—Dejemos las desavenencias, queridos y distinguidos huéspedes —les tendió un órdago el soberano—. Guardo luto por dos de mis hijas tan recientemente fallecidas, y temo que esta maldición se siga extendiendo como una plaga que nadie pueda poner freno. Sugiero que amarréis bien las bridas de este enredo, ante el relincho de un corcel en desenfreno. Ah, el sofocante aliento, surge como el recíproco usufructo, cohabitando los rincones palaciegos, de displicentes desasosiegos, en las horas calmosas y de acerbo embrujo, en sus noches fatigosas y mugriento flujo.
—Recíproca es mi aflicción, Majestad, pues con esta mi mano desalentada, no he podido evitar la muerte de vuestra buena y amada hija Clotilda, y quién sabe cuántas más el destino me interpondrá. Ante este valle de dolores, muertos yacen los amores, de tan estimadas princesas, las ya difuntas, las que todas fueron justas. Ahora deba yo lidiar contra el advenimiento de más muertes vanas, la vuestra Sir Edward y la vuestra, mister Russell —les barruntó Ortelius.
—Pues con la diestra escarde, y su mano Dios le guarde, pues si logro advertir el hosco ceño, o a esa bestia que puso empeño, no me tiente el maligno en añadir misericordia y bondad, a esta henchida soledad, que como un mal que enmudece, a menudo me enflaquece, en este cieno inmundo de tibieza, que no de torpeza, donde se transgreden el orden lógico de las cosas, erigiéndose en fantasmagoría. Proponga yo tantas aporías del hombre y el Logos, como de la ética, la que siempre ha de superar las moralinas y prejuicios naturales vinculantes —proclamó el monarca.
—Vengo en misión diplomática, ¿acaso no lo entienden vuestras caducas deducciones, doctor? La reina me ha dado orden expresa de reportarle cómo van las investigaciones, no es un asunto privado, es un asunto de Estado, y es preciso que acatéis mis órdenes o mandaré que os extraditen de inmediato. ¿Ha quedado claro? —le amenazó, severísimamente, Sir Edward.
—Está bien, milord, pero no respondo de vuestra integridad, ni siquiera de vuestra vanidad, la cual percibo que os desborda. Estamos ante un monstruo, con un poder ilimitado, dudo que podáis entenderlo y digerirlo, amigo mío, en ese egocentrismo colonial que tanto se desprende de vos.
—No nos atemoricéis con estúpidas hechicerías, doctor —le espetó mister Russell—. En Londres ya os toman por un viejo chiflado, con deducciones criminales ya caducas, tenéis escandalizado a medio mundo, y no dejaré que ridiculicéis al imperio, ni a la reina. No reportaré unos hechos tan atroces de boca de un lunático. El mundo nos observa, mi querido doctor, y es un ojo grande como una montaña, ¿no sería descorazonador verle caer desde tan alto? Negras son las cumbres, que descuelgan pesadumbres, y le arruinarán, con la furia de un titán —preconizó mister Russell.
—Entonces les llevaré a ver los restos amortajados de dos descorazonadas princesas, ¡si es que logran identificarlas!, sus rasgos han sido borrados por los daños infringidos, perpetrados con la saña de una mente sin sentidos —replicó el doctor, preso de los nervios, era un debate tenso en el que debía retractarse, ante unos hallazgos aún sin concluir.
Las paredes de la sala real con sus bucráneos y gorgonas parecían acechar desde las sombras. Los invitados se deleitaban tomando canapés y caviar, haciendo bailes desacompasados como una orgia carnal y viviente,y, a la postre, desorganizada. Todo el mundo comía y bebía. Presas de un éxtasis que les hacía no ser conscientes del entorno tan hostil que les albergaba y acogía.
—Shambala es un extraño reino visual, no es algo muy normal, donde cualquier mente cuerda y sana puede fácilmente desembocar en una paranoia descontrolada —intercaló Sir Edward—. Vos, doctor, sois una prueba concluyente de ello.
—¡Oh, Redentor mío! Hoy fui fiel testigo de todos mis lamentos, conducido en mi tortura entre muchos sufrimientos. ¡Oh, mis pobres hijas!, ¡quién velará por mí, cuando de este mundo me aleje hacia el fin! —exclamó un compungido rey.
—Majestad, guardad la entereza, la que debéis de aparentar, pues con diestra autoridad, a la fiera habréis de ahuyentar —lo alentó Vanderhoeven.
—En qué plácido momento, escuché vuestro aliento, mi buen considerado adalid —el monarca posó su mano sobre su hombro.
