El tipo que iba a apostarse ante la puerta de (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL) era, a su pesar, una pequeña celebridad en la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth. Su nombre era Billy. Y, aunque detestaba con todas sus fuerzas aquella maldita y fría ciudad, la detestaba con la misma intensidad con la que detestaba todos aquellos cuadros, los cuadros que no dejaban de llegarle de todas partes, los cuadros que pintaba su madre, estuviese donde estuviese, no podía evitar ser una pequeña celebridad. Y todo porque su padre, el estúpidamente fallecido Randal Peltzer, Randal Zane Peltzer, se había, como aquel ridículo agente inmobiliario que aún no era más que una presencia vaporosa en la mente siempre meditabunda de Billy, Billy Bane Peltzer, obsesionado con la novela de aquella tal Louise hasta el punto de abrir el único establecimiento dedicado por entero a vender merchandising relacionado con aquella condenada señora Potter. De todas partes llegaban familias, familias al completo, familias que se embutían en pequeños coches, en pequeñas caravanas, familias que no tenían un centavo pero sí tenían niños, niños que habían leído la maldita novela y se habían obsesionado con ella a la manera en que lo había hecho su padre, que ni siquiera era un niño cuando la había leído, y habían insistido en visitar la casa de aquella mujer que definitivamente no era Santa Claus pero lo parecía, familias que compraban auténticas postales de la señora Potter, y todo tipo de cosas, aquellas otras cosas que Billy Bane vendía y que estaban todas relacionadas con el mundo que se describía en La señora Potter no es exactamente Santa Claus.
Los niños, todos aquellos niños, y, aún, algún adulto, la clase de adulto que viaja solo, con un ejemplar de la novela en la mochila, la mirada perdida, el nudo siempre en la garganta, una tristeza, por momentos, paralizante, querían saber dónde exactamente había veraneado aquella mujer, y si era cierto que toda aquella nieve que jamás se iba a ninguna parte, que caía, de improviso y a diario, sobre aquella fría ciudad, era cosa suya. Si a su marcha, a su definitiva desaparición, aquella tal señora Potter, la mujer que vestía aquel horrible disfraz de Santa Claus abominablemente sucio, había lanzado sobre Kimberly Clark Weymouth una maldición, y aquella maldición consistía en algo parecido a (TIEMPO DESAPACIBLE) y (NIEVE) (PARA SIEMPRE). Y todas aquellas veces, las veces en que aquellos niños definitivamente ilusos, las veces en que aquellos adultos decididamente tristes, preguntaban, Billy sacudía la cabeza, y su abultada y enmarañada melena rizada se sacudía con él, y decía que (NI PENSARLO), que aquel tiempo desapacible había nacido con la ciudad, que lo único que había hecho la señora Potter era soportarlo.
