Encerrado en su despacho, uno de aquellos infinitos sirvientes de pie en un extremo de la habitación, a la espera de lo que fuese que pudiese necesitar en cualquier momento, Frankie Scott Benson leía en voz alta. Y no lo hacía para compartir con Charles Brownie Buchan, el ignorado sirviente, el contenido de la carta que acababa de escribirle a Francis McKisco en nombre de aquella engreídamente exigente (MYRLENE BEAVERS), pues para Frankie Scott Benson, Charles Brownie no se diferenciaba en nada del empapelado de la pared, las llamativas cortinas, o la mullida alfombra sobre la que descansaban sus viejos pies descalzos. Frankie estaba compartiendo aquella carta con su buen amigo Henry Ford Crimp. El escritor se había hecho instalar un enorme y ridículo busto del poco conocido inventor en uno de los extremos de su gigantesco, totémico, casi planetario escritorio. Hablaba con él a diario. Hablaba con él todo el tiempo. Sobre todo, hablaba de lo chiflada que estaba Becky Ann, pero también, evidentemente, de cada paso narrativo que se disponía a dar. Aquella misma mañana había pasado largo rato perorando sobre aquella nueva historia, la historia de las hermanas siamesas. Le había dicho (¿QUÉ ME DICES DE LAS DOS CABEZAS, HEN?), (¿NO CREES QUE ES UN POCO DEMASIADO?), y (¿UNA DE ELLAS DEBERÍA AMAR EL CAFÉ Y LA OTRA ABORRECERLO? ¿QUÉ ME DICES DE IR AL CINE? ¿DEBERÍAN IR AL CINE?), le había dicho (NO SE PONEN DE ACUERDO. NO SE PONEN DE ACUERDO EN NADA. SE ODIAN, ¿VERDAD?), y (TODO LO QUE A UNA LE GUSTA, LA OTRA LO ABORRECE). Es decir que, sin darse cuenta, había estado hablando de su propia vida. A veces ocurría. Los escritores no hacían otra cosa que hablar de lo que, en cada preciso instante, aborrecían. En el caso de los Benson era algo que aborrecían en todos los instantes. Así que si aquel par de gemelas iba a ser realmente un par de gemelas siamesas, es decir, si iba a haber dos esquiadoras con dos cabezas, una de ellas iba a llevarse francamente bien consigo misma, es decir, con su otra cabeza, como lo hacían, en opinión de Frankie, el resto de los matrimonios, y la otra iba a aborrecerse, como lo hacían ellos. Oh, era una idea estupenda. ¿No era una idea estupenda? (¿QUÉ ME DICES, HEN? ¿NO ES UNA IDEA ESTUPENDA?), le había espetado a aquella cabeza de piedra, y, puesto que aquella cabeza de piedra no iba a responderle, Frankie Benson se había respondido a sí mismo imitando la ridícula voz de aquel inventor chiflado. Se había dicho, (¡OH, POR SUPUESTO, FRANCIS!), y, aún de forma más estúpida, había añadido (¡APUESTO MI QUERIDO SEÑORITO VERDE A QUE LO ES!).
El Señorito Verde había sido el osito de peluche de Henry Ford Crimp.
El Henry Ford Crimp de carne y hueso, no aquel busto del demonio.
El bueno de Hen no había conseguido lo único que se había propuesto en la vida, hacer crecer a aquel maldito oso de peluche, por más injertos mecánicos y textiles que hubiese empleado, y el Mundo, aquel Mundo que no había hecho otra cosa que ignorarle como se ignora al chico brillante y tímido que se sienta al fondo de la clase, había acabado haciendo cola ante la puerta de su casa para reírse de él. Porque uno no puede pretender convivir con un enorme oso de peluche encorvado y maltrecho, un oso de peluche con aspecto de, como había dicho en una ocasión Becky Ann, desempleado deprimido, y no acabar convirtiéndose en una penosa atracción de feria.
(ASÍ QUE APUESTAS A TU SEÑORITO VERDE, ¿EH?), había inquirido Frankie, diciéndose que no importaba lo que él pensara, y mucho menos lo que pensara aquella cabeza de mármol, porque Becky Ann iba a aborrecer aquella idea.
A Becky Ann nada de lo que a él le parecía estupendo, le parecía estupendo.
