Un estruendoso (Ah-ah-Ah) (¡CHÚS!) sacó a Eileen McKenney, la directora y única redactora de Aquel Panfleto del Demonio, el Doom Post, de su productivo ensimismamiento. Sobre la mesa de aquel, su cuartucho de emergencia en la casa de huéspedes de la señora Raddle, McKenney escribía a la par que componía, de una forma francamente artesanal, el número que el entrometimiento de Meriam Cold y su engreído mastín, Georgie Mason, o Mason George, la había obligado a improvisar. Rodeaban a la siempre en ebullición Eileen pegamento, tijeras, y pedazos de papel que eran, en realidad, pedazos de artículos que no había escrito ella, sino las firmas invitadas. En aquel número improvisado, por ejemplo, la señora Russell había escrito sobre lo que había supuesto la adquisición de aquel Jacob Horner que iba a permitirle cazar patos de goma como los que cazaba Kirsten James. El artículo se titulaba Cazar a Kirsten. Era, claramente, una carta de amor. En aquel número también, los Ricardo, aquel par de agentes inmobiliarios que habían sido los únicos agentes inmobiliarios de la ciudad hasta que Stumpy MacPhail había puesto un pie en ella, habían escrito una lloriqueante diatriba titulada Lo único que queríamos era vender casas y ya no vamos a poder hacerlo. Se quejaban de que, por culpa de aquel «despiadado» MacPhail, jamás iban a poder tener un montón de absurdas cosas, cosas como bastones con mangos nacarados diseñados por una tal Viola Wither, porque jamás iban a ganar lo suficiente. McKenney sabía que no era cierto. McKenney sabía que Wayne Ricardo tenía el armario lleno de aquellas cosas. Pero no iba a detenerse a llamarla para hacérselo saber porque no tenía tiempo. Tenía que encolar el artículo del alcalde Jules y luego tenía que seguir (TEC) (TEC) tecleando.
Como era habitual, el artículo del alcalde Jules parecía más un capítulo delirante de Las hermanas Forest investigan que un artículo. En aquella ocasión, las hermanas Forest investigaban la venta de una casa asesina. La casa era una casa cualquiera que un día se ponía en venta y al siguiente se comía a todo aquel que entrase. A la casa, al parecer, no le gustaba estar en venta, y eso era lo que Connie Forest descubría nada más verla, como si en vez de una detective de pueblo infestado de asesinos fuese una psicóloga de casas con una complicada y errabunda vida. McKenney había encargado una ilustración para el artículo relato del alcalde Jules y lo estaba colocando en la segunda página, seguido del lamento de la señora MacDougal, y del tímido análisis que Rosey Gloschmann, la experta en la autora de La señora Potter no es exactamente Santa Claus, hacía de la endiabladamente corta relación que Louise Cassidy Feldman había tenido con la ciudad. La entrevista a Alice Potter, la camarera del (LOU’S CAFÉ) que había inspirado el nombre de tan famosísimo personaje era un pequeño apunte en una de las páginas centrales. Alice siempre había sido de pocas palabras. Lo único que le había dicho a Eileen, al teléfono, era que, en los últimos tiempos, había empezado a vender aquellas servilletas que autografiaba también por correo. La idea se la había dado uno de aquellos (RUPERTS). Así solían llamar en Kimberly Clark Weymouth a los amantes de aquella novela. Al parecer, el tipo había llamado lamentando haber olvidado pasarse por el local. Había obligado al conductor del autobús a detenerse y había llamado desde una cabina que había encontrado en mitad de la carretera. Le había pedido (POR FAVOR) que firmara (PARA SU MUJER) una servilleta y se la enviara a la dirección que iba a darle a continuación (SI ERA TAN AMABLE) porque, había añadido, no podía volver a casa sin un autógrafo de (LA VERDADERA SEÑORA POTTER). Al día siguiente, diciéndose que no tenía nada de malo ganar un puñado de centavos, había metido una servilleta firmada en un sobre, había acudido a la oficina de Jingle Bates y se la había enviado a aquel tipo con el que había mantenido una picante correspondencia durante el resto del verano. A su vuelta, había decidido colocar un cartel tras el mostrador de la cafetería en el que podía leerse (CONSIGA AQUÍ SU SERVILLETA FIRMADA POR LA VERDADERA SEÑORA POTTER) (TAMBIÉN SE ENVÍAN POR CORREO) (¡HAGA QUE SUS AMIGOS LA RECIBAN EN CASA!). No podía decirse que fuera un gran negocio, pero a veces daba pie a una de aquellas tórridas aventuras por correspondencia que animaban la libreta con su nombre que Bertie Smile guardaba en aquel baúl que había sido el baúl de sus muñecas.
McKenney había querido saber en qué manera la desaparición de la tienda de los Peltzer podía afectar a aquel pequeño negocio. (DE NINGUNA, SUPONGO), había sido la respuesta de la camarera, que jamás, pese a que sabía que había una figurita en la que aparecía una versión de porcelana de ella misma junto a la escritora en el mostrador del (LOU’S CAFÉ), había puesto un pie en aquella tienda, y que no creía, ciertamente, que su desaparición fuese a impedir que aquellos tipos le siguiesen escribiendo. (¿NO CREES QUE SI DESAPARECE LA TIENDA, DESAPARECERÁN TODOS ESOS RUPERTS?), había querido saber McKenney. (OH, NO, QUERIDA), había contestado Alice, (ESOS RUPERTS NO DESAPARECERÁN NUNCA). La teoría de la camarera era que, con tienda o sin ella, aquellos chiflados seguirían llegando a Kimberly Clark Weymouth porque no iban a dejar de estar chiflados.
La tienda era lo de menos, había dicho la camarera.
McKenney pensó que, después de todo, quizá la verdadera señora Potter tenía razón. Quizá no tenía ningún sentido estar apresurando aquel número, quizá nada iba a pasarle al chico Peltzer por decidir marcharse, y nada iba a pasarles a ellos por quedarse sin su tienda. Pero existía la posibilidad de que sí lo hiciera, existía la posibilidad de que todo cambiase, y esa posibilidad debía explorarse. A veces, se dijo McKenney, recordando una lección aprendida de su predecesora, la intrépida Natalie Fawcuss Edmund, los artículos eran intentos de trazar el mapa de un territorio que podía no llegar a existir jamás pero que iba a necesitar de su existencia en el caso de aparecer. Así que, recordándose mencionar la posibilidad de que nada, como decía la verdadera señora Potter, ocurriese, continuó haciendo lo que había estado haciendo aquella noche, cortar, pegar y teclear, porque así trabajaba McKenney, cortando, pegando y tecleando. Lo único que hacía distinta aquella noche era que todo aquello debía hacerlo al compás de un puñado de impertinentes (¡AaAaH-CHÚS!) cuya procedencia McKenney se proponía investigar en cuanto diese por terminados sus tres artículos.
McKenney tenía en marcha, sí, tres artículos. El primero era el tema de portada, la información propiamente dicha, todo aquello que había dado pie a la pequeña locura del número improvisado, y que partía de la charla con Meriam Cold. En él, McKenney andaba reconstruyendo los hechos, pues aún no lo había terminado. De tan enfermiza manera trabajaba, no dando nunca nada por cerrado. Así, había descrito la secuencia de guardia de Bertie Smile como si de un sórdido relato de motel se tratara, después de todo, Eileen estaba al tanto de lo que ocurría entre la chica Smiling y la fotografía de aquel atractivo escritor de novelas de terror que, de alguna manera, regentaba el único motel de la ciudad, aquel polvoriento Dan Marshall al que McKenney sólo había acudido en una ocasión, y no estaba especialmente orgullosa de ello, con Johnno McDockey.
(¡AaAaH-CHÚS!)
¡Oh, aquel maldito estornudador del demonio!
McKenney dejó lo que estaba haciendo, encolar el artículo del alcalde Jules para teclear una frase del segundo de sus artículos, el artículo que tenía que ver con la familia Peltzer, que era, en realidad, la pequeña historia de la familia, ligeramente reescrita. Al término de aquello, había tecleado la conclusión del tercero, y más importante, de sus artículos, el que, creía, iba a convertirse en el dedo en la llaga de la publicación, algo tan fuera de lugar que haría fruncir ceños y desequilibraría por completo la aparentemente blanca intención de aquel número improvisado, rescatando la leyenda negra de la ciudad, una leyenda sospechosamente vinculada a Randal Peltzer y a la única ocasión en que el devoto amante de Louise Cassidy Feldman había amenazado con irse de Kimberly Clark Weymouth: el asesinato de Polly Chalmers.
