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En el que se descubre que, uhm, (PUEDE QUE BILL ESTÉ PLANTEÁNDOSE ADOPTAR UN ELEFANTE), ¿y quién lo descubre? Oh, ¿recuerdan a Bertie Smile? Sigue a salvo en esa mansión suya, en la que su madre sigue hablando con Jodie Forest, ¿y es cierto que la serie podría cancelarse?

 

 

Aquel asunto, el asunto de los botes de cola que Stumpy Mac­­Phail parecía coleccionar, tenía en el cuaderno FORASTERO STUMPY MACPHAIL, el cuaderno que Bertie Smile Smiling había dedicado al nuevo, una explicación de lo más común. Evidentemente, en tanto que modelista, el agente inmobiliario necesitaba de aquellos botes de cola para hacer su trabajo. Pero ¿era aquel su trabajo? Oh, a Bertie Smile Smiling le gustaba pensar que todo lo que ocurría en aquella (CIUDAD SUMERGIDA) ocurría o podía hacerlo en la propia Kimberly Clark Weymouth. De ahí que le gustase considerar aquel el verdadero trabajo del nuevo. La cosa de la agencia, se decía Bertie, bien podía ser una tapadera. Pero ¿quién lo había enviado? ¿Y por qué iba alguien con el poder suficiente como para que todo cambiase por el hecho de limitarse a replicar ciudades en miniatura a querer cambiar precisamente aquel frío y rabiosamente desapacible rincón del mundo?

—Oh, Jodd, no me gusta lo que dices de ti.

Bertie Smile Smiling estaba, como aquella otra mañana, acabándose su tazón de leche con cereales en la mesa de la cocina. Su madre estaba blandiendo una de aquellas revistas sobre televisión a las que, como el padre de Sam Breevort, estaba suscrita. Era de allí de donde sacaba todas aquellas fotografías de Vera Dorrie Wilson, la actriz que interpretaba a Jodie Forest, que estaban por toda la casa. Y hacía semanas, puede que meses, que desoía cualquier tipo de rumor que tuviese que ver con aquello que, a todas luces parecía inevitable: la cancelación de Las hermanas Forest investigan. Decía que no era posible, que ella sabía de lo que hablaba, que tal vez lo que ocurría era que a la redactora de aquella cosa no le gustaban en absoluto las hermanas Forest, y que lo que quería era que desaparecieran. (CRÉEME), decía, (CUANDO TIENES UNA DE ESAS PÁGINAS MAQUETADAS EN BLANCO, CUALQUIER COSA ES POSIBLE), decía, y lo decía recordando la revista de su instituto, que había acabado con la reputación de cualquiera que no gustase al consejo de redacción. Pero el problema ahora no era aquella redactora sino la propia Vera Dorrie Wilson. Alguien la había entrevistado en una de aquellas revistas y ella había dicho que estaba (CANSADA) de (JODIE FOREST) y que nada le apetecía (MÁS) en aquel momento que (MOVER FICHA) y (SALIR DE ALLÍ). Bertie Madre iba a apresurarse a escribir, había dicho, una de aquellas piezas para Eileen McKenney que desmintiese todo aquello, porque sabía también que podías cambiar las cosas cuando las cosas no te gustaban si tenías uno de aquellos redirectores del mundo en tus manos, ¿y no era el Doom Post uno de aquellos redirectores del mundo?

—¿Puedes creerte, Bertie, pichoncito, que diga que lo que quiere es interpretar a Dorothea Atcheson? ¿Quién demonios es Dorothea Atcheson? ¿Y acaso cree que puede dejarte, Jodd, y largarse con otra como si tal cosa? —Bertie Madre había empezado a revolotear a su alrededor como aquella otra mañana, y de repente, pareció caer en la cuenta de que había olvidado algo, posó una de sus enormes manos en el hombro de Bertie y, alarmada, dijo—: ¡Oh, lo siento, pichoncito! ¡Estás a punto de marcharte y aún no le has dicho a Jodd lo que descubriste anoche! ¡Maldita Dorothea Lo Que Sea! ¡Cuéntaselo!

—No es gran cosa esta vez, Jodd.