Becky Ann diría que le recordaba demasiado a su propia vida. Luego se encerraría en su propio despacho y le pondría verde con aquella escritora del demonio, Susan Laird Jonathan Reynolds que, por fortuna, llevaba siglos bajo tierra. Como él, Becky Ann se había hecho fabricar un busto, un busto de aquella escritora, que, a menudo, sacaba de paseo. Lo metía en una jaula para lechuzas, lo instalaba en un carrito de bebé, y lo sacaba a pasear. Se habían escrito cientos de artículos sobre aquella ridícula costumbre. En una ocasión, una periodista incluso las había acompañado a tomar el té. Y el tono del artículo que había escrito había resultado tan siniestro que, a partir de entonces, nadie se había atrevido a reírse de la pareja. En un intento por imitar su propio estilo, el estilo del matrimonio, la periodista, una tal Celeste Philip Coombs, había construido un relato de terror en el que la escritora se limpiaba «restos de niño humano de la comisura de los labios» y hablaba «como si existiera desde que el mundo era mundo, o desde mucho antes», y lo hacía, por supuesto, haciéndose acompañar de aquella cabeza que bien podía ser una cabeza real, porque «todo en ella estaba tan cuidado al detalle que parecía haber existido en otro tiempo, ¿y si era una cabeza disecada? Se lo pregunté, ella se limitó a reírse como lo haría una comadreja, agudos hipidos aquí y allá, y a encogerse de hombros, figurando comportarse encantadoramente». El artículo había encantado a Becky Ann, que había vuelto a verse con la periodista en al menos tres ocasiones, antes de que ella muriera en extrañas, extrañísimas, circunstancias, lo que no había hecho sino aumentar su leyenda. Evidentemente, Becky Ann no había tenido nada que ver con su muerte, pero las circunstancias de la misma parecían sacadas de un viejo relato que la lectora de Susan Laird Jonathan Reynolds había publicado hacía mucho, mucho tiempo.
En el relato, una oronda pastelera se detiene, de camino a casa, en una pastelería que nunca había visto antes. Se instala en una de sus mesas, pide la carta a la camarera, y se decide por un pedazo de pastel del que no ha oído hablar jamás: un extra cremoso Cynthia Jalter. Mientras lo degusta en la pastelería vacía, la camarera desaparece y alguien, desde algún lugar, dispara un proyectil que le atraviesa la garganta. Al día siguiente, una vecina del lugar encuentra el cadáver en mitad de la calle, frente a un local deshabitado que ni siquiera era, aunque había tratado de llegar a serlo, una pastelería. Bien. Hasta aquí el relato. Lo que le ocurrió a Celeste Coombs fue algo ligeramente más simple. Como la protagonista de la historia, se detuvo en una pastelería porque de repente le apeteció un pedazo de tarta y, poco después de que se la sirvieran, estaba muerta. Se atragantó con un proyectil similar al que había hecho pedazos la garganta de la protagonista del relato de Becky Ann Benson. No se vio a nadie con una pistola por los alrededores. Ninguno de los cocineros pudo haber deslizado el proyectil en la tarta. En parte, no pudo haberlo hecho porque había quien decía que la tarta no había existido en realidad. Por supuesto, era una leyenda, pero a veces las leyendas tienen algo de cierto. Cuando menos, se basan en algo que extraña a quien las elabora, que era el hecho, en este caso, de que la pastelería hubiese servido un pedazo de algo llamado Cynthia Jalter a la desafortunada periodista. Cynthia Jalter era el nombre del fantasma que encantaba la pastelería que pudo haber existido en el relato de Becky Ann Benson. Antes de eso, había sido el nombre de la mujer a la que habían llamado antes que a ella en la consulta del dentista la tarde en la que había empezado a escribir aquel relato que, gracias a la triste historia de Celeste Philip Coombs, había vuelto a editarse y había generado un pequeño terremoto en el encantado hogar de los Benson.
Frankie Scott había pasado a ser entonces, sino lo había sido ya antes, un actor secundario en lo que a la imparable carrera de los Benson se refería. Ya no importaba que él revelara que también charlaba con el busto de alguien, ni que se dejase fotografiar con restos de tarta de frambuesa «en las comisuras de los labios», porque sólo estaría entonando una vieja canción cuando lo que el público quería, según su musculado agente, era algo nuevo. Pero él no iba a darle nada nuevo a ningún público porque no era una «condenada atracción de feria», como se había repetido en más de una ocasión. (¡NO SOY UNA CONDENADA ATRACCIÓN DE FERIA, HEN!), le había dicho a la cabeza del inventor, que le había respondido que por supuesto que no lo era, (¿CÓMO DEMONIOS VAS A SER UNA CONDENADA ATRACCIÓN DE FERIA SI ERES EL GRAN FRANKIE BENSON?), le había dicho, se había dicho, en realidad, a sí mismo, con aquella voz que parecía una ridícula bocina, y (OH, HEN), había implorado el escritor, (¿NO SON MEJORES TODOS MIS CAPÍTULOS?), y la cabeza había dudado, en realidad, el que había dudado, por supuesto, había sido el propio Frankie Benson, porque, evidentemente, no podía estar seguro, ¿eran sus capítulos mejores? Oh, necesitaba un lector, y uno que supiera exactamente cuáles eran sus capítulos, uno que, en adelante, los distinguiera de los capítulos de Becky Ann, siempre decididamente poco amables, violentos, atacados, ