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En el que Stumpy MacPhail teme descolgar el teléfono porque teme toparse con su enfurecida madre que está siendo (ENDIABLADAMENTE) ninguneada por Lady Metroland al completo, ¿y a quién le importa que Charles Master Cylinder esté escribiendo una ridícula novela?

 

 

No era tan sencillo, se dijo Stump, al tiempo que sobre su cabeza tintineaba la casa de metal que Charlie Luke había instalado en la puerta de Modelismo Charlie Luke Campion. No era tan sencillo desobedecer las órdenes de un cliente cuando ese cliente era tu único cliente, se dijo el pequeño agente. Puede que pudieras hacerlo si eras Myrna Pickett Burnside y tenías un cerebro privilegiado, pero no si eras Stumpy MacPhail y lo único que recibías de tu cerebro eran dolores de cabeza provocados por el incesante repiqueteo del timbre del teléfono. Porque eso era todo lo que llevaba recibiendo desde que aquella cosa horrible había pasado. Desde que Stump no había ganado el Howard Yawkey Graham, su madre no había hecho otra cosa que llamarle, día y noche, le había llamado y le había dicho, le había ordenado, que hiciese las maletas, le había dicho (SAL DE AHÍ DE UNA MALDITA VEZ) y también (NO PUEDO SOPORTARLO MÁS). Por supuesto, no se estaba refiriendo a nada que tuviese que ver con Stump, sino más bien a algo que tenía que ver con ella, puesto que, aquella noche, la noche de los Howard Yawkey Graham, ella había reservado una página al completo, ¡una página al completo!, en aquella revista suya, Lady Metroland, en la que jamás, de ninguna manera, se hablaba de nada que tuviese que ver con nada inmobiliario, y lo había hecho, decía, asumiendo todos los riesgos, convencida, como estaba, de que, por fin, su hijo iba a hablar su mismo idioma, y podría, de una vez, presumir, como hacía aquella minúscula Penny Perrick, del trabajo bien hecho, pues, después de todo, el éxito de un hijo era consecuencia directa del trabajo bien hecho de su madre, y Milty Biskle había fingido durante demasiado tiempo que su hijo no existía, que, en realidad, no sabía nada de él, pero, a buen seguro, le había dicho a todo el mundo, estaba preparando algo y era un algo grande, un algo enorme.

Milty había arriesgado, lo había arriesgado todo, y había perdido. No sólo había tenido que improvisar un ridículo artículo sobre la perfectamente obviable poesía de nadadoras, sino que había tenido que soportar los gritos de aquella salvaje de Penélope Postel Perrick, su condenada jefa, que había estado a punto de perder la cabeza al enterarse no sólo de que Milty había cometido un crimen sino y, sobre todo, de que su querido Charles Master Cylinder, el engreído tipo que había perdido un zapato en aquella ridícula fiesta, no pensaba volver por el momento, pues por fin, decía, había encontrado la puerta (HE ENCONTRADO LA PUERTA, PENN) y había entrado y estaba escribiendo (ESTOY ESCRIBIENDO, PENN) su primera novela. Charles llevaba lo que le parecían cientos de años tratando de escribir una novela. Y habían sido cientos de años horribles. Charles había oído hablar de la inspiración, pero jamás se había topado con ella. Por lo que a Charles concernía, la inspiración bien podía ser un animal mitológico del que se hablaba como se hablaba de un obediente border collie. ¿Y quién iba a pensar que había estado, todo aquel tiempo, esperándole en aquel mal ventilado apartamento?

El protagonista de aquella cosa, por el momento llamada (WALSER), era un agente inmobiliario que organizaba, cada año, una nauseabunda gala de entrega de premios en su pequeño y mal ventilado apartamento. Su vida era un tormento. Iba de un lado a otro, tenía un perro, coleccionaba clientes, les pedía, en algún momento, que posaran para él, les fotografiaba, y a todos les parecía algo ridículo, o bien algo divertido, pero todos accedían, y luego él guardaba esas fotografías y jugaba con ellas, inventaba familias, las destruía con infidelidades y aburrimiento, las reconstruía más tarde, cuando uno de ellos tenía un golpe de suerte y podía, por fin, comprar aquella casa en las afueras, y era una casa con piscina, y entonces aparecían los niños y el perro, porque el agente inmobiliario que organizaba una gala de entrega de premios una vez al año en su mal ventilado apartamento también coleccionaba fotografías de perros. Las fotografías de los niños eran siempre fotografías de niños actores porque nadie en su sano juicio dejaría que un desconocido que sonreía más de la cuenta le hiciese una foto a su hijo, bajo ninguna circunstancia. Todo iba a cambiar, se había dicho un enfebrecido Charles, sujetando el teléfono con el hombro, mientras tecleaba, cuando conociera a Dally Randolph Hunter, la siempre aspirante a futura inquilina que hacía lo propio con agentes inmobiliarios de todo el condado.

(OH, PENN, ES MEJOR DE LO QUE SIEMPRE IMAGINÉ).

(LO DUDO, CHARLES).

(DEBERÍAS PROBARLO ALGUNA VEZ).

(NO VOY A TENER TIEMPO EN LOS PRÓXIMOS DOS SIGLOS).

(¿PENN?)

(¿?)

(TENGO QUE COLGAR. UN CLIENTE SOSPECHA DE WALSER).

Walser era aquel agente del demonio.

Howard Walser Graham.

(OH, VETE AL INFIERNO, CHARLES).

(VOLVERÉ, PENN).

(NO, NO VOLVERÁS, CHARLES. NADIE LO HACE NUNCA. OH, DIOS, TE TENÍA, CHARLES. TE TENÍA. ¿NI SIQUIERA TIENES TIEMPO PARA UNA COPA? ¿UNA COPA ESTA MISMA NOCHE? UNA VEZ NOS TOMAMOS UNA COPA, ¿RECUERDAS?).

(PENN).

(¿?), esperanzada.

(TENGO QUE COLGAR), tajante.

(NO, CHARLES), abatida.

(Clic).

Después de aquella, a todas luces, flirteante conversación, Penny la tomó con Milty. Primero gritó y gritó hasta que rompió en llanto. Golpeó cientos de cosas. Tiró algunas por los aires. Milty logró esquivarlas. Luego se fue. Al cabo, volvió. Había descubierto la razón por la que Milty había enviado sin su permiso a Charles a aquel nido de fracasados.

Y entonces se había desatado el infierno.

Milty Biskle MacPhail llevaba exactamente tres días en el in­fierno.

El infierno consistía en todo el mundo preguntándole todo el tiempo por Stumpy. Preguntándole si seguía perdiendo cosas. Le preguntaban:

—¿Sigue perdiendo cosas, Milt?

Y luego se reían (JO JO JO).

Era por eso que Milt no podía soportarlo más y era por eso que no dejaba de llamar a su hijo para que se alejara de cualquier cosa que tuviera que ver con aquellos (PREMIOS) y con cualquier cosa que pudiera acabar (PERDIENDO). Stump sacudía invariablemente la cabeza y decía:

—¿Por qué no hablamos en otro momento? Tengo una cita en cinco minutos.

OH, NO, STUMP. NO TIENES NINGUNA CITA EN CINCO MINUTOS.

—Lo siento, mamá, pero tengo que dejarte.

Y colgaba. Pero el teléfono volvía a sonar.

El teléfono no dejaba de (RING) (RING) (RIIIIIIIING) sonar.

Stump estaba perdiendo la cabeza.

¿Era tan sencillo?

No, no era tan sencillo.

No era en absoluto sencillo intentar clavar un cartel de (CASA EN VENTA) en la propiedad de tu único cliente cuando tu único cliente no quería que clavases ningún cartel de (FORMIDABLE CASA EN VENTA) en su propiedad. El cerebro de Stumpy no era el cerebro de Myrna Pickett Burnside, así que no podía, simplemente, desobedecer, y clavar el maldito cartel, el cerebro de Stumpy era un cerebro corriente que lo único que podía hacer era escapar.

Porque eso hacían los cerebros corrientes.

Escapar.

Los cerebros corrientes escapaban a lugares como la tienda de modelismo de Charlie Luke Campion porque se convencían a sí mismos de que necesitaban una diminuta cafetería en la que instalar a una aún más diminuta Ann Johnette MacDale.

—¿Charles? —inquirió MacPhail, con el tintineo de aquella casa de metal que era, en realidad, una cabaña, una diminuta cabaña de metal, aún de fondo.

—Vaya, señor MacPhail, ha vuelto.

—¿Ha llegado ya mi Harbor Motella?

El Harbor Motella era un tipo de edificio. Un edificio que simulaba ser una cafetería. Ann Johnette había hablado de él en un artículo que había escrito hacía un tiempo. Stump pensaba instalarlo en su (CIUDAD SUMERGIDA) e instalar en él a una versión diminuta de la propia Ann Johnette. Algún día, cuando lograse reunir el valor suficiente, llamaría a la redacción de aquella revista para la que trabajaba, Mundo Modelo, y le diría que había algo que quería enseñarle y entonces, oh, entonces, ella perdería la cabeza, la perdería todo el mundo, porque ¿acaso había visto, en todo aquel tiempo, en aquella revista, en el mundo entero, algo parecido a lo que él estaba construyendo Allí Abajo?

—Me temo que no, señor MacPhail.

—¿No?

—Estuvo usted aquí ayer mismo.

—¿Ayer mismo?

El cerebro de Stumpy era un pequeño vertedero desde que aquel tal Brandon Jamie Pirbright había subido a recoger su premio. De aquello hacía exactamente tres días. Tres abominablemente interminables días en las que el cerebro de Stumpy no había hecho otra cosa que huir. El cerebro de Stumpy llevaba a Stumpy cada día a su oficina, y luego decidía que no iba a hacerle prepararse un café, y mucho menos descolgar el teléfono, sino que lo iba a devolver a las frías calles de Kimberly Clark Weymouth, lo iba a meter en el coche e iba a hacer que condujera hasta Jeremy Green, el pequeño municipio en el que Charlie Luke había instalado su también pequeño santuario modelístico.

No era tan sencillo, se decía, toqueteando aquellas cajas que contenían todo tipo de casitas, edificios de apartamentos, gasolineras, moteles con piscina, piscinas cubiertas con diminutas lonas, piscinas de agua estancada, piscinas con trampolín. Aquella condenada noche del demonio, Stump había visto a Brandon Jamie recoger su maldito premio y luego había salido sin despedirse, había vuelto a casa, se había servido un par de copas y se había puesto a trabajar en su (CIUDAD SUMERGIDA). Había ojeado un par de catálogos en busca de una cafetería y se había decidido, recordando aquel artículo, por el Harbor Motella, que había encargado al día siguiente, por teléfono, con tal mala fortuna que había olvidado indicar que se trataba de un pedido urgente, y había convertido la espera en una pequeña tortura. Creyendo, inútilmente, que desplazarse hasta allí aceleraría el proceso, Stumpy había empezado a evitar acudir a la oficina con la excusa de que debía conducir hasta Jeremy Green para acuciar a Campion.

¿Había publicado algún anuncio en alguna revista literaria para intentar vender la casa de aquel tal William Bane Peltzer?

No, lo único que había hecho era ir a verla.

—¿Y todos esos cuadros? —había preguntado, en un momento dado, al comprobar que las paredes de la casa estaban repletas de cuadros, pero también, que había cuadros en el suelo, cuadros en la cocina, cuadros encima de los armarios, en cajas, junto a la puerta—. ¿Es usted pintor? —Stump había llegado milagrosamente a tiempo a la cita, y había respetado las indicaciones de su cliente, a saber, que debía mirar por encima del hombro y asegurarse de que nadie le veía entrar por la puerta de atrás, que debía entrar tan descuidadamente como le fuera posible—. Déjeme decirle que es una profesión con futuro.

—¿Qué clase de futuro?

—Oh, piénselo. Hay edificios por todas partes. Hay paredes por todas partes. Las casas son algo que no se acabará nunca. Siempre tendremos que vivir en alguna parte y siempre querremos que haya algo en sus paredes.

La casa era una casa aburrida. Una vieja casa familiar de dos plantas, con jardín trasero. Los muebles parecían sacados de un catálogo de saldos de otra época. Lo poco que podía verse de las paredes parecía viejo y descascarillado, por todas partes imperaba un desorden que a Stump le ponía frenético, y todo olía a una mezcla de humedad, calcetines sucios y patatas fritas. Había dos cuartos de baño. Eran viejos. Uno de ellos parecía no haber sido usado en cientos de años. En el otro había lo que parecía una colección de botes de champú vacíos. Una de las tres habitaciones era una habitación de matrimonio en una de cuyas mesitas de noche se encontraba la única foto enmarcada de la casa. En la foto aparecían, aventuró el agente, el padre y la madre del tal Bill y el propio Bill, de niño, ante la puerta del único atractivo turístico de aquella ciudad: la tienda de recuerdos de La señora Potter no es exactamente Santa Claus.

—Supongo que tiene razón, aunque dudo mucho que a mi madre le importen las paredes de los demás —había dicho aquel tipo, aquel tal Bill.

—¿Los cuadros los ha pintado su madre?

—Sí.

—Oh. —Stump había mirado alrededor, convencido de haber obviado algo fundamental. No parecía haber ninguna madre por allí—. ¿No vive con usted?

—No —había dicho.

—¿Está muerta? —inquirió Stump, ligeramente esperanzado.

Por entonces aún tenía fresca en la memoria su conversación con Myrna Pickett Burnside y la mención de aquel asunto del fantasma. Tres días después, iba a olvidarlo. Tres días después, iba a poner rumbo por primera vez a Jeremy Green con la intención de comprobar qué estaba pasando con su Harbor Motella.

—Oh, no, no lo está. Aunque a lo mejor que lo estuviera lo haría todo más sencillo.

—Oh, entiendo —había dicho Stumpy.

Su propia relación con su madre era un auténtico desastre, ¿acaso podía juzgar la relación que tenían sus clientes con sus propias madres? El Dios de Santa Claus le librase de semejante infierno.

—¿Y bien? ¿Cree que puede venderla?

—Oh, vaya, eh, je, señor Peltzer, la verdad es que su única condición complica un poco las cosas. Pero creo que podré arreglármelas. Después de todo, esta es la calle de la señora Potter. Entiendo que está usted al tanto de lo que eso significa.

—Créame, estoy demasiado al tanto de lo que eso significa. De hecho, esa es la razón por la que nadie debe enterarse de que la casa está en venta —había dicho Bill.

—¿Disculpe?

—Soy el propietario de (LA SEÑORA POTTER ESTUVO AQUÍ).

—¿Usted?

MacPhail arqueó las cejas. Sus cejas no podían creérselo. ¿Aca­so habían estado todo aquel tiempo representando a alguien que amaba tanto como él aquella novela de Louise Cassidy Feldman sin saberlo? ¿Pero cómo iba a haberse dado cuenta? No era ha­bi­tual que alguien te estrechara la mano y, después de decirte su nombre, añadiera:

—Me encanta Louise Cassidy Feldman, ¿y a ti?

Así que no podía culparse por ello.

—Imagino que la conoce.

¿Qué podía decirle? ¿Me he mudado a esta ciudad sólo para estar cerca del Lou’s Café? ¿Me he mudado a esta ciudad sólo para estar cerca, en realidad, de gente como usted? ¿De gente que querría vivir dentro de La señora Potter no es exactamente Santa Claus pero no puede porque no es un personaje de la novela y no habrá nunca forma de que lo sea? Oh, señor Peltzer, ¿por qué no puede ser todo tan sencillo como lo es en la Kimberly Clark Weymouth de Louise Cassidy Feldman? ¿Por qué no puede uno escribir lo que desea en una de esas postales navideñas y dejar que los diminutos empleados de correos de la señora Potter hagan con ella lo que sea que deban hacer para que su deseo se haga realidad? ¿Por qué tiene que seguir pasando frío y lamentando su suerte en un lugar al que, a todas luces, nadie en su sano juicio, nadie que no pretenda (TIRAR SU VIDA POR LA BOR­DA), pensaba mudarse?

—Si me permite la indiscreción, señor Peltzer, ¿no va bien el negocio? Es, tenía entendido que, bueno, su tienda, oh —¿Qué debía hacer? ¿Confesar que él también amaba aquella novela? ¿Que la amaba por encima de todas las cosas? ¿Que había hecho que aquel lugar le pareciese otro planeta?—, es el principal atractivo turístico de este sitio.

—No puedo quejarme, aunque, entre usted y yo, ya he tenido suficiente.

—¿Ya ha tenido suficiente?

—El negocio fue idea de mi padre.

—Oh. —Aquel (OH) era un (OH) sorprendido.

—Yo no consigo entender qué ve toda esa gente en esa estúpida novela.

—Oh. —Aquel (OH), en cambio, era un (OH) doloroso, el (OH) que alguien soltaría tras recibir un inesperado puntapié en la espinilla.

—¿Y bien? —había dicho el chico.

Stump había empezado entonces a ir de un lado a otro y a decir (TIENE USTED AQUÍ UN BUEN ACTIVO, SEÑOR PELTZER) y (TAL VEZ NECESITE UNAS REFORMAS) (PERO NO SE PREOCUPE) (PODEMOS VENDERLA DE TODAS FORMAS).

—¿Usted cree? —había dicho el tal Bill.

—Sin duda —había certificado MacPhail, y luego había vuelto a su oficina, había vuelto a (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MAC­PHAIL), asegurándose de que nadie le seguía, con una copia de las llaves de aquella vieja casa que parecía quejarse de cada maldito paso que se daba en ella, y el cartel de (FABULOSA CASA EN VENTA) en el maletero. Ni siquiera se había atrevido a esperar a que aquel tal Bill se fuera para clavarlo junto a la puerta, porque sabía que volvería por la noche y lo vería y lo más probable era que lo despidiera, lo despediría y entonces ya no tendría ningún cliente y nada tendría sentido. No, no era tan sencillo. Puede que para Myrna Burnside lo fuese, pero no para él. Cuando te llamabas Stumpy MacPhail y te habías instalado en un pequeño pueblo tan desapacible que sus habitantes preferían mudarse a diario al pequeño pueblo de las hermanas Forest a tener que vivir en él, nada era tan sencillo.

—Ayer mismo, señor MacPhail.

—Oh, vaya, disculpa, Charles, me temo que el tiempo pasa demasiado despacio en Kimberly Clark Weymouth.

Charlie Luke sonrió. Siguió etiquetando cajas. Pequeñas, diminutas cajas, con pequeñas, diminutas tostadas, tostadoras, sombrillas, toallas, cubiertos, mesas plegables, manteles a cuadros, cuadros. ¿Por qué no había elegido él eso? ¿Por qué no había elegido él también etiquetar adorables y nada ostentosas cositas, tan inofensivas como cualquier ridículo y encantador pingüino de peluche? ¿Por qué? Oh, no, él tenía que vender casas, casas enormes que nadie quería porque nadie sabía que existían.

Aquello le hizo recordar que tenía una cita aquella misma tarde con Wilberfloss Windsor, el siempre atareado único responsable de (perfectas historias inmobiliarias), un panfleto para agentes inmobiliarios repleto de (¡no se lo pierda!) y (¿a qué espera? ¡siga leyendo!), de (¡ESPERE A VER CÓMO ACABÓ LA COSA!) y (¡ENTÉRESE ANTES QUE NADIE!) e incluso (¡PREPÁRESE A LLAMAR A TODOS SUS CONOCIDOS DESPUÉS DE LEER ESTA PÁGINA!), que solía llegarle religiosamente una vez al mes a su antigua oficina.

Stump no había comunicado el cambio, y sólo tras su desastroso paso por el apartamento de Howard Yawkey la noche en la que no había conseguido el premio, había caído Wilberfloss en la cuenta de que la dirección que constaba en sus archivos no era una dirección de Kimberly Clark Weymouth, ¿y no había optado aquel tipo al premio sólo porque había tenido el valor de intentar abrirse camino allí, en un sitio en el que nadie hasta entonces había podido abrirse camino? Aquello había interesado sobremanera al periodista que, sin dudarlo, a la mañana siguiente, cuando aún MacPhail mantenía ligeramente intacta su cordura, había llamado a (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MAC­HAIL), se había disculpado por las molestias que aquel descuido postal podía haberle ocasionado, y se había prestado a dedicarle una página (¡UNA PÁGINA!) en el próximo número de la revista.

—¿Sabe? Hoy tengo un día complicado —dijo Stump, y sintió un escalofrío al imaginar lo que venía a continuación: subirse al coche, alejarse del único lugar en el que quería estar, preguntarse por qué el cerebro privilegiado a Myrna Burnside le había tirado un hueso fantasma, sacudir la cabeza, pasar ante su oficina, imaginar el teléfono atronando dentro, sacudir la cabeza otra vez, decirse que lo único que Wilberfloss quería era reírse de él, llegar a casa, prepararse un emparedado, llamar a una de aquellas revistas literarias y ¿qué? Publicar un anuncio por palabras que iba a provocar el desconcierto de su editor jefe que iba a estallar en carcajadas y a decir (¿QUIERE USTED VENDER UNA CASA? ¡JA, JA JA! ¿UNA CASA? ¿EN SERIO? ¿HA PERDIDO LA CABEZA? ¿CREE QUE EL LECTOR DE UNA REVISTA LITERARIA ESTÁ BUSCANDO CASAS CUANDO LEE ANUNCIOS POR PALABRAS EN ESA MISMA REVISTA LITERARIA? ¿EN QUÉ CLASE DE MUNDO VIVE?) y a continuación iba a escucharse un (CLIC) precedido de un (¡CHIFLADO DEL DEMONIO!). ¿Y qué podía hacer? ¿Llamar a Myrna? Claro, podía llamar a Myrna y preguntarle por aquel hueso fantasma, pero para hacerlo tendría que descolgar el teléfono y quién sabía con quién podía encontrarse cuando lo hiciera—. Los días son siempre complicados, ¿no es verdad, Charles?

Charlie Luke levantó la vista un segundo, asintió y sonrió. Stumpy se dio media vuelta, dispuesto a salir del local y emprender el camino de vuelta, cabizbajo, hundido, incapaz de pensar en otra cosa que no fuese escribir una de aquellas deliciosas postales cazadeseos a los duendes veraneantes de la señora Potter y pedir una tienda como aquella, pedir un mundo en el que no iba a tener que conceder ninguna entrevista a aquel condenado chismoso de Wilberfloss Windsor, cuando Charlie Luke dijo:

—Oh, casi lo olvido, señor MacPhail.

—¿Sí? —Stump se volvió, esperanzado.

—La señorita MacLausan dejó esto para usted.

—¿La señorita MacLausan? ¿Qué señorita MacLausan?

Sobre el mostrador había un pedazo de papel. No parecía gran cosa. Un pedazo de papel doblado por la mitad. Una especie de carta. ¿Quién podía haberle escrito una carta?

—La señorita Myrna MacLausan —atajó Charlie Luke.

Stump sonrió. Su sonrisa fue una especie de acto reflejo. Estaba asustado. ¿Había dicho Charlie Luke lo que creía que había dicho? ¿Había dicho Myrna? Está claro que ha dicho Myrna, estúpido, pero no ha dicho Pickett Burnside sino Mac­Lausan. Mac­Lausan.

—Es una de mis mejores clientas, señor MacPhail. No sabía que se conocían. Siento el descuido, señor MacPhail.

—Oh, no pasa nada, Charles, quién sabe dónde tiene uno la cabeza estos días.

—Sí.

Stump cogió con cuidado la nota, la desdobló sin dejar de sonreír y sin dejar de mirar a Charlie Luke, y leyó:

 

DAN,

DIME QUE NO ESTÁS MUERTO. DIME QUE SÓLO ERES UN TIPO ATAREADO. MI SECRETARIO ES INCAPAZ DE DAR CONTIGO. ¿DÓNDE TE METES? DESCUELGA EL MALDITO TELÉFONO. TENGO ALGO PARA TI.

MYRNA