Polly Chalmers había llegado misteriosamente a Kimberly Clark Weymouth y había, durante un tiempo, vivido también misteriosamente en aquella ciudad hasta que alguien había acabado con ella en un montículo que, desde entonces, llevaba su nombre. Polly, una aspirante a actriz que jamás había llegado a actuar, a menos que, como decían aquellos que nunca se habían tragado su aparentemente fogoso interés en la autora de La señora Potter no es exactamente Santa Claus, lo hubiese estado haciendo todo el tiempo, había llegado a la ciudad un día especialmente desapacible. Formaba parte de una pequeña expedición de seguidores de Louise Cassidy Feldman procedentes de Dirk Krukow Spivey. Lo que hacían ese tipo de pequeñas expediciones era pasar un día, dos o tres en la ciudad, alojándose en el Dan Marshall, o en la casa de huéspedes de la señora Raddle, y después, cargados con puede que cientos de souvenirs de la tienda que regentaba Randal Peltzer, marcharse. Y eso había sido lo que habían hecho sus compañeros de expedición. ¿Pero era lo que había hecho Polly Chalmers? No. Polly Chalmers había decidido quedarse. Mientras sus compañeros se habían limitado a contratar uno de los tours que ofrecía la señora MacDougal y que incluía una visita al estudio de Rosey Gloschmann, la tímida estudiosa de su obra, poseedora de una envidiable biblioteca en la que no sólo podían encontrarse cientos de ediciones de La Señora Potter no es exactamente Santa Claus sino también del resto de sus libros, y de todos los libros que amaba y odiaba, Polly había decidido quedarse. Su motivo no había quedado claro, pues sus excusas eran siempre distintas.
En su intento por descubrir si su asesinato había tenido que ver con alguna de ellas, McKenney las había recopilado todas.
Algunas eran francamente absurdas.
(ESTOY HARTA DE CEPILLAR DIENTES DE ANIMALES), le había dicho en una ocasión a Austin Dickinson, el propietario del bar de copas que durante el día funcionaba como tienda de animales, y en el que sólo se reunían, a menudo con sus mascotas, aquellos que acudían de vez en cuando a comprar piensos y todo tipo de ridículos juguetes. (¿QUÉ CLASE DE ANIMALES?), había querido saber Austin, porque él no tenía mascotas cuyos dientes pudieran cepillarse, y jamás había pensado que pudiese existir un trabajo semejante, un trabajo de cepillador de dientes, y entonces ella, a tenor de McKenney, improvisadamente, había respondido (DELFINES).
Aunque la versión más extendida era la de que trabajaba en un lavandería y que no podía soportar el olor a detergente barato, una cosa horrible llamada Lovely Gambon Shenkman, y, tampoco, a su jefe, un indio sioux con el que había tenido una pequeña y violenta aventura, que transcurrió íntegramente en el ridículo lavabo de plástico de su incómoda caravana, y no podía soportar seguir viéndolo, le dijo a Florence Kastriner, la propietaria de la funeraria local, y cazadora de lo que ella creía que eran, o debían ser, huesos de dinosaurio. Kastriner, que jamás había escuchado enteramente a nadie, no le había prestado ningún tipo de atención a la chica y, cuando había recibido su cadáver, en realidad, el ataúd sellado que supuestamente lo contenía, lo único que había sido capaz de recordar era el nombre de aquel detergente barato.
Entre todas las excusas absurdas que Polly Chalmers había dado para no coger el autobús de vuelta a aquel sitio del que decía venir, Dirk Krukow Spivey, estaba la de asegurar que era la mayor fan (DEL PLANETA) de Louise Cassidy Feldman. La cosa era que, una vez instalada en la ciudad, había empezado a pasar más tiempo de la cuenta en la tienda de Randal Peltzer, acodada en el mostrador, fingiendo interés no sólo en Louise Cassidy Feldman sino, sobre todo, en el propio Randal Peltzer, y aquí era donde, en especial, Florence Kastriner, entregada como estaba a la detección de patrones telenovelescos, en tanto seguidora de Frustradas esposas y aún más frustrados esposos, la serie que, de lejos, Kastriner prefería a Las hermanas Forest investigan, había empezado a dudar de sus intenciones. ¿Qué quería, en realidad, aquella chica? ¿Por qué había coincidido su llegada con el momento en que se decía que Randal podía estar planteándose partir en busca de Madeline Frances? ¿Por qué se decía eso? Oh, porque el propio Randal lo había hablado en más de una ocasión con Don Gately, lo más parecido a un amigo que Randal tenía en la ciudad, y puesto que a Gately no se le daba nada bien mantener el pico cerrado, la historia no había tardado en llegar a oídos de Natalie Edmund, la entonces redactora jefa, y única redactora en realidad, del ilustre antepasado del Doom Post, el Weymouth Nickel. Natalie no había cargado las tintas, pero le había preguntado al lector, de aquella manera tan decididamente poco ortodoxa que tenía de hacerlo, qué sería de Kimberly Clark si el negocio de Randal Peltzer desaparecía. (¿QUÉ HAREMOS, EH, QUÉ HAREMOS, QUERIDOS Y DESPREOCUPADOS CONCIUDADANOS?), se preguntaba, en el mismo arranque del artículo, que llevaba por subtítulo (NUESTRA INÚTIL Y RIDÍCULA CIUDAD SE PREPARA PARA EL FIN DE UNA ERA), y cuyo titular rezaba, simplemente, (PERDEMOS A PELTZER).
Eileen había dudado siempre de lo oportuno de la llegada de Polly Chalmers, y su extraña e intensa relación con Randal Peltzer, con quien había pasado, según el señor Howling, al menos dos noches en el Dan Marshall, de las que Natalie se había negado a escribir, pues sospechaba que eran un invento. Randal Peltzer no parecía la clase de tipo que pasaba noches en el Dan Marshall y no había ninguna otra prueba, a menos que el balbuceo, al otro lado del teléfono, del propio Dan Marshall contara. Consintió, sin embargo, Natalie en escribir una pequeña columna al respecto cuando Chalmers se mudó a la casa de Mildred Bonk, y la ciudad dio por hecho que el Padre Peltzer había encontrado, otra vez, a su media naranja. Lo que había resultado francamente sospechoso desde el principio era el hecho de que, tres noches antes de que alguien la acuchillara en el montículo que después llevaría su nombre, Polly Chalmers se dejase caer por el Scottie Doom Doom e hiciese correr el rumor de que iba a (LARGARSE) porque aquel (VIEJO DEL DEMONIO) la tenía (HARTA), estaba, decía, (CHIFLADO), y la hacía interpretar (CADA NOCHE) un papel, la hacía ser (LA SEÑORA BROOKE) y, luego, la propia (LOUISE CASSIDY FELDMAN), y hasta, aseguraba, le había comprado (UNA BARBA BLANCA) para que pudiese interpretar a la mismísima (SEÑORA POTTER). Randal la ponía a cuatro patas, decía, y la (OBLIGABA) a escribir cientos de aquellas ridículas postales que luego le hacía meter en la caja de zapatos que hacía las veces de oficina de correos en la que, decía, trabajaban sin descanso aquellos duendes veraneantes, mientras le hacía (TODO TIPO DE COSAS) por detrás. Lo que escribía en aquellas postales tenía que ver con (ESA MUJER DEL DEMONIO) (¡SU MUJER!) (¡LA MUJER DE LOS CUADROS!), con su regreso, pero también, con su (MUERTE), porque aquel tipo, decía, estaba (CHIFLADO) y era (PELIGROSO), y en este punto era cuando los estudiosos del tema, aquellos que jamás se habían tragado una palabra de las que había dicho aquella aspirante a actriz que quizá, después de todo, estaba interpretando el papel de su vida, asentían con la cabeza y se decían (AHÍ LO TIENES), porque lo que había dicho a continuación aquella noche Polly Chalmers, asegurándose de que todo el mundo la escuchaba, era que (TEMÍA POR SU VIDA) porque aquel tipo, el inofensivo Randal Peltzer, había amenazado con (MATARLA) si abría el pico de la forma en que lo estaba haciendo. Tres días después, alguien la acuchillaba en el montículo que llevaría su nombre, y todas las sospechas recaían sobre el incapaz de articular palabra Randal Peltzer que aquella noche se encontraba, al parecer, solo en su tienda, haciendo inventario. De no ser el propio Randal Peltzer, quien quiera que hubiese matado a aquella chica, sabía que Randal Peltzer iba a estar aquella noche solo en su tienda y que, por lo tanto, no iba a tener coartada para el asesinato.
Sea cual sea el caso, según un entonces empleado en prácticas de la comisaría que aún no dirigía la jefe Cotton sino su antecesor, un tipo llamado John-John Cincinnati, las pruebas habían sido destruidas tras una reunión en la sala de interrogatorios entre el principal sospechoso, Randal Peltzer, el alcalde Jules, John-John Spencer, y Phyllis Claude Sherman, abogado y buen amigo del señor Howling. En dicha reunión, le había dicho el empleado en prácticas a Natalie Edmund, podría haberse forzado a un moqueante e inconsolable Peltzer a renunciar a toda idea de abandonar la ciudad a cambio de una no acusación. Era, por supuesto, una teoría de la conspiración, pero una que apoyaba el hecho de que los padres de Polly Chalmers fuesen una pareja de viejos actores secundarios que habían pasado más tiempo hablando de sus respectivas y en muchos sentidos vergonzosas carreras que llorando la supuesta muerte de su hija, a la que habían consentido en enterrar en aquella ciudad que ninguno de los dos iba a volver a pisar jamás. Ver a Phyllis Claude, aquel enviado del señor Howling, discutir abiertamente con ellos tampoco había ayudado. Para Stacey Breis-Cumwitt, el cronista de sucesos de Terrence Cattimore, el único periodista del condado que se había interesado por el crimen, algo olía a «pestilente gato encerrado» en todo aquel asunto. El hecho mismo de que Florence Kastriner hubiera recibido el cadáver de la chica en un ataúd sellado al parecer procedente de otra funeraria, cuando no existía ninguna otra funeraria en Kimberly Clark Weymouth, ya resultaba lo suficientemente sospechoso como para oler a «pestilente gato encerrado». ¿Y si aquel asesinato no había sido un verdadero asesinato? ¿Y si no había sido más que una torpe y ridícula, una dramática y morbosa manera de impedir la marcha de los Peltzer?
McKenney tecleaba sobre aquella sísmica cuestión cuando otro de aquellos estornudos, el estornudo puede que un millón, interrumpió su apremiante y nada reconocida tarea y, decidida a acabar de una vez por todas con ellos, decidida a exigirle a su propietario que desapareciese, se levantó de la silla, y, huracanadamente, abrió la puerta y esperó, los sentidos disparados, a que llegase el siguiente, como si en vez de un estornudo fuese un tren al que pudiese subirse en marcha. Cuando (¡AaAaH-CHÚS!) lo hizo, corrió a la puerta que había trastabillado, y la abrió sin más.
¿Que qué encontró al otro lado?
A un tipo (TEC) (TEC) tecleando.
Llevaba lo que parecía un traje sucio y moqueaba. No hacía más que (SLURP) (SLURP) sorber y (TEC) (TEC) teclear. Tan enfrascado estaba en su tarea que ni siquiera advirtió su presencia. Siguió, como lo habría hecho ella misma, (TEC) (TEC) tecleando.
—¿Quién demonios es usted?
El tipo dio un salto en su silla, una de aquellas sillas crujientes y viejas y horribles que la señora Raddle había traído del infierno, y el tecleo se detuvo.
—¿Yo? Eh, je. —El tipo se dio media vuelta de forma cuidadosa pero, también, un tanto divertida, como si temiera haber despertado a una bestia, pero supiese que era una bestia con sentido del humor que iba, después de todo, a alegrarse de verle—. Urk, eeeeh, vaya, Elfine, señorita. Urk Elfine, ehm, Starkadder —añadió. Se puso en pie, hizo una ridícula reverencia. Le tendió la mano. Eileen la estrechó—. ¿Y usted?
—McKenney.
Las manos se sacudieron con cierta desconfianza. Como si una y otra supieran que no podían fiarse de ellas mismas. Parecían un par de manos corrientes pero no lo eran. Las dos escribían más de la cuenta, y las dos sabían, porque las manos saben esa clase de cosas, que la otra era exactamente de su misma poco fiable condición.
—Estupendo. Señorita, eeeh, McKenney. Uhm —McKenney advirtió la libreta sobre la mesa, el puñado de garabatos que parecían respuestas a algún tipo de preguntas, y oh, ¿qué era aquello? ¿Un envidiable ejemplar, un ejemplar en perfecto estado y de un rojo, además, brillante, de Riven Rock 42? ¿Quién demonios era aquel tipo y de dónde había salido? ¿Por qué parecía vestir un traje enorme y viejo y sucio? ¿Era aquello que había, también, sobre la mesa, una pelota de tenis? ¿Y aquello otro, una fotografía? ¿Una fotografía de niños? ¿Niños? ¿Acaso no era aquel tipo también un niño? En un primer momento, Eileen había creído que tenía trece años, luego pensó que no podría alquilar una habitación con trece años así que se dijo que tal vez tuviera quince y fingiese tener diecisiete—. ¿Es vecina de esta comunidad?
—No —dijo McKenney—. La señora Raddle sólo me está haciendo un favor —Eileen señaló la fotografía. Ni siquiera estaba enmarcada. Sólo era una vieja fotografía en blanco y negro repleta de niños. Aquel tipo había encendido una vela junto a ella, ¡una vela! ¿Qué clase de manera de escribir era aquella?—. ¿Qué es eso?
—Oh, mi vela. ¿Le gusta? Es así como escribo. Me he acostumbrado a hacerlo. En casa somos demasiados y no podemos malgastar la luz, si no, el señor Sneller no tendrá con qué comprar comida para nuestra pequeña colección de gramatólogos.
—¿Gramaqué?
—Oh —dijo el tipo que, en un arranque de algo parecido a la emoción, cogió aquella fotografía en blanco y negro, y señaló a los críos, dijo—: Señorita McKenney, le presento a Cussick Lund, Rafferty Dee, Mildred-Rose, Brucie Joe y Miranda Herb. —Sonrió, orgulloso—. Los pequeños Starkadder.
—¿Disculpe?
—¿Por qué habría de disculparla? —El ceño de aquel desgarbado y rubio muchacho que ni siquiera tenía bigote, aquel jovencito de melena corta y desordenada, se frunció, y lo habría hecho de una forma divertida, después de todo era un ceño, al fin, feliz, un ceño que había abandonado una mesita de noche, si no fuera porque había uno de aquellos (AH) (ah) estruendosos (AaaAh) estornudos en ca (¡CHÚS!) mino—. Discúlpeme —dijo, limpiándose con el dorso de la mano—. Lo sé, debí haber consultado el tiempo que hacía en este sitio. Pero ¿qué puedo decirle? No tengo demasiado tiempo para consultar nada, ¿sabe? —Volvió a golpear la fotografía en blanco y negro con aquella mano repleta de dedos de adolescente—. Los niños son el demonio, señorita.
—¿Los niños? ¿Qué niños?
—Oh, bueno, no todos los niños, por supuesto, ¡los míos! Los míos lo son, señorita McKenney. En especial, Cussick y Rafferty. Van a todas partes con libros enormes con los que a menudo no pueden ni cargar, ¡y adivine quién los carga por ellos! Pero eso no es lo peor, ¡no! Lo peor es que discuten todo el tiempo, ¡y que nadie les entiende! Hasta el señor Sneller está perdiendo la cabeza, oh, pero ¡siéntese! ¿Cómo no le he ofrecido asiento aún? Bienvenida a la pequeña redacción satélite de Perfectas Historias Inmobiliarias. —Urk Elfine era un niño con un juguete nuevo y ese juguete nuevo era él mismo. En lo que pareció una extralarga fracción de segundo, rodeó la mesa, le acercó su silla a Eileen y se apresuró a situar otra, coja, al otro lado. Estuvo a punto de caerse cuando se sentó. Recuperó el equilibrio poniendo una mano sobre la mesa—. ¡Voilà! —Sonrió—. ¿Por qué no se sienta, mi querida no vecina a la que la señora Raddle sólo le está haciendo un favor?
McKenney se sentó. Pensó: Tal vez sea un sueño. Pensó: Lo más probable es que esté dormida en mi mesa. Pensó: Debería empezar a fotocopiar el número improvisado. Pensó: Despierta, estúpida. Pero se sentó. ¿Qué otra cosa podía hacer? Aquello era francamente extraño. Jamás había visto a un periodista en Kimberly Clark Weymouth. ¿Era posible que la señora Potter le hubiese concedido al fin su deseo? McKenney recordaba haber escrito algo en una de aquellas postales una vez. Había escrito (QUIERO UNA PEQUEÑA REDACCIÓN). Como si aquella cosa, (LA PEQUEÑA REDACCIÓN), no fuese en realidad un grupo de personas, sillas, máquinas de escribir, fotocopiadoras, algún despacho, teléfonos, un puñado de plantas de interior, sino una única persona a la que ya entonces había imaginado con el iluso engreimiento de aquel tal Starkadder.
Fue por eso que dijo:
—No va creérselo.
—¿Por qué no iba a creérmelo? ¿El qué, exactamente? Oh, señorita McKenney, verá. Acabo de entrevistar a un hombre que tiene el despacho repleto de viejos anuarios y no los colecciona. ¿Puede usted creérselo? Pero eso no es lo mejor. Lo mejor es que va a contratar a un fantasma para encantar una casa. ¡Un fantasma! ¿Puede creerse que si no encanta la casa no va a conseguir venderla?
Algo, una bombilla con aspecto, por supuesto, de casa, la casa de Billy Peltzer, se encendió en la mente de la no por mucho tiempo única redactora del Doom Post.
—¿Se refiere a la casa de Billy Peltzer?
Urk abrió mucho los ojos, y luego los entrecerró, se echó hacia adelante, tratando de mantener el equilibrio, y miró fijamente a Eileen.
—¿Qué sabe usted del señor William?
Divertida y a la vez convencida de que aquella (PEQUEÑA REDACCIÓN) que había querido, hacía tanto tiempo, (A SU LADO), acababa de llegar, como llegaban los paquetes, Eileen McKenney, inclinándose también hacia delante, quedando, cara a cara con aquel, su avispado, colega, dijo:
—¿La escribiría para mí?
—¿Disculpe?
—Esa entrevista, ¿la escribiría para mí?
—¿Para usted? —El chico se sorbió los mocos, sacudió la cabeza, estuvo a punto de volver a estornudar. Por fortuna, no lo hizo—. Discúlpeme, ¡oh, condenado constipado! —Contempló su titular (EL INCREÍBLE CASO DE LA CASA ENCANTADA Y EL PUEBLO DETECTIVE FANTASMA). Le gustaba. Pero ¿le gustaría al señor Windsor? Oh, no, claro que no. El señor Windsor querría algo aburrido. El señor Windsor querría algo aburrido que lo incluyera a él. Cada vez que el señor Windsor hacía una entrevista, hablaba de sí mismo en el titular. Y cuando esa entrevista la hacía Urk Elfine, también. Así que el titular acabaría siendo algo parecido a (WILBERFLOSS WINDSOR ENTREVISTA A UN AGENTE NO DEL TODO AUDAZ) o, aún peor, (EL PORTENTOSO WILBERFLOSS WINDSOR ENTREVISTA AL AGENTE QUE CERRÓ LA ÚLTIMA TRANSACCIÓN DE LOS BENSON). Oh, no, se dijo Urk Elfine, y temiendo haber empleado demasiado tiempo en formular aquellos horrendos titulares, añadió—: Lo siento, creo que no la he entendido bien, ¿ha dicho usted que quiere mi entrevista?
—Ajá, eso es lo que he dicho, caballero —respondió, resueltamente, McKenney, arrellanándose en aquella incómoda silla como si en vez de la hasta el momento única aspirante periodista de la ciudad, fuese un ridículo pez gordo.
—¡Vaya! ¿De veras me ha llamado caballero? Espere a que se lo cuente a mi mujer. —¿También tiene usted mujer? ¡Claro! ¿De dónde sino iban a haber salido todos esos críos?—. Apuesto a que está a punto de llamar. Va a llevarse una gran sorpresa. ¡He abandonado la mesita de noche! —¿Qué mesita de noche? Oh, es sólo una forma de hablar, ya me entiende, he sufrido la soledad del redactor de fondo—. Pero, dígame, señorita McKenney, ¿para qué querría usted mi entrevista? ¿Acaso tiene un periódico?
McKenney asintió.
—¿Tiene un periódico?
McKenney volvió a asentir.
—Es el periódico más importante de la ciudad. —El único, en realidad, obvió añadir.
—¡Vaya! ¡Que me aspen si no es mi día de suerte! ¿Has oído eso, Josephine? —Urk Elfine se había puesto en pie, se había metido las manos en los bolsillos de aquellos pantalones viejos y enormes, y parecía estar dirigiéndose a alguien diminuto que hubiera sobre la mesa—. ¡Un verdadero periódico!
—¿Josephine?
—Oh, es, mi compañera de redacción, señorita McKenney —divertido, Urk Elfine cogió la pelota de tenis y se la mostró—: Josephine Elfine Matthews.
¡Qué idea tan brillante! ¿Quién demonios era aquel tipo? ¿Por qué no había pensado ella en algo así? ¿No eran, después de todo, náufragos, los redactores solitarios? ¿Y no merecían cierta compañía?
—Encantada —dijo la periodista, plegándose a tan absurda genialidad.
Urk Elfine frunció el ceño, estornudó, se restregó un sucio pañuelo por la nariz, y se puso a hablar sobre lo afortunado que se sentía de haberla conocido, pero también de no tener que volver a casa aquella noche, y luego dijo que tenía que llamar a su mujer, sí, tenía que llamarla, la llamaría cuanto antes, le diría que había encontrado un empleo, ¡en un periódico de verdad!, porque el suyo era un periódico de verdad, ¿no?
Ahora sí, pensó McKenney, pero lo que dijo fue:
—¿La escribirá para mí entonces?
¡Por supuesto que la escribiría para ella! Él y Josephine se trasladarían ipso facto a aquel lugar, la redacción de su periódico, y escribirían la entrevista con el tipo que había estado a punto de ganar un Howard Yawkey Graham a Agente Audaz del Año y tal vez lo hiciese después de todo, porque venderle la casa a los Benson no era moco de pavo, y era algo que, si aquel maldito pueblo detective no le impedía, conseguiría. Mañana era el (GRAN DÍA). Mañana, aquella agente, la agente inmobiliaria de los Benson, iba a dejarse caer por la ciudad para echar un vistazo a la casa que aún no debía estar encantada pero lo estaría muy pronto, lo estaría en cuanto ella diese el visto bueno, pero cabía la posibilidad de que ella no pudiese darle el visto bueno, porque aquella gente podía tratar de impedírselo. ¿Sabía ella si era posible que aquella gente, la gente del pueblo, les hiciese algo? Quería decir, a Dobson Lee y al señor McPhail, porque, antes de marcharse, el señor William le había dicho que aquella gente iba a fastidiarlo todo.
—Un momento —dijo McKenney, el cuerpo inclinado sobre la mesa una vez más, mirando exigentemente a su único empleado—. ¿Billy se ha ido?
—¿El señor William? —McKenney asintió—. Eso me temo. Le presté mi camioneta.
—¿Le prestó su camioneta?
—Dijo que no tardaría en volver.
La pelota, aquella tal Josephine Matthews, iba y venía de una mano a la otra.
—Hágame un favor —dijo McKenney, poniéndose en pie—. Recoja sus cosas.
—¿Disculpe?
—Reúnase conmigo al final del pasillo. Habitación trescientos tres.
—Oh, señorita, esto —(UH) (AH) (AaaH) (CHÚS), Urk Elfine estornudó, luego empezó a deambular por aquel cuartucho que olía, misteriosamente, a colonia de bebé y pastillas de regaliz, y peroró—, dis, disculpe, ¡condenado catarro!, no sé si sabe que estoy, eh, uh, casado, ¿lo sabe, verdad? ¡Oh, ya lo creo! Apuesto a que Josephine —la pelota estaba ahora en su mano derecha, Urk Elfine la miró de soslayo, entre divertido y preocupado, como miraría un sospechoso a alguien que pudiera corroborar su coartada en mitad de un interrogatorio—, sí, verá, Josephine podría hablarle de Lizzner, mi mujer, si fuera algo más que una pelota de tenis, pero me temo que no va a poder hacerlo, pero yo puedo hablarle de ella, y creo que ya lo he hecho, ¿no es así? Le he dicho que debe estar a punto de, eeeeh, llamar, porque el señor Sneller debe haberle dicho ya que esta noche no voy a volver a casa, que, de hecho, no puedo volver hasta que ese tipo, el señor William, regrese de donde sea que haya ido y me devuelva la camioneta. Un pequeño inconveniente, ya ve, pero uno que en ningún caso quiere decir que vaya a hacer nada con usted en esa habitación. —Urk Elfine detuvo su deambular—. ¿La trescientos tres, ha dicho?
McKenney estalló en carcajadas.
—¿Le parece divertido? No es divertido.
—Oh, ya lo creo que sí.
—No, no lo es, señorita McKenney.
—Querido señor Starkadder, caballero Starkadder, lo que usted prefiera —empezó a decir McKenney—, lo que hay al final del pasillo no es mi habitación sino la redacción del Doom Doom Post —¿Su periódico? Ajá, mi periódico— para el que no sólo quiero que escriba esa entrevista sino también una pequeña crónica en primera persona de su encuentro con el propio Billy Peltzer, es decir, con el señor William, que podría, quién sabe, convertirse en una serie si es usted tan avispado como parece —concluyó.
—¿Mi propia serie?
McKenney asintió.
—¿Has oído eso, Josephine? ¡Mi propia serie! ¡Oh, por Bryan Tupps! ¿Cómo vamos a llamarla, Jo? ¿Urk Elfine Investiga? ¿Josephine Matthews No Es Sólo Una Pelota De Tenis? ¿Casi Todos Mis Hijos Son Gramatólogos?
Janice, pensó McKenney.
Así llamaría ella a su propia pelota de tenis.
Janice Terry McKenney.
Pero ¿acaso tenía ella una pelota de tenis?
No.
Oh, querida, no tiene por qué ser una pelota de tenis, dijo una voz dentro de su cabeza que bien podía ser la voz de Josephine Matthews, la pelota de tenis.
¿No?, inquirió McKenney.
No, dijo la voz.
—Puede, perfectamente, ser una bola de golf —añadió.
¿Y no llevaba ella, Eileen McKenney, una bola de golf siempre encima?
La llevaba, por supuesto, ¿quién sabía cuándo iba a necesitar escapar a aquel otro tiempo en el que no era más que una niña que jugaba al minigolf con sus muñecos?
McKenney sonrió.
Por fin tenía una pequeña banda.