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En el que Meriam Cold hace unas llamadas y se anota un buen puñado de (TANTOS) ante la atenta mirada de Georgie Mason o Mason George, su engreídamente intelectual mastín, que cree que van a (ARRUINARLE) el día, el año, (LA VIDA, MER), al inefable señor Howling

 

 

El destinatario de la primera llamada de Meriam Cold no había sido el señor Howling, pese a que se considerase, con mucho, el mejor activo de la nada coordinada Intelligentsia de Kimberly Clark Weymouth. O precisamente por eso. Meriam había pasado un buen rato junto al teléfono, acariciando distraídamente la cabeza de Georgie Mason, y preguntándose a quién debía llamar primero. ¿A quién debía llamar primero? Podría, se dijo, llamar a Kirsten James. ¿Qué te parece, Georges? ¿Crees que si llamara a Kirsten James, Kirsten James dejaría lo que sea que esté haciendo y vendría? ¿Crees que vendría, Georgie? Podría prepararle un té. Le prepararía un té y llamaría a Mavis Mottram y le diría (ADIVINA CON QUIÉN ESTOY TOMANDO UN TÉ, MAVIS), y Mavis Mottram se moriría, Georges. Sí, se dijo, en un primer momento Meriam Cold, alzando el auricular del teléfono, dispuesta a marcar, sin importarle lo inoportuno de la hora, el número de la mujer más admirada de Kimberly Clark Weymouth, la mujer que había sido (CHICA DEL TIEMPO) y luego se había casado con (DANSEY DOROTHY SMITH), la mujer que ahora cazaba patos y vivía en una cabaña con un poeta nadador, pero al momento siguiente aquel maldito chucho, Georges, había sacudido la cabeza y la había mirado con desdén, y ella se había dicho (TIENES RAZÓN), (NI SIQUIERA SE MOLESTARÁ EN DESCOLGAR), (LE TRAE SIN CUIDADO KIMBERLY CLARK), lo cual era indiscutiblemente cierto, pero también era cierto que, por más que Meriam Cold fingiese que aquel distinguido club que dirigía la abominable Mavis Mottram, no le importaba lo más mínimo, lo cierto era que lo hacía, si no, no perdería el tiempo criticándolo tan despiadadamente. Aquel odio, nacido de la imposibilidad de aceptar que nada le gustaría más que formar parte de aquel puñado de mujeres que no hacían otra cosa que competir por el amor de alguien que ni siquiera sabía que existían, era lo que, curiosamente, la había unido a Mildway Reading, la desconsiderada y feroz bibliotecaria local.

Oh, Georges, ¿y si llamara a Mildway?

Mildway está siempre aburrida.

Me lo agradecería, ¿no crees?

(AJAJÁ), le había parecido a Meriam que le respondía aquel chucho enorme, (TE SERÍA FRANCAMENTE ÚTIL LLAMAR A MILDWAY). (PARA EMPEZAR), había imaginado que le decía aquel maldito perro, (PODRÍA CONTÁRSELO A TODOS ESOS LIBROS) (SUS QUERIDOS Y ÚNICOS AMIGOS) (Y LUEGO PODRÍA LLAMAR AL TIPO DE LAS RAQUETAS Y LOS TRINEOS, ESE TIPO QUE ARRASTRA LOS PIES, ESOS PIES COMO RAQUETAS, Y ME MIRA COMO SI FUERA DE OTRO PLANETA O HUBIESE ASESINADO A ALGUIEN, COSA QUE, SINCERAMENTE, QUERIDA, ME APETECE MUCHO HACER CADA VEZ QUE LE VEO, Y ADJUDICARSE EL TANTO).

—Mildway no sabe cómo adjudicarse un tanto —había dicho Meriam en voz alta.

(POR SUPUESTO QUE SABE), había oído que decía Georgie Mason, (SÓLO ES QUE NUNCA HA TENIDO LA OPORTUNIDAD DE HACERLO).

Y había pensado que tenía razón.

Y también, que no quería que Mildway Reading la odiase. Y Mildway iba a odiarla. En realidad, Mildway no sabía no odiar. Si querías existir para Midlway Reading, Mildway Reading tenía que odiarte. A menos que pudiese compartir contigo su odio, como ocurría, casi de forma exclusiva, con Meriam. O como ocurriría, si decidía alzar el auricular y llamarla. Porque no era que Meriam Cold se supiese en posesión de algo valioso y no quisiese dejarlo en manos de alguien que, no es que odiase a las Chicas Kirsten, es que odiaba a todo el mundo. Era que no quería formar parte de aquel todo el mundo. Y sabía que lo haría. Sabía que Mildway no podría soportar que hubiese sido Meriam y no ella quien se hubiese topado con Bertie Smile aquella noche y le hubiese robado su exclusiva sobre el chico Peltzer, pese a que no había forma de que pudiese haberlo sido porque todo lo que hacía Mildway era ir de su pequeña y ligeramente abandonada casita de las afueras a la biblioteca y volver cuando caía la noche.

