En la sala real del monarca, era una noche de festejos, Shambala conmemoraba como cada primavera el día del Regocijo, aunque tras la muerte de la princesa Clotilda, se había visto empañado por el de un respetuoso luto, el que se había llevado durante varios días.
Como siempre ocurría, las mesas estaban repletas de comida típica de la zona, elaborada por los cocineros más selectos de Shambala, auténticos manjares que encandilaban a cualquiera que viniera fuera de sus murallas, en especial el cónsul inglés Sir Edward Sinclair y el vicecónsul Cedrick Russell, con aquellos trajes de negro rayón de Frederick Scholte, de mangas mariposa y hombros almohadillados, con los accesorios propios de un esmoquin, como eran pañuelos de seda, pajaritas, gemelos de oro, sin dejar de lado los pulidos zapatos, con el típico chaleco bajo la chaqueta y la inmaculada camisa plisada.
Se realizaban bailes y los asistentes, siguiendo el protocolo, llevaban trajes tradicionales o iban vestidos con máscaras y disfraces, los concurrentes disfrutaban del ajetreado jolgorio.
Además del cónsul inglés destacaban algunas otras personalidades del cuerpo diplomático de los reinos fronterizos, como Nepal y Bután, así como un maharajá hindú y algunos altos lamas de monasterios situados en Beri y Dargyas.
Los guardas reales custodiaban las puertas macizas de roble que daban acceso a las pertenencias palaciegas, allí concurrían de acróbatas a trapecistas mongoles, con sus Darkhad y peculiares gorros Toortsog, y un grupo de danza folklórica venido del palacio de Norbulingka que solía actuar en el Festival anual de la Ópera.
El rey Teodorico estaba sentado en el trono, tomando vino de una copa de oro, así como acompañado de un cuenco de rojas cerezas.
—Ved ahí, al monarca, tan fresco como las rosas, ya exento de dos rasposas —manifestó Ortelius en nítido soliloquio—, ¡a sus hijas me refiero!, no vaya yo tan ligero, liberado del yugo de esas dos pécoras que el rey ha ordenado encarecidamente confinar en sus alcobas. ¡A la condenada Ofelia!, capaz de ahuyentar a todos y pasarnos la soga y, de tal guisa, como se bendice una misa, ¡y a la menos cándida Violeta!, tan presta a afilar un cuchillo, sutil como se corta el membrillo. Y por si esto fuera poco, ahí se nos presenta, ¡por San Patricio!, que me aspen si pinta menos que un címbalo en el palacio de un maharajá, el honorable Sir Edward Sinclair, con su real yerno el vicecónsul, al que abofetee en Delhi un día de Pentecostés, ¡que me atén a mí los pies! —Ortelius no pudo reprimir su risa—, pues si no le sonroja, jamás vi tanta congoja, ¿qué malas lenguas les habrán traído hasta aquí?, ¿acaso no se fían de mí? Mas ello he de averiguar, ¡líbreme el Señor de todo mal!, que si por estas palabras yo me abro al mundo, ese distinguido que no entendido de Sir Edward, ha de obedecer, ¡Ay, si habrá de hacerlo!, pues en estas potestades, el maligno acecha con todas sus verdades, ¿tendré que encargarme también de su custodia? ¡Cielo santo!, por si no fueran pocas almas a las que salvar el pescuezo de la corva hoz de la nefasta parca, retarde yo a golpe de gong una hora en la muerte de cada, no me hubiera otorgado el cielo el poder de la bilocación, o mejor, el prodigioso don de atravesar y horadar paredes.
—¡Bienvenidos sean todos!, olvidemos los lutos de estos días tan aciagos que tanto nos han perturbado a mí y a mi reino. ¡Regocijaos en este día tan señalado en Shambala! ¡Suenen arpas y trompetas, y surta el cielo de violetas! —exclamó el monarca, anfitrión de la velada, poniéndose en pie desde su elevado trono— Estimado doctor, venid y acompañadme, he de presentaros al cónsul inglés.
El rey Teodorico bajó del estrado y extendió la mano a varios pajes que lo cortejaron descendiendo por las escalinatas hasta Ortelius, el cual hizo una genuflexión, lo mismo los allí presentes, desde el cónsul hasta el último titiritero.
—Majestad, es para mí un honor —le hizo una reverencia inclinando la cabeza el doctor.
