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En el que aparece por primera vez Stumpy Mac­Phail y, también, una madre que cree que su hijo está (TIRANDO SU VIDA POR LA BORDA) y, por supuesto, la rara y sin embargo famosa Louise Cassidy Feldman, autora de La señora Potter no es exactamente Santa Claus

 

 

Era una apacible mañana en la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth. Stumpy MacPhail acababa de servirse un café cargado, con doble de leche, doble de azúcar y una cucharadita de mermelada de melocotón. Mientras lo degustaba, chasqueaba los dedos, sus esqueléticos dedos de pianista torpe, y sonreía en dirección a la puerta. Su pequeña oficina, situada en una de las calles principales de la siempre desapacible y fría Kimberly Clark Weymouth, consistía en apenas una silla, la silla que el, en cierto sentido, un sentido casi infantil, atractivo agente inmobiliario ocupaba, una mesa, la mesa en la que descansaban su libreta de citas, su colección de facturas, una pequeña lámpara, un viejo ordenador y aún no el suficiente polvo como para provocar estornudos, y un puñado de estanterías, las suficientes como para forrar la pared que quedaba a su espalda. Dichas estanterías estaban repletas de anuarios de ventas de inmuebles del condado y de revistas de modelismo. Oh, y una de ellas, la afortunada, albergaba, un raído ejemplar de La señora Potter no es exactamente Santa Claus, la novela que había llevado a aquel del todo iluso tipo que maldecía en nombre de Neptuno, a aquel desapacible rincón del mundo.

Louise Cassidy Feldman, la excéntrica y sin embargo famosa autora de La señora Potter no es exactamente Santa Claus, había ambientado aquella, su única novela para niños, en la siempre desapacible, fría y horrible Kimberly Clark Weymouth, porque había sido allí donde había dado con la retorcida idea de la misma. Fue durante uno de sus viajes a ninguna parte, esos viajes en los que, para escribir, se limitaba a extraer del maletero de su destartalado todoterreno una mesa de camping y colocarla en cualquier lugar, ponerle encima su máquina de escribir, o a menudo tan sólo una libreta, y sentarse, en una silla plegable, junto a ella, y (TEC) (TEC) teclear, o, simplemente (TAP) (TAP) (TAP), deslizar un lápiz sobre cualquiera página en blanco, que se había detenido en aquel de­sapacible, oh, todas aquellas ventiscas heladas, el cielo perpetuamente en blanco, aburrido de sí mismo, perlado, a ratos, de nubes en absoluto amables, lugar, y sin casi poder evitarlo, había dado con la mismísima señora Potter. Por supuesto, la señora Potter con la que había dado no era su señora Potter, sino una camarera, la camarera que había tomado nota de su café y su emparedado, y que en su imaginación, la imaginación de la inclasificable pero sin embargo famosa Louise Cassidy Feldman, se había convertido en una especie de bruja, una bruja aparentemente buena, dedicada a cumplir sueños, a hacer realidad todos tus deseos, con la inexplicable y mágica facilidad con la que hacían realidad todos tus deseos los genios de la lámpara en todos aquellos otros cuentos que nada tenían que ver con la única novela para niños que había escrito la rara y sin embargo famosa Louise Cassidy Feldman.

Stumpy Macphail, sus dedos de pianista hundiéndose, ligeramente, en aquel café cargado, una galleta de lo más común entre ellos, sumergiéndose en la taza, recordó la historia de cómo Louise Cassidy Feldman había dado con la cafetería (LOUS CAFÉ) en la que había conocido a la protagonista de su, aún por entonces inexistente, única novela infantil. La escritora conducía despreocupadamente su viejo y destartalado todotorreno, un todoterreno al que llamaba (JAKE), y andaba pensando en cualquier cosa, y en este punto a Stumpy siempre le había gustado pensar que andaba pensando en la ciudad subacuática que estaba construyendo en el sótano de su casa, en un intento por crear un vínculo indestructible entre su escritora favorita y él mismo, puesto que era el propio Stumpy quien estaba construyendo una pequeña ciudad subacuática en el sótano de su casa, cuando la nieve, literalmente, la rodeó.