—Entonces ¿por qué veraneaba aquí? Mamá siempre dice que se veranea en sitios en los que hace calor. ¿No se veranea en sitios en los que hace calor? —preguntaba, de vez en cuando, alguno de aquellos mocosos entrometidos, a lo que Billy, invariablemente, respondía que lo más probable era que su madre estuviese harta de la ciudad, y no pudiese darse nunca un baño en el mar, y que todo el mundo desea hacer en verano aquello que no puede hacer en invierno, pero ¿qué me dirías, pequeño mocoso del demonio, se aseguraba siempre de omitir Billy Bane, si te dijera que la señora Potter provenía de un lugar en el que no hacía otra cosa que bañarse en el mar y que, por lo tanto, para ella, lo raro, lo excepcional, lo fascinante, eran todas aquellas heladas ventiscas? ¿Qué me dirías si te dijera, tipo triste y solitario que en algún momento fuiste un niño triste y solitario, que la señora Potter soñaba con montar en trineo porque no había manera de que pudiese montar en trineo en el lugar del que procedía, porque en aquel lugar, al contrario que en la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth, jamás, nunca, nadie había visto nada parecido a aquellos copos helados que caían del cielo siempre encapotado de Kimberly Clark Weymouth y que, a base de no dejar de caer, acababan tiñendo de un blanco aborrecible hasta el último rincón de la para siempre navideña ciudad?—. Oh —musitaban entonces todos aquellos hombres, aquellos chicos, aquellas mujeres, aquellas chicas, que habían, por algún delirantemente absurdo motivo, peregrinado hasta aquella ciudad del demonio, con un ejemplar de la novela de Louise Cassidy Feldman en la mochila, la diminuta maleta, la guantera de su viejo utilitario. Algunos fruncían el ceño, le miraban de arriba abajo, decían (NO HABLA EN SERIO), y en ocasiones Billy Bane decía (POR SUPUESTO QUE NO), decía (¿AÚN NO SE HA ENTERADO?), y, con su mejor sonrisa, añadía (¡LA SEÑORA POTTER NO EXISTE!), y entonces todos aquellos tipos, y todas aquellas chicas, y los chicos, y las mujeres, sonreían, recogían sus cosas y se marchaban, pero los niños no lo hacían, los niños no se iban, los niños querían saber cuál era aquel lugar en el que no existían los trineos porque no existía el frío, cuál era aquel misterioso y cálido lugar del que procedía la señora Potter, y entonces Billy Bane bajaba la voz y decía:
—Sean Robin Pecknold.
Y todos aquellos niños lo repetían, en un susurro, se decían (SEAN ROBIN PECKNOLD), y les sonaba, a todos, a palabras mágicas, les sonaba a todo lo que ocurría con todas aquellas postales en las que podían garabatearse deseos, aquellas postales que luego empequeñecían y desaparecían en aquella caja, la caja de la señora Potter, que contenía una pequeña oficina de correos en la que se afanaban, aquí y allá, diminutos empleados, que eran diminutos empleados mágicos porque, una vez terminaba su jornada laboral, regresaban a sus casas, hacían la cena, se metían en la cama, leían algún diminuto libro mágico, y anotaban todo aquello que querían recordar en unas diminutas libretas que todos ellos guardaban en el primer cajón de su mesita de noche.
Y en el coche, de vuelta a casa, los padres y las madres de todos aquellos niños, se aferraban al volante, algunos (FUUUUF) fumaban, y decían, el volumen de la música ligeramente alto, que aquel lugar, aquel tal (SEAN ROBIN PECKNOLD) no existía. Que no había forma de que pudiesen veranear allí porque nadie veraneaba en lugares que no existían. Y entonces todos aquellos niños miraban la postal que, con toda seguridad, habían comprado en la única tienda dedicada por completo a vender merchandising de aquella condenada novela infantil, tienda que, por cierto, se llamaba (LA SEÑORA POTTER ESTUVO AQUÍ), y fantaseaban con la idea de que, por una vez, sus padres no tenían razón, y la señora Potter y aquel lugar, aquel (SEAN ROBIN PECKNOLD), existían.
Con las manos en los bolsillos y el pelo, aquella maraña bamboleante de rizos esponjosos, decididamente atormentado, Billy Bane Peltzer caminaba, dando enormes zancadas, sus viejas botas militares despellejadas aferrándose, cada vez, con seguridad, al asfalto, aquel asfalto congelado, el asfalto de la calle principal de la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth, en dirección a la oficina de aquel tal (MACPHAIL), el tipo del que nada sabía y que, esperaba, nada sabía de él. Bane, el flequillo golpeándole aquí y allá, aquella frente que era una frente decidida, si algo así era posible, una frente segura de sí misma, una frente que había heredado, decían, de su tía, la fabulosa Mary Margaret Mackenzie, la fabulosa Mack Mackenzie, ex trapecista y ex domadora de leones que había pasado sus últimos días haciendo todo tipo de trucos con un puñado de delfines, apresuró el paso, pensando en lo que le diría a aquel tipo que nada iba a saber de él porque no había tenido tiempo de saber nada de él, porque puede que Billy Bane Peltzer fuese una pequeña celebridad en Kimberly Clark Weymouth, pero aquel tipo no era más que un recién llegado, un forastero, y le constaba que aún no había pisado el Scottie Doom Doom, y que no lo hubiera hecho lo convertía, con toda probabilidad, en el único hombre que jamás había oído hablar de aquella condenada Louise Cassidy Feldman y su estúpida novela.