Pero sí que lo era. Si no fuera gran cosa, Bertie Smile se habría limitado a rellenar una página del cuaderno WILLIAM BANE PELTZER de su colección y otra del dedicado a la hija de Lacey Breevort, Samantha Jane, y listo. En realidad, no era tanto lo que había descubierto, sino lo que había ocurrido cuando lo había descubierto. Porque lo que había ocurrido la estaba obligando a hacer algo que no había hecho nunca: ponerse en contacto con uno de sus personajes para advertirle de la ofensiva que, con toda seguridad, aquel pueblo helado del demonio, había empezado a urdir en su contra. Porque, como una especie de Violet McKisco no dedicado al misterio sino a la comedia costumbrista, o a la tragedia nevada, un Violet McKisco decidido a nunca imaginar, a limitarse a anotar y dar sentido, un sentido narrativo, a lo anotado, por más que lo anotado no fuesen más que escenas inconexas, pedazos de vida capaces de construir, juntos, otra vida, una que jamás iba a salir de aquellos cuadernos, Bertie Smile se había erigido en una suerte de custodia de las historias que generaba aquel desapacible lugar, como si aquel desapacible lugar fuese su propio cerebro, y sus habitantes, sus propias creaciones, tan absortas en su aparentemente compleja existencia que jamás caerían en la cuenta que podían no ser más que personajes de algo que alguien estaba imaginando, y anotando, en cuadernos idénticos, cuadernos que después, ese alguien, guardaba en un viejo baúl que en otro tiempo no había contenido más que muñecas.

Precisamente, había sido con el vestido de lana de una de sus muñecas, de las muñecas que había guardado en aquel baúl, que Bertie Smile había elaborado su primer calentador de bolígrafos. No había forma de salir a investigar en aquella maldita ciudad sin un bolígrafo lanudo. Salir a investigar con un bolígrafo que no estuviese, como ella y cualquiera, bien abrigado, en una de aquellas noches de ventisca, era el equivalente a no hacerlo, puesto que no habría forma de anotar nada de lo que se descubriese porque la tinta se habría negado a colaborar, y no porque estuviese en contra del investigador en cuestión, sino porque se habría congelado. A menudo Bertie se imaginaba a su bolígrafo lanudo regresando a casa, un estuche de dos plantas con chimenea y cuarto de invitados, y diciéndole a su propia fotografía de un famoso bolígrafo escritor:

—Amigo, ahí fuera siempre hace un frío de mil demonios.

Todas aquellas veces, Bertie Smile sonreía. Bertie era menuda, tenía el pelo corto y oscuro, los ojos pequeños, y una nariz con forma de velero. Y en aquel momento, Bertie Smile también tenía prisa. Aunque tenía que esperar a que fuese lo suficientemente tarde como para justificar no llegar a tiempo a Frigoríficos Gately. Para pasarse por la tienda de Billy Peltzer sin levantar sospechas tenía que buscarse una coartada y bien podía ser aquella ridícula charla entre Jodd y su madre. Bertie se sirvió más cereales. Bertie Madre le había dicho algo más a Jodd. Algo relacionado con matar a aquella tal Dorothea. ¿Si mataba, ella, a aquella tal Dorothea, no se quedaría Wilson con ella?

La noche anterior había hecho un frío de mil demonios, pero Bertie Smile había salido de todas formas. ¿Y a dónde se había dirigido? Al montículo Polly Chalmers. En realidad nada emocionante había pasado desde aquel asunto del autobús y la cita frustrada de Bill y Cats, y el nuevo no parecía estar, desgraciadamente, cambiando nada Allí Abajo, en su (CIUDAD SUMERGIDA), así que Bertie Smile se había dirigido al montículo Polly Chalmers porque el montículo Polly Chalmers garantizaba una buena vista, la mejor vista, sobre el Stower Grange, el viejo y nada recomendable pub en el que Sam y Bill solían quedar. Bertie Smile estaba al corriente de aquel asunto de la carta que Bill había recibido, aquella carta de la que aún nada se sabía porque venía dentro de un sobre opaco, y se había dicho que era cuestión de tiempo que Bill le hablase de ella a Sam. Aunque Sam no parecía hablar demasiado últimamente. La actitud de la venderrifles le parecía, desde hacía un tiempo, francamente sospechosa. Se decía que había empezado a verse más de la cuenta con Archie Krikor, el jefe de leñadores. ¿Y quería eso decir que iba a dejar a Bill? Oh, no es que estuviesen juntos pero todo el mundo en Kimberly Clark Weymouth daba por hecho que lo estarían algún día, y ¿acaso temía Sam decirle algo a Bill? Bertie Smile creía que aquella noche podía ser un buen momento para hacerlo, o, cuando menos, para que Bill revelara el contenido de aquel sobre opaco a su mejor amiga, así que ahí estaba ella, congelándose junto al viejo abeto repleto de bolas navideñas, en mitad de una de aquellas endemoniadas ventiscas, con sus prismáticos, su bolígrafo lanudo y su libreta, las hojas mojándose por culpa de toda aquella nieve y era tarde y Bertie no podía evitar imaginar alguien acercándose a ella cautelosamente por la espalda y acuchillándola como debían haber acuchillado a Polly Chalmers y (OH, MALDITA SEA, BERT, DEJA DE PENSAR EN COSAS HORRIBLES, ¿QUIERES?).

