Francis Violet McKisco estaba trabajando, furibundamente, lo que parecían cientos de cigarrillos humeando a su alrededor, en aquel quién sabe si embrión de novela o mero relato, en aquella cosa protagonizada por su pareja de detectives y aquella admiradora desaparecida, cuando el teléfono (¡RIIIIIIIIING!) había vuelto a sonar. Visiblemente molesto por la interrupción, el escritor, había descolgado y, antes siquiera de escuchar quién había al otro lado, y suponiendo que debía tratarse de alguna otra voz insultantemente absurda, anónimamente ridícula, decidida a lanzarle el titular de un nuevo descubrimiento, o puede que del mismo descubrimiento, pues era habitual que toda aquella gente, aquella gente que se dedicaba a llamar, no se coordinase de ninguna manera, todos ellos, en realidad, se dedicaban, simplemente, a llamar, llamaban a todo el mundo durante horas, a veces, durante días, hasta que todo el mundo no sólo estaba al corriente de lo que había ocurrido sino que estaba harto de lo que había ocurrido, el escritor había, nada amablemente, espetado (¿PUEDE DEJARME EN PAZ?) (¡ESTOY TRABAJANDO!) (¿ACASO CREEN QUE LOS ESCRITORES NO TRABAJAMOS?) (¿DE DÓNDE CREEN QUE SALEN TODOS NUESTROS LIBROS, EH?) (¿DE UNA PEQUEÑA FÁBRICA DE LIBROS?) (¿CREEN QUE NUESTROS LIBROS LOS FABRICAN DUENDES?) (OooH, ESO CREE, ¿VERDAD?) (¡MALDITO SEA!) (¿SABE QUÉ?) (¡VÁYASE AL INFIERNO!), y a continuación, había colgado. Rezongando, súbitamente alicaído, descentrado, el escritor había intentado volver a la página, todos aquellos cigarrillos humeando a su alrededor, la bufanda firmemente ceñida a su cuello, había intentado reconectar con lo que fuese que había estado pasando allí dentro, pero entonces, (OH, ¡MALDITA SEA!), el teléfono había vuelto a (¡RIIIIIIIIING!) sonar.
—¿QUIERE DEJARME EN PAZ?
—¿Papá?
—¿Cats?
—¿Estás bien?
—Oh, Cats, no.
—¿No?
—No. No sé qué hacer, ¿debería volver a escribir a Myrlene? Acabo de pasarme por ese sitio, la oficina postal, y esa chica, oh, esa chica del demonio, ¡no era capaz de colgar el maldito teléfono! ¿Es que han perdido todos la cabeza en este sitio? Me ha dicho que no había llegado nada, que no había nada a mi nombre, ¿puedes creértelo? —McKisco cogió uno de aquellos cigarrillos humeantes, se lo llevó a los labios, aspiró (FUUUF), y, como si hubiera hecho su trabajo, lo devolvió al cenicero—. ¿Y si no le ha llegado? ¿Y si ha muerto antes de que le llegara?
—Papá.
—Oh, Cats, ¿y si está muerta?
—No lo está.
—¿No?
—No.
—¿Entonces?
—Papá, la jefe Cotton dice que puedes acompañarla al Dan Lennard.
Silencio al otro lado.
—¿Papá?
—No sé si es un buen momento, Cats.
—¡Papá! ¿Por qué no iba a ser un buen momento?
—Cariño —dijo, aquella nube negra, oh, Myrlene Beavers, suspendida sobre su cabeza— ¿y si salgo y me pierdo el telegrama?
—¿Qué telegrama?
—¡Myrlene!
—Papá, nadie reparte telegramas por las noches.
—¡Podría llegar en cualquier momento!
—No, no podría llegar en cualquier momento. Pero, si te quedas más tranquilo, yo pasaré la noche en tu despacho si es necesario.
—Oh, cariño, ¿harías eso por mí?
—Claro, papá.