—Acompañadme, buen doctor, y vos igualmente, estimado discípulo, que tanto limáis mi acerbidad, en los días tan espantosos que nos ha tocado vivir. ¡Ay, vaga es la sombra de esta vida corta!, pero eso poco importa —añadió con declamación el monarca.
—Majestad —se inclinó Vanderhoeven, dándole preferencia, pues era escoltado hacia las figuras vestidas con esmoquin del cónsul y su acompañante.
La oronda presencia del rey llegó hasta un espigado y delgado cónsul de enhiestos bigotes que era secundado por su segundo en el escalafón, su yerno, el vicecónsul.
Sir Edward era un hombre maduro, de facciones severas y pómulos prominentes, medio calvo, con un poco de barba rubia rizada y acuosos ojos azules. En sus seis pies de alto se estiraba tanto como un predicador que preconizara el fin del mundo; el vicecónsul, en cambio, era de pelo castaño, joven y desgarbado, de enjutas caderas, con un desproporcionado cuello en comparación con su dolicocéfala cabeza.
—Sir Edward, os presento al eminente doctor Ortelius y aquí al vicecónsul, Cedrick Russell, recién llegado desde Gangtok, Sikkim —los presentó el monarca.
La delegación británica o la llamada British Mission, estaba situada en Deki Lingka, al oeste de Lhasa, más allá de Potala y el Colegio Médico, pues de allí habían partido hacia el reino perdido de Shambala.
—Creo que ya nos conocemos, Majestad —le estrechó la mano el cónsul.
—Este es su ayudante Vanderhoeven.
Vanderhoeven les estrechó igualmente la mano.
—Os ruego encarecidamente, Sir Edward, que abandonéis estas estancias a la menor brevedad, no puedo garantizar vuestra integridad. Algo siniestro subyace en palacio —les conminó el doctor.
—¿Aún con cuentos de brujas y estúpidas supersticiones, doctor?, los llamados fenómenos sobrenaturales forman parte del mito, o del ocultismo, su teorización pertenece solo al ámbito de las tradiciones esotéricas. Tenéis a todo Londres en vilo, la prensa no para de sacar rotativos acerca de este polémico caso, habéis revolucionado todo el globo, y claro está al imperio —lo vituperó el cónsul con esa expresión de farsa raída, malicia personal y misantropía.
—Shambala no es de vuestra jurisdicción, ¿qué hacéis aquí?
—He sido invitado por su Real Majestad, el rey Teodorico, aquí presente. ¿Olvidáis que además de cónsul he sido gobernador de Bombay, teniente gobernador de las provincias del noroeste y subsecretario de Estado para la India? Es la reina en persona quien me envía.
—¿La reina está metida en esto? —inquirió Ortelius, consternado, pillándole a contrapié.
—Sí, la reina, dudo que sepáis, doctor, qué es lo que significa un título semejante en vuestro desconsiderado cerebro —le espetó ahora el vicecónsul, que huraño frunció aquel ceño pueril que cortó las comisuras de esa boca de mohín.
—Parece que esos sonrojos de Delhi, aún resaltaran esas dolientes mejillas, aflorando añejas rencillas.
—¿Tenéis algo contra la reina o la British Raj,[54] doctor? —se entrometió ahora Sir Edward.
—¡No es momento de desenterrar viejas disputas, de delusorios ardides se vale el enemigo!, de mil artimañas y engaños, pues a cada eximio gemido de angustia que lanza un heraldo, los que guardan con porte y espera, una rauca cantinela se libera, se escapa un lamento constreñido, el de un espeluznante gemido, tan desconcertante, como una dilacerada melodía que turbara en un instante —apostrofó el doctor.
A Sir Edward, al vicecónsul y al rey Teodorico se les puso los pelos como escarpias.
—Sonáis como una úlcera sin castigo, como una grave irreverencia de insanable cuño —le censuró Sir Edward.
—Parece que aquel irrisorio fiasco, envuelto en escándalo, el de la emperatriz Nicoleta en Delhi, aún perturbase vuestro orgullo, querido doctor —le reprochó el vicecónsul.
—No tengo entendido que fuera así. La pieza robada me fue confiscada, recordad que los británicos no permitieron al Tíbet imponer aranceles en la frontera indo-tibetana hasta hace pocos años, es por lo que fue imposible tal canjeo, el diamante no pudo devolverse a su dueño.