Bertie tenía una buena vista sobre el reservado que ocupaban Billy y Sam, y había perfeccionado aquella cosa que hacía, su lectura de labios, y estaba anotando todo lo que se decían. El silencio a su alrededor era ensordecedor, lo que permitía a Bertie oír las voces de uno y otro en su cabeza. Sam y Bill ocupaban exactamente el adusto y poco aconsejable rincón del sucio Stower Grange que Bertie había ocupado en una ocasión con Richard Fogg Nackers, el vendedor puerta a puerta de piensos para pájaros que solía pasarse por Frigoríficos Gately cuando Frigoríficos Gately era aún una pajarería, lo que la hizo pensar en él y en lo que habían hecho, primero bajo la mesa, y luego en el cuarto de baño.

Richard la había invitado a cenar y luego habían ido a tomar una copa al Stower Grange, y se habían masturbado el uno al otro bajo la mesa, aquella pegajosa mesa de madera repleta de inscripciones (CÁSATE CONMIGO, MARTY), (NI DE COÑA, PHIL), a la que Bertie había añadido un desvaído y poco trabajado (SMILE CASI FOLLA CON NACKERS) cuando él, Nackers, había ido al baño a lavarse las manos, y se había puesto tan indeciblemente cachonda mientras lo hacía que no había podido evitar seguirle, le había seguido al cuarto de baño y había dejado que aquel tipo se lo hiciera, de pie, las manos apoyadas en el retrete, las piernas ligeramente flexionadas, por detrás, y, por supuesto, Bertie había imaginado que el que se lo hacía no era aquel vendedor puerta a puerta con el que había quedado en al menos otra ocasión, una ocasión para la que Bertie había tenido que coger un autobús y alejarse de la ciudad pero en la que había ocurrido lo mismo, pues igualmente habían cenado antes de ir a tomar una copa y, de la misma forma, se habían, primero, masturbado bajo la mesa, y luego, consumado en los lavabos, era aquel tal Matson McKissick, su escritor favorito, un desnortado escritor de novelas de terror que sólo había pasado una noche en Kimberly Clark Weymouth y que, con toda probabilidad, no recordaba haber estado nunca en un motel llamado Dan Marshall, pero había dejado su foto autografiada allí de todas formas. Bertie Smile solía cenar con ella. Se apostaba al otro lado de la calle, extraía sus prismáticos, una lata de alubias, guisantes, maíz dulce, cualquier cosa, se sentaba en el suelo y fingía que cenaban juntos.

La razón de que Bertie Smile hubiera pensado en aquella otra noche, no cualquiera de las noches en las que fingía cenar con aquella fotografía autografiada sino en la noche en la que había salido con aquel vendedor puerta a puerta tenía que ver con lo que estaba ocurriendo en el Stower Grange. Bill y Sam se estaban, por fin, de alguna forma, tocando. No, no lo hacían como lo habían hecho aquel tal Nackers y la propia Bertie. Lo suyo parecía algo decididamente casto y absurdo. Primero habían estado hablando de un (ELEFANTE), Bertie lo había anotado en su libreta, Bertie había anotado (PUEDE QUE BILL ESTÉ PLANTEÁNDOSE ADOPTAR UN ELEFANTE), y luego habían estado hablando de una (CASA), que Bertie había creído entender que podía tratarse de la del propio Bill, es decir, la casa de los Peltzer, porque Sam había dicho algo relacionado con que iba a (ECHAR DE MENOS) algo y Bertie sabía que no había nadie en Kimberly Clark Weymouth a quien Sam Breevort pudiese echar de menos que no fuese el propio Peltzer. De hecho, lo más probable, se decía Bertie, era que aquella confesión o lo que demonios fuese, hubiese desencadenado lo que vino a continuación, algo que había empezado siendo un abrazo, y uno extrañamente infantil, para convertirse en un ir y venir de manos apartando mechones de pelo y descendiendo luego, cuando el primer y ridículamente inofensivo beso dejó paso al resto, ligeramente invasivos pero del todo aún respetuosos, hacia todas partes.

—¿Bertie?

Bertie había estado tan condenadamente abstraída que ni siquiera había advertido los pasos en la nieve. Levantó la vista de sus prismáticos. Pensó, Cualquiera podría haberte acuchillado, estúpidanorrisdeldemonio.

—Oh, eh, ¿señora Cold?

Nadie sabía exactamente hasta qué punto era buena Meriam Cold, es decir, nadie sabía hasta qué punto podía estar detrás de lo que fuese que acabase publicando Eileen McKenney en el (SCOTTIE DOOM POST), pero todo el mundo sospechaba que podía ser, sin duda, una de sus fuentes más preciadas, puesto que no hacía otra cosa que merodear por la ciudad, tironeando de aquel engreído y estúpido mastín que parecía haber heredado sus ojos, su nariz y hasta su pelo. Podía decirse que Georgie Mason o Mason George era un elegante ex intelectual al que sólo le faltaba su americana de paño con coderas, pues no importaba el mucho frío que siempre hacía, su dueña, la ex profesora de algún tipo de historia antigua en la bohemia y repelente Terrence Cat­timore, siempre llevaba una.

—¿Qué haces aquí?

Na-nada, señora Cold. —Bertie se había apresurado a intentar esconder la libreta en un bolsillo, pero el apresuramiento había impedido que lo hiciera como era debido—. Sólo yo, es, eh, a veces, no sé, ya sabe, me gusta hacer, eh, guardia.

La señora Cold había tironeado de su mastín, que parecía no encontrar en absoluto interesante a Bertie, que tenía prisa, quién sabe, por volver a casa y sentarse en su butaca a pasar páginas de un tratado de historia medieval, había escupido (¡GEORGIE MASON! ¿QUIERES PARAR DE UNA MALDITA VEZ, BICHO DEL DEMONIO?), había toqueteado los prismáticos verdes que aún colgaban del cuello de Bertie, había mirado al otro lado de la calle y había dicho:

—¿El chico Peltzer? —(UHM)—. Déjame ver.

—Señora Cold, son los prismáticos de mamá.

—¿Y acaso voy a rompérselos, Bertie? —La señora Cold había vuelto a tironear de Mason George, había dicho (¡QUIETO! ¡SIT, SIT, SIT! ¡CONDENADO PERRO!), había cogido los prismáticos y se había inclinado junto a Bertie para mirar—. ¿Qué tenemos aquí? ¡OH-JO-Jo! ¡EL CHICO PELTZER Y LA CHICA BREEVORT! ¡MATERIAL DE PRIMERA! —La señora Cold se había relamido—. Deberíamos seguirles —la señora Cold había mirado a Bertie por encima del par de prismáticos verdes— y ver cómo se lo hacen.

—¡Señora Cold!

—¿Qué?

—Que Sam y Billy no se lo hacen.

—Oh, querida, por supuesto que sí, ¿qué iban a hacer si no?

La señora Cold había vuelto a echar un vistazo. Había sacudido la cabeza. Había dicho:

—Oh, chica, no quiero ser grosera, pero déjame decirte que daría cualquier cosa por ser el chico Peltzer ahora mismo.

—¡Señora Cold!

—El muy estúpido.

—Devuélvame los prismáticos, señora Cold.

—Ya, sí, un momento.

—¡DEVUÉLVAMELOS!

Meriam Cold había dicho algo parecido a (MENUDO GENIO) y había dejado caer los prismáticos sobre el pecho de la chica. Bertie Smile había caído entonces en la cuenta de que no notaba la ligera presión de la libreta en el bolsillo trasero de sus pantalones y, casi al instante, de que aquel perro del demonio parecía no estar en ninguna parte.

—¿Qué tienes ahí, George?

Oh, no, diosmío, no.

—¿Qué…? Oh. —La vieja profesora de hocico perruno y sedoso pelo de mastín se había agachado junto a su perro que parecía estar pasando delicadamente las páginas de su libreta y, aunque Bertie se había apresurado a poner de por medio su cuerpo para que aquello que pudiese llegar a vislumbrar Meriam fuese apenas aquel (SIGO A SALVO EN LA MANSIÓN SMILING) con el que encabezaba todo lo que escribía por fingir que todo lo que escribía era, en realidad, una carta a su padre no muerto, no lo había hecho a tiempo, y Meriam Cold había recogido la libreta—. Estúpido perro del demonio —había dicho entonces. Georgie le había mostrado (GRRRR) los dientes, y la señora Cold se había retirado la bufanda para mostrarle los (¡GUAU!) (¡GUAU!) suyos. Luego, ceremoniosamente, había abierto la libreta por la última página escrita y había articulado un—: ¿Qué tenemos aquí?