—¡Ya me diera Dios tantas energías!, con las que poder otorgar miles de alegrías. No seré ingenuo ante lo que vean y adviertan mis ojos, ni ante las vidas que halle en sus pozos, ni haré distinción en lo que el monstruo nos dice beber, y lo que ese villano confiesa deber, mas con estas mis manos, ¡desvelaré a ese impostor!, que porta sangrienta su hoz, con la que siega inocentes, y miles de vidas creyentes —apostrofó el doctor.
—Como fieles penitentes caminamos ante las usanzas del mundo, y allí oculta el diablo la vela, como un gusano que esconde la seda, mas de esta forma, el macho cabrío[55] nos acomete y aborda con astas mortales, pues como una escena de pugilato en un vaso de estatita, donde las formas tienden a perder toda corporeidad, el sendero se embebece, en un peñasco que enloquece, allá fuerte nos cornea, desde el fuego que hizo brea, caemos y caemos, ¡siento desfallecer!, precipitándome en las honduras del abismo, donde miles de bocas surten fuego, entre penachos y azufre y, a cada rezo que doy, el peso me abulta, y su llama me asusta —sostuvo el monarca.
En ese preciso instante los cimientos de palacio repercutieron con gritos espeluznantes venidos de los vientres subterráneos de Shambala, ahuyentaron e hicieron empalidecer a todo varón allí presente. El rey no pudo afrontarlo, corrió y se apoltronó en su trono ante aquella llamada de ultratumba.
Era un repertorio de berridos infernales, de bestias en disputa, un hervidero de locura que hizo enmudecer a aquel jubileo palaciego. Aquí la diversión se convirtió en paranoia, en un absurdo hiperbólico, en un regocijo tanto extenuante como agónico. Pero aquella llamada infernal los paralizó, despertando un sudor amargo que trastocó los sentidos, como en una espiral desquiciada que intentara superar su propia cumbre. Poco a poco aquel alocado jolgorio se convirtió en su propia caricatura, igual que la llamada de un extraño, ante la cual nadie se atrevía abrir la puerta.
—¡Por Dios bendito!, ¿qué es eso? —exclamó, alarmado, presa del pánico Sir Edward.
—¿De dónde emana semejante sonido?, parece el despertar de un león dormido —murmuró mister Russell.
—Viene de debajo nuestra —advirtió Vanderhoeven.
Ortelius se dirigió diligente hacia el trono del rey.
—¡Qué más hay ahí abajo, decidme! ¡De dónde provienen! —lo conminó el doctor.
—De las mazmorras de palacio. Son las mazmorras de palacio —le advirtió el monarca.
—¿Hay mazmorras en Shambala? ¿Y por qué nunca antes me lo habíais dicho? ¿Qué secreto guardan? ¡Responded!
—Es lugar sagrado y, a la vez, vedado, nadie puede bajar a esos aposentos reales sin mi explícita autorización.
—¿Qué salvoconducto me habréis de dar, para poder llegar a las entrañas del mal?, ¿tan retorcidos son los secretos del Averno? ¿Debo encomendarme al mismo diablo para ello?
El espeluznante eco se percibía cada vez más cerca, como si se avecinara y ascendiera hacia los niveles superiores de palacio. Una ansiedad claustrofóbica golpeó los corazones de los presentes.
—Doctor, parece que se aproxima —manifestó Vanderhoeven.
El doctor contuvo el aliento, giró su cabeza apercibido por la observación de su discípulo, constatando una respiración anhelante que se avecinaba. Ortelius corrió hacia las puertas de palacio.
—¡Cerradlas, cerradlas! —ordenó a los guardas.
Mientras la pesada puerta era movida sobre sus goznes, rechinando como una melodía desafinada, por las nervudas manos de los guardas alabarderos, una extraña danzarina de negro penetró con una sonrisa dantesca de oreja a oreja, tan grande como la concavidad de una encina hueca, desplazando a un lado al grupo de alabarderos que intentaron impedir su acceso, hubo un forcejeo, pero no sirvió de mucho. La danzarina se escurrió como una serpiente, contorneando su cuerpo con un vigoroso fouetté en tournant[56] sobrecogedor, nada tenía que ver con la danza báquica oriental. Destacaba una gorguera voluminosa de su traje de satén forrado, arrastrando una larga falda plisada y unas diáfanas sedas grises caían tras su espalda.
Sorteando a los huéspedes, que absortos y víctimas de un hechizo permanecían petrificados y acongojados. La danzarina, con una expresión vivaz y perturbadora, fijaba sus ojos en alguien en especial y huía del hieratismo que regulaba las masas que le rodeaban.
