espeluznante, escapando en un sonoro eco por los saledizos de las fachadas, rebotando en las altas repisas cónicas y perdiéndose por las altas torres de escalera en espiral, pretiles y almenas, pues la sala del trono era de fácil audición en las prédicas.

—¡Qué perra surgió de este seno!, ¡no era ese mi rostro sereno! —exclamó, poseída Ofelia.

Con un violento palmetazo hizo saltar la escudilla por los aires, salpicando de agua a los presentes. El doctor cogió del brazo a su discípulo, como si hubiera visto algo inevitablemente importante, su rostro oblongo se reflejó con una segunda cara, desproporcionada, calva, sin cuero cabelludo, como en un negro estanque; era un rostro castigado, amorfo, vilipendiado, y en todas direcciones surgían pliegues y arrugas, tan grandes eran, como los surcos de un garbanzal, sus dos ojos como dos negras guindas sobre un pastel de merengue, su blanca piel pajiza, macerada y acribillada de aceradas espinas.

Pero ¿dónde había visto ese rostro antes?, se preguntó el doctor como un acertijo aún por resolver. El reflejo apenas fue visible y percibido por nadie, sucedió en un abrir y cerrar de ojos, excepto el ojo avizor del doctor. Los ojos negros de Ofelia se posaron como los de un águila desde una inaccesible cumbre. Querían leer en los suyos, o escarbar igual que una comadreja tras los pollos que engordan en un cebadero, olfateando con su hocico sus pensamientos, pero Ortelius apartó su mirada con discreción, tratando de no observarla.

—¡Por San Pablo!, ¿estas perlas blancas me enmarañan?, ¿o son sus brillos los que me engañan? —exclamó Violeta, desconcertada.

Las puertas de la sala del trono se abrieron flanqueadas por dos alabarderos vestidos con uniforme de estilo inglés importados de la India británica. Irrumpió Idotea, la sirvienta y comadrona de la invidente Clotilda. Parecía alborozada, pues llegó gimoteando a la estancia real y ante el rey con ojos lagrimosos.

—¿Qué malas nuevas traéis, Idotea, que tan apresurada os veo venir? —preguntó el monarca aún pálido por el percance con Ofelia.

Los demás comensales estaban mudos, como bloques insensibles, aun trasudando por el susto que Ofelia les había dado.

—Es vuestra hija, ha partido del castillo en su palkee, sin previo aviso, abandonando la alcoba real, sin prestarse a informarme. Pues cuánto me temo que su cita sea mortal por necesidad, y el servicio del doctor sea requerido con agilidad —informó la anciana Idotea entre sollozos.

—Ah, ya vislumbro la tragedia, como un hada se desploma, al caléndulo[40] aroma —añadió, consternada, Violeta.

—Eso no puede ser, yo di orden pertinente e irrevocable a mi guardia de su reclusión imperiosa en palacio —manifestó el rey.

—Pero astuta ella, debió de sobornar a algún pobre centinela misericordioso, con alguna astuta ardid, revocando dicha orden —rompió su silencio Ofelia.

—¡Di directrices claras y tajantes de que ninguna de vuestras hijas abandonaran estas estancias sin mi previo consentimiento! —alzó su índice el doctor, observando al rey Teodorico—, tal vez sea prematuro decirlo, ¡pero con la aquiescencia y la mano indolente de su rey!, puede que ahora sea demasiado tarde, cuánto sospecho que ni la mano ni la sagacidad omnipresente de Ortelius, sea capaz de liberarla del funesto destino que le aguarda ahí fuera. No hay tiempo que perder, Víctor, salgamos tras ella.

—¡Libidinosa os cuelga la lengua!, despotricando contra su amo, ¡licencioso embuste del reclamo! —le reprochó Ofelia a Ortelius.

—A qué horas tan intempestivas y carentes de razón se presenta la muerte violada, igual que el letargo de una hija olvidada —cayó abatido hundiendo el rostro entre sus manos el monarca—. Desasosegada se extiende la noche ante mi puño, con afán de aprehender todo de su cuño, tan huidiza y transitoria a través del agitado contubernio de lo incesante, ¡quién cogiera el mundo en un instante!