Una horrenda imagen despejó la noche contra el cristal de la ventana de la posada, allá de un empañado ceniciento entre los irisados reflejos, y la ahumada neblina, se descubrió un rostro y todos los allí presentes maldijeron el momento que el destino les hizo descubrir tal horrible ejecución.
La cabeza diseccionada de la princesa Clotilda apareció empotrada contra el cristal, no había cuerpo, solo su hermoso rostro cruelmente flagelado, sin ojos; en su lugar, dos vacuas oquedades.
Hubo un gran tumulto y gritos pavorosos de las mujeres que estaban presentes; se soltaron denuestos y lamentos, algunos no pudiendo aguantar aquel acto truculento, volvieron la mirada, apartándola, como se hace el circunspecto un nosferatu ante el símbolo de la cruz, hasta el siempre impertérrito semblante del doctor perdió su aplomo y entereza.
—¡Rápido, salgamos tras él! ¡Y que alguien descuelgue a la princesa de donde está! Pues enmarcado queda el horror, en este acto de terror —ordenó el doctor, saltando de la silla y partiendo raudo hacia la puerta de la posada.
—Oh, ¿qué mente desquiciada pudo obrar así? Mi pobre y amada Clotilda —Bernardo rezumaba en lágrimas—. ¿Quién podrá ahora lloraros, estimada princesa?, no me queda más que rezar, mas sin que sea preciso pecar, ni ir contra natura, pues alguien me hirió de muerte, y no fue certero en mi vientre, sino en mi alma, así que por esta mi mano dichosa —alzó la diestra cerrándola en un vigoroso puño—, ¡juro albergar la esperanza, que consuma mi venganza!, pues ahí os veo, vestida de hielos desnuda, sin besos ni encantos ceñuda, porque a cada tranco que mi alma más me aleja, ¡ahí os veo, maldita y refleja! Triste resto de un ayer privado, ahora podrido fruto del amor colgado.
El doctor Ortelius fue secundado por los guardias reales, y por una caterva de lugareños que, provistos de antorchas y candiles, no vacilaron en seguir la estela del doctor y su discípulo.
Allí se abrió la noche y pudo divisar un bulto negro escurridizo que entre los bancos de niebla se deslizaba hacia el paso del Gorgoro, que enlazaba con el desfiladero de Mordoror. La pálida cara de la luna parecía la de un muerto, cubierta por un velo, levitando sin su otra mitad como la pobre ánima de un difunto. Allí se veía, como un inesperado estribillo truncado por los filos hilos del ayer.
—Ahí asoma su regia faz, de enmarcado broche eterno, y rasgada por un cuerno —contempló el cielo Ortelius.
—¡Avanza hacia el paso del Gorgoro! —advirtió Vanderhoeven.
—¡Corramos, no hay que perder el negro manto de la bestia! —replicó el doctor mientras llegaba al camino que subía en pendiente hacia la imponente cima de Ramoche.
Allá fueron con todo un ejército de hombres tras ellos, como luciérnagas en la oscuridad, con la dolorosa y macabra imagen de la pobre Clotilda aún fresca y palpitante en sus mentes.
El paso del Gorgoro era tan abrupto que la sombra o la silueta que perseguían rompía los bancos de niebla haciendo jirones los mismos y originando ovillos tras de sí. Pero el suelo se movió bajo sus pies, y la tierra igual que unas fauces perversas se abrieron, en menos de un abrir y cerrar de ojos. Vanderhoeven y Ortelius se precipitaban cayendo en una honda brecha, dándose de bruces sobre un contorno oscuro y frío. Había sido una caída de varios metros, pues arriba distinguieron las antorchas de los lugareños que intrigados montaron un círculo alrededor del lugar.
Una y otra vez comenzaron a repetir una palabra: «Naraka, Naraka»[45]
El doctor dio voces estentóreas a los rezongones lugareños.
—¡Dennos luz, vamos a investigar el recinto! —les ordenó el doctor y también los soldados de la reina montaron guardia poniendo orden y concierto a aquel tumulto, obligándolos con las armas a que no abandonaran el lugar, pues algunos habían salido espantados del mismo.
—¿Qué dicen? ¿Qué lugar es este? —se mostró inquisitivo Vanderhoeven.
—Creo que nos alertan de algo. Es lo que debemos descubrir y no dejadnos llevar por la susceptibilidad, ni cuentos de brujas —expuso el doctor—. Este recóndito lugar se descubre tan engañoso y desvelado.
En ese magnífico paraje subterráneo y concavidades de techos abovedados se distinguió lo que se asemejaba en forma y tamaño a un templo colosal, con espléndidos pórticos soportados por columnas y colosos. A cada zancada que daban aparecían más y más pilares de columnas, de izquierda a derecha, alrededor, allá adonde alumbraran con la luz del candil y las linternas; gigantescas columnas, algunas derruidas, igual que troncos de árbol. Era la sala de los gigantes, con doce grandes pilares de 37 pies distribuidos formando circunferencias; dentro de una nave central avanzaron por ellos hacia dos obeliscos que accedían a un umbral sostenido por colosos con forma de dragón. Tras un tercer pilar el pórtico los condujo al interior de una cámara con un par de obeliscos de unos 20 metros. La entrada a esta sala que detentaba la forma de un semicírculo dio paso a un santuario con un estrecho pasaje de vastos bloques de granito. El techo era de color azul claro con estrellas doradas y grabados en sánscrito; otros, en jeroglíficos diseminados al otro lado de su núcleo.
El doctor Ortelius se fue a investigar los tan bien conservados grabados situados en el entablamento de la cámara; trató de alejarse para buscar otros restos del templo, dentro del extenso contorno, pero aquello parecía no tener fin.
Estaban ubicados en una sala hipóstila a la que a través de una rampa habían accedido. Esta cámara tenía un techo sostenido por pilares de piedra distribuidos en todo su conjunto.
Era como un santuario rodeado por capillas laterales de dioses auxiliares, con pequeños nichos que el doctor supuso eran para la oración, y cuartos de almacenamiento con la parafernalia común que había que otorgar a las divinidades en los diferentes ritos.
—¡Por todos los diablos, doctor! ¡Es una obra faraónica! ¿Quién ha podido construir algo semejante?
—Parece no tener fin, se adentra hacia Mordorodor, bajo las entrañas de Shambala, es un templo laberíntico, un laberinto del que jamás podríamos salir, volvamos, pero antes —el doctor sacó un papel calco en cebolla y se fue hacia unos grabados, pues había descubierto algo que le llamó la atención—. ¡Mirad! Alumbremos esta zona.
Vanderhoeven se le acercó presuroso hacia una de las columnas.
—¿De qué se trata?
—Es una advertencia, la misma que descubrimos en el desfiladero de Mordoror. ¿Veis el símbolo de rdo rje? ¿No es una casualidad demasiado reiterativa? Y mirad esto, es un grabado detallado del laberinto, de esta intrincada fortaleza de la soledad.
—Parece un plano en relieve.
El doctor superpuso el calco sobre el grabado y comenzó a sacar copia de su trazado con un lápiz al carbón.
—Los caracteres no varían mucho del original, el que encontramos en el desfiladero. Pero ¿por qué precisamente aquí? ¡Rápido, no hay tiempo que perder! Debemos emprender un viaje, un viaje a través de las nieves perpetuas del paso del Chak La pass, donde mora el padre Adriano de York, en el monasterio de Reting. Él será la varilla Zahorí[46] que nos habrá de guiar en este osario de penalidades —propuso el doctor—, pues tras toda una vida de coro y refectorio monásticos, se oculta una mente privilegiada.