—Estupendo. Debo dejarte entonces. Tengo que reservar mesa, y luego tengo que vestirme, y luego tengo que decidir qué valioso ejemplar de mi colección voy a regalarle, ¡una primera edición por supuesto!
—¿Papá? No tienes que reservar nada.
—Oh, por supuesto que sí, Cats, y también tengo que decidir qué voy a ponerme. Me pondré el nuevo chaquetón. El chaquetón de pelo de león.
—No es pelo de león, papá.
—Lo sé, pero lo parece, ¿no? Uhm, Cats, veamos. Estoy pensando que podría llevarla al Ellesmere, ¿qué me dices? ¿Un poco demasiado pretencioso, quizá?
—Papá, la jefe Cotton me ha dicho que te espera en el Dan Lennard.
—¿El Dan Lennard? ¿Qué es eso?
—El lago helado, papá.
Silencio al otro lado.
—¿Un lago helado?
—Sí, papá.
—Oh, no, Cats, ¿quiere que patinemos? Yo no sé patinar, Cats, ¡podría matarme! No tiene por qué haber leído mis novelas, pero si lo ha hecho debería saber que me aterran las pistas de hielo. ¿Cuántos muertos de mis novelas han muerto en pistas de hielo? ¿Y sabes quién es el culpable? ¿El verdadero culpable? ¡Este lugar!
—Papá.
—¿Acaso nadie tiene ni la más remota idea de lo que ha sido crecer aquí? ¿Sabes cuántas excursiones a pistas de hielo hicimos? No recuerdo ir a ningún lugar donde no pudiera resbalar, y donde no hiciera un frío del demonio. Pero el frío no era el problema, ¡el problema era que siempre había que practicar algún tipo de deporte!
—Papá.
—¡Oh, esas estúpidas maestras! ¡Creen que todos amamos el deporte! ¿Por qué no creen que todos amamos la escritura? ¿Qué clase de mundo injusto es éste? Yo sólo quería que me dejaran en paz, Cats, en esos sitios horribles, para poder sentarme a escribir. No quería subirme a un trineo, no quería escalar montañas nevadas, no quería patinar, sólo quería sentarme a escribir. Pero no era posible. Nunca era posible. ¿Es que nadie va a entender nunca que existen los niños escritores? ¿Nadie?
—Papá, no quiere patinar, sólo quiere cenar.
McKisco, contemplando aquella página a medio escribir, contemplando en realidad a Stanley en el vagón de tren, diciéndose que Stanley no había sido un niño escritor pero sí un niño cobarde, y que por lo tanto, debía entenderle perfectamente, suspiró aliviado.
—Entonces ¿ha leído mis novelas? —dijo, se apartó un mechón de pelo de la frente, se cambió el teléfono de mano—. ¿Sabe que muchos de mis muertos han muerto en pistas de hielo? ¿Es por eso que ha elegido ese sitio? Oh, apuesto a que la jefe Cotton aborrece a las hermanas Forest y no piensa que La dama del rifle sea un pastiche.
—No lo sé, papá, tengo que colgar.
—¡OH, NO! Espera un minuto, ¿quieres, Cats? —El escritor tomó otro de aquellos cigarrillos humeantes. Le dio una calada. Lo apagó, aburrido. Dejó escapar el aire (FU-FUF-FU) haciéndose el resueltamente interesante. Añadió—. ¿Quién crees que debería ser para ella, Cats? ¿El apuesto Lanier, el tímido Stan Rose, o el caballeroso jefe Maitland?
Francis Violet McKisco tenía un pequeño problema de personalidad. En realidad, no era un problema en absoluto. No era que Francis Violet se considerase poco apto, en tanto que personaje, para el mundo real, era simplemente que no quería dejar de crear. Francis habitaba sus personajes incluso cuando no estaba escribiendo. De hecho, podría decirse que Francis Violet McKisco sólo era Francis Violet McKisco cuando escribía, o cuando escribía sobre lo que escribía, como le ocurría con Myrlene Beavers. El resto del tiempo, era cualquier otro alguien que él hubiese creado.
—No creo que sea una buena idea, papá. Recuerda lo que pasó la última vez. Con la jefe Carrabino. ¿Cheryl, la recuerdas? No quiso volver a verte.
—Oh, esa mujer del demonio no entendía nada.
—Papá.
—Me pondré mi ridícula americana de jefe Maitland y la camisa mal planchada de Lanier Thomas y quizá me espolvoree sobre la barba esa loción especial para bigotes de nombre terrorífico que utiliza Stanley. Esa cosa llamada Schnurrbart Mann. ¿Sabes que uno de mis personajes se llama como ese tipo, el tipo que la inventó? ¿Crees que será rico, ese tipo, Cats? ¿Crees que me leerá algún día? ¿Crees que ya lo ha hecho? ¿Crees que está escribiéndome una carta en este mismo momento? Uhm, ¡oh, esa maldita Myrlene! ¿Por qué no me contesta? ¿Acaso no me cree?
—Para la jefe Cotton, tal vez deberías ser Manx Dumming —consintió Cats—. Ahora tengo que volver al trabajo, papá.
—¡Claro, cariño! ¡Oh, chúpate esa Katie Simmons! ¡Esta noche voy a volver a salir con una auténtica detective! —Katie Simmons era la máxima autoridad en el mundo de los escritores de whodunnits, y Francis creía que lo era sólo porque estaba casada con una detective—. ¿Crees que debería llamar a la prensa, Cats?
—Adiós, papá.
—Oh, adiós, Cats.
Lo que había seguido a aquella extrañamente rimbombante conversación era lo que parecían cientos de horas ante el espejo, o entre el espejo y el armario, o entre el espejo, el armario y su aún humeante despacho, lugar en el que el escritor había abierto y vuelto a cerrar cajones, había subido y bajado escaleras, buscando el ejemplar perfecto que regalar, una primera edición dedicada (A MI QUERIDA JEFE COTTON, LA DETECTIVE A LA QUE STAN Y LANIER SOÑARÍAN CON PARECERSE; SIEMPRE SUYO, FRANCIS), y luego, un caminar con raquetas, el chaquetón de falso pelo de león cubriéndose de diminutos copos de nieve, hasta el lago helado, la oscuridad cerniéndose sobre aquella ciudad de teléfonos sonantes, y la espera, la espera interminable en un rincón, porque él era el escritor, y en ningún caso no debía parecer alguien que esperaba sino alguien que se hacía esperar. Pasó frío, un frío indescriptible, tratando de leer bajo la mortecina luz de una farola, en lo que parecía el patio trasero de aquel lugar mientras dentro, la jefe Cotton hacía de jefe Cotton. Escudriñaba la carta y engullía cerveza. De vez en cuando, se miraba los guantes. Aquellos guantes de cuero negro que tendía a no quitarse. Alzaba la cabeza, miraba alrededor, se toqueteaba su pelo rubio cortado al cepillo.
La jefe Cotton parecía siempre recién salida de la academia militar. Su atractivo era exuberantemente marcial, y para buena parte de la población de Kimberly Clark Weymouth, del todo irresistible. ¿Era buena en su trabajo? Lo sería si hubiera un trabajo, pues nunca había ocurrido nada que pudiera realmente investigarse en Kimberly Clark Weymouth, a excepción del asesinato de aquella chica, Polly Chalmers. Pero cuando aquello había ocurrido, la jefe Cotton aún no era la jefe Cotton y estaba sirviendo cafés a tipos que no hacían otra cosa que ojear carpetas y tomar cafés. Así que no había tenido forma de ser buena de ninguna manera. Luego, se había limitado a disfrutar de las condiciones adversas del tiempo en aquel lugar, y a fantasear con estar sobreviviendo a alguna especie de fin del mundo helado. Por las noches, le contaba a su tortuga de tierra, Betsy Kiffer Manney, la silenciosa señora Kiff, lo que había ocurrido durante el día, y se tumbaba en el sofá a hojear viejas revistas relacionadas con el mundo de la aviación. Sus padres habían sido un par de famosos aviadores. Leer aquellas revistas era como viajar a un pasado en el que nada de aquello había pasado aún, en el que ella ni siquiera existía.
—¿Jefe Cotton?
—¿Uh?
La jefe Cotton alzó la vista. El camarero, un chico con gafas y una nueva aunque nada disimulada dentadura postiza, le sonreía. Miraba alternativamente a su libreta de pedidos y al diminuto mechón de pelo rubio que la jefe Cotton se había dejado crecer en el costado izquierdo de la frente, con el único fin de tener una excusa para (FUF) resoplar sin parecer ridículamente engreída, o terriblemente aburrida.
—¿Lo tiene ya?
—No, estoy esperando a alguien —dijo la jefe Cotton—. En realidad, estoy esperando a Francis McKisco. ¿Sabe quién es Francis McKisco?
El chico sacudió la cabeza.
—Es el único escritor de esta ciudad.
—¿Es el escritor de La señora Potter?
—No —dijo la jefe Cotton.
—Ya, eh, bueno.
El chico y su dentadura se fueron por donde habían venido.
Y entonces, al fin, Francis Violet McKisco, una versión decididamente helada del mismo, entró por la puerta. Y lo primero que llamó la atención de la jefe Cotton fue el cinturón con la hebilla en forma de caballo. Luego, los inesperados vaqueros, el chaquetón de pelo marrón y las absurdas y delicadas botas con aspecto de mocasines. ¿No iba vestido con un traje de raya diplomática y llevaba un ridículo pañuelo violeta en la solapa la última vez que lo había visto? Ajeno a su desconcierto, el escritor miró alrededor, aparentemente encantado, y detectando su presencia en uno de los reservados del fondo, se dirigió, presuroso, hacia ella, tratando de esbozar una incómoda sonrisa.
—¡Oh, siento llegar tarde! —fue lo primero que dijo. Luego le tendió el diminuto ramo de flores. Se quitó el chaquetón, lo puso a un lado y sonrió—. ¿Ha cenado ya? —El escritor tomó asiento, dejó las raquetas en el suelo, se apartó el par de tirabuzones de la frente, clavó la vista en algún lugar de la carta sin atreverse a mirarla—. Lo lamento, he tenido un pequeño imprevisto. Es, verá, tengo una admiradora, ¿sabe? Myrlene Beavers. Es mi mejor, ehm, lectora. —Tomaré pescado, ¿usted?—. Está disgustada. Y yo también, si he de serle franco. —Al fin alzó la vista—. Cree que veo esa condenada serie.
La jefe Cotton, que no había podido dar crédito a aquel pequeño espectáculo, que, ciertamente, parecía sacado de una de sus novelas, estalló en carcajadas (JAU JAU JAU). El escritor frunció el ceño, esbozó lo que volvió a parecer una incómoda sonrisa, y dijo:
—Supongo que le parece divertido.
—OH, SÍ —dijo la jefe Cotton—. Muy divertido. ¿Se refiere a Las hermanas Forest?
—Esa condenada serie, sí.
—No puedo creérmelo.
—Pues créaselo —¿Camarero?—. Por cierto, ¿le han gustado las flores?
La jefe Cotton miró las flores.
Dijo:
—No lo sé.
—Debí imaginármelo.
—¡Vaya! ¿Por qué?
—Porque la primera intención es siempre una idea horrible. Al menos, en mi caso. —¿Camarero? Sí, traiga algo de vino, y un plato de pescado para mí, sí, cualquier pescado, y para la señorita, Lo de siempre, dijo la jefe Cotton, Lo de siempre, sí, eso es, estupendo—. ¿Por dónde íbamos?
—Ideas horribles.
—Ideas horribles.
—¿Le parece bien el sitio?
—Si he de serle franco, no.
La jefe Cotton se rio.
—¿Cómo lo hace?
—¿El qué?
—Es usted divertido.
—Oh, no, no lo soy. Ni siquiera soy feliz, señorita Cotton.
