La lujosa alcoba de la princesa poseía paredes de damasco, una cama con dosel, con adornos de terciopelo en las ventanas, muebles antiguos y una chaise lounge de estilo barroco. Las alfombras que cubrían el suelo estaban tejidas con fina lana Turfani del Tíbet, considerada como de las más finas del mundo.
—¡Oh!, estimado doctor, que alejasteis a enemigos y deudos. Sentir miedo, es una condición, que asemeja a la coacción, pues el mal metafísico, invoca al maleficio. Crápula o vanidad, siempre quedan de verdad, como el bien y el mal, y ante esta díscola dualidad, ¿qué hay de la eternidad?, pues como una latente cigarra, el hombre ha de bregar ante este mal ingénito en la naturaleza, el que nos fue legado tan impreso de vileza. El mal es una sombra, se aparece en el reverso, conteniendo nuestros versos —le exhortó con declamación la princesa, estirando con una sonrisa su mano, en señal de gratitud y la cual él besó.
—Ahora, descansad, amada princesa, dulce y bella inocente, del paraíso durmiente —le consoló el ánimo Ortelius, acariciando sus mejillas—. Oh, cielo estrellado, ¿de dónde surgió este ceño tan amargado? Descansad os dije.
—Los golpes han cesado, doctor —le comunicó Vanderhoeven.
—Ha debido huir, ¡salgamos a buscarla! —desenfundó su Luger Ortelius—. Cuidad de la princesa, que nada entre ni salga, ni el vuelo de una mosca, ¡qué digo mosca!, ¡ni un moscardón!, ¡que me indulte con perdón! —Ortelius se persignó y salió presuroso, abriendo las puertas de la alcoba, adentrándose con un candil en mano por las tenebrosas estancias de palacio.
Pero algo más le aguardaba oculto y camuflado en el pasaje de los retratos reales, donde se ubicaban las personalidades de la historia del reino de Shambala, pues justo frente al lienzo de Antígona, el retrato amorfo y deforme de la fea bastarda del rey Teodorico, al igual que un camaleón, el intruso se acopió de su misma forma y rostro, pues era el mismo allí presente. Valido de la poca visibilidad de los aposentos desplegó sus alas de cuervo, sus ropajes negros se volvieron tan difusos y difíciles de apreciar que Ortelius y su discípulo pasaron tronando con pasos ligeros pasillo arriba.
En medio del desaguisado les salió al encuentro Sir Edward, portando una vela con palmatoria junto a mister Russell.
—¡Qué diablos ocurre! —rezongó presa del pánico y ojos desorbitados el cónsul.
—Sir Edward, no quedaos ahí como un pasmarote, si habéis de hacer algo, hacedlo ya, acompañadnos o encerraos como una mujerzuela en vuestra alcoba junto a mister Russell, pero no salgáis, o moriréis.
—¿Es una amenaza o una advertencia? —le replicó herido en su amor propio Sir Edward.
—No hay tiempo para banalidades, ni para aguantar ese estúpido orgullo colonial. Así que apartaos o seguidnos.
—¿Qué esperáis encontrar ahí abajo?
—Respuestas, tal vez un legado a la humanidad, el que nunca pudo imaginar.
—¿Otra vez con sus cuentos de brujas? Ya estoy harto de su autosuficiencia, iré a ver qué le ha pasado a la princesa.
—No vayáis, milord, la princesa ha de permanecer encerrada y custodiada, no ha de salir bajo ningún concepto de sus aposentos, a no ser bajo mi orden expresa.
—¿Es una orden?
—Una orden y una advertencia —le encañonó con su arma el doctor—. No dudaré ni un instante en dispararos. Mantened esa llama viva y despierta, milord, necesitaremos fuerzas para proseguir con esta lucha que aquí ha comenzado, pues flamea en un mundo tan alejado, el que nunca hubierais imaginado.
—Shambala, este mundo ya olvidado, sutil paradoja, tan oculto y tan guardado —replicó con ironía el cónsul—. ¿Alguna vez hablarán de ello? ¿De una historia de terror, escrita con versos de dolor?
—Tal vez alguien, algún día, es obligación de todo hombre portar la llama que flamea y dejadla para la posteridad.
—¿Y qué podrán sacar en conclusión de algo tan macabro y desdeñable? ¿Qué noble savia perdurará, y a cuál desechará? Cuando en toda esta historia, no hay un solo ápice de bondad, todo es angustioso y abominable —le expuso Sir Edward.