Porque así funcionaban las cosas en Kimberly Clark Weymouth. El cielo se aburría de su propia palidez y descargaba, sin avisar, una enorme cantidad de nieve, de forma un tanto aleatoria, aquí y allá, en todas partes, y en todas a la vez, y puede que los habitantes del lugar estuviesen preparados, pues siempre lo estaban, llevaban encima todo tipo de cosas, parecían, a menudo, escaladores listos para alcanzar la cima de una montaña muy nevada, pero era evidente que la siempre despreocupada y sin embargo famosa Louise Cassidy Feldman no lo estaba. Así que cuando toda aquella nieve apareció, de ninguna parte, y se estrelló contra el cristal delantero de su viejo todoterreno, su viejo todoterreno dijo (BASTA) y ella se dijo (OH, DE ACUERDO) y (NO ERES EL ÚNICO AL QUE ESTO NO LE GUSTA, JAKE), y se añadió, poniendo el intermitente, haciéndose a un lado, y exhalando una (FUUUUF) nube de humo, (YO TAMBIÉN NECESITO UNA TAZA DE CAFÉ). Café (UHM), pensó Stumpy, deteniendo un momento el recuerdo de aquella historia, la historia de cómo su escritora favorita había dado con aquel, su pequeño pueblo, para degustar su propia taza de café, su café con melocotón, aquella cosa.

Mientras lo hacía, el recuerdo siguió su curso, y Louise Cassidy Feldman vislumbró, entre todo ese (FUUUUF) humo, un sitio libre en el atestado aparcamiento de un lugar llamado LOUS CAFÉ, algo que la escritora se tomó como una señal (OH, ¿HAS VISTO ESO, JAKE?), se dijo, y sin que Jake tuviera tiempo de contestarle, aunque, pensándolo bien, después de todo, tampoco iba a poder hacerlo puesto que no era más que un todoterreno viejo, se añadió (ALGUNA OTRA LOUISE SE ME HA ADELANTADO Y HA MONTADO UNA CAFETERÍA EN ESTE LUGAR), y, sin otro remedio, aparcó, bajó, cerró de un (BLAM) portazo la puerta de aquel viejo todoterreno, y se encaminó a la cafetería, exhalando (FUUUUF) nubes de humo, y disparando en todas direcciones sus feas botas de montaña que, oh, no, jamás habían visto tanta nieve, ni siquiera, de hecho, podían imaginarse que tanta nieve pudiera existir.

Stumpy MacPhail había reconstruido la cafetería de Lou en su ciudad sumergida, la ciudad sumergida que ocupaba el sótano de la pequeña casa que había alquilado en las afueras de Kimberly Clark Weymouth, y que era, claro, una ciudad sumergida nevada. Su madre solía preguntarle por ella cada vez que llamaba, y llamaba a menudo. Su madre, Milt Biskle MacPhail, reconocida articulista de la exclusiva, elitista y dolorosamente intelectual Lady Metroland, creía que su pequeño estaba (TIRANDO SU VIDA POR LA BORDA), o eso decía, decía (STUMP), (ESTÁS TIRANDO TU VIDA POR LA BORDA), todo el tiempo. A lo que Stump, que jamás había sido tan feliz, que ni siquiera el día en que empezó a mostrar todas aquellas casas que había estado construyendo en su habitación, casas de papel, cuando no era más que un niño, a posibles compradores, posibles inquilinos, iniciando así su, en el futuro considerada brillante, carrera de agente inmobiliario, había sido tan feliz, siempre respondía:

—Oh, no, mamá.

Luego se ajustaba la pajarita, porque Stumpy MacPhail nunca salía de casa, de su pequeña y enmoquetada casa de las afueras de Kimberly Clark Weymouth, sin su pajarita, que era siempre una pajarita bicolor, y añadía:

—A mi vida le va estupendamente.