(DEBERÍAS LLAMAR A ARCHIE), había dicho entonces Georgie.

En realidad, por supuesto, Georgie no había dicho nada.

Puede que fuese un perro listo, puede que incluso fuese un perro engreído, pero no dejaba de ser un perro y todo el mundo sabe que los perros no hablan.

Al menos, no de la manera en que lo hacen sus dueños.

Aunque eso no impedía a Meriam charlar con él.

—A Krikor le trae sin cuidado todo el mundo, Georges —le había respondido ella.

(TODO EL MUNDO MENOS MCKENNEY, MER), había dicho Georges.

(PIÉNSALO), había dicho a continuación.

(LE DAS UNA RAZÓN PARA LLAMAR A MCKENNEY, Y ÉL TE DEVUELVE EL FAVOR CONVIRTIÉNDOTE EN LA FUENTE DE LA NOTICIA). (PORQUE MCKENNEY QUERRÁ SABER DE DÓNDE HA SACADO LO DE LA CASA PELTZER EN VENTA Y ÉL NO PODRÁ MENTIR) (ARCHIE KRIKOR NO SABE MENTIR) (ES UN TIPO RARO) (¿NO LE GUSTABA TAMBIÉN LA CHICA DE LOS RIFLES?), había perorado Georges.

—Oh, no sé si sigue gustándole. Tuvieron una pequeña his­toria.

(LLÁMALE, MER. SIN DARSE CUENTA, VA A CONVERTIRTE EN LA ESTRELLA DE TODA ESTA COSA POR UNA VEZ). (PIÉNSALO). (PIENSA EN EL MALDITO HOWIE HOWLING). (VAS A ARRUINARLE EL DÍA, MER). (EL AÑO). (¡LA VIDA, MER!).

—¡PERRO DEL DEMONIO! ¿Cómo es posible que seas tan listo?

(JOJUJÚ JOJUJÚ JOJUJÚ), había oído reír Meriam a Georgie.

Y a continuación, evidentemente, había llamado a Archie Krikor.

Era tarde. Era muy tarde. Pero eso no impidió que Archie Kri­kor descolgara. Meriam lo imaginó, como hacía siempre, rodeado de troncos.

—Deja lo que estés haciendo, Arch —había dicho Meriam Cold cuando Arch había descolgado—. Y escucha. Escucha atentamente, Arch. Tengo una bomba. Puedes llamar a Eileen en cuanto cuelgue.

Básicamente, lo que Arch había estado haciendo era aburrirse. Se aburría y pensaba en Sam. A veces también pensaba en Eileen. Pero casi siempre pensaba en Sam. Sam era complicada, y Arch estaba convencido de que no le gustaba. A Sam el único que le gustaba era el chico Peltzer, aunque puede que ni siquiera ella lo supiese. En cualquier caso, Arch se aburría, y leía uno de aquellos libros que cogía prestados de la biblioteca y que siempre eran libros tristes que tenían que ver con su profesión. El que en aquel momento acababa de abandonar, abierto, bocabajo, sobre la mesita del teléfono, se titulaba (NO ASESINO ÁRBOLES: MEMORIAS DE UN TALADOR SIN AMIGOS).

Era deprimente.

De ahí que su respuesta hubiese sido:

—Soy todo oídos, Mer.

Porque, ciertamente, aquella historia iba a darle una excusa para llamar a Eileen. Y eso fue lo que hizo. En cuanto la historia estuvo en su poder, se había apresurado a llamar a Eileen, que, a su vez, se había apresurado a encender un cigarrillo y llamar a Meriam para confirmar la información que, sin duda, iba a acabar en un número especial y apresurado del Scottie Doom Post.

A partir de entonces, la pista se perdía.

El tejido telefónico de Kimberly Clark Weymouth funcionaba como una suerte de tejido sináptico cuando una de aquellas carreras rumorístico informativas estaba en marcha. Meriam había hecho hasta tres llamadas después de colgarle el teléfono a McKenney, es decir, una vez se había asegurado de estar a la cabeza, de ser la fuente oficial de aquel rumor que iba a convertir Kimberly Clark Weymouth en un polvorín. La primera, a Rosey Gloschmann, la tímida estudiosa de la obra de Louise Cassidy Feldman. Meriam había pensado que a Rosey le gustaría saberlo, y a su vez, que era del todo inofensiva. Charlarían un rato, como lo hicieron, sobre la posibilidad de que eso repercutiese, de alguna manera, en la obra de Feldman, o, cuando menos, en aquellos que se acercaban a ella apasionadamente, puesto que ya no dispondrían de un lugar en el mundo al que peregrinar, y luego se despedirían, como había ocurrido, sin más. La segunda tenía como objetivo hacer enloquecer a la presuntuosa guía local, la señora MacDougal, sugiriéndole que sus días, y los del tour que había ideado para aquel infierno helado en el que vivían, podían estar contados. Lo había conseguido, y mientras MacDougal despotricaba contra todo el mundo, en especial, contra el alcalde Jules, mientras gritaba (¡OH, ESE CONDENADO VIEJO, MER! ¿CREES QUE HA MOVIDO UN DEDO PARA IMPULSAR MI TOUR? ¡NI SE LE HA PASADO POR LA CABEZA! ¡EN LO ÚNICO EN LO QUE PIENSA ES EN DAR IDEAS A ESE RIDÍCULO JUNTALETRAS!), Meriam le había guiñado un ojo a Georges. La última, había sido una manera de cerrar el círculo que aquel fortuito y del todo provechoso encuentro nocturno con Bertie Smile había abierto. ¿Había llamado Meriam a Bertie Madre? Nah. Había llamado a Don Gately, de Frigoríficos Gately. Es decir, el jefe de Bertie Smile. Meriam y él habían tenido algo parecido a una aventura en otro tiempo. Se habían citado en la entonces pajarería de Don. Alguien les había visto entrar y había empezado a hacer circular el rumor de que La Tipa Rara del Perro hacía cosas con el Tipo Raro de los Pájaros y que las hacían allí dentro. También, que probablemente las hacían en una jaula tamaño natural, tal vez, disfrazados, y, en cualquier caso, fingiendo que eran algún tipo de pájaro. Nadie más que ellos sabía lo que verdaderamente había pasado allí dentro durante la pequeña colección de semanas en que se habían estado viendo. Fuese lo que fuese, seguía siendo algo de lo que se negaban a hablar incluso entre ellos.

—¡Meriam!

—¿Estás borracho, Don?

—He estado bebiendo un poco con la pequeña Emil, Mer.

La pequeña Emil era un pájaro. Algún tipo de diminuto loro azul.

—Estupendo, Don.

—¿Y tú, Mer, estás borracha?

—No, Don.

—¿Y ese perro tuyo?

—Tampoco.

—Estupendo.

Meriam se había arrepentido de haber hecho aquella llamada en cuanto Don había descolgado el teléfono. Pero no había podido evitarlo. Tenía que cerrar el círculo. Así que Don Gately se había enterado, por la mismísima fuente oficial de la noticia, de algo que, para cuando, a la mañana siguiente, Bertie Smile se había presentado, inusitadamente, en la tienda de Bill, ya sabía prácticamente todo Kimberly Clark Weymouth.

Aquellas primeras tres llamadas, en especial, la primera de todas ellas, la que había permitido a Eileen McKenney ponerse en marcha, habían activado el tejido sináptico de la ciudad, y había hecho que los teléfonos sonaran en todas partes.

Así pues, no era un misterio la manera en que los habitantes de Kimberly Clark Weymouth se habían enterado de que Billy Peltzer pensaba abandonarles, aunque sí lo era a través de quien lo habían hecho, puesto que buena parte de las llamadas que habían incendiado el tejido telefónico de la ciudad eran anónimas. Los teléfonos simplemente sonaban y, cuando alguien los descolgaba, quien fuese que estuviese al otro lado, simplemente decía (BILLY PELTZER HA PUESTO SU CASA EN VENTA), y, sólo a veces, añadía (Y ESTÁ PENSANDO EN ADOPTAR UN ELEFANTE).

El mismísimo Francis Violet McKisco había recibido una de aquellas llamadas a primera hora de la mañana. A la hora exacta en que Bertie Smile llegaba al trabajo en Frigoríficos Don Gately, el teléfono había sonado en casa del famoso escritor de whodunnits. McKisco estaba en su despacho, escribiendo. Stanley y Lanier tenían un nuevo caso al que, provisionalmente, McKisco había llamado El caso del detective incomprendido. Lanier acababa de recibir una carta. Era la carta de una admiradora. La admiradora también era detective, o eso le gustaba pensar a Lanier. El caso era que la admiradora había dejado de admirar a Lanier y Lanier no podía entenderlo. Lanier estaba triste. Stanley no estaba triste y no entendía por qué Lanier estaba triste. Stanley no tenía ningún tipo de admiradora en ninguna parte y no entendía por qué Lanier debía tenerla. ¿Acaso no era suficiente con toda aquella vida en los suburbios? ¿Su mujer, los niños, el condenado perro? ¿Para qué necesitaba una admiradora? Stanley sacudía la cabeza, no entendía nada. Discutían. Stanley le decía que era ridículo estar triste por una ridícula carta. Lanier trataba de hacerle entender que aquella carta no era ridícula. (¡ES LO ÚNICO QUE TENGO, STAN!), gritaba, exageradamente hundido, Lanier. A Stanley aquello no le gustaba nada. McKisco, un cigarrillo entre los dedos, una taza de café enfriándose junto a la pequeña lámpara infantil en cuya tulipa la pequeña Cats había dibujado, en otro tiempo, una naranja con sombrero y maletín, una naranja sonriente camino de la oficina, tres de sus raídas libretas abiertas sobre el escritorio, la máquina de escribir a la espera de que el tecleo continuase, se había detenido a preguntarse cómo era posible, después de todo aquel tiempo, el tiempo que hacía que la ex señora McKisco, Catherine, su Catherine, Catherine Winter McKisco, se había esfumado, que cada discusión que imaginaba era como una mano reabriendo una herida, los dedos separando el corte y devolviéndole al momento exacto en que la sangre había empezado a manar, ¿y no era eso, después de todo, la literatura? Reabrir una herida, fingir que era cualquier otra cosa, incluso, en su caso, una cosa divertida, para no tener que aceptar lo que no tenía otro remedio que aceptar, que nada cicatriza, que toda herida sigue latiendo, a la espera de volver a ser abierta, y que el oficio del escritor consiste básicamente en eso, en impedir que algo se cierre.

Tormentoso, McKisco había abandonado aquel segundo cigarrillo en el cenicero, junto al primero, y había escrito, en nombre de Stanley Rose: (¡VAYA! ¡ASÍ QUE AHORA TE IMPORTO MENOS QUE UNA RIDÍCULA CARTA!), y entonces había sonado (¡RIIIIIIIIING!) el teléfono.

Y, pese a que no había prestado a (LA NOTICIA) la atención que merecía, tratándose como se trataba de un más que posible fin de la vida en Kimberly Clark Weymouth tal y como se conocía, había archivado la información de tal manera que, cuando algo más tarde, aquella misma mañana, se dirigiera, sus maneras de pequeño bulldog intactas pese a caminar sobre un par de raquetas y tener que vérselas con su ondulante bufanda aterciopelada en mitad de una de aquellas horrendas ventiscas, a la oficina postal, convencido de que la respuesta de Myrlene Beavers debía haberse extraviado y por eso no había llegado a primera hora a su mesa, no podría evitar fijarse en lo que más tarde definiría como el Incidente de la Camioneta y el Tipo del Traje Sucio. De haber sabido McKisco que el protagonista del Incidente, Billy Peltzer, además de ser el protagonista de (LA NOTICIA), era el culpable de la apatía y los ojos enrojecidos de su hija, de su falta de apetito y de todo aquel (CLARO, PAPÁ) y (LO QUE QUIERAS, PAPÁ), de aquella inaudita sumisión, aquella rendición, aquella falta de esperanza, aquella especie de fin del mundo, habría cruzado la calle, tan rápido como aquel par de raquetas se lo hubiesen permitido, y habría zarandeado a Billy Peltzer, le habría dicho (¡!), y (¡CONDENADO ESTÚPIDO!), le habría dicho (¿ACASO CREES QUE MERECES ALGO MEJOR?), y, a buen seguro también algo parecido a (NO TIENES CORAZÓN, HIJO DE RANDAL PELTZER). Pero, puesto que no tenía forma de saberlo, no lo había hecho. En el momento no ha­bía hecho más que mirar hacia otro lado y seguir su camino, tan apresuradamente como aquel condenado tiempo se lo permitía, en dirección a la oficina postal, en la que, para su desgracia, no iba a encontrar ningún telegrama de Myrlene Beavers pero sí a una exaltada Jingle Bates que se quejaba de que alguien co­municaba, comunicaba todo el tiempo, (¿Y CÓMO VOY A CON­TARLE LO QUE TENGO QUE CONTARLE SICOMUNICA TODO EL TIEMPO?), se decía. McKisco había vuelto, triste, sobre sus pasos, y había dejado a Jingle seguir haciendo lo que estaba haciendo.