Su rostro estaba maquillado con una capa de blanco sublimado, con ojos negros como cerezas, carente de cabello, y llena de bubas, picada en viruela como la luna. Sus dientes mellados y casi inapreciables. Llevaba una grácil blusa sin mangas, con perlas y abalorios a lo largo del escote, y una cintura con inserciones de tul. La danzarina cambió su movimiento rotativo desembocando en una brisé volé,[57] alzando los pies y aleteando sus brazos.
—Miradla, ahí surge, con el aleteo de un misterioso hado, y el soplo de un difunto alado —la describió Vanderhoeven.
La negra danzarina movía los brazos como una mariposa que nadie pudo atrapar, pues se fue abriendo paso hasta plantarse en las mismas narices del rey. Postrado en su trono, embelesado quedó ante un beso de amor.
La intrusa agarró el rostro del monarca entre unos largos guantes de encaje, que a forma de tubo le cubrían hasta los codos, y lo besó profusamente en sus labios. Allí quedó, vacilante y acobardado, gimiendo; la danzarina, presurosa, se retiró con un pas de bourrée couru,[58] posteriormente se hizo hueco como un huracán, un torbellino que girara y girara impetuoso.
Envolviendo todo lo circundante, tanto que se apagaron las teas y las velas, inundando en una ciega oscuridad las estancias.
—¡Cogedla! —ordenó Ortelius a la guardia para que no la dejaran pasar— Por allá escapa, libre de asechanzas la bestia, con la áspera honda del sufrimiento, y el rápido chasquido del pensamiento.
Pero no fue suficiente, el rey opuso sus vélites a la bestia con un tropel de manos que se interpusieron; hasta el mismo Ortelius fue impelido por la fuerza impetuosa de la fiera.
La negra figura se perdió entre los corredores palaciegos como un bulto escurridizo.
—¿Doctor, estáis bien? —acudió en su auxilio Vanderhoeven, el doctor había caído al suelo por el impacto de la mano de la bestia.
—¡Corramos hacia ella, no debe escapar! Sir Edward, mister Russell, acompañadnos, necesitaremos ayuda, ante esta imperante soledad, de tan aciaga oscuridad —les ordenó Ortelius disponiendo de un candil.
El cónsul y el vicecónsul cogieron unas antorchas a su vez, que encendieron en las brasas de las extinguidas llamas de la chimenea real, secundando al doctor y Vanderhoeven.
—¡Huye hacia las mazmorras! —los persuadió Vanderhoeven.
—Con lascivos movimientos, huid, bruja, a vuestros aposentos, vil guadaña de mis pensamientos —exhortó el monarca; y cayó moribundo del trono.
Allí, agonizante, el doctor acudió de inmediato a auxiliarlo. Le palpó los labios con la yema de los dedos mientras expulsaba espumarajos por la boca.
—¡Aquí yace Teodorico el desdichado!, que perdió su reino por un beso envenenado —exclamó Ortelius, con aquel epitafio, cerrando los ojos del difunto.
—¡Maldita perra! —rezongó Vanderhoeven—. Por allá se escabulle como un flameante basilisco, como pura vaselina, en su huida repentina.
—Ahora no es momento para lamentaciones, debemos ir tras ese demonio, y hacedlo salir del pestilente cubil en el que mora —se aprestó Ortelius, llevando la iniciativa, saliendo rápido y abandonando el cuerpo del difunto rey.
El doctor salió hacia las puertas de la sala del trono en dirección a las mazmorras de palacio. Iba acompañado de guardas reales, así como de su discípulo y los dos cónsules. Los candelabros de palacio ubicados en los pasillos surgían con sus cirios extinguidos tras el vaporizante rastro dejado por el intruso.
A través de los largos corredores llegaron a una doble escalera polvorienta de techo abovedado, pintado con estrellas de oro sobre un azul cerúleo, con murales de pavos reales y patrones pseudomedievales, muy poco transitada. Era de estilo gótico-victoriano, sus balaustradas eran de hierro forjado, que habían sido moldeadas a forma de serpiente, y bajaban tres plantas, parecían descender a las entrañas de la tierra, siendo absorbidas por un ominoso silencio y el ruido desdeñoso de sus pisadas.
Con la única luz de sus candiles llegaron a lo que era una enorme cámara con un pórtico y una gran puerta doble gigantesca, sus techos eran de bóveda con arista.
Los demás llegaron jadeando tras Ortelius. El tenebroso recinto se aclaró con la luz que portaban guardas y demás. Pero hallaron dos enormes bestias decapitadas en las cercanías a las puertas del pórtico.
Eran dos gigantescos osos que encadenados habían sufrido el castigo del monstruo.