Si así era, Bane estaría de suerte.
—Escuche —le diría entonces—. No sé de dónde viene usted ni me interesa, pero aquí, en Kimberly Clark Weymouth, las paredes no sólo escuchan sino que anotan todo lo que se dice, y hay ciertas cosas que no pueden decirse, y una de ellas es la que estoy a punto de decirle, señor, eh, MacPhail.
En ocasiones, Bane lo imaginaba sorprendiéndose. Mesándose la barba y murmurando un descuidado (OH). Un (OH) que parecía a la vez interesado en lo que demonios tuviese que decir aquel chiflado y alarmado por que lo que demonios fuese le convirtiera en alguna especie de blanco para todo el mundo.
En otras, el tipo simplemente fruncía el ceño, aquel ceño que imaginaba altamente sofisticado, y decía algo parecido a:
—Su secreto estará a salvo conmigo, señor, eh, Peltzer.
Esas veces, lo que Bane imaginaba que ocurría a continuación empezaba con un:
—Eso es justo lo que esperaba oír.
Porque era cierto. Si Bane acudía a aquel tipo, el tipo que había abierto aquella oficina en la calle principal creyendo que podía (SOLUCIONAR) lo que hubiese que (SOLUCIONAR), inmobiliariamente hablando, a los habitantes de la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth, era porque no había nadie más a quien acudir en aquella asfixiante ciudad del demonio. Había otro agente inmobiliario, por supuesto, un tipo llamado Ray Ricardo. Ray Ricardo había sido el único agente inmobiliario de Kimberly Clark Weymouth hasta que a su sobrina Wayne, Wayne Ricardo, se le había ocurrido empezar a competir por los escasísimos clientes disponibles en un lugar al que jamás a nadie se le ocurriría mudarse.
Pero dejarse caer por el despacho de Ray Ricardo, o por el de Wayne Ricardo, habría significado para Bane el fin de su pequeña aventura. Porque ayudarle a vender su casa, la casa en la que había crecido, la casa en la que su madre había abandonado a su padre, la casa en la que su padre, el iluso Randal Zane había muerto, la casa a la que seguían llegando todos aquellos cuadros, los cuadros que su madre pintaba, aquellos cuadros que eran como postales, postales de otros mundos que sólo ella podía pisar, porque, sí, ella había escapado, y lo había hecho sola, sería lo último que aquel par harían. Porque Kimberly Clark Weymouth era tan desapacible como decididamente rencorosa. Y necesitaba atención. Era una tipa solitaria y triste, que a menudo se enfadaba, que se enfadaba en realidad todo el tiempo, que gritaba y rompía platos, que daba puñetazos en la mesa, la clase de mesa a la que podría sentarse una ciudad entera, y que lo único que quería era un poco de atención, y esa atención se la daba aquella horripilante tienda suya, (LA SEÑORA POTTER ESTUVO AQUÍ), y a nadie se le ocurriría quitársela.
—Oh, no, Bill, ¿vender? —Bane había imaginado cientos de miles de veces cómo habría acabado cualquier encuentro con Ray o Wayne Ricardo y ese encuentro siempre habría acabado con un—. Ni pensarlo.
Ajá, un (NI PENSARLO).
Todas aquellas veces, Bane había imaginado a Ray y a Wayne sacudiendo la cabeza, sonrientes, porque eso era todo lo que hacían, después de todo eran agentes inmobiliarios, diciéndole (OH, NO, BILL) (NI PENSARLO) y, a menudo les había oído añadir un (¿ACASO QUIERES QUE ME DESPELLEJEN?), porque eso imaginaba Bane que podía hacerle aquella ciudad. Porque aquella ciudad era como una amante abandonada y completamente trastornada. Jamás iba a atender a razones. Quería conservar lo único bueno que tenía. Aunque fuese una estúpida tienda de souvenirs.
Bane cruzó la calle. Saludó a Meriam Cold, que parecía dirigirse a la oficina postal, tironeando de su rebelde mastín. Apresuró el paso. Había colgado un diminuto cartel en la puerta asegurando que regresaba en (MENOS DE LO QUE TARDA LA SEÑORA POTTER EN CONCEDER UN DESEO) pero temía que el señor Howling, el propietario de Trineos y Raquetas Howling le hubiese visto salir y acabara preguntándose por qué demonios el chico de Randal tardaba tanto en regresar de dónde demonios estuviera y que eso le llevase a preguntarse dónde demonios estaría. Alguien podría sugerirle entonces que lo más probable era que estuviese con la hija de Lacey Breevort, Sam, porque Sam, Samantha Jane, era su única amiga, pero aquello no evitaría que el señor Howling sospechara y pusiese en marcha una pequeña investigación.
De todos era sabido que los habitantes de Kimberly Clark Weymouth eran buenos investigadores. Se habían curtido viendo los episodios de Las hermanas Forest investigan, una serie de televisión protagonizada por dos hermanas detectives, las hermanas Forest, que, sin duda, vivían en el pueblo más peligroso del mundo puesto que no pasaba un sólo día sin que se descubriera un cadáver en una juguetería, en la sala de espera de la consulta del único dentista, o en la trastienda de una de las demasiadas armerías del lugar, puesto que, si por algo era conocido aquel pueblucho de montaña venido a más, era por sus rifles.
Ajajá, Little Bassett Falls, el pueblucho en el que vivían y trabajaban las gemelas Jodie y Connie Forest, era famoso por sus rifles. Y quizá aquello explicara por qué las hermanas tenían tanto trabajo. A menudo, quien demonios fuera que conducía hasta allí para comprar uno de sus famosos rifles, acababa utilizándolo antes incluso de que éste diera contra el mullido asiento trasero de la camioneta de su dueño. De ahí que, de haber existido, de no limitarse a ser lo que era, es decir, un pueblucho de cartón piedra protagonista de una serie de televisión, pudiese ser considerado el pueblo más peligroso del mundo, porque ¿acaso había otro lugar en el mundo que pudiese igualar el índice de criminalidad de Little Bassett Falls? Oh, no, por supuesto que no. Teniendo en cuenta que el pueblo no debía superar los 5.326 habitantes, tal y como recordaba a menudo Mildway Reading, la impertinente y poderosa bibliotecaria local, que se hubiesen emitido 1.489 capítulos de la serie en cuestión y sólo en tres ocasiones los asesinatos investigados por las hermanas Forest hubiesen sucedido más allá de los límites del municipio, lo convertía en la clase de lugar del que cualquiera en su sano juicio huiría. Y puede que esa fuese una de las razones por las que los habitantes de Kimberly Clark Weymouth amasen a las hermanas Forest. Ellas también vivían en un lugar horrible. Sólo que en ese lugar horrible nunca nevaba. Lo que pasaba en ese lugar horrible era que no dejaba de morir gente, algo que, por otro lado, teniendo en cuenta a lo que se dedicaban una y otra, era una buena noticia. De la misma manera que era una buena noticia que no dejase de nevar en Kimberly Clark Weymouth. Después de todo, si todos ellos tenían trabajo era gracias a la señora Potter y la señora Potter, por más que no fuese Santa Claus, lo parecía, ¿y acaso podía parecer alguien Santa Claus en una ciudad soleada? Oh, no, por supuesto que no.
