Después de que Bertie Smile, y aquel zurrón suyo, la carta aún metida en el sobre ante él en el mostrador, abandonaran la tienda, y, Bill no tenía forma de saberlo pero, camino de Frigoríficos Gately, hiciera un alto en el (LOU’S CAFÉ) para añadir a su cuaderno WILLIAM BANE PELTZER lo que acababa de hacer, entregarle aquella confesión, aquel (Querido Bill), (Anoche hice algo estúpido y no espero que lo entiendas, porque no creo que los personajes deban entender nunca a sus autores, por más que ni siquiera sepan que son personajes ni que existe algo parecido a un autor en alguna parte. El caso es que hice algo estúpido, en realidad, estaba haciendo algo estúpido, cuando Meriam Cold y ese engreído mastín suyo me sorprendieron. Estaba en el montículo Polly Chalmers. Supongo que nunca hemos hablado lo suficiente de Polly Chalmers ni de lo que hicieron con tu padre cuando ocurrió. Oh, supongo que éste no es el momento. Tal vez podríamos hablar algún día. No tiendo a hablar con demasiada gente. ¿Has oído hablar de Matson McKissick? Una vez estuvo en el Dan Marshall. A veces hablo con él. Por las noches. Hago cosas estúpidas como fingir que ceno con él. ¿No te parece ridículo? Oh, qué más da. El caso es que estaba haciendo algo estúpido, te estaba espiando, Bill, y entonces la señora Cold me sorprendió y, demonios, es tan engreídamente violenta, Bill, que no pude evitar que me arrebatara la libreta, y había anotado cosas, Bill, y empezó a gritar, la oí gritar, ¿Acaso ha puesto ese maldito imbécil su casa en venta?, y eché a correr, Bill, no luché por mi libreta, me fui y luego ella llamó a todo el mundo, aunque no tenía derecho a hacerlo. Lo siento, Bill. Espero que puedas perdonarme y espero que puedas salir de aquí. Nadie tiene ni la más remota idea de lo complicado que es vivir en un lugar que no soportas. Suerte, Bill), Bill, visiblemente alterado, definitivamente nervioso, miró a través del cristal, miró al otro lado de la calle, esperando toparse con el señor Howling, la mirada sentencia del señor Howling, y algún tipo de gesto, un gesto que le indicase que (LO SABÍA), y que no sólo (LO SABÍA) sino que ya había puesto en marcha algún tipo de acción para acabar con toda posibilidad de que Bill se fuese de allí.
Pero no lo encontró tras el mostrador.
Está al teléfono, se dijo, ¡al teléfono! Está llamando a todo el mundo, ¡está llamando a todo el mundo! Sal de aquí, Bill, se dijo, SAL.
—Disculpen. —Bill alzó ligeramente la voz, dirigiéndose a aquella pareja de taxidermistas de luna de miel que no acababan de decidirse entre añadir al autobús escolar que, apresuradamente, Bill estaba envolviendo en aquel papel de regalo punteado de ridículos duendes veraneantes, la bola de nieve en la que Louise Cassidy Feldman escribía a máquina o la señora Potter de porcelana que acarreaba un saco de postales y mirando distraídamente hacia atrás—. Lo siento pero tengo que irme.
—Oh, ¿es tan tarde? —La mujer echó un vistazo a su reloj de pulsera. Bill negó con la cabeza, dijo, (NO) y (ES) (VERÁN), (LO SIENTO), me ha surgido un, ¿un qué Bill? ¿Un fin del mundo? (UN IMPREVISTO), dijo al fin.
—Claro —dijo el taxidermista—. ¿Cariño? Vamos.
—Oh, vaya, Howard, es que no sé.
—No te preocupes, nos llevaremos las dos.
—Oh, no no no.
—Claro que sí, cariño, este señor tiene que irse.
—No podemos llevarnos las dos.