—¿Sabe qué? Creo que yo tampoco.
—Oh, no, ¡no mienta! ¡Es usted detective! ¡Los detectives son felices!
—¡JA! Bueno, puede que tenga usted razón, siempre que no estemos hablando de detectives que viven en pueblos repletos de detectives aficionados.
—Oh, esa condenada serie.
—Exacto.
El camarero sirvió el vino.
Un teléfono sonaba en algún lugar.
—Abominable chicle teledramático, así lo llama Myrlene.
La jefe Cotton se retiró el mechón de la frente y bebió un sorbo de vino.
—¿Esa tal Myrlene es su novia?
—No, ella sólo me, ella me escribe.
—¿Cartas?
—Sí —dijo el escritor, y sonó a (SÍ) interior, a palabra que se mostraba pero que no se daba, a espejismo auditivo—. Eh, sí —repitió.
—Prefiere no hablar de ello.
—Prefiero no, sí.
—Hábleme de por qué estoy aquí, entonces.
Oh, no.
—No.
—¿No?
—Es usted detective.
—Detective, sí —La jefe Cotton le miró extrañada y a la vez divertida—. ¿Quiere eso decir que tengo que adivinarlo? Uhm, ¿le gusto, Francis?
El escritor apuró su copa de un solo trago, se sirvió más vino, bebió, precipitadamente, incapaz de contener aquella suerte de nerviosismo, el nerviosismo del que se ha dejado llevar por quién sabe qué, y se encuentra, de repente, en algún lugar, totalmente fuera de lugar, y se atragantó (JUH-JOF) (COF) (COF) (COF), y prácticamente acaba muerto, como acaban muertos los protagonistas, en su mayoría, detectives que investigan las muertes de otros detectives, detectives, unos y otros, encantadoramente torpes, de las ridículas novelas de Sandy McGill.
Danny se puso en pie. Trató de ayudarle. Francis se zafó. Dijo (NO SE PREOCUPE) (COF) (COF) (COF) (ESTOY) (COF) (COF) (B-BI) (COF) (BIEN).
—Lo siento —dijo ella.
—No se preocupe.
El escritor se limpió la boca con la servilleta.
—Me temo que no he empezado con buen pie, señorita Cotton —dijo.
Y de repente, oh, ahí estaba, ¡el tipo remilgado!
Estiró el brazo, cogió la mano de la jefe Cotton y se la llevó a los labios.
—No puede imaginar lo mucho que he esperado este momento.
—Oh, no, no haga eso.
—¿Disculpe?
—He leído sus novelas.
—¿Sí? —Francis la miró. Había brillo en sus ojos grises. Era un brillo escandaloso.
—Está fingiendo ser el jefe Maitland.
—¿Cómo lo sabe?
—Acabo de decírselo. He leído sus novelas.
—Me halaga usted, señorita Cotton. Pero eso no me hace menos afortunado sino todo lo contrario. ¿Puedo preguntarle algo? —No veo por qué no habría de poder hacerlo, jefe Maitland—. ¿Cómo es de verdad su trabajo? ¿De veras le disgusta?
—Oh, no, no me disgusta, jefe. Pero puedo asegurarle que no es tan divertido como lo es para los suyos. Stan y Lanier se lo pasan francamente bien, ¿no cree?
—Oh, yo no diría tanto, señorita Cotton. Discuten demasiado.
La jefe Cotton acercó su cara a la del escritor, los brazos apoyados en la mesa, entre divertida y escrutadora. Le miraba a los ojos como si pudiera ver a través de ellos.
—¿Quién hay ahí ahora, jefe Maitland?
—¿A qué se refiere?
Cotton se sirvió algo más de vino, dijo:
—Me gusta Lanier Thomas, si he de serle franca.
—¿Di-dis-culpe?
—Cuando ha entrado usted aquí, lo parecía.
—Me temo que no la entiendo, señorita.
—Aunque, por cómo va vestido, se diría que es Manx Dumming, el poli escritor. Le sobra la barba, ¿fuma usted, señor McKisco?
—Oh, puede llamarme Francis.
—O Terry Maitland.
—No, preferiría que me llamase Francis.
—Si he de serle franco.
—¿Cómo dice?
—¿Es todos ellos a la vez?
—¿Quién?
—¡Usted! Ha entrado aquí pareciendo Manx Dumming, y luego ha empezado a hablar como Lanier Thomas, ¡y ahora es usted el remilgado jefe Maitland!
El escritor se rio.
—No lo hago a propósito —dijo, y luego pareció arrepentirse—. En realidad, si he de serle franco, supongo que sí lo hago a propósito. Debería afeitarme, ¿no cree?
—Sin duda.
—Soy un hombre aburrido.
—Ahora mismo no lo parece.
¿Podía aquello funcionar? ¿Podía funcionar realmente? Oh, no existía, lejos de todas aquellas cartas, nadie ni remotamente parecida a Myrlene Beavers, es decir, no existía nadie que no quisiese hacer otra cosa que hablar de lo que él había escrito, pero ¿y si aquella mujer era aquel alguien? ¿Y si aquello funcionaba?
—¿Ha leído La dama del rifle? —preguntó.
—Sí —respondió la jefe Cotton.
—¿Le pareció un pastiche? A Myrlene le pareció un pastiche, y no un pastiche cualquiera, no, ¡un pastiche de esas malditas hermanas Forest! —McKisco sacudió la cabeza—. ¿Quiere que le diga la verdad, señorita Cotton? Nadie en este condenado pueblo tiene la más remota idea de lo famoso que soy en realidad. Todos creen que me iría mucho mejor si me dedicara a escribir capítulos de esa ridícula serie, pero no tienen ni idea. Y el caso es, jefe Cotton, ¿por qué no se limitan a meterse en sus propios asuntos?
—Esa tal Myrlene, ¿vive aquí?
—No, en Darmouth Stones.
—¿Dónde demonios está eso?
—No lo sé, lejos.
—¿Y cómo dio con usted?
—No lo sé. El caso es, jefe Cotton, que me leía, y era una buena lectora, y yo sentía que estaba ahí, ¿entiende? Uno puede llegar a sentirse muy solo en este lugar. —George Bowling, el camarero, y su flamante nueva dentadura postiza, una dentadura, por otro lado, horriblemente deprimida, sirvieron la cena: Oh, el pescado para mí, y eso, esa otra cosa, para la, uh, señorita—. No sé si me entiende. Es complicado.
—Oh, no, no lo es en absoluto. —La jefe Cotton se ciñó la servilleta al cuello y se dispuso a dar cuenta de lo que parecían miles de cangrejos bañados en algún tipo de oscura salsa—. Supongo que cualquiera puede llegar a sentirse muy solo en este lugar —añadió y durante una minúscula fracción de segundo se miraron a los ojos. Fue McKisco, aterrado, quien apartó la mirada. Ella continuó, como si no hubiera pasado nada, nada en absoluto—. Aunque, si he de serle franca, querido Manx Dumming —¿De dónde demonios sacó ese nombre? ¿Manx Dumming? ¿Me toma el pelo?—, jamás pensé que un escritor pudiera llegar a sentirse solo alguna vez. Mírese, ¡está repleto de gente, querido Manx!
—¡Oh, JO JO JO, jefe Cotton!
—¿No es cierto?
El escritor sacudió la cabeza, visiblemente encantado de haberse convertido en tema de conversación. Dijo:
—No, créame, el de escritor es el oficio más solitario del mundo. Puede que esté repleto de gente, como usted dice, pero esa gente no deja de ser yo. Esa gente soy yo tomando decisiones solo.
—¿Y qué tiene eso de malo? ¡Al menos las decisiones las toma usted! ¿Cree que yo tomo alguna decisión? Yo me limito a intentar no volverme loca con las decisiones que el resto del mundo toma por mí. —Engulló uno de aquellos cangrejos, lo masticó (CRUNCH) (CRANCH) (CRANCH), y prosiguió—. Créame usted cuando le digo que para mí sería estupendo poder controlar el mundo como usted lo controla.
—¿Cree que lo controlo?
—¿No es lo que acaba de decirme?
—Oh, sólo controlo lo que pasa dentro de mis novelas, ¿cree que me gusta que nadie sepa quién soy? ¡Ahí fuera soy tremendamente famoso! ¡Oh, nacer en este maldito lugar! ¿De qué demonios me ha servido? ¡Lo único que he pasado en este sitio es miedo! ¿Por qué cree que mis novelas están repletas de muertos que han resbalado?
La jefe Cotton se rio (JOU JOU JOU).
—No es divertido, jefe Cotton, es aterrador.
—Oh, vamos, no debe haber sido para tanto, Manx.
El escritor asintió enérgicamente. Luego se metió un pedazo de pescado en la boca. El escritor se metía pequeños pedazos de pescado en la boca y los masticaba durante tanto tiempo que, cuando los tragaba, apenas quedaba nada de ellos. Su boca era una pequeña y tímida trituradora a la que rodeaba una barba sin un solo seguidor.
—Oh, dirá, ¡tiene usted al alcalde de su parte! ¡Claro! ¡Tengo al maldito alcalde Jules de mi parte! Pero ¿de qué me sirve? ¡Ha perdido la cabeza! ¡Ni siquiera sé en realidad si ha tenido alguna vez algo parecido a una cabeza! ¿Sabe qué hace? ¡Me escribe historias!
—¿Le escribe historias? ¿El alcalde Jules?
La opinión de la jefe Cotton del alcalde Jules no era gran cosa. Para la jefe Cotton el alcalde Jules sólo era un niño sin amigos que había crecido más de la cuenta.
—¡Llega a mi casa con cientos de libretas! ¡Libretas con ideas! ¿Por qué no escribe usted algo, alcalde Jules?, le pregunto, y ¿sabe qué me responde? Oh, no, no sabría cómo hacerlo, yo lo que quiero es ayudarle, McKisco. ¿Ayudarme? ¡Cree que necesito ayuda! ¡Todo el mundo cree que necesito ayuda! ¿Sabe qué me preguntan todo el tiempo? ¡Me preguntan por qué, si soy escritor de novelas de detectives, no escribo una historia para Las hermanas Forest investigan y me hago, de una vez, famoso? ¡Famoso! Los muy estúpidos no saben que yo ya soy famoso, los muy estúpidos sólo quieren poder presumir de algo que conocen, ¡como esa maldita Louise Cassidy Feldman! Oh, a esa mujer se le ocurrió parar aquí y comprar una ridícula postal y cuando regresó al lugar del que sea que provenga, que a buen seguro es un lugar en el que ningún niño tiene miedo de resbalar y matarse porque no hay hielo por todas partes, pensó: UHM, voy a escribir una ridícula historia sobre una ridícula Santa Claus que en realidad no es exactamente Santa Claus ¡y voy a reírme de ese jodido pueblo y de su único escritor!
—Oh, no sea tan dramático, Manx. Por lo que tengo entendido, esa mujer ni siquiera sabía que Kimberly Clark Weymouth era un lugar real. Oí en una ocasión a la señora MacDougal contárselo a uno de esos pequeños grupos de turistas a los que toma el pelo. No estaba intentando fastidiar a nadie. Sólo pensó que no tenía por qué inventar algo que ya existía pero parecía sacado de la imaginación de alguien que hubiese llegado antes que ella. Al parecer, ni siquiera ella misma creía poder volver a dar con este sitio. Durante mucho tiempo vivió pensando que no había sido más que un espejismo.
—¡JA! ¿A quién intenta engañar, jefe Cotton? ¡Se estaba riendo de mí! Estaba diciéndome, Escribe todo lo que quieras, McKisco, yo seré la escritora de este pueblo.
—Ni siquiera ha vuelto a poner un pie en este sitio, Francis.
—¿Por qué iba a hacerlo? ¿Acaso las leyendas vuelven? Las leyendas son leyendas porque desaparecen. Tal vez yo debería desaparecer. Decirle a todo el mundo que el sitio en el que transcurren todas mis novelas, Beverly Stark Meckmouth, es este maldito pueblo, y luego desaparecer. Tal vez entonces todo el mundo me leería. Tal vez entonces el alcalde Jules encargase una estatua de Lanier Thomas y Stanley Rose discutiendo en un vagón de tren, o una mía en mi despacho, y la señora MacDougal organizase pequeños tours basados en sus casos, y algún chiflado como Randal Peltzer montase un negocio de souvenirs inspirados por todo lo que he escrito, ¡tal vez entonces se darían cuenta de lo que habían tenido y habían perdido! ¡Tal vez entonces lamentarían haberme preguntado cientos de veces por qué no escribía historias para Las hermanas Forest! ¡Oh, los muy estúpidos! ¿Sabe lo estúpidos que se sentirían entonces?
—Pare el carro, jefe Maitland.
Consciente de haber hablado más de la cuenta, y de haberlo hecho en lo que parecía una primera cita, el escritor dijo (LO SIENTO), (NO SÉ EN QUÉ ESTABA PENSANDO), y (LO ÚLTIMO QUE QUERRÍA SERÍA ABURRIRLA CON TODO ESTE ASUNTO).
—No me aburre usted, Manx, al contrario. Jamás pensé que ser escritor pudiese ser, de alguna manera, tan apasionante. ¡Vive usted contra el mundo!
—Oh, no no no, vivo contra esa mujer.
—¿Cree que si ella desapareciera el pueblo le querría?
—No tendría otro remedio.
La jefe Cotton se apartó el mechón de la frente, alzó su copa y dijo:
—Entonces deberíamos celebrarlo.
—¿Celebrar el qué?
—¿No ha recibido usted la llamada?
—¿Qué llamada?
—Billy Peltzer ha puesto su casa en venta. Eso sólo puede querer decir que está pensando en largarse de aquí. Supongo que si se va, la señora Potter se irá con él. ¿Y no acabaría eso con todos sus problemas? —Fue decirlo y atar (OH, NO) aquel cabo suelto, el cabo suelto de la tristeza de aquella blandengue agente en prácticas, ¿o no estaba allí por aquella condenada tristeza?—. ¿Es por eso que Cats está triste?
—¿Cats? Es, quiere decir, ¿mi hija? Oh, no, Cats nunca está triste, Cats es, bueno, Cats. No sé qué haría sin ella. A veces yo, eh, bueno, supongo que, ¿está triste?
—Sí —dijo la jefe Cotton, a la que, de repente, nada le parecía tan divertido en aquel tipo—. ¿Sabe? Solía preguntarme por qué esa chica tenía aspecto de alfombrilla y creo que ya sé por qué.
—Oh, JOU JOU, bromea, ¿verdad? Quiero decir, ¿quién es usted ahora? ¿Dorothea Atcheson? Dorothea Atcheson es francamente impertinente. Pero debe serlo. ¿O no tiene que tratar con infinidad de ridículos fantasmas? —atajó McKisco, tratando de redirigir la conversación a aquello de lo que hablaría si Myrlene Beavers estuviera allí, es decir, él mismo. ¿Y por qué no podía estar ella allí? ¿Qué demonios les pasaba a todas aquellas jefes con Cats? ¿No tenían suficiente con él? A aquella tal Carrabino también le había parecido que Cats era una buena chica que no merecía, había dicho, (TODO AQUELLO), ¿y qué era exactamente (TODO AQUELLO?) Oh, no, aquello no iba a funcionar. No funcionaría de ninguna de las maneras—. ¿Recuerda a Dorothea Atcheson, la médium? —insistió y ella dijo (POR SUPUESTO) y él, momentáneamente complacido, añadió—: ¿Cree que debería recuperarla?