A lo que Milt Biskle MacPhail, la reconocida articulista de Lady Metroland respondía con un chasquido de su viperina lengua, la lengua de una madre respetada y acostumbrada a tener siempre la razón, una razón que en este caso no necesitaba de una corte de abogados para defenderse, pues era obvio que uno no podía simplemente mudarse a la pequeña y desapacible población en la que se desarrollaba la acción de su novela favorita, su novela infantil favorita, y ser feliz, porque la felicidad, en la mente de aquella envidiada articulista, no tenía nada que ver con seguir siendo un niño, sino más bien con crecer y hacer todas aquellas cosas que los niños hacían cuando crecían, es decir, tener coches, tener casas, tener dinero, y no preocuparse por lugares llamados Kimberly Clark Weymouth porque nadie había oído hablar de ellos y lo más probable es que, se hablase con quien se hablase de un lugar así, su mera mención provocaría un alzamiento de cejas y un ligero asentimiento, un asentimiento de incomprensión e incredulidad ante tan ridículo exotismo.

—¿Por qué no…? Uhm, ¿mamá? ¿Por qué no simplemente un día te dejas, eh —Stumpy solía hacer todo tipo de cosas mientras hablaba con su madre, tomaba notas de posibles nuevas secciones y barrios de su ciudad en construcción, consultaba su agenda, (CENA EN CASA DE HOWARD YAWKEY GRAHAM. 21.15), se cambiaba el teléfono de oreja, daba sorbos a su taza de café— caer por aquí? Apuesto a que cambiarías de opinión.

—Oh, no, apuesto a que no, Stump.

Stump sonrió. No había manera de que su madre entendiera lo que había sentido la primera vez que había puesto un pie en Kimberly Clark Weymouth. No había manera de que entendiera que, para él, había sido como poner un pie en otro planeta. Así que, ¿qué sentido tenía? Una y otra vez, Stump tiraba la toalla. Decía algo parecido a:

—¿Por qué no hablamos en otro momento, mamá? Tengo una cita en cinco minutos.

A lo que su madre respondía:

—No, no la tienes, sólo estás tratando de escapar, Stump.

Pero aquel día no hizo eso. Aquel día le habló de la cena en casa de Howard Yawkey Graham y de sus condenados premios. Porque, por una vez, estaba nominado. Y algo en el tono de voz de su madre cambió. Algo le dijo que, por primera vez, lo que estaba a punto de decirle, le interesaba.

—Un momento, ¿estás nominado, Stump? —ronroneó.

—Ajá —Stump volvió a cambiarse el auricular de oreja, y, mientras coloreaba un pequeño castillo habitado por un bebé de dragón, añadió, orgulloso—. A Agente Audaz.

—Oh, y, uh, ¿crees que tienes posibilidades, hijo?

Oh, hijo, pensó Stump, sonriendo de una forma decididamente triste, aliviado en cualquier caso porque no estaba fallándole, porque, por una vez, estaba encajando en su mundo, un mundo de fiestas y artículos, de premios y discursos. De titulares.

—Por supuesto, mamá, ¿acaso hay algo más audaz que mudarse al pueblo que Louise Cassidy Feldman eligió para ambientar La señora Potter? ¿Un pueblo en el que apenas hay casas que vender? —Stumpy colocó sobre el hocico de aquel pequeño dragón coloreable un par de gafas que no le sentaban nada bien—. ¿No me darías el premio?

Sin darse por aludida, sin caer en la cuenta de la manera en que todo aquello estaba importunando a su afortunadamente feliz hijo, Milty dejó escapar una pequeña carcajada, satisfecha, porque, por una vez, podría hablar de su hijo en un idioma que todos aquellos que la rodeaban entendían, y dijo:

—Oh, Stump.

—Déjame adivinar —dijo su hijo.

—¿Sí?

—¿Tienes que hacer unas llamadas?

—Oh, Stump, ¿cómo es posible que me conozcas? ¿Que me conozcas tanto?

Stump sonrió. Sonrió y se limitó a decir:

—Hasta luego, mamá.

Y antes de colgar oyó a su madre decir:

—Enhorabuena, hijo.

Luego regresó a su café con melocotón, consultó su reloj, y volvió, inevitablemente, a aquel desapacible día en el que Louise Cassidy Feldman había detenido su viejo todoterreno en el atestado aparcamiento del Lou’s Café.

Louise había llevado sus botas cubiertas de nieve hasta uno de los reservados de aquella cafetería y se había tomado un café y un emparedado de chocolate y luego había comprado una postal navideña.

A Louise Cassidy Feldman le traía sin cuidado la Navidad.

Todo lo que recordaba de ella era una cabeza de ciervo iluminada, la cabeza de ciervo que presidía la sala de estar de sus padres, una cabeza de ciervo triste y aburrida, que nunca se prestaba a hablar con ella, porque estaba, decía, (MUY OCUPADA), y quizá por eso se había sentido atraída por aquella postal en concreto, una postal en la que no había árboles ni regalos ni niños sonrientes, sólo tres esquiadores.

Tres esquiadores diminutos.

La postal por la que la escritora se había sentido irremediablemente atraída giraba en la estantería giratoria que aquella tal (LOU) había colocado junto a la caja registradora, y mostraba, sí, a tres diminutos esquiadores, con sus diminutos gorros y sus diminutas bufandas, sus diminutos esquís y sus diminutos guantes, bajando por la blanquísima ladera de una montaña, una pista, rodeada de árboles. De fondo, se intuía una acogedora cabaña. En el tiempo que aquella tal (LOU) empleó en dirigirse a la caja registradora y pulsar lo que demonios tuviese que pulsar para cobrarle el emparedado y el café, la escritora viajó hasta aquella cabaña y recostó su tumultuosa cabeza en el sillón afelpado que alguien había colocado junto a la chimenea, en cuyo interior crepitaba un fuego. Y cuando abrió los ojos, vio aquella escena, la escena de los esquiadores, el descenso, desde el otro lado, desde el interior de aquella cabaña, y pudo oírles gritar (¡UUAAAAUUUU!) y (¡ESTO ES LA MOOOONDA, JAKE!), gritaban (¿NO VAMOS DEMASIADO RÁPIDO?) y (¿DÓNDE ESTÁ JANE?) (¡JAAAAAAANE!), y a Louise, al instante, la embargó una profunda sensación de paz, la clase de sensación de paz con la que sólo un viajero incansable puede llegar a toparse alguna vez, esto es, la de alguien que jamás se ha sentido en casa sintiéndose en casa por primera vez. En adelante, la escritora se teletransportaría en más de una ocasión a aquel sillón afelpado y volvería a contemplar la escena, y de allí, de aquella cabaña acogedora, saldrían al menos tres de sus novelas, pero sólo una de ellas, la primera, contendría una escena que sucedería en la cafetería de aquella (LOU), y que describiría, en un párrafo aparentemente sin importancia, cómo se había acercado, un cigarrillo apagado colgando del labio, la cartera, una cartera decididamente masculina en la mano, los ojos ligeramente pintados, el pelo, corto y revuelto, a la caja registradora para pagar su café y aquel emparedado de chocolate, un emparedado reseco y aburrido, y que, al hacerlo, había visto aquel puñado de postales navideñas amontonadas en aquella pequeña estantería giratoria, un puñado de postales que parecían llevar demasiado tiempo esperando, y cómo había estado ojeándolas, y se había finalmente teletransportado a una de ellas mientras la camarera, Alice, Alice Potter, parloteaba con un tipo en la barra, hablaban del tiempo, del tiempo siempre desapacible de Kimberly Clark Weymouth, y finalmente, después de todo aquel (OJEAR) había decidido llevarse una de aquellas postales, no una postal cualquiera sino la única que había logrado teletransportarla a algún lugar.

Lo que Louise no había contado en aquella escena, y sólo había contado en una ocasión, a su buen amigo Jeff Bocka, el escritor que había perdido la cabeza después de escribir un libro llamado La pequeña Bess Hingdon, es que, en el momento en que sus ojos y los ojos de la camarera, Alice, Alice Potter, se habían encontrado, algo en la mente de (LOUISE) había (BUM) estallado, y ese algo tenía que ver con la postal, Alice Potter, el tiempo siempre desapacible de Kimberly Clark Weymouth, y Santa Claus, porque en el momento en el que los ojos de Louise Cassidy Feldman se habían topado con la mirada decididamente ilusa y ausente de Alice Potter, la escritora había irremediablemente pensado en la mañana de Navidad, en casa, bajo el árbol, y en ella, de niña, preguntándose, ante la atenta mirada de aquella cabeza de ciervo iluminada, qué demonios haría el resto del año Santa Claus, si aquel era verdaderamente su trabajo, su único trabajo, y si alguien podía vivir todo un año de trabajar un único día de ese mismo año.

Esa era la razón, le había contado a Jeff, de que hubiera tartamudeado cuando la camarera le había dicho (SEIS CON CINCUENTA). Louise había tartamudeado y había estado a punto de no (EH-UH-EH-¿?) pagar, había estado a punto de irse por donde había venido, instalarse en aquel aparcamiento, instalar, en realidad, su mesa y su silla plegable, y ponerse a escribir, porque había tenido una idea, y era una idea estupenda (ESTA CIUDAD VA A TENER UN SANTA CLAUS OFICIAL Y NO SERÁ EXACTAMENTE UN SANTA CLAUS), y aquella era la idea que había dado forma a la novela favorita de Stumpy MacPhail, aquella novela que llevaba por título La señora Potter no es exactamente Santa Claus, y que, en aquel momento, había dejado de reposar en una de aquellas estanterías repletas de anuarios de ventas y de revistas de modelismo, porque Stumpy había vuelto a ojearla, el sabor de aquel café amelocotonado en la boca, y se había detenido, precisamente, en la página en la que se reproducía aquella postal navideña. Se había fijado en los tres esquiadores diminutos que descendían aquella colina y se había dicho que, después de todo, él estaba en aquel momento dentro de aquella cabaña, la cabeza recostada en aquel sillón afelpado, contemplando la escena. Porque, por más que le pesara a su madre, Stumpy era feliz, como lo había sido el niño Rupert.

Oh, ¿había sido feliz el niño Rupert? Por supuesto, lo había sido. Pero sólo un tiempo. El niño Rupert era el protagonista de La señora Potter no es exactamente Santa Claus. En realidad, podría decirse que había sido el antagonista de tan estrambótico personaje. El niño Rupert había sido el primero en toparse con la señora Alice Potter, con su oronda figura, su pelo blanco y su disfraz de Santa Claus. La señora Potter era la nueva vecina de los siempre tímidos Brooke. El niño Rupert se la había encontrado un día en el jardín trasero, olisqueando, no como olisquearía una señora de pelo blanco, sino como lo haría un sabueso: a cuatro patas, aquel disfraz de Santa Claus cubriéndose de barro. ¿Acaso buscaba algo? Oh, no, nada, ella no buscaba nada, o eso le había dado a entender al niño Rupert cuando, sorprendida en tan poco decorosa situación, había sido interrumpida por el pequeño, que, aunque lo parecía, no era, en realidad, tan pequeño.

Tres días después de aquello, el pequeño Rupert había dado con un agujero del tamaño de una caja de zapatos en el jardín trasero, y les había dicho a sus padres que, fuese lo que fuese lo que buscaba aquella señora el otro día, lo había encontrado. Pero sus padres, siempre tan ocupados, con todos aquellos horribles trabajos de oficina que decían tener, porque siempre eran trabajos de oficina y eran trabajos horribles, no le habían prestado la más mínima atención, y el pequeño Rupert se había metido en su cuarto y había llamado a Chester, su mejor amigo, por teléfono. Le había llamado y le había dicho que aquella mujer, fuese quien fuese, había conseguido lo que quería, y Chester se ha­bía prestado a acompañarle, al día siguiente, después de clase, a casa de aquella mujer que parecía pero no podía ser Santa Claus porque, qué demonios, era una mujer. Pero ¿acaso tenía Santa Claus que ser forzosamente un hombre?, se había preguntado aquella mañana, en el colegio, Chester Vernon.

El par de amigos solían sentarse juntos en el comedor, y compartir sus almuerzos. El padre de Chester preparaba unos emparedados estupendos. Piénsalo, le había dicho su mejor amigo entonces, ¿quién sabe lo que verdaderamente esconde Santa bajo el disfraz? Rupert había sonreído y había sacudido la cabeza. No, tío, había dicho. Santa tiene barba. Una barba blanca y enorme. ¿Cómo demonios podría ser una mujer? Oh, había respondido, risueño, Chester, ¿acaso no has oído hablar de la mujer barbuda?