—Eso es algo que no está en nuestra mano, milord, reposa como una dulce simiente, en la conciencia de cada mente, pues frondosa crecerá o en triste flor sucumbirá. Pero os toca mucho camino por andar, y bastante aún que madurar. ¡Y ahora, vayamos tras la bestia!
Allá continuaron, por las tenebrosidades de los corredores de palacio, con puertas de rica madera labrada, que daban a alcobas reales y a aposentos, sabían que la bestia había pasado por allí, pues se dejaron guiar por la estela que la misma dejaba, y no era otra que las finas espirales de humillo de los candelabros, que iba sofocando a su paso, pues como una ventisca hubiera transitado, estos surgían apagados.
Los conductos de las escaleras les llevaron directamente a las mazmorras de palacio. Bajaron los últimos tramos albergados en airosas loggie, con algunos bajorrelieves en las paredes, y estatuas de deidades en hornacinas que decoraban la gran nave abovedada de las mazmorras. Allí hallaron a una tropa de guardas custodios muertos, y las dos grandes puertas que daban al templo entreabiertas.
—La bestia logró franquear los portones. ¡Fijaos! —les notificó Ortelius.
—¡Santo cielo!, qué carnicería —exclamó Sir Edward, tapándose con un pañuelo la boca ante los pútridos cadáveres cruelmente flagelados de los guardas.
Un visceral reguero de sangre llegaba ante los portones adentrándose en sus dominios.
—Nada se puede hacer ya —sostuvo Vanderhoeven.
—¿Qué clase de ente es capaz de actuar con tal crueldad? —intercaló ahora mister Russell.
—Sea lo que fuese, no era humano. De eso estoy seguro —Ortelius alumbraba con el candil los cuerpos destrozados.
—Avancemos, aquí ya nada podemos hacer —ponderó Vanderhoeven.
Ortelius en vanguardia del grupo expedicionario, traspasó los gigantescos portones de las mazmorras de Shambala, con aquellos dragones de formas aladas observando sus pasos vacilantes, estaban grabados en sus frontales, y daban auténtico escalofrío.
—¿Qué representan? —se interesó Sir Edward, preguntando a Ortelius.
—Ahuyentan a los malos espíritus, según la tradición. He aquí donde se descubren, las entrañas de Shambala, con sus luces apagadas, tan podridas y desalmadas.
El colosal templo de ciclópeos pilares emergió ante sus ojos, por el cual avanzaron alumbrando como buenamente pudieron.
En un breve lapso de tiempo, cuando sus retinas aún no se habían acostumbrado a la oscuridad del laberíntico entorno, las puertas se cerraron, sin previo aviso, como si una mano perversa las hubiera empujado con un sonado portazo, recluyéndoles en las funestas oquedades.
—¡Maldita bruja! —rezongó Ortelius, volviéndose con el candil en mano.
—¿Qué plan deberemos seguir ahora, doctor? —le expresó sus miedos Sir Edward, temblando como un niño.
—Solo hay un único plan, perseguir a la bestia hasta la madriguera en la que se esconde, pues aunque se disfrace de vil conde, allí la perseguiré, para darle su justa muerte, si de este trance se nos hace fuerte.
Ortelius desplegó el plano del arcano lugar en papel cebolla, como un mapa pasado al carbón.
—¿Es ese el mapa del lugar? —preguntó, intrigado, mister Russell.
—A no ser que algo nos sorprenda, deberemos seguir en esta contienda, solo hay una única salida, y es enlazando con el paso del Gorgoro, abierta por un socavón. El trayecto puede llevarnos toda una jornada. ¿Alguien trajo provisiones?
—Ay, Ortelius, que cubrís con cabeza, mi tosca torpeza. Nadie trajo nada —le indicó Vanderhoeven, mostrando su morral de tela, pero prácticamente vacío.
—Mantengámonos firmes y unidos, no hay una sola huella del monstruo, lo cual es extraño. Es por lo que deduzco que no pasó por aquí, fue ella la que nos encerró tras estos muros.
Se pusieron en marcha y, a medio trecho del camino, Ortelius con el candil en mano, paró de inmediato, en un recoveco apreció una apariencia extraña en los cavernosos techos de la pared.
—¿Qué ocurre, doctor? —preguntó Vanderhoeven.
El doctor se mantenía firme y amedrentado, su discípulo pocas veces lo había visto así.