En cualquier caso, de la misma manera que Little Bassett Falls podría dividirse entre futuras víctimas y futuros asesinos, Kimberly Clark Weymouth se dividía, sin poder remediarlo, entre aquellos que amaban a la perfecta Jodie Forest y aquellos que se atrevían a amar a la decididamente poco amable y aparentemente imperfecta Connie Forest. Sí, las hermanas representaban a dos tipos opuestos de investigadora y, por lo tanto, de persona, y, aunque buena parte de los habitantes de Kimberly Clark Weymouth, como buena parte de los habitantes del mundo, se sentían cómodos con la idea de adorar a Jodie, la aplicada, cavilosa, extremadamente ordenada, aburrida y sin duda falta de talento Jodie, los había, como Billy Bane y su amiga Sam, que adoraban el afilado instinto de la despreocupada y a menudo feroz Connie Forest. Porque no importaba la de veces que dejara tirado a aquel novio suyo, aquel tenista aburrido llamado James Silver James, hijo de trabajadores del rifle y oveja negra de la familia en tanto que tenista y no trabajador del rifle como todos los suyos, Connie tenía siempre una buena razón para hacerlo: estaba resolviendo un caso. Porque era ella quien resolvía todos aquellos casos. Sí, su hermana recababa y ordenaba, diligentemente, toda la información, pero era Connie quien resolvía el misterio. Aunque, puesto que, cada vez, le traía sin cuidado lo que demonios ocurriese después, el mérito era siempre de su hermana, porque era ella quien recogía las piezas una vez el rompecabezas se había desarmado, y era ella, claro, quien las exponía ante su superiora, la también pesarosamente cuidadosa Etta Marston, que había sido una vez exactamente el mismo tipo de investigadora que por entonces era Jodie y sabía perfectamente lo que ocurría entre ellas, pues se daba la extremadamente rara coincidencia de que la propia Etta tenía también una hermana gemela que, antes de volverse novelista, y no una novelista de éxito pero sí una novelista de talento, había sido detective, la clase de detective a la que le bastaba un vistazo a la escena del crimen y al listado de sospechosos, para señalar, sin equivocarse, al culpable. En secreto, Etta había odiado a su hermana, y lo seguía haciendo. En secreto también, un secreto que no pasaba por alto a los espectadores de Las hermanas Forest investigan, la aparentemente perfecta Jodie Forest también odiaba a su hermana.
A Connie, sin embargo, su hermana le traía sin cuidado.
Lo único en lo que Connie pensaba era en encajar piezas.
Bane y Sam hablaban a menudo de ella, siempre ante un par de espumosas jarras de cerveza. Hablaban de su más que enfermiza relación con el profesor Deveboise, un tipo que, en otra época, la época en que las gemelas Forest habían tenido catorce años, la época en la aún iban al instituto, les había dado clases, clases de química. Una y otra se habían enamorado entonces perdidamente de él, y aquello las había unido por un tiempo, pero luego las había, inevitablemente, separado, porque una y otra habían tratado de conquistarlo, a su manera. Y habían fracasado. Una y otra vez, habían fracasado. Porque al profesor Deveboise le traían sin cuidado las chicas. El profesor Deveboise no hacía otra cosa que contemplar la tabla periódica y anotar cosas en libretas. Aseguraban, quienes le conocían, que estaba tratando de descifrar algún tipo de misterio indescifrable, la clase de misterio que podría hacer rodar el mundo en otra dirección. Tanto a Bane como a Sam les fascinaba la figura del profesor que había enamorado a las hermanas Forest y discutían a menudo la posibilidad de que aquel amor, doblemente no correspondido, hubiera marcado su relación, como si, más que intentar ser la favorita de papá o mamá, intentasen serlo de aquel profesor de química al que cualquier habitante del planeta le traía sin cuidado.
Sea cual sea el caso, lo cierto era que los episodios de Las hermanas Forest investigan se emitían cada noche, invariablemente, alrededor de la medianoche, y que toda la ciudad, toda Kimberly Clark Weymouth, se mantenía despierta hasta entonces, porque no había nada que le gustara más que aquella serie de televisión. Entrenada como estaba, entrenados como estaban, en realidad, sus habitantes, en el arte de detectar cualquier tipo de anomalía, iban por ahí anotando todo tipo de cosas, como si fuesen, ellos también, investigadores, de quién sabía qué, y no pudiendo evitarlo, impedían que nada ocurriese de verdad, que nada cambiase porque ¿no era atemorizante la sola idea de convertirse en el desencadenante de cualquier tipo de pequeño huracán?
De ahí que Bill temiese lo que pudiese pensar el señor Howling si tardaba en regresar. Después de todo, el señor Howling debía saber que había recibido aquella carta, la carta de la oficina de (DEFUNCIONES) de la siempre soleada Sean Robin Pecknold, la carta en la que el Departamento de Bienes Inmuebles de la ciudad le comunicaba que, tras la muerte de la señora Mackenzie, su tía, Mary Margaret Mackenzie, él, Billy Bane Peltzer, era el único (DEPOSITARIO) de la que había sido su vivienda habitual, aquella vivienda en la que, además de una aborrecible colección de cuadros, cuadros en muchos sentidos idénticos a los que colgaban de las paredes de su propia casa, atesoraba una impresionante colección de útiles para amaestrar animales salvajes, pues, después de todo, a eso se había dedicado toda su vida, a amaestrar animales salvajes, y por eso era conocida en todo el mundo, oh, Mack Mackenzie, la legendaria domadora de casi cualquier cosa.
Billy Bane Peltzer, su a menudo apesadumbrado sobrino, sólo había estado en aquella casa en tres ocasiones. Y en todas ellas se había escondido en algún rincón —la casita de la enorme piscina en la que tía Mack amaestraba focas y delfines; la jaula en la que habían pasado la noche el puñado de bebés de tigre que había recibido por equivocación; el armario en el que guardaba los juguetes del pequeño Corvette, el elefante enano con el que vivía, y que, decía, la entendía mejor que ninguno de los hombres con los que había estado— con la esperanza de que su madre no diera con él y olvidara que, además de aquel montón de cuadros, había traído consigo a su pequeño.
Pero, evidentemente, eso nunca ocurría.
Y no porque su madre pensase en él más de la cuenta, sino porque era su tía quien lo hacía. Todas y cada una de las veces había sido su tía quien primero había advertido su ausencia y luego había dado con él.
—¿En qué demonios estabas pensando, pequeño Bill? —le había dicho, todas aquellas veces.
—En que quiero quedarme aquí contigo, tía Mack —le había contestado el entonces pequeño Bill—. Creo que no me gusta mamá.
—¿Por qué no iba a gustarte mamá, pequeño Bill?
—Porque no es como tú, tía Mack.
—Oh, pequeño Bill.
—Es verdad —solía decir el pequeño Bill y, siempre, todas y cada una de las veces, en aquel preciso instante, justo después de murmurar (ES VERDAD), enjugaba una lágrima y, a continuación se ponía muy serio, tremendamente serio y decía (TÍA MACK), decía—. ¿No podría quedarme aquí contigo?
—Oh, pequeño Bill —decía tía Mack, y a menudo eso era todo lo que decía, porque, cansada de esperar en el cobertizo, aquel cobertizo que su tía Mack había habilitado para recibir visitas, para, en concreto, recibir las visitas de su hermana Madeline, Madeline Frances Mackenzie, su madre, la mismísima Madeline Frances Mackenzie, gritaba (MACK) y (¿DÓNDE DEMONIOS TE HAS METIDO?) y hacía pedazos el sueño de su hijo, aquel sueño que consistía en no tener que regresar a casa jamás.
—¿Bill?
Bill volvió en sí. Seguía caminando por la calle, camino de aquel lugar, camino de (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL), como alma que lleva el diablo, sus viejas botas aferrándose al asfalto congelado, haciendo frente a las ventiscas que salían a su encuentro al doblar cada esquina con su vieja bufanda de esquiadores, la bufanda que, con el tiempo, se había convertido en el producto estrella de aquella condenada tienda, oh, (LA SEÑORA POTTER ESTUVO AQUÍ), y aquel gorro, el gorro de cazador con orejeras que le había regalado Sam, pero acababa de toparse con Catherine Crocker, la agente Catherine Crocker, la pequeña Katie Crocks, y sus enormes ojos azules, y su escandalosamente torpe risa infantil, aquella risa inoportuna que, evidentemente, fue lo primero que escuchó de ella, aquella risa ridícula y luego aquel (¿BILL?).
—¿Cats? —Ése era Bill, saliendo de su inútil ensimismamiento.
—Un día estupendo, ¿no crees?
—Oh —Bill miró a uno y otro lado. Las ventiscas desordenaban su melena decididamente poco ordenada, y hacían lo mismo con la de Catherine, que, sin embargo, sonreía, con aquella sonrisa que parecía coleccionar dientes de leche, porque eso parecían los dientes de la pequeña Cats, dientes de leche—. Yo no diría eso.
—Es, bueno —Oh, (JIJU JI)—. ¿Vas a alguna parte?
—Eso creo, sí —Bill se metió las manos en los bolsillos y sonrió.
Oh, Cats, la pequeña Cats, suspiró.
Suspiró y, sin poder evitarlo, (GLUM), dijo:
—¿Puedo acompañarte?
—¿Acompañarme?
—No, eh, yo, lo, lo siento, Bill, es, bueno, a veces me pregunto si, me preguntaba si, no sé, ¿te apetece un café? Yo podría tomarme un café, Bill, yo, eh, ya sabes, la jefe Cotton no me espera hasta dentro de un rato y he pensado que quizá, no sé.
Billy frunció el ceño.
El ceño de Billy había tenido una vida complicada.
Había tenido, en realidad, una adolescencia complicada.
—Me temo que no tengo tiempo para un café ahora mismo, Cats.
Bill volvió a sonreír. Bill tenía una sonrisa francamente bonita. Nadie se lo había dicho nunca. Ni siquiera Sam, su mejor amiga, le había dicho nunca que tenía una sonrisa bonita, la clase de sonrisa que podía volver loca a una agente de la ley en prácticas como Catherine Crocker, la pequeña Katie Crocks.
—Y, eh, ¿Bill? No sé, ¿te apetece que nos veamos luego? Hace tiempo que, no sé, ¿y si nos viéramos luego en el Scottie Doom Doom, Bill?
Billy volvió a fruncir el ceño.
Aquel ceño que jamás dejaría de ser un ceño adolescente porque eso es lo que ocurre con los ceños que tienen una adolescencia complicada.
—¿Va todo bien, Cats?
—Sisisí —Ella se rio (JIJU JI) y luego dijo—. Sólo es que —(SÉ VALIENTE, CATS), (SÉ VALIENTE)— me apetece —Oh, el corazón de Katie Crocks iba a estallar, iba a (BUM) (BUM) (BUM) estallar— invitarte a una —(CASI LO TIENES, CATS)— copa.
—Yo, eh —Bill acababa de caer en la cuenta de que ya había caminado lo suficiente, de que aquello que veía a lo lejos, al otro lado de la calle, era, por fin, sí, el iluso letrero de (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL), así que dijo—. Cats. —Y la chica le miró, tan condenadamente ilusionada como parecía estarlo aquel ridículo cartel, si es que algo así era de alguna manera posible, como recordaba haber visto en al menos una ocasión ilusionada a su propia tía, la tía Mack, que había dicho aquello del pequeño Corvette, el pequeño Corvette, encerrado como debía estar en aquel momento en una jaula, la jaula de la que le había hablado Tracy, Tracy Seeger Mahoney, la abogada que firmaba la carta que le había sido remitida desde la Oficina de Últimas Voluntades de Sean Robin Pecknold hacía exactamente una semana, y añadió un (EJEM)—. Claro, ¿por qué no?
La pequeña Cats se ruborizó. Solía ruborizarse a menudo. Sobre todo, cuando tenía que interrogar a testigos. Llevaba poco tiempo en el cuerpo. Aún era una agente en prácticas y, aterrorizada ante, al parecer, cualquier tipo de posibilidad, es decir, convencida de que podía ocurrir cualquier cosa horrible en cualquier momento, desenfundaba sin reparo su minúscula Beatrice Johnson, desatando el pánico a su alrededor cada vez. Aquello sacaba de quicio a la jefe Cotton, que no podía evitar aborrecer ligeramente a la pequeña Cats. No le gustaba la forma en que el alcalde Jules había impuesto su, digamos, candidatura. Cuando John-John Cincinnati lo había dejado, oh, después de aquel asunto de la chica muerta, aquel asunto del montículo (CHALMERS) y el asesinato irresuelto, el padre de Cats, aquel escritor de whodunnits, el hasta cierto punto aborrecible Francis Violet McKisco, se había personado un día en comisaría y había exigido hablar con el alcalde Jules. No quería para su hija el puesto de John-John, por supuesto. Ni siquiera sabía que aquel puesto estaba libre. Lo único que quería era, oh, bueno, un puesto. A la jefe Cotton, su desconsiderada actitud le había resultado aborrecible, pero no había podido evitar sentir cierta fascinación por aquel inaudito descaro. Fascinación que se tradujo en curiosidad por su obra. Así que, en los días que siguieron a la definitiva llegada de la chica McKisco a aquel puesto de agente en prácticas, la jefe Cotton se había agenciado una pequeña colección de novelas de aquel absurdamente engreído escritor y, para su sorpresa, las había devorado con un placer, en cierto sentido, culpable. No, la pequeña Cats no sabía nada al respecto. Suficiente tenía con lidiar con Francis McKisco y su inusitado y obsesivo interés en, precisamente, la jefe Cotton. Al parecer, la fascinación había sido, en aquel momento, mutua. La suya, sin duda, acrecentada por la posibilidad de igualar, de alguna forma, a aquella otra escritora, Katie Simmons, la máxima autoridad en (WHODUNNITSLANDIA), que presumía de sus citas con todo tipo de detectives reales. ¿Y podría contarle aquello a Bill aquella noche? ¿De qué iba a poder hablar con él? ¿De aquella tienda de souvenirs?
—Nos vemos en el Scottie entonces —dijo Cats.
—Por supuesto —dijo Bill, y llevándose una mano al gorro de cazador con orejeras que le había regalado Sam, dijo (HASTA LUEGO, CATS).
Y Cats dijo (HASTA LUEGO, BILL).
Y dijo algo más, dijo algo relacionado con el (SCOTTIE DOOM DOOM), y Bill alzó la mano al otro lado de la calle, y se detuvo, esperó, esperó hasta que la vio marchar, hasta que la vio doblar la esquina y entonces, sólo entonces, mirando a uno y otro lado, apresuró el paso, bajó la cabeza, se aclaró la garganta, aunque (EJEM) no había a su alrededor nadie que pudiera (EJEM) oírle, y, al fin, alcanzó la puerta de (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL), pero no la empujó. Lo primero que hizo fue darle la espalda y mirar a uno y otro lado, apostándose ante ella con el único fin de comprobar que nadie, absolutamente nadie, le veía entrar.