15

En el que conocemos al impetuoso aprendiz de Wilberfloss Windsor, y a Josephine, su pelota de tenis, y a un par de niños gramatólogos, y a una mesita de noche que no sabe que está a punto de ser (ABANDONADA)

 

 

Un segundo antes de estrellarse contra la puerta de (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL), aquel tipo que definitivamente no era Wilberfloss Windsor porque era demasiado joven para ser Wilberfloss Windsor, demasiado joven y demasiado rubio, y en cierto sentido, demasiado alegre, si es que alguien podía mostrarse alegre mientras tendía la mano desde el suelo helado al desconocido al que se disponía a entrevistar, Urk Elfine Star­kadder, pues ése era su nombre, se dirigía, desacomplejadamente presuroso a (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL). Llevaba una pelota de tenis en el bolsillo de su vieja y sucia americana, la americana de su único traje, un traje al menos dos tallas por encima de la que necesitaba. La razón por la que Urk Elfine no tenía un traje como era debido tenía que ver con su numerosa y poco cuidadosa familia. Pues, pese a su aspecto de jovencito, de melena corta y encantadoramente revuelta, Urk era padre de cinco endiablados pequeños demonios a los que no echaba en absoluto de menos cuando salía de casa. Salir de casa era, en cierto sentido, siempre, para Urk Elfine, un pequeño y lujurioso placer. Cerrar la puerta tras él escuchando los gritos del señor Sneller, su criado, aquella especie de mayordomo que era, en realidad, una niñera, sabiendo que a la vuelta, con suerte, no haría otra cosa que meterse en la cama y esperar a que llegase Lizzner, su mujer, para hablarle de su día, que siempre era un día mucho más interesante que el suyo, pues aquello, aquella cosa, el ser aprendiz de Wilberfloss Windsor, era tan reciente, que no había habido manera aún de que ninguno de sus días fuese más interesante que cualquiera de los días de su mujer. Porque ¿qué hacía Urk durante todo el día, además de tratar de escribir? Suplicarle al señor Sneller que estuviese en todas partes y en todas a la vez, y tratar de lidiar con la pasión gramatológica de al menos, por el momento, dos de los ya no tan pequeños Starkadders: Cussick y Rafferty. ¿Qué hacía, en cambio, Lizzner Starkadder? Lizzner Starkadder era capitana de barco, pero una capitana de barco que no solía pasar demasiado tiempo en ningún barco concreto porque lo que Lizzner comandaba era una pequeña familia de cruceros, es decir, de barcos que recorrían el río de aquel otro lugar, Betty Hadler Winton, un río llamado Keith, un río que Billy Peltzer habría sido capaz de reconocer puesto que había sido objeto de uno de los primeros cuadros que su madre les había hecho llegar. El cuadro, apenas un río helado y una solitaria y triste ardilla deteniéndose al cruzarlo, se titulaba Keith, y, él no, pues él era aún demasiado pequeño, pero su padre había creído que había sido aquel Keith el que les había arrebatado a la impulsiva y encantadora Madeline Frances Mackenzie.

Pero no había forma de que el inofensivo e iluso Urk Elfine supiera que el río que la flota de cruceros que su mujer capitaneaba, era el mismo río que había pintado Madeline Frances Mackenzie, ni que el hombre al que había abandonado creía que aquel río no era un río en realidad sino el tipo por el que le había abandonado. Lo único que Urk Elfine sabía era que tenía un encargo (¡un encargo!), su primer encargo en meses (¡SU PRIMER ENCARGO EN MESES!), del fundador y único redactor de (PERFECTAS HISTORIAS INMOBILIARIAS), aquel tal Wilberfloss Windsor, y que ese encargo consistía en entrevistar a aquel tipo que casi había ganado un Howard Yawkey Graham. Acababa de caer en la cuenta, después de haber conducido durante el suficiente tiempo como para escuchar tres veces su disco favorito de Leon Turpin, un disco de canciones tristes que a Urk le resultaba tremendamente reconfortante, oh, todas aquellas canciones le decían que todo podía ir mal y que, de hecho, iba francamente mal, pero al menos iba de alguna manera, ¿y no era eso maravilloso?, de que no había traído consigo ningún abrigo. Había salido tan resueltamente feliz de casa que había olvidado que el tiempo en Kimberly Clark Weymouth no era el tiempo en Betty Hadler Winton. Así que, había concluido antes de salir del coche, iba a constiparse. Se constiparía y podría pasar una semana en cama, dejando que el señor Sneller perdiera la cabeza con aquel puñado de chiquillos, sabiendo que no importaba lo horriblemente mal que se encontrase, ni lo que Sneller fingiese tratar de quitárselos de encima, los tendría a todos, permanentemente, en la cama, con él, rodeándolo, pidiéndole vasos de agua, todo tipo de animalitos de peluche que sólo él podía encontrar, diccionarios de gramática, una historia divertida, oh, (¡PAPI! ¡PAPI! ¡PAPI! ¿NO VAS A CONTARNOS UNA HISTORIA DIVERTIDA ESTA NOCHE?), gritaría alguno de ellos, y (¡CHICOS! ¡POR TODOS LOS DEMONIOS STARKADDER! ¡PAPÁ ESTÁ ENFERMO! ¿QUERÉIS DEJARLE EN PAZ? ¡FUERA! ¡VAMOS! ¡FUERA DE AQUÍ!), oiría Urk bramar a Sneller mientras, con los ojos cerrados, se dejaba pisotear por su colección de diminutos pies, y tironear, de aquí y allá, por aquella nube de manitas aterciopeladas, en una suerte de nada agradable duermevela. Por todos los demonios Starkadder, se había dicho, sin poder reprimir una sonrisa, al salir del coche, en realidad, una pequeña camioneta repleta de asientos, y aquel olor a mezcla de papilla de pollo con arroz y colonia de bebé. Después de todo, Urk adoraba a sus hijos, y hacía tiempo que no se constipaba, y en aquel instante estaba solo, caminaba solo por la calle, y era una calle nevada, el enjambre de críos no le rodeaba, todo era sencillo y agradable, pese al frío, aquel frío abominable que, para cuando llegase a (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL), le habría escarchado la barbilla. No contaba Urk Elfine con lo que las suelas de sus zapatos no esperaban encontrarse: una capa de hielo que iba a invitarlas a patinar, una vez hubiese cruzado la calle y se dispusiese a tirar de la puerta de la oficina de aquel agente inmobiliario. Había sido entonces cuando, a resultas del catastrófico e inevitable desliz, el rubio y jovencísimo aspirante a periodista, se había estrellado contra la puerta de (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL).

—¡Oh, por Neptuno, señor! ¿Se encuentra usted bien? —había dicho MacPhail abriendo presurosamente la puerta y topándose con lo que parecía un niño con traje, un traje que para entonces ya estaba mojado y que parecía, sin duda, demasiado grande—. ¿Está, eh, está usted bien? —había repetido tendiéndole la mano a aquel tipo que, pese al golpe que acababa de propinarse, no hacía más que sonreír, que sonreía y decía (), y (OH, NO SE PREOCUPE), decía (HE DEBIDO RESBALAR) y (ESTOS ZAPATOS, CONDENADOS ZAPATOS), se reía (JEI JEI JEI), y hacía fuerza, propulsándose hacia arriba, a partir de la mano del pequeño agente, que no podía dar crédito a lo que veía, aquel traje con manchas, y al pañuelo visiblemente sucio que colgaba del bolsillo de la solapa, y (GRA) (GRACIAS), decía el chaval, que había caído junto a un desastrado maletín, mientras se ponía en pie, sonriendo aún, dejándose rescatar por la mano de Stumpy MacPhail, aquella mano de pianista torpe y desdichado.

—No ha sido nada —dijo el chico, haciendo girar la muñeca derecha, y luego, la izquierda, palpándose el trasero mojado, recolocándose la americana, y fingiendo que aquel (TAC) (tac) (TAC) no eran sus dientes castañeteando de frío—. Es sólo que —(TAC) (tac) (TAC)—. ¡Vaya! ¡No tienen aquí un pueblo, tienen una pista de hielo! ¡Dígame que va bien para el negocio! Estupenda casa construida sobre insuperable pista de hielo natural, vistas a la montaña y a las otras casas que han decidido construirse sobre la pista de hielo en cuestión. Coqueta. Todo tipo de buenas referencias. Tres chimeneas por planta. —Stumpy se rio (JOU JOU JOU), y dijo, (¿TIENE USTED TRABAJO?) (JOU JOU JOU). El chaval se encogió de hombros, divertido. Le tendió la mano. Stumpy se la estrechó. Estaba helada—. Starkadder, señor —dijo el chaval—. Urk Elfine Starkadder.

—MacPhail, Stumpy MacPhail —dijo el agente—. Encantado.

—El placer es mío, señor (TAC) (tac) (TAC) MacPhail. —Oh, aquel castañeteo del demonio. Iba a tener que dejarle entrar—. Me envía el señor Windsor.

—¿El señor Windsor?

—Soy, eeeh, reportero de Perfectas Historias Inmobiliarias.

MacPhail miró al chaval. No era más que un chaval. Ni siquiera tenía bigote. Se le insinuaba una especie de pelusilla rubia bajo la nariz pero eso era todo.

—Tenía entendido que Wilberfloss trabajaba solo.

—Y lo hace, señor. Pero, eeeh —(TAC) (tacatac) (TAC)—, a veces tiene otros asuntos entre manos, señor, y entonces, bueno —(tacatac) (TAC)—, me llama, señor.

—Uhm —rezongó MacPhail.

Se fijó en la barbilla del chico.

Estaba cubierta de nieve.

De haber podido ascender a un lugar como aquel, los duendes veraneantes de la señora Potter podrían haber instalado una deslizante pista de hielo.

—(FUF) Señor. —El chaval se frotó las manos—. ¿Eso de ahí es café?

—Oh, sí, claro, lo siento, caballero, pase —consintió al fin Mac­Phail—. Prepararé un par de tazas. —El chico cerró la puerta a sus espaldas. Aquella ventisca horrible se quedó silbando fuera—. ¿Le gusta la mermelada, jovencito?

—¡Mermelada! ¡Por supuesto, señor MacPhail! —El chico seguía en pie, se frotaba las manos, se las llevaba a la boca, se las (FUUUUF) (FUUUUF) soplaba, luego se las metía en los bolsillos, volvía a sacarlas, se restregaba la barbilla—. ¡Vaya! ¡Qué bonito lugar! ¿Es aquí donde trabaja? —El chico empezó a curiosear—. ¡Anuarios! —Urk echó mano de aquel maletín desastrado y extrajo de él una libreta y un lápiz. La libreta parecía haber ardido parcialmente en al menos tres ocasiones, convino MacPhail, atusándose la pajarita, olvidando por un momento que el teléfono seguía en la horquilla, y por lo tanto, podía sonar en cualquier momento—. ¿Desde cuándo colecciona anuarios, señor MacPhail? —El chico se había sentado en la afelpada silla de los potenciales clientes de (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL) y estaba ojeando uno de sus anuarios y anotando quién sabía qué en aquella libreta suya, con un pie apoyado en la papelera—. ¿Señor?

—Oh, eh, sí. No, no los colecciono —Oh, por supuesto que los coleccionas MacPhail—. Sólo es una manera de mantenerme informado, Urk.

—¡Vaya! Pues tiene aquí uno francamente antiguo. —El chico se puso en pie de un salto y extrajo un anuario francamente antiguo de una de aquellas estanterías con las que Stump había forrado su oficina—. ¿Puedo anotar que tiene anuarios francamente antiguos, señor? —Tiene anuarios francamente antiguos, susurró, mientras anotaba—. La verdad es que es incluso más interesante el hecho de que no los coleccione, ¿no cree?

—Claro —dijo MacPhail, sirviendo al fin las tazas de café, y añadiéndoles una cucharadita de mermelada de melocotón a cada una de ellas—. Así que —dijo, sentándose en su sillón— le envía Wilberfloss.

—Sí, señor.

—¿Y qué quiere exactamente Wilberfloss de mí?

—Oh, me ha pedido que le entreviste para el próximo número. Tengo entendido que casi ganó usted el Howard Yawkey Graham. Enhorabuena.

—¿Enhorabuena? No gané nada, chico.

—A mi entender, es usted un agente audaz, no el mejor, según esos premios, pero lo es de todas formas, ¿no?

—Supongo que sí.

—Estupendo. Y ahora dígame, ¿por qué cree que lo es?

El chico había apoyado la libreta en el zapato de su pierna cru­zada. Estaba usando su zapato como mesa. Era un zapato viejo. Stump creyó ver un agujero en la suela.

—¿Señor MacPhail?

—Oh, sí. Bueno. Supongo que haberme mudado a este pueblo horrible es algo que Howard Yawkey Graham podría considerar audaz.

—¿Es Kimberly Clark Weymouth un pueblo horrible, señor MacPhail?

El chico estaba frunciendo el ceño. El ceño de aquel chico no era un ceño corriente. Era un ceño acostumbrado a fruncirse, a fruncirse, en realidad, todo el tiempo. Lo raro en aquel ceño, podría decirse, era que no estuviese fruncido. Stump no tenía forma de saberlo, pero era el entrenado ceño de un padre de cinco hijos, dos de los cuáles discutían, a una sin duda demasiado tierna edad, sobre gramática, eran, decían, ebuditos en bramatología.

—¿Está tomando nota?

—¿Me lo permite?

—Por supuesto.

El chico anotó (PUEBLO HORRIBLE). Luego levantó la vista. Parecía un cachorro a la espera de algún tipo de galletita. Stumpy iba a tendérsela. Le contaría su historia con La señora Potter no es exactamente Santa Claus.

—¿Ha oído hablar de Louise Cassidy Feldman?

—Oh, sí, ¡claro! ¡Por supuesto! —El chaval se golpeó la frente, como si acabara de caer en la cuenta de algo francamente (IMPORTANTE)—. ¡Es ese lugar!

—¿Ese lugar?

—¡El único lugar en el que siguen viendo Las hermanas Forest investigan!

Stumpy MacPhail no acostumbraba a ver la televisión. Prefería jugar con muñecos, en aquella (CIUDAD SUMERGIDA) suya. Llevaba al señor Peterson al supermercado y le veía toparse con Nikki Cohn, la encantadora madre soltera de un encantador bebé sospechosamente silencioso que vivía en su misma calle, en el pasillo de las conservas enlatadas. Así que dijo:

—Eso creo.

Pero no creía nada.

Nada en absoluto.

—¿Y es cierto lo que dicen?

—¿Qué dicen?

Urk Elfine bajó la voz, dijo:

—Que espían.

—¿Espían?

—Una vez leí un artículo, ¿sabe? Era un artículo de Bryan Tuppy Stepwise. —Oh, Urk Elfine no leía artículos de nadie más. Adoraba a aquel misterioso hombre que parecía estar en todas partes y en todas a la vez—. Decía que esta era una ciudad peli­grosa.

—¿Por todo ese frío?

—No, por sus vecinos. Decía que se había sentido (UHM) observado en todas partes. Que no había lugar al que mirase donde no encontrase un par de ojos mirándole.

—Oh, tal vez sean un poco cotillas.

Stump había recordado cómo, por las noches, parecían rodear la casa bandadas de, quién sabía, zorros, que hurgaban en su cubo de basura que, por las mañanas, aparecía de algún modo revuelto. Y, por supuesto, estaba el asunto de su cliente. ¿No le había pedido, explícitamente, que no se dejase seguir? Pero ¿de qué forma podía un pueblo al completo ser peligroso? ¿Acaso podía, un pueblo al completo, matarte?

—Yo de usted evitaría probar ningún tipo de tarta casera. —El chaval le guiñó un ojo—. Creo recordar que Tupps bromeaba al respecto. ¿De veras no ha notado nada?

—Oh, es, ahora que lo menciona puede que, bueno, mi cliente…

—¿Tiene un cliente?

—Oh, sí, y es, bueno, uno importante.

—Vaya. —El muchacho anotó algo en aquella libreta que parecía un soldado ametrallado—. Así que tiene usted un cliente importante en este sitio —dijo.

MacPhail había pensado hablar de aquella otra época, la época en la que aún no había empezado a (TIRAR SU VIDA POR LA BORDA) yéndose a aquel aborrecible y frío lugar, la época en la que aún era agente inmobiliario en Tessie Lawson Whimple, una atractiva ciudad bendecida con tres volcanes, dos periódicos, una impresionante colección de buenos restaurantes, estupendas escuelas, monumentos, artistas, galerías de arte, un pequeño y envidiable comercio local, ¡universidades!, es decir, la clase de sitio al que cualquiera podría desear mudarse, la clase de sitio en el que la siempre exigente y exclusiva y, por supuesto, terroríficamente snob, Lady Metroland, tenía su sede. MacPhail pensaba hablar de sus manos, de cómo, en aquella época, las había extendido para mostrar la amplitud de un salón, (Y AQUÍ, ¡VOILÀ!), había dicho, (¡EL SALÓN!), y parecía que le estaba dando paso, que lo estaba creando, cuando, en realidad, como todas aquellas montañas y aquellos volcanes, que parecían aparecer cuando él decía, (OH, MIREN) (¡MONTAÑAS!) (¡VOLCANES!), había estado allí desde el principio.

—¿Por qué nunca se interesaron por mí antes? Quiero decir, señor Starkadder, ¿de veras nunca pensaron en mí antes? Estoy suscrito a esa cosa desde el principio y he visto cómo se han repetido cientos de artículos, ¿y de veras no habían pensado en mí antes?

—Oh, puede que, bueno, el señor Windsor, ya sabe.

—¿Qué? ¿Necesitase un naufragio?

—Oh, no, me refiero a que, ya sabe, está siempre muy atareado, señor.

—¿Dan mucho trabajo todos esos artículos?

—¡Oh, sí! —dijo el chico, y parecía divertido cuando lo hizo, pero al momento siguiente su semblante se turbó—. Aunque yo no tengo forma de saberlo con exactitud, señor. Casi siempre estoy en casa con los niños.

—¿Niños? ¿Qué niños?

—Mis hijos, señor MacPhail.

—¿Hijos? ―—¿Hijos? ¿Aquel chaval tenía hijos? ¿Cuándo los había tenido, mientras aún se chupaba el dedo?—. ¿Tiene usted hijos?

El chico se arrellanó en la afelpada silla, con cierto disgusto y, a la vez, cierto orgullo. Su voz se convirtió en la única cosa palpable que quedó en la pequeña oficina de Stumpy MacPhail, la única cosa merecedora de un titular, cuando dijo:

—Cinco, señor.

—¿Cinco HIJOS?

Stumpy MacPhail imaginó una pequeña casa, una nueva pequeña casa, en aquella, su (CIUDAD SUMERGIDA), en la que vivía un chaval y sus cinco hijos. Era una casa vieja. Las escaleras eran de madera y parecían a punto de desmoronarse, de tan acribilladas como estaban por las termitas, fantaseó. Los cinco hijos del chaval eran idénticos al chaval. No parecían en realidad cinco hijos sino cinco copias de sí mismo. No había una madre, pero Stump trató de imaginar a algún tipo de atormentada mascota que les confundiese cada vez, y creyese estar perdiendo la cabeza. No en vano, la vida, para ella, había sido siempre un toparse todo el tiempo con la misma persona, en una vieja habitación tras otra. Convivir, diríamos, con ridículos seres humanos extrañamente repetidos.

—Sí, señor, cinco. Son buenos chicos, pero le complican un poco la vida a uno, ya me entiende. Suerte del señor Sneller. Sin el señor Sneller no podría estar aquí. ¿Sabe qué es lo peor del señor Sneller? Oh, (JO JO) —rio el chaval, ante lo que parecía una confidencia que no tenía por costumbre compartir con nadie, porque ¿qué clase de vida podía tener alguien que debía ocuparse de cinco hijos?— no lo soporto. Arrastra los pies, señor Mac­Phail. Es como una especie de fantasma. Los chicos y yo siempre sabemos dónde está aunque no podamos verlo. Nuestra casa pa­rece uno de esos castillos encantados.

MacPhail, que por un momento había creído que aquel tal señor Sneller era el perro de la familia, o, mejor, el erizo de la familia, reconfiguró el diseño de la casa en la que instalaría al periodista y a su numerosa familia, e incluyó a un amo de llaves cadavérico, y a continuación dijo:

—¿No es usted demasiado joven para tener cinco hijos, señor Starkadder?

—Oh, bueno, no lo sé, ¿soy demasiado joven? A Lizzner le pareció que debíamos darnos prisa, señor, su carrera era importante.

—¿Lizzner es su mujer?

—Sí, señor. Es capitana de barco.

—¡Vaya! —De repente, el interior de aquella vieja casa que ya no era una casa sino un castillo, algo decididamente gótico, se llenó de reproducciones de pequeños barcos y de sus pequeños capitanes—. Es usted una caja de sorpresas, Starkadder.

—¿Lo soy? —El chaval parecía divertido. Hasta aquel viejo traje que llevaba consigo parecía sonreír cuando dijo—: Pues espere a oír esto, señor. Dos de los pequeños, cómo lo diría, me han salido gramatólogos.

—¿Gramatólogos?

Oh, aquella casa que ya no era una casa sino un castillo góti­co repleto de barcos y capitanes se llenó también de libros, viejos manuales de gramatología que Stump debía aprender a fabricar y, ¿era la gramatología una ciencia? Stumpy no lo sabía, pero estaba convencido de que Charlie Luke podría echarle una mano.

—Ajajá, gramatólogos, señor. No hacen más que preguntar to­­do tipo de cosas. Leen libros enormes y discuten todo el tiempo.

—¿Qué edad tienen, si me permite la indiscreción, señor Stark­adder?

—Oh, doce y siete años, señor.

Stumpy MacPhail seguía sin poder dar crédito, pero de todas formas, decidió, como se decide en un sueño que va a tener que atravesarse por más que carezca de sentido, continuar como si tal cosa, dejar atrás a aquellos chiquillos, dejar atrás el castillo repleto de manuales o tratados de gramatología, y empezar a hablar de sí mismo, dejar que el chico que no era en realidad un chico, tomase notas, notas sobre las posibilidades que el pueblo de Louise Cassidy Feldman, la excéntrica y sin embargo famosa autora de La señora Potter no es exactamente Santa Claus, ofrecía a alguien como él, que conocía a la perfección a la clase de clientes que podían sentirse atraídos por el lugar que, tal vez, a la muerte de la escritora se convirtiese en una especie de Tessie Lawson Whimple, y hasta llegase a tener universidad, una universidad que llevaría el nombre de Louise Cassidy Feldman, y cuyo archivo atesoraría hasta el último ejemplar de sus diarios. Se refirió, obviamente, MacPhail, a aquella maniobra que le había permitido vender su única casa en venta, la casa de aquel cliente importante, una casa que no había puesto, en realidad, en venta, y que sin embargo, se había vendido. Habló, entonces, de milagro, y se refirió a él como aquello que los jueces, que, en realidad, el jurado, del Howard Yawkey Graham a Agente Audaz podía haber estado esperando, aquello que, de haber ocurrido antes de que el premio se hubiese fallado, podría haber decantado la balanza en su dirección, por más que supiese que no había forma de que la venta de una sola casa pudiese competir con el imperio que Brandon Pirbright había erigido gracias a aquellas nostálgicas casas por correo.

—Y dígame, señor MacPhail —el chaval parecía dibujar en vez de tomar notas, sus trazos eran largos y no parecían seguir ningún tipo de orden—, ¿se puede saber quién ha comprado esa casa milagro?

—Oh, sí —dijo MacPhail, y le hubiese gustado mesarse la barba mientras lo hacía, como hacía a menudo la señora Potter, pero no había barba que mesarse, así que dijo—: Una pareja de escritores que únicamente vive en casas encantadas.

—¡Por todos los dioses tecleantes, señor! —El chico tomaba notas y daba pequeños saltitos en aquella silla afelpada—. ¿Es esa pareja de escritores que se dedica a comprar casas encantadas? Oh, recuerdo un artículo del señor Windsor sobre ellos. ¡Era una entrevista con su agente! Se llamaba, oh, déjeme intentar recordarlo, Bobby Bee, Bobson Bee, Todson Dee, no, ¡Dobson! ¡Eso es! ¡Dobson Lee! Y ellos son los, eh…

—Benson.

—¡EXACTO! —bramó el chaval.

Fue entonces cuando el teléfono (RIIIIIIIING) empezó a sonar y el tintineo de la campanilla (DING DONG), la campanilla de la que pendían aquellos tres esquiadores diminutos, les alertó de que su ridículo jueguecito, aquel pequeño simulacro de algo francamente importante, había llegado a su fin.

Los guantes en los que se embutían las manos que habían empujado la puerta eran horrendos. Horrendos y verdes. Y estaban veteados de cientos de miles de copos de nieve.

Sí, eran los guantes de Billy Peltzer.

El inminentemente fugitivo Billy Peltzer.