—¿Cómo es posible? —murmuró Ortelius.
Los cónsules se le aproximaron por detrás y alumbraron con las linternas que llevaban consigo la negra techumbre de aquel hábitat infernal.
Unos rostros petrificados se descubrieron de las abruptas paredes, eran de apariencia humana. Algunos estaban fundidos literalmente en bloques compactos, como si hubieran sufrido un extraño proceso de vitrificación. Ortelius las fue repasando con el candil y pudo contabilizar toda clase de abominables aspectos, trazas y figuras de todo orden y concierto, lo que parecía ser desechos humanos, que alguien había plasmado en ese museo del horror, como un trofeo donde poder regocijarse en su sadismo. El doctor destacó ojos, caras, bocas, alzó su vista y aquello lo ofuscó, se rascó la frente, enajenado, ante aquella exposición retrospectiva de frentes y caras marchitas, bocas retorcidas, muecas de dolor, con suspiros sepulcrales que retumbaban en sus conciencias, como raros especímenes de la raza humana.
Distinguió una cara con ojos y boca cerrados, inmóvil, hecha un conglomerado de piedra, aunque enflaquecida y desmejorada.
—¡Santo cielo!, si es Ofelia, son sus mismos rasgos —descubrió con un haz de luz Ortelius—. Lleva muerta una eternidad y nadie lo sabía.
Sir Edward no pudo aguantar y vomitó en una esquina presa de los nervios.
—¿Entonces, si no es Ofelia, quién es la impostora que la ha suplantado, que ha usurpado su identidad? —le preguntó mister Russell.
—Sé su nombre, y ahora todo este galimatías ha quedado solventado y aclarado, pues las piezas nos encajan, y al mismo diablo aventajan, su verdadero nombre es Antígona —aquella palabra repercutió con un sonoro eco en las hondas profundidades del templo—. Su retrato cuelga de una colección de cuadros en las paredes de palacio. Lo percibí en su día, en una cena con el difundo rey Teodorico, nadie en la mesa lo distinguió, excepto yo, ¿lo recordáis, Víctor?
—Lo recuerdo, doctor, fue el día en que Ofelia arrojó el lavamanos de plata por los aires.
—En él se reveló tan perturbable como un rostro del ayer, el cual entonces no supe interpretar, aunque sí me hizo sospechar, el de cierta imagen, pero hasta hoy no he caído en la cuenta, el rostro que surgió reflejo en la fuente de la escudilla, no era la suya, sino la de Antígona, por algún motivo o hechizo, que el mundo concibió en acertijo, la bestia no es del todo invulnerable, y tiene puntos neurálgicos, uno de ellos este, cuando se refleja en el agua descubre su verdadera identidad.
—¿Qué haremos para salir de este infernal sitio? —se aprestó a preguntarle mister Russell.
—Debe haber rastro de la bestia de días anteriores, pues es el hábitat en el que mora y donde transita como alma en pena. Tendré que improvisar, señores —el doctor se colgó unas lentes en sus ojos bastante fuera de lo común, con forma de monóculos como cubos de sal—. Pueden ver en la oscuridad, por medio de infrarrojos, conseguiré hallar el trazo y el vestigio de la bestia, pues fue aquí donde acudió, a los lindes de las sombras, danzando con ojos de ebria mirada, con engaños lascivos de bruja olvidada.
Ortelius comenzó a husmear el suelo como un sabueso, hasta que encontró unas pisadas remarcadas en azul, que de un tono fosforescente comenzó a seguir.
—¿Descubristeis algo, doctor? —le inquirió, dubitativo, Sir Edward.
—¿Algo no muy halagüeño? —concluyó Vanderhoeven.
—Unos extraños vestigios llegan hasta ese pilar de la derecha —señaló el doctor, a unos metros de donde estaban—. Son huellas frescas, de hace pocos días.
El grupo anduvo hacia dicha columna. Ortelius comenzó a palpar su contorno redondeado y curvo con extraños relieves que representaban espirales y cuadrículas con forma de laberinto.
—Debió penetrar a través de ella, es un atajo —dedujo Vanderhoeven.
—Hay algo detrás, suena a hueco, posiblemente nos comunique con algún pasadizo —informó el doctor golpeándola con sus nudillos.
Ortelius comenzó a palpar su superficie, tratando de hallar algún punto de inflexión donde poder hacer saltar su mecanismo de apertura.
A través de las lentes pudo distinguir unos orificios que destacaban en diferente color lumínico, sobre la vasta uniformidad de la columna. Introdujo sus dedos e hizo presión en los mismos, un mecanismo intrínseco se percibió con un chirrido.
—¡Apártense! —les alertó Ortelius. Al hacerlo, la columna se desplazó a un lado, igual que unas puertas correderas, surgiendo una hueca oquedad del interior—. ¡Luz!, ¡necesito luz!
Se introdujeron por los recovecos de la columna y avanzaron auxiliados por la luz de los candiles y linternas, aclarando los tétricos contornos de lo que parecía un túnel excavado en roca maciza. Su suelo era uniforme e inclinado, tanto como un resbaladizo terraplén.
Después de una larga travesía por interiores claustrofóbicos avizoraron los rayos de la luna, que tenues caían en aquel pasadizo, dibujando lo que se asemejaba a una abertura entre la roca, como si de una madriguera se tratara. Se despejó el cielo estrellado ante ellos, toda la cavidad etérea del cosmos, el doctor se aproximó a la misma y, palpando un mecanismo de la pared, se abrió dando a unos aposentos de palacio. La luz natural de la noche en realidad provenía de un gran ventanal gótico, de uno de los aposentos reales.
—Hay que salvar a la princesa, en seguida, debemos acudir a su alcoba a la mayor brevedad, su vida está en peligro, a no ser que…
—¿A no ser qué, doctor? —se interesó Vanderhoeven.
—Que esa bruja se nos haya adelantado.
Por los largos corredores de palacio, y con paso acelerado, a grandes trancos, alcanzaron una zona que Ortelius reconoció, era el pasaje de los retratos adyacentes a las alcobas reales de la princesa.
—¡Es aquí! ¡Ved a la villana! —alumbró con su candil Ortelius aquellos bustos sobre los lienzos—. Pues nunca hubo gesto en su mirada. ¡Antígona!, ¡muerta, pero no muerta!, el verdadero culpable de todo este entuerto.
Ante el retrato amorfo y deforme de la dama de negro, se acercaron tanto Vanderhoeven como sus acompañantes, escrutándola de cerca con ojos llenos de repulsión y sobrecogimiento.
—¡Cielo santo, es espantosa! —exclamó Sir Edward, apreciando el retrato y colocándose un monóculo en su ojo derecho.
—¿Qué le ocurrió? —preguntó mister Russell.
—Ahora es largo de contar, fue hija bastarda del rey Teodorico, sirva esto de provechosa introducción, debemos acudir al rescate de la princesa de inmediato —les apremió Ortelius, adentrándose por el pasillo hacia los aposentos.
Allí se despejó en la oscuridad los cuerpos de los centinelas, los custodios, veladores de la seguridad de la princesa.
—¿Dónde está? —les preguntó Ortelius al penetrar en la alcoba de Violeta sin haber rastro de ella.
—La princesa se ha ausentado, doctor, la reina ha requerido de sus servicios.
—¿La reina?, ¡no es la reina, es una impostora! ¿Hacia adónde se la ha llevado, decidme?
—Fue escoltada a la sala de regencia por la guardia.
—No hay tiempo que perder, ¡liberémosla de ese diablo infame! ¡Seguidme!
El doctor salió raudo y veloz por los corredores, seguido de parte de la guardia, y sus más allegados colaboradores. En eso que al pasar por uno de los ventanales, percibió una imagen del exterior, divisó algo sobre el lejano puente de Mordorodor.
—¿Qué os ha paralizado de súbito, doctor? —le inquirió pálido Vanderhoeven.
—¡Mirad allí! —les indicó Ortelius, hacia el puente de Mordorodor, y que la luna ensalzaba entre la oscuridad impenetrable de Shambala, apreciaron dos bultos entre un candil. El doctor se colocó de inmediato sus lentes de aumento y enfocó en la distancia, tratando de esclarecer la identidad de aquellas dos figuras— ¡Es ella, esa bruja lleva cogida de la mano a la inocente Violeta! No hay tiempo que perder, sigamos.
Un escalofrío igual que un gélido estremecimiento, se introdujo en el cuerpo de los presentes, hasta de la propia guardia.
Afuera la noche acorralaba al helor marchito y a la propia humedad contra las veredas, al pie de los muros de palacio, pronto se despejó el lago de Morodor. La luna iluminaba los contornos de Ofelia y de Violeta, La displicente mano de la reina agarraba la mano de la princesa al borde de la orilla.