—Na-nada, señora Cold.

Meriam Cold no se había fijado en el encabezado de aquella entrada de libreta que ni siquiera era una libreta recopilatoria, que no era más que una libreta de investigación, una libreta de calle, la clase de libreta en la que nada tenía sentido para cualquiera que no fuese Bertie Smile pues todo eran ideas, pedazos de arcilla a los que luego debía dar forma, Meriam Cold había obviado aquel ridículo (SIGO A SALVO EN LA MANSIÓN SMILING), en parte porque la baba de aquel maldito perro intelectual prácticamente lo había deshecho, y se había centrado en todo lo demás. Meriam Cold había leído (CASA EN VENTA), había leído (ELEFANTE), había leído (AL INFIERNO CON LA SEÑORA POTTER), había leído (RUSTY MACNAIL).

—¿Rusty MacNail?

—Sí, yo, eh, tengo que irme, señora Cold.

Bertie Smile había empezado a recoger sus cosas.

La señora Cold le había puesto entonces una mano encima.

—Oh, no, chica, tú no vas a ir a ninguna parte hasta que no me digas qué demonios está pasando aquí. ¿Acaso ha puesto ese maldito imbécil su casa en venta?

Bertie Smile se había zafado de la mano enguantada, con uno de aquellos guantes de dedos rotos, de la señora Cold, había murmurado un (LO SIENTO) (TENGO QUE IRME) y había empezado a alejarse, dando por perdida su libreta.

—Oh, no, ¿Bertie? ¿Eso es un sí? —Bertie Smile había apresurado el paso, la señora Cold no se había movido—. ¿ES UN , BERTIE? —Había gritado—. ¿BERTIE?

Bertie Smile había oído entonces ladrar a Georgie Mason, o Mason George, aquel perro intelectual del demonio, y temiendo que aquella chiflada lo soltara, o, quién sabe, echase a correr tras ella con la libreta en la mano, gritando (¡BERTIIIE!), temiendo también, repentinamente, que apareciese el asesino de Polly Chalmers y la acuchillase, porque un momento antes el mundo había sido un lugar seguro y ella lo había tenido todo bajo control, y al momento siguiente, aquella guardia rutinaria se había convertido en una pequeña pesadilla, había echado a correr, los prismáticos golpeándole el pecho, la ventisca rodeándola y la voz de la señora Cold y los ladridos de aquel estúpido perro alejándose, volviéndose, en la distancia, cada vez más vaporosamente irreales.

—Oh, Jodd, no le hagas ni remoto caso a Bertie Smile —continuó Bertie Madre—. Lo que consiguió es, oh, ¡voy a contártelo! —Bertie Smile se metió en la boca la última cucharada de cereales y sacudió la cabeza. No podía evitar pensar en lo que ocurriría el día en que su madre descubriera sus cuadernos. Explota­ría ante tanto secreto guardado. La oyó decir—. ¡Hay un bebé en camino!

Bertie Smile se puso entonces en pie, dejó el tazón en el fregadero y se preguntó a qué clase de bebé podía estar refiriéndose. Si Bertie Madre había considerado al elefante, aquel tal Corvette, el elefante enano de Mack Mackenzie, cuyo nombre no había llegado a anotar pero sin duda recordaba, o a la posibilidad de que dormir con alguien pusiese automáticamente en camino a un bebé.

Porque, en el mejor de los casos, Bill y Sam no habrían hecho otra cosa que dormir juntos. Bertie Smile no tenía forma de saberlo pero lo sabía de todas formas.

Después de todo, eran sus personajes.

—Llego tarde, mamá.

—¡Oh, claro, pichoncito! ¿Te he entretenido? Oh, lo siento mucho, cariño, estúpida de mí, ¿quieres que llame a Don? ¿Quieres que llame y le diga que vas a llegar tarde?

Bertie se guardó una manzana en la cartera, aquella cartera que era una vieja cartera de cuero con la que iba a todas partes, quién sabe si para seguir fingiendo que iba al instituto y no a aquella horrible tienda de frigoríficos, y dijo:

—Claro —dijo—. Eso estaría bien, mamá.

Se puso el abrigo, la bufanda, los guantes, y salió.

Dijo:

—Hasta luego, Jodd.

Y salió.