En la posada de Ramoche, el palkee[41] de la princesa Clotilda permanecía estacionado a las afueras. Dentro aguardaba la llegada de su príncipe azul, flanqueada por una fila de guardas que la custodiaban, entre ellos uno de sus más fieles confidentes y consejeros, Bernardo.
La posada estaba llena de lugareños orientales que al fuego de una chimenea calentaban sus fríos y temores, pues dormir a la intemperie en Mordorodor era de evitar en lo posible. Acercaban sus miembros y manos al calor de la leña y el fuego, con una olla suspendida de los llares donde crepitaba un guiso.
Hombres y mujeres de todas las edades se reunían para degustar bebidas y alimentos de todo tipo, tomaban té de mantequilla (Po Cha), tiras de sopa de fideos (thenthuck) y gachas saladas drothuk, nada elaboraban que no acompañaran con buena salsa o sepen.
Con el vino muchos miembros y cabezas de familia honraban a los dioses, normalmente era un vino de cebada, del que bebían hasta saciarse. Allí en las estancias elevaban las copas a la altura de su cabeza con ambas manos, el canto también era necesario. Allí repercutían, por lo general, canciones populares que expresaban bendiciones melodiosas y de amor. El canto significaba respeto y sinceridad. Para los tibetanos beber sin cantar era algo simple y aburrido.
Con la mejora de las comunicaciones, en primavera, llegaba a la aldea, cerveza de cebada elaborada en Lhasa, la que era muy bien recibida por los lugareños, de la que podían tomar decenas de botellas cada día.
Clotilda fue acompañada por Bernardo, su fiel gregario, cuando Idotea se ausentaba por cuestiones de protocolo o requerimientos de la propia princesa, y el acto o el asunto no sugerían de su presencia.
El paje llevaba un gorro de pluma de avestruz, una camisa de chartreuse de cuero, con forro de terciopelo y seda, unas largas medias de algodón, y unos puños bordados en blanco y rosa.
La princesa se despojó de su fino chal y destacó deslumbrante con su traje de seda y falda, la cual eclipsó a los presentes. Parecía un hada en un lugar y una morada tan singular como aquella. Sus finos rasgos anglosajones eran pura loza y porcelana china, allí entre agrietadas paredes de asperón y barro, como una rosa brotando de un lodazal.
Muchos de los orientales allí presentes eran tejedores que se valían del chiru, el antílope tibetano, que era sacrificado por su lana, la que se contrabandeaba en la frontera con Cachemira por su fino y costoso género, el shahtoosh.
—¿Seguro que os encontráis equilibrada?, ¿sin llegar al paroxismo e irritación desesperada? —cogió Bernardo su mano con delicadeza en torno a una mesa.
Su paje usaba una vestimenta de corte medieval, con una túnica color oliva de terciopelo que le llegaba hasta las pantorrillas y sobre las calzas.
—Mi fiel Bernardo, mi ónfalos[42] e instructor, consistorio de mis indecisiones y vacilaciones, lazarillo de apremiante tutela, mi más allegada mano y centinela. El amor me llama. Lo siento en el plácido sosiego de la noche estrellada, acudiendo a mi llamada.
—¿Es la llamada de un extraño, milady? ¿Acaso podéis afirmar que lo visteis o palparon vuestras inmaculadas manos? ¿Cómo eran sus facciones, describidme sus intenciones? ¿Eran pérfidas y perversas, o por el contrario, tersas y dispersas?
—Sé de él lo que intuye mi corazón, pues me lleva la razón. Es de alma pura y me ha brindado su afecto al amparo de plenilunios, en confidentes apariciones.
—¿Os lleva la razón, milady? Aunque por esos despiertos luceros muy bien os lo figuréis, y por esa dichosa mano aún lo desconocéis, ¿cómo puedo aseguraros que no suplantará con su diestra a la mano del diablo? No puedo reteneros contra vuestra ardiente voluntad, que se abre ante un abismo de indecible oscuridad, pues vuestro corazón late con el tañido de mil campanas, pero sí suplicaros, para cuando por esta remota morada, nos muestre su cara malhumorada, sepa decíroslo.
—Oh, heraldo predilecto, ¡él me brindó su afecto! No puedo negaros que os inquiete esta impetuosa voluntad, en la salvaguarda de mi solícita integridad, pero os emplazo a que cuando por esa puerta aparezca, me lo sepáis advertir.
—Y así lo haré, milady, luz de luna, que alumbráis la vida como ninguna —apretó con generosa virtud y predisposición la mano de la princesa, como si advirtiera el temor que se ocultaba bajo sus melifluas palabras. Bernardo parecía inseguro y turbado—. Vista de luto, oculto o con velo, velaré para que no os den higo por ciruelo. Oh, dulce princesa, respiráis una majestuosa y acusada gravedad, la de un alma que reposara en soledad. Trato de escarbar en vuestros esquivos pensamientos, ¿y qué es lo que me encuentro?, un pozo negro y sin fondo, ¿podéis explicármelo? El profundo deseo de encontrar lo arquetípico, a través de esos despiertos y fruncidos ojos, me han corrido un velo, el de la cordura, entre la multiplicidad de formas de lo humano, palpáis entre las sombras, tratando de sintetizar e idealizar la figura de algo extraño. ¿Quién es?, contádmelo, aún estáis a tiempo.
—Mi queridísimo Bernardo, si fuera un secreto que me he de llevar a la tumba, allá habréis de buscar, como un confinado latido, rehusado y perdido.
—¿Por qué me habláis así?, despejad esa tristeza, que enturbia vuestra belleza. Sois fluido y caldo del presente, el que vivifica en parajes tan latentes, no sois un yermo páramo, no sabré reponer una dolencia, que pecó con su inocencia. Parecéis tocada por la reumática y espantosa mano de un otoño, que deshoja y seca la lozanía de los rostros más frescos y risueños.
—Como un dicho impío, surgís entre una ilustre pléyade de preclaros ingenios y también de criterios. Con vuestras innatas cualidades vivís sujeto a la inherencia subscrita a la vida, no seré yo quien os aparte de su brida, pues en la satírica barbarie y la sabia universalidad de las cosas, los luceros me despiertan con una luz incierta, pues he aquí que bajo vuestra estrecha tutela, yazco indecisa e irresoluta, para que sepáis pedir por mí cuando llegue el momento, cuando oigáis mi lamento, tantas cosas nos aguardan entre las sombras, esos acertijos de la noche —le exhortó con declamación la princesa.
—Ante hechos tan clarividentes, ¿lo aún sin consumar lo dais ya por realizado?, la premisa normativa es requisito indispensable para la justificación de los hechos, pero aquí no hay antecedentes ni pretendientes, ¿cómo se puede escribir un futuro desdeñoso aún por descubrir, acaso lo intuís? Sedme franca, y si fueseis parca, al menos, responded concisa y diáfana. No lo dudéis, que del hilo colgaréis, si no me respondéis. Temo por vuestra vida —le confesó un abatido Bernardo, besando sus manos.
—¿Por qué este absurdo fatalismo deísta? Os rebeláis como un aciago cuervo pregonero, aguardando a la carroña impenitente, ¿acaso soy la novia de la muerte? —le regañó la princesa, sonriendo.
—Bien aventados, pero mal alimentados, pues dais de beber hieles en torno a una hosca y aciaga hoguera, y como daga malintencionada traspasáis mi acerbo corazón, con alevosa desconsideración.
—Ya siento su presencia, oigo sus pasos, ¡ya viene! —exclamó Clotilda, contorneándose nerviosa los estriados pliegues de su vestido que otorgaron más esbeltez a su figura; parecía transfigurada, llevada por el éxtasis de un elevado misticismo.
Allá apareció, frente a la arqueada y empañada ventana, como el hálito de un espíritu invisible, resopló pegando su cara en los cristales, mostrando unos ojos voluptuosos negros, de pórfido basalto, con una carne blanca como la leche y cruelmente lacerada, el músculo orbicular de la boca esbozó una sonrisa tan exagerada como la de un bufón, las comisuras de los labios le llegaron de oreja a oreja. Destacaba una amplia gorguera negra plegada tras su cuello.
Bernardo empalideció al observarla, así como toda la posada, las caras de los aldeanos quedaron horrorizadas, hasta los guardias reales mantuvieron el aliento. Nadie supo discernir si era hombre o mujer, pues era tan deforme que era imposible adivinarlo.
—No vayáis, os lo suplico, hermosa Clotilda.
El paje cogió la mano inconsciente de Clotilda, tratando de retenerla, que presurosa se reincorporaba para acudir a la cita con el diablo.
—Me llama, acatad mi dictamen, llevadme al umbral, y hacedme un lugar. Cortejadme hasta el rellano y dadme la mano —le solicitó Clotilda, nerviosa.
Bernardo la escoltó hacia el umbral, donde junto al jambaje de la puerta se apreció una mano negra embutida en unos guantes de satén que agarraron la diestra de Clotilda tirando de ella bruscamente, con tal fuerza que el joven no pudo retenerla, pues cuando se fue a dar cuenta la princesa había desaparecido entre la espesa niebla del exterior, muda y en silencio.
—¡Clotilda, Clotilda! —comenzó a llamarla.