—No, tío, la mujer barbuda está en el circo, y es un invento.

—Piénsalo, Rupp. —Chester se toqueteó las gafas, aquellas gafas que no hacía más que quitarse y ponerse, como si en vez de un par de gafas fuesen una especie de botón de encendido y apagado de vete a saber qué, ¿el mundo?—. ¿No podría ser así como Santa Claus pasa desapercibido? Si fuese una mujer, una mujer barbuda, le bastaría con afeitarse para pasar desapercibido.

—¿Has perdido la cabeza, Chest? —Rupert se masajeaba compulsivamente el vello que cubría la zona en la que algún día no demasiado lejano le crecería un bigote rubio que los lectores de aquella novela jamás llegarían a ver—. ¿Por qué tendría Santa Claus que pasar desapercibido? ¡Santa Claus ni siquiera existe, Chester!

Chester miró entonces a uno y otro lado, como si en vez de un personaje de una novela infantil fuese un personaje de una novela de espías, y dijo:

—¿Cómo lo sabes? Quiero decir, ¿y si existiera? —El chaval se quitó las gafas, miró detenidamente a Rupert. Primero le miró un ojo y luego el otro—. Piénsalo. Esa mujer no tenía por qué llevar ese traje, y tampoco tenía por qué olisquear como un perro tu jardín. ¿Y si —Chester carraspeó, bajó aún más la voz, le miró detenidamente, primero un ojo, luego el otro— y si fuese una especie de animal, Rupp?

—¿Una especie de animal?

Chester asintió, volvió a ponerse las gafas, miró a uno y otro lado, dijo:

—¿Y si Santa es una especie de bruja, Rupp?

Definitivamente, pensó Stump, el ejemplar de aquella vieja edición de su novela favorita en la mano, abierto por la página en la que transcurría aquel delicioso diálogo entre Rupert y Chester, aquel chaval tenía madera de detective, como no tardaría en resultar más que evidente, cuando se descubriera que, efectivamente, la señora Potter no era exactamente Santa Claus pero, como él, podía cumplir deseos, tenía, en realidad, una pequeña caja que los cumplía por ella. Oh, no es que en el mundo del que provenía las cajas cumpliesen deseos, es que aquella caja en concreto lo hacía. Porque contenía una pequeña colección de postales mágicas. Postales, evidentemente, navideñas.

MacPhail sonrió y devolvió su viejo ejemplar a la estantería, no sin antes olisquearlo, a la manera en que, pensó, lo hubiese olisqueado la mismísima señora Potter, y se dijo que no le vendría nada mal tener una de aquellas postales a mano. Si hubiera tenido una de aquellas postales a mano habría escrito en el dorso algo parecido a (¡LOADO SEA NEPTUNO! ¿PODRÍA CONCEDERME LA FORTUNA UN CLIENTE? UN CLIENTE ES TODO LO QUE NECESITO), y al hacerlo habría decepcionado una vez más a su madre, a quien le traían sin cuidado los clientes, porque, diría, los clientes le lloverían cuando ganase aquel condenado premio que no era más que un premio absurdo, un Howard Yawkey Graham a nada menos que Agente Audaz, pero ella, de todas formas, habría querido que escribiese aquello en la postal, que escribiese (QUERIDA SEÑORA POTTER) (DOS PUNTOS) (NADA ME HARÍA MÁS FELIZ QUE GANAR EL HOWARD YAWKEY GRAHAM a AGENTE AUDAZ, SEÑORA POTTER) (¿CREE QUE PODRÍA CONSEGUIRLO?) (SUYO ATENTAMENTE) (STUMPY MAC­PHAIL).

En cualquier caso, Stumpy no tenía una de aquellas postales a mano, por lo que no valía la pena pensar en lo que hubiese escrito en ella de haberla tenido. Más le valía seguir pensando en Louise Cassidy Feldman y en su novela favorita, la novela que le había llevado a mudarse a la aburrida y desapacible Kimberly Clark Weymouth, y en por qué no, aquel tipo que se había apostado ante su puerta, ¿acaso podía ser su primer cliente?