Aquella cosa, aquella conversación ridícula siguió durante un buen rato, en realidad, siguió durante un rato minúsculo, pero a Bill le pareció eterno, a Bill le pareció que civilizaciones enteras se crearon y destruyeron en algún lugar, ahí fuera, mientras la pareja decidía qué se llevaba, y Bill sólo envolvía una cosa y luego otra, mientras pensaba en Eileen McKeeney frotándose las manos, sus manos nunca enguantadas y nunca frías, mientras pensaba en autobuses, en coches que no fuesen el coche de Sam porque no podían ser el coche de Sam, porque Bill lo había fastidiado todo aquella noche, y no había tiempo, no, él no podía, simplemente, dejarse caer por Rifles Breevort y actuar como si nada de aquello hubiera ocurrido, no podía actuar como si tal cosa y pedirle a Sam las llaves de su camioneta, no podía decirle (EH), la otra noche (TUVE UN SUEÑO), la otra noche soñé que ese perro tuyo y yo salíamos de aquí, que él (ME ACOMPAÑABA) a ese otro lugar, Sean Robin Pecknold, y quizá debería llevármelo, podría llevármelo, pasaríamos unos días fuera, sólo serían unos días, tengo que solucionar esa cosa del pequeño Corvette, no puedo creerme que esté en camino, en algún lugar ahí fuera, en la carretera, a la tía Mack le hubiese horrorizado, intento imaginármelo, le diría, sentado en el asiento del copiloto, mirando por la ventanilla, echando de menos a tía Mack, echándolo de menos todo, pero sé que no es ahí donde está, sé que está en algún tipo de remolque, y está solo, y el pequeño Corvette nunca ha estado solo, y no debe entender nada, no debe entender dónde está su mejor amiga, su madre, no debe entender qué ha sido de tía Mack, imagínate no saber lo que ha pasado, despertar un día y que tu madre no esté por ninguna parte, que no vuelva a casa, que no sepas si va a volver algún día, le diría, y entonces Sam gritaría (¡JACK!), y el enorme bobtail daría un salto en la alfombra, aquella alfombra que mordisqueaba todo el tiempo, y correría a su lado, y Sam le tendería las llaves de su camioneta y no le diría nada, sería Bill quien le daría las gracias y diría (NO TARDARÉ), pero aquello no iba a ocurrir porque Bill lo había fastidiado todo, así que mientras envolvía primero el autobús escolar del niño Rupert, y luego la figura de porcelana de la señora Potter, y aquella bola de nieve que no era la bola de nieve en la que Louise Cassidy Feldman tomaba notas en su libreta, sino la bola de nieve en la que tecleaba, se despidió de todo aquello, se dijo, (ESTO ES LO ÚLTIMO QUE HARÁS AQUÍ DENTRO), cuando acabes, apagarás las luces y saldrás, cerrarás con llave, y todas estas cosas se quedarán, y esperarán, quién sabe, a que alguien regrese, encienda la luz, y las permita tener otra vida, esperarán, como había esperado su padre, en vano, porque nadie iba a regresar, porque aquello se habría acabado.
En un acto reflejo, cuando aquella pareja salió de la tienda, Bill se guardó en el bolsillo de la chaqueta la bola de nieve en la que la fatalmente incomprendida Louise Cassidy Feldman escribía en una libreta, porque, de entre todos los objetos que iba a abandonar cuando, al fin, la puerta de (LA SEÑORA POTTER ESTUVO AQUÍ) se cerrase a sus espaldas, era el único que no había encontrado su lugar, el único que no había sido comprendido por nadie, y que, tal vez, nunca lo haría. A continuación, apagó las luces, salió, y recorrió, su maraña de esponjosos rizos a buen recaudo bajo aquel gorro de cazador que le había regalado Sam, las manos embutidas en aquel par de horrendos guantes perlados de copos de nieve, la calle principal, apresuradamente, enorme zancada tras enorme zancada, la vista clavada en el asfalto congelado, la vista clavada en sus viejas botas, la sensación de que todo el mundo le observaba, de que todo el mundo sabía exactamente a dónde se dirigía, la sensación de que todo Kimberly Cark Weymouth iba dejando, a su paso, lo que estuviese haciendo, y se unía a un pequeño e improvisado ejército, el pequeño e improvisado ejército que iba a impedirle hacer lo que estaba a punto de hacer porque no podía no hacerlo, porque no hacerlo significaría el fin de todo lo que ella, Kimberly Clark Weymouth, era, y por eso, hasta el último momento, hasta que sus manos empujaron la puerta de (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL), Bill pensó que no lo conseguiría, que alguien le detendría, que alguien posaría una mano en su hombro y le susurraría (NI SE TE OCURRA, CHICO PELTZER), pero no ocurrió.
—¡Señor William! —espetó MacPhail, al verle entrar, alzando los brazos y fingiendo que nada más estaba ocurriendo en la pequeña oficina, que no había un teléfono sonando, y que era un teléfono que podía tener buenas o malas noticias para el tipo de los horrendos guantes que acababa de entrar, y había dejado entrar consigo un pedazo ventolado de aquella insaciable ventisca—. ¿Qué horrible día, verdad?
Bill se quitó el gorro, porque estaba empapado y porque allí dentro hacía calor, y se fijó en Urk, aquel tipo, un tipo con traje, un traje sucio. Ni siquiera parecía un tipo, parecía un niño con traje. Tenía una libreta en el zapato. Había estado escribiendo. ¿También él lo sabía? ¿De dónde había salido? ¿Lo habían enviado ellos? ¿Era detective? Tenía aspecto de detective. De repente, se sacó una pelota de tenis del bolsillo y empezó a lanzarla al aire. ¿Qué demonios estaba haciendo, intimidarlo?
—Sí —dijo Bill, y fue como si estuviera respondiéndose aquella pregunta.
—¿Han considerado ustedes la posibilidad de usar raquetas?
El teléfono seguía, (¡RING!) (¡RING!) (¡RIIIIIIING!), sonando pero MacPhail iba a fingir que no lo estaba haciendo.
—¿Raquetas? —preguntó el chico, devolviendo aquella pelota de tenis al bolsillo, e inclinándose sobre la libreta para anotar lo que fuese a responder MacPhail—. ¿Usa usted raquetas, señor MacPhail?
—¿No está sonando un teléfono? —¿Qué demonios estaba pasando allí dentro? Bill se atrevió a mirar a la calle. Esperaba toparse con todo Kimberly Clark Weymouth allí fuera. ¿Y estaba todo Kimberly Clark Weymouth allí fuera? No. La calle permanecía vacía. Los copos de nieve volaban de un lado a otro. Algunos se estrellaban contra el cristal, el resto seguían su camino, quién sabía pensando en qué, no eran más que copos de nieve. Pero, oh, Bill, ¿qué demonios haces pensando en copos de nieve ahora? Ahora tienes que darte prisa. ¡Ya has leído la carta de Bertie Smile! ¡Todos lo saben! Tenía que largarse. Porque era cuestión de tiempo que se presentasen en la tienda. Su tienda cerrada. Era cuestión de tiempo que fuesen a su casa, era cuestión de tiempo que ¿qué? ¿Qué podían hacerle? No podían matarle. No podían amenazarle. ¿Con qué iban a amenazarle?
Sam, pensó.
Podían hacerle algo a Sam.
Pero ¿qué iban a hacerle a Sam?
Oh, recuerda lo que le hicieron a Polly Chalmers.
Pero ¿acaso habían matado ellos a Polly Chalmers?
No, no podían haberlo hecho, y en cualquier caso, Sam no era Polly Chalmers.
Sam regentaba una boutique de rifles, por todos los dioses veraneantes. ¿Qué iban a hacerle a alguien que regentaba una boutique de rifles?
Estaba perdiendo la cabeza.
Como aquel par de tipos.
Parecían haber perdido por completo la cabeza.
¿Acaso no oían el teléfono? ¡Había un maldito teléfono sonando! ¿Por qué nadie lo estaba descolgando? ¿Por qué hablaban de raquetas? ¿Y por qué tomaba aquel otro tipo notas? ¿Por qué lanzaba al aire una pelota de tenis? ¿Y por qué le había mirado de aquella manera cuando había entrado, una manera, francamente, pensó Bill, desafiante? ¿Quién demonios era aquel tipo que parecía un chaval pero que bien podía ser un detective privado? Si era un detective privado era un detective privado contratado por el mismísimo señor Howling, o por la mismísima Meriam Cold, contratado apresuradamente aquella misma noche después de que ocurriera lo que había ocurrido en el montículo Polly Chalmers, con el único fin de descubrir en qué punto exacto se encontraba la venta de aquella casa que no podía de ningún modo venderse porque, que la casa se vendiera podía significar que el mundo tal y como lo habían conocido hasta entonces, aquel mundo repleto de turistas encantadoramente despistados, se acabara.
—Oh, no se preocupe, señor William, no es nadie. Quiero decir, nada, es decir, nada urgente. —MacPhail se puso ceremoniosamente en pie—. Permítame presentarle al señor Starkadder. —MacPhail rodeó la mesa, extendió un brazo y señaló con la palma de la mano al chaval—. El señor Starkadder trabaja para el señor Wilberfloss Windsor —dijo—. Puede que usted no conozca al señor Windsor, pero es una pequeña celebridad en este mundo nuestro. Me refiero, por supuesto, al mundo inmobiliario.
El chico dejó de lanzar la pelota al aire y le tendió una mano. Se puso torpemente en pie. Tiró la libreta al suelo cuando lo hizo. La recogió. Bill aprovechó para quitarse uno de aquellos horrendos guantes, lo que le llevó, inevitablemente, a pensar en Cats McKisco. En Cats diciendo (¿POR QUÉ NO TE HAS QUITADO LOS GUANTES, BILL?).
—Encantado —dijo Bill, estrechándole la mano a Urk—, Billy Peltzer.
—¡Billy Peltzer, encantado, señor Peltzer!
El teléfono seguía sonando.
—¿Está seguro de que no es nada importante? —insistió Bill.
—Oh, no no, no lo es —dijo MacPhail.
—Estoy escribiendo un artículo —dijo el chico, sentándose con cuidado en aquella silla afelpada—. Para el señor Windsor.
—El señor Windsor es el director de Perfectas Historias Inmobiliarias, la revista más importante del sector —informó MacPhail.
Por eso tomaba notas, Bill. Maldito estúpido. ¿Qué demonios te pasa? ¿Por qué no sales de aquí de una vez? Pueden llegar en cualquier momento.
Sal de aquí.
Lárgate de una vez.
Ve a casa, recoge tus cosas.
Lárgate.
Pero ¿cómo?
En el coche de ese tipo.
El tal MacPhail.
Todo el mundo daría por hecho que era él si salía de la ciudad en aquel otro coche. Es decir, todo el mundo daría por hecho que era el tal MacPhail. A nadie se le ocurriría pensar que era (EL CHICO PELTZER) tomando prestado un coche cualquiera.
Por eso dijo:
—¿Puede prestarme el coche?
Y a continuación miró por encima del hombro en dirección a la calle, esperando encontrar, esta vez sí, a Meriam Cold y a su malhumorado mastín al otro lado del cristal de la oficina, esperando encontrar al señor Howling, a Ray y Wayne Ricardo, blandiendo sus maletines de únicos agentes inmobiliarios de aquella, su gélida ciudad, esperando encontrar a la impertinente Mildway Reading, a Archie Krikor, a la desnortada Harriett Glickman, a la señora MacDougal, a Bernie Meldman, a Mavis Mottram y el resto de chifladas que querían ser Kirsten James, a, por supuesto, Eileen McKenney, a Jingle Bates cargando un puñado de cartas y un paquete con aspecto de cuadro, a Doris Peterson y al mismísimo Abe Jules, el alcalde, perpetuamente colgado del brazo de su mujer y tomando notas, todas aquellas notas que luego hacía llegar a Francis Violet McKisco, el único, quizá, a excepción de Sam, que no formaría parte de aquella multitud que, creía Bill, no tardaría en formarse al otro lado del cristal si no salía de allí cuanto antes.
—¿Disculpe, señor William?
—Necesito salir de aquí, señor MacPhail.
—¿Salir de aquí? ¿Aquí es Kimberly Clark? ¿Por qué, muchacho?
Aquel otro tipo, su único cliente, parecía francamente a punto de despegar, caminaba de un lado a otro con aquel gorro de cazador en la mano, y uno de aquellos horrendos guantes aún puesto, se mesaba el pelo, todos aquellos esponjosos rizos, murmuraba cosas, cosas sobre aquel pueblo que, decía, era un pequeño nido de víboras, víboras que iban a todas partes, decía, con libretas, que anotaban, como usted, decía, dirigiéndose al chico, cosas, y luego llamaban a aquella arpía, Eileen McKenney y le contaban todo lo que fuese que hubiesen anotado, y entonces la cosa se ponía en marcha, porque siempre lo hacía, aquel pueblo, dijo, era una impertinente fuerza de la naturaleza, era una hermana detective, pero era la hermana detective sin talento, era, dijo, Jodie Forest, alguien que pensaba en destruir porque no había nada que pudiese construir, así que arrasaba con todo, y todo era, en aquel momento, su vida.
—¡Vaya! ¡Así que era cierto, señor MacPhail! ¡Tupps tenía razón! ¡Ahora recuerdo el título de aquella columna! ¡Un pueblo detective!
El chico estaba frotándose las manos. No lo hacía literalmente, porque aún sujetaba la taza de café que Stumpy le había servido, pero lo hacía, sin duda, mentalmente. ¡Estaba viendo un reportaje relato! Lo titularía (EL INCREÍBLE CASO DE LA CASA ENCANTADA Y EL PUEBLO DETECTIVE FANTASMA). ¡Aquel Howard Yawkey no tendría más remedio que nominarle a articulista del año! ¡Obligaría a Wilberfloss a ampliar la exigua plantilla de (PERFECTAS HISTORIAS INMOBILIARIAS)! ¡Podría salir de casa! ¡Saldría cada día! ¡Se acabarían todos aquellos niños chiflados!
Oh, Urk Elfine era feliz.
Por primera vez en mucho tiempo era feliz.
Se veía a sí mismo llamando a su mujer desde la redacción, porque existiría una redacción, un lugar, por todos los dioses tecleantes, en el que poder teclear, y quedando con ella para almorzar, la llamaría y le diría:
—¿Cariño? ¿Estarás en tierra en un rato? —A ese Urk del futuro le gustaba bromear con la condición cambiante del trabajo de su mujer—. He pensado que podríamos almorzar juntos —le diría, y a ella le parecería estupendo, porque no estaría almorzando con la clase de tipo que solía presentarse en las entrevistas vestido con su único traje sucio y arrugado, sino con un delicadamente perfecto atuendo de ganador del Howard Yawkey Graham a Articulista del Año, y entonces él añadiría un—: Te quiero, cariño, oh, cuánto te he echado de menos —y lo haría antes de colgar, y sería como si acabara de abandonar la mesita de noche en la que se había instalado desde que los niños habían llegado.
Stumpy MacPhail parecía preocupado.
El teléfono había dejado de sonar.
Dijo:
—¿Quiere eso decir que van a fastidiarme la visita de mañana?
—Un momento, ¿tiene una visita? —Bill parecía sorprendido.
—Sí, pero dijo usted que, dijo que si alguien se enteraba de que su casa estaba en, oh, no, dijo que si se enteraban no iba a conseguir venderla, y ¿a qué se refería?
—No puede tener una visita, no puso usted ningún cartel.
—Oh, no ha sido necesario —presumió Stumpy MacPhail—. Como le contaba hacía un momento a nuestro amigo Urk, tuve la fortuna de cruzarme con la famosísima Myrna Burnside —¿Ha anotado el nombre, Urk? Myrna PICKETT Burnside. Puedo deletreárselo, si quiere. Es importante, es muy importante, mi querido muchacho— y ese cerebro suyo, un cerebro realmente prodigioso, le ha encontrado dos posibles propietarios. Una pareja de escritores, ¿verdad, Urk?
—Oh, sí, una pareja de escritores.
—¿Escritores?
Stumpy MacPhail sonrió. El teléfono volvió a sonar. Lamentablemente, puesto que se había propulsado en el tiempo y estaba recogiendo su futuro Howard Yawkey Graham a Agente No Sólo Audaz Sino También Capaz de Vender Casas Encantadas del Año, Stump, imprudentemente, descolgó. Dijo:
—Soluciones Inmobiliarias MacPhail, dígame.
—Oh, eh, ¿señor MacPhail? Me temo que la señora Wishart ha olvidado decirle algo. —La voz era una voz masculina. Profundamente atildada—. Respecto al, bueno, fantasma.
—¿Jeanie Jack?
—Ella misma se lo proporcionará.
—Oh, ¿ella misma?
—Querido Dan, Dobbs lleva años al servicio de ese par de chiflados. Si a estas alturas no conociera a una buena compañía de fantasmas, estaría perdida.
—¿Una compañía de fantasmas?
Mientras aquel inusitadamente locuaz Jeanie Jack le pormenorizaba todo aquel asunto de la compañía de fantasmas, pues, efectivamente, existía algún tipo de empresa que se dedicaba a suministrar fantasmas, significase aquello lo que significase, la pareja formada por el aparentemente demasiado joven periodista que no hacía otra cosa que lanzar una pelota de tenis al aire y recogerla, la lanzaba (ALEHOP) y la recogía, y su único cliente, aquel tipo que se había quitado un solo guante y caminaba en círculos, se dirigían incómodas miradas que, en realidad, no tenían otro objetivo que el de unirles, pues se sabían condenados a fingir interés el uno en el otro. Más que eso. Podría decirse que se necesitaban, y que sólo lo descubrieron cuando Urk alzó ligeramente la voz para decir:
—Podría acostumbrarme a esto.
Bill pensó que se refería a aquel despacho. Pero en realidad a lo que Urk se refería era a aquel dejar de ser una miniatura de sí mismo instalada en la mesita de noche, entre todos aquellos libros que nunca iba a poder acabarse.
—¿Tiene usted coche?
—No exactamente —dijo el chico—. Tengo una pequeña camioneta.
—¿Podría prestármela?
—¿Prestársela?
Urk Elfine evaluó las consecuencias de aquel préstamo. Urk Elfine jamás le había prestado nada a nadie. Pero tampoco había habido nadie a quien prestarle nada antes. Urk Elfine se sentía francamente bien lejos de casa. Prestarle la camioneta a aquel tipo le garantizaría una excusa para no tener que volver presto a aquel pequeño infierno, pensó.
—Tengo que hacer un pequeño viaje. Pero si la visita de mañana resulta ser un éxito, volveré cuanto antes, se lo prometo.
Por supuesto, Bill no sabía que la casa estaba ya, de alguna manera, vendida. Lo único que Bill sabía era que tenía que abandonar Kimberly Clark Weymouth cuanto antes si quería venderla. Bill no sabía exactamente lo que temía, pero estaba convencido de que todo aquel maldito pueblo era capaz de cualquier cosa con tal de que él no se fuese a ninguna parte. Así que te-nía que irse antes de que pudiesen evitarlo. Tenía que hacerles creer que no había vuelta atrás. Que la casa sólo era una casa y que a quien había contenido, en realidad, lo que les interesaba, estaba ya lejos, muy lejos.
—¿Y si no resulta ser un éxito? —Urk Elfine le dirigió una expresión entre divertida e inquietantemente engreída, y le apuntó con la pelota de tenis.
¿Acaso iba a resultar? ¿Acaso creía Bill que el hecho de que se fuera, el hecho de que se hubiera propuesto interceptar a aquella abogada, y recuperar al pequeño Corvette, iba a garantizar el éxito de la visita del día siguiente? ¿Acaso creía que su mera e inútil desaparición iba a decidir a aquella pareja de escritores a comprar la casa?
—Bromeaba —dijo el chico.
Había bajado la voz. Se había incorporado en aquella silla de felpa que parecía, por la extrema comodidad con la que el chico se dejaba caer en ella, una hamaca.
—¿Disculpe?
—Me refiero a que me trae sin cuidado.
Bill frunció el ceño.
—Si no resulta, volverá de todas formas, ¿no?
Había un plan formándose en la mente del desgarbado y rubio Urk Elfine, y ese plan tenía que ver con dejar de disponer de lo único que podía sacarle de allí: aquella horrenda camioneta repleta de asientos.
—Sí, claro.
—Entonces tómese todo el tiempo del mundo —dijo Urk, recostándose en aquella silla de felpa como si en vez de una silla de felpa fuese una cómoda, sí, hamaca.