—La lucha debió ser atroz. Lacerados en iracundo duelo, yacen destripados por el suelo. ¿Qué significan esas dos puertas?, ¿hacia adónde conducen?, ¿y estas dos criaturas, qué función desempeñaban? —preguntó Ortelius a los centinelas de palacio.
—Señor, son los guardianes de las mazmorras, los guardianes protectores del mundo subterráneo de Shambala, los que yacen muertos —respondió un centinela.
—¿Y esas puertas?, ¿a qué mundo abren?, lascivas como impúdicas se levantan, y altas como picas soliviantan.
—Mirad, doctor, están entornadas, alguien ha debido franquearlas recientemente —le indicó Vanderhoeven.
—Es un lugar maldito, ningún mortal puede adentrarse en sus dominios —le comunicó el centinela.
—Olvidó la llave en la gatera, y salió corriendo la primera —repuso cavilante el doctor con la mano sobre su barbilla—. Este es un caso de vida o muerte, debo necesariamente traspasarlas.— El doctor había quedado examinando los cuerpos de los enormes y peludos úrsidos, contemplando los daños infringidos por la bestia en sus cuerpos.— La lucha fue tremenda. Fijaos, Víctor, ¿quién es capaz de infringir a un oso de este tamaño semejantes cortes?, han sido devorados.
—Por el amor del cielo —se estremeció Sir Edward al comprobarlo.
—Ahora, amigos míos, crucemos estos portales, comprobemos adónde nos trasladan —ponderó Ortelius.
Las dos compuertas eran mastodónticas, de más de veinte pies, con pesados goznes, de roble macizo y tres palmos de grosor; un relieve con forma de dragones las decoraba.
—No pueden ser movidas por una sola persona, hace falta la mano de más de cuatro hombres para poder desplazar semejante peso —le explicó el centinela.
Un enorme templo subterráneo, gemelo al que cayeran en el paso del Gorgoro, se abrió ante sus ojos incrédulos.
—Sea quien fuere quien penetró, sabía cómo hacerlo, pero, ¿hacia adónde nos llevaran estos pilares?
—¿Quién ha podido erigir semejante obra faraónica? —no pudo hallarle el calificativo adecuado mister Russell.
—Se trata del mismo templo que descubriéramos aquella noche en el paso del Gorgoro. Son la misma clase de pilares, con los mismos relieves, conservan idéntico patrón, el mismo arquetipo —constató el doctor.
El suelo enlosado se extendía lleno de barro acumulado y de fango proveniente de la montaña, pues el templo estaba excavado bajo las mismas. Muchos tramos eran paredes de roca montañosa, había filtraciones de agua, y aquel subsuelo, fangoso como una charca pútrida y maloliente. Ortelius examinaba por dónde había dirigido sus pies terrenales aquella criatura. Pero nada que sacar en claro, no había nada convincente en las apreciaciones del doctor.
—No hay rastro, no dejó huella, o ¡las borró, maldita! —exclamó con un espeluznante eco que se propagó por todos los contornos.
—Debe comunicar con el paso del Gorgoro, por algún sitio —expuso Vanderhoeven.
—Exacto, Víctor —le congratuló el doctor, desplegando el plano del que sacó copia en un papel calco. Luego sacó una brújula y comenzó a meditar—. No dejéis que vuestra despierta cabeza, vaya más rápida que la altiva certeza. Si este es el norte —señaló sobre la brújula el doctor—…, el sur debe aparecer por allá. Esto es laberíntico y demoledor, necesitaríamos una jornada entera y víveres, además de cuerdas, para poder alcanzar el paso del Gorgoro. Volvamos, aquí no hay nada que hacer.
—Puede que haya optado por alguna ruta alternativa y que desconozcamos —sugirió mister Russell.
—O tal vez no, y nos espíe desde algún imperceptible rincón, en este preciso momento.
Aquellas palabras aterrorizaron a los dos cónsules que pusieron mano en sus cartucheras, pues portaban dos revólveres reglamentarios bajo sus distinguidas chaquetas.
—Esto sería como buscar una aguja en un pajar, su grandiosidad va pareja a su inabordable amplitud, entre estas hondas entrañas de cientos y cientos de pilares, se extiende un laberíntico mausoleo de la perdición —opinó Sir Edward, tratando de escrutar sus contornos.
—¿Y por qué precisamente él? —se preguntaba Ortelius, dubitativo, cavilando en voz baja.
—¿A qué os referís, doctor? —le inquirió Vanderhoeven.
—Es la primera vez que rompe su modus operandi. Pero, ¿por qué? Si os fijáis hasta ahora solo había asesinado a hermosas princesas, ahora, en cambio, a un desvalido y viejo monarca. Odia la hermosura, eso es algo elemental, pero se hace incomprensible este crimen tan abyecto.