Marcar el mismo número de teléfono.

Jingle había estado tratando de dar con Eileen, que seguía refugiada en la casa de huéspedes de la señora Raddle, razón por la cual Jingle no era capaz de dar con ella. Eileen tecleaba sin descanso para dar forma a aquel número apresurado del Doom Post. Sólo se detenía para encender cigarrillos y llamar por teléfono. Había conseguido a Ray Ricardo, el alcalde Jules estaba redactando una de aquellas escenas de descarte de Las hermanas Forest investigan que tendría, como siempre, vagamente algo que ver con el tema en cuestión, y una negativa del señor Howling, en tanto que mejor activo de la Intelligentsia de Kimberly Clark Weymouth, a escribir sobre el inesperado hallazgo de Meriam Cold. A Rosey Gloschmann le pediría que reflexionara sobre lo que podía significar para el lector de Louise Cassidy Feldman la desaparición de aquella aberración ideada por Randal Zane Peltzer y, de paso, una pequeña historia de la tienda.

También había llamado a comisaría.

Sólo quería saber si estaban al tanto, y si esperaban algún tipo de disturbio. No había encontrado a la jefe Cotton. Había salido, le habían dicho. ¿Estaba al tanto, en cualquier caso, del asunto Peltzer? Por supuesto, le había dicho la voz. Al parecer, alguien había llamado a comisaría y había dicho que William Peltzer había puesto su casa en venta. También que en breve habría un número especial del Doom Post circulando que daría lugar a todo tipo de especulaciones. Eileen no había podido dar crédito. ¿Había un diminuto alguien encerrado en su teléfono, transmitiendo información a todas partes?

Oh, lo había.

Sólo que no era un alguien diminuto.

Era la señora Raddle.

No tenía más que descolgar su propio teléfono cada vez que oía a Eileen descolgar el suyo para enterarse de todo. Las paredes de la casa de huéspedes de la señora Raddle eran cualquier cosa menos paredes.

En comisaría ni siquiera había paredes que pudiesen ser cualquier cosa menos paredes. De ahí que ocurriera lo que ocurrió con la siguiente conversación. Oh, la jefe Cotton podía aborrecer a la pequeña McKisco por ser una blandengue y haber llegado a aquella comisaría de la forma en que lo había hecho, pero no podía soportar la tristeza.

Y la pequeña McKisco estaba triste.

Muy triste.

—Si es un chico, Cats, olvídalo, no te merece —había sido todo lo que le había dicho al principio, al comprobar que fuese lo que fuese lo que estaba pasando, no iba a irse a ninguna parte—. Y si es una chica, tampoco.

Cats, recordaba Cotton, había sonreído y, por un momento, algo de aquella extraña luz que desprendía, había vuelto, y la jefe Cotton había deseado abrazarla.

La jefe Cotton no recordaba la última vez que había abrazado a alguien. A menudo, cuando por las noches se repasaba aquel horrible corte de pelo a cepillo, se preguntaba cómo lo hacía todo el mundo. Parecía sencillo. La gente simplemente se abrazaba. Pero ella ni siquiera se abrazaba con los tipos con los que se acostaba. ¿Qué demonios le pasaba? ¿Acaso era tan difícil? ¿Por qué era tan difícil?

Era, ciertamente, muy difícil.

Una no podía, simplemente, lanzarse en brazos de alguien cuando era la jefe Cotton. Por eso había dicho:

—Dile a tu padre que esta noche cenaré en el Dan Lennard.

—¿El lago helado?

—Sí.

—¿Quiere eso decir que puede salir con usted?

—Quiere decir que puede acompañarme, si le apetece.

—¡Oh, Dan! ¿De veras?

La chica había sonreído. Un segundo antes había sido una orquídea moribunda, un puñado de tierra, un juguete olvidado, y al segundo siguiente había vuelto a brillar.

—No puede ser tan horrible —había pensado Danny, en voz alta.

—Oh, no lo será —había dicho la pequeña Cats, y se había dispuesto, feliz, a marcar el número de casa, sin caer en la cuenta de que, algo más allá, el diligente agente Binfield, Wicksey Spott Binfield, levantaba a su vez el auricular del teléfono y marcaba el número del señor Howling y, al hacerlo, ponía en marcha otra de aquellas carreras rumorístico informativas, una que tenía a la (JEFE cotton) y a (FRANCIS MCKISCO) como protagonistas y que devolvía al señor Howling a la cabeza, algo que tanto Meriam Cold como el furibundo Georges, aquel mastín engreído que había creído, ingenuamente, poder arruinarle la vida a Ho­wie Howling, lamentarían en secreto.