Ortelius ya surcaba el puente de palacio con un séquito de hombres tras sus pasos y, sobre el mismo, dijo:
—Ved la noche, allá blanquea con la luna, hendiendo con sus dardos en la laguna, pues se mueve con premura, hacia ese lecho de amargura.
—Ay, doctor, su mirada ya nos quema, y es tan límpida y serena —le secundó Vanderhoeven.
Minutos después llegaban al lago, sorprendiendo a las figuras de Ofelia y Violeta.
—¡Atrás, impostora! —repercutió la voz de Ortelius. La princesa se giró repentinamente presa del pánico, mientras que Ofelia exhaló un grito visceral, produciendo un eco que traspasó los cimientos del mismo reino, escapando por el etéreo cielo de su cúspide estrellada— ¡Apartaos de ella, princesa! ¡Pues no es vuestra hermana, si no me creéis observad su cándido reflejo, sobre el lecho durmiente y sereno! ¡El rostro de la vergüenza, aunque el mismo le escueza!, el que todo este tiempo nos ha ocultado y, por ende, la providencia nos ha revelado.
Así lo hizo Violeta que pudo atestiguar la figura deforme de su acompañante.
—Pero ¿cómo es posible? ¿Con qué espina punzante, me hiere la luna en este instante? —la princesa observó incrédula a Ofelia.
—Esa perra que os corteja, no se llama Ofelia. La verdadera Ofelia lleva muerta largo tiempo.
—¡Oh, orgulloso reino!, de altas torres coronadas, y de gruesas puertas bien armadas, que la «nieve y la pureza» sirvan como epítome de «carácter y belleza». Alejad al ángel con cara que ensucia, y resalta del lecho con porte de astucia —rezongó la princesa, contemplando a Ofelia.
—¡Trazad un círculo, rápido, alrededor nuestro! ¡Nos protegerá de su encantamiento! —les encomendó Ortelius.
—¿Qué ángel con cara tan mustia, refleja en el lecho su imagen de angustia? —prosiguió una consternada y macilenta princesa.
El doctor cogió una vieja vara y trazó en el fango un círculo concéntrico que encerró a los allí presentes, hasta a los mismos guardas reales. Luego Ortelius sacó de sus bolsillos un frasco con un líquido inflamable y lo roció a través del surcó. Se produjo un fogonazo y una franja de fuego rosáceo los envolvió, se mantenía sin consumirse, envolviéndolos del exterior.
—¿Qué expulsáis por esa boca, que tanto os acongoja?, qué burdos y aturullados arpegios, de tan absurdos sortilegios. No podréis liberarla, ni siquiera invocarla —rio Ofelia con voz ronca y desafiante.
Ortelius estaba esperando ese momento, lo que el padre Adriano le había advertido, y pronunció su misma frase al revés, una formula sencilla contra los encantamientos. Una onda de poder oculto desplazó a Ofelia separándola de la mano de Violeta, momento que aprovechó la joven para correr hacia manos del doctor.
—Éuq siáslupxe rop ase acob, euq otnat so ajognoca —recompuso su frase del revés Ortelius.
—Ah, ¡ringhia, per gran rabbia! —exclamó Ofelia en un trance tal que al citar dichas palabras, quedó redimida del hechizo de Ortelius de inmediato.
—Pertinaz trasnochadora de los ojos hirvientes, ¿qué os sale de esa boca de aguzados dientes? Tal vez recordéis mejor vuestro verdadero nombre, el que una bruja ordenó incoar una vez en vos, con la que os mortificó con una pérfida maldición, desfigurándoos, borrando vuestra belleza. ¡Antígona! —y aquel nombre se propagó con un sonoro eco, escapando como el revoloteo de una lechuza en la noche.
—Hasta yo me he llegado a erigir con el tiempo en más poderosa. ¡No temo su presencia! —replicó Ofelia.
—Si es así, ¿por qué no os observáis refleja en el lecho? El que moldeó en vos a su propia imagen y semejanza. ¡Miradla, os digo! —en ese instante Ortelius desplegó un pliego de pergamino, donde permanecía escrito el oscuro sortilegio que debía de invocar contra el maligno del lago. Comenzó a pronunciar en voz alta el maleficio, escrito en latín por el padre Adriano, dando potestad de él entre sus manos— ¡Yo os invoco! ¡Pulvis es, et in pulverem reverteris!,[65] porque polvo eres y en polvo te convertirás, ¡Operimentum tuum erunt vermes!,[66] tu cobertura serán los gusanos.
Ofelia pegó una sonora exhalación de terror y, contra su voluntad, aquellas palabras la obligaron a girar su rostro hacia el lago, donde ella misma surgió refleja al verse. Las aguas mansas tomaron tufo y comenzaron a bullir como un volcán. Su rostro reflectado se dilató y se enfrentó al mismo, donde fue atraída hacia esa vorágine en cuerpo y alma, pues allí fue absorbida en una lucha titánica contra su propio yo, o esa maligna presencia del lago que una vez se apoderó de su ser.
Los cimientos de todo Shambala se resquebrajaron, como un cataclismo. Las cavernosas paredes de Morodor se derruían solas, comenzando a desprender rocas que caían a sus pies, igual que los cascotes de una milenaria catedral.
—¡Pronto, huyamos hacia el desfiladero de Mordorodor! ¡Disponemos de poco margen, antes que esa bruja despierte del sortilegio y nos devore a todos! —les instó el doctor.
Se apartaron corriendo de las postrimerías del lago, en una ebullición incontrolada con la intensidad de un volcán. Ascendieron por los estratos que llevaban de forma escalonada hacia el desfiladero, sorteando las escalinatas de Satán, por las mismas remontaron.
Momentos después, cuando enfilaban el escabroso tramo final del desfiladero de Mordoror, volvieron su vista, observando todo aquel mundo desmoronarse, precipitándose y derruyéndose; hasta el palacio de Shambala se fracturaba, cayendo sus cúpulas sobre sus torreones y estos, a la vez, asolando las murallas. Y la gruta rocosa de la montaña se desplomaba como un mundo que se quebrara a pedazos, presa de una huracánica gravedad.
—Aquí se desvanece el reino de la felicidad, ahora convertido en una vana realidad. Era un paraíso en la tierra, ya tan solo una ignominiosa morada de oprobio y malicia. Contemplad lo que la mano del hombre hizo de este inmaculado edén —manifestó, conmovido, Vanderhoeven, junto con la apática lasitud que soportaban todos los presentes, siendo partícipes de aquella digna y memorable observación, como una maldición primigenia venida del inframundo—, aquí yazca enterrado ante los hombres de bien.
—Recordad lo que os dije una vez. Jamás miréis un mundo que se derrumbe a vuestros pies, la vívida experiencia de lo monstruoso, a otro puede parecerle sospechoso, tan vacuo y banal como simple cáscara de nuez. No, Víctor, no era el paraíso, sino el infierno —lo corrigió, poniendo el epitafio correcto Ortelius.
Ante ellos se despedazaba aquel mundo de piedra, pero a su vez, de maravillas ocultas, del que todos fueron testigos en su ruda fatiga, no pudiendo retirar la mirada.
Fueron presa de una especie de trance o sopor, pero solo fue algo momentáneo, como un sueño pasajero, pues la realidad los despertó, cuando la tierra abrió su buche, con un hoyo tan profundo, donde se vertían toneladas y toneladas de escombros, estaba la tierra tan saciada y con tal ahíto que su hinchazón e inflamación la hacían crujir como a un órgano digestivo horroroso en su propia bulimia.
Las piedras en un apareamiento convulso parecían solazarse entre ellas agrupándose en bloques de impenetrables hechuras, ocultando todo resto y figura del reino, abarcándolo por todas partes, toba, roca, lava, desgarrando sus muros como losas de mármol y travertino, borrando todo rastro de ostentación, desfigurándolo entre estratos inconexos, abocándolo a huecos funestos llenos de fisuras, dejando las marcas ingratas de la expoliación.
Lo que una vez el hombre erigió de su suelo, como un objeto de extremado valor, la tierra volvía a cubrirlo en la indeseable nada, con un manto de ceniza y roca, igual que un islote en medio de un subterráneo abismo, como una frágil porcelana haciéndose mil añicos, movido y consumido por la ira de la tierra, igual que un pecado capital, el flagelo sobrenatural de unas fuerzas ciclópeas se congregaron al unísono, para decapitar a un magno regente, a un reino de la sombra, y sumirlo en el inevitable olvido, como algo paradójico e irreal, allí yacía el sueño del hombre.
Por la última abertura del desfiladero pudieron emerger al mundo exterior. La noche despertó de su sueño, allí arriba el firmamento, y las altas montañas del valle de Phenpo con sus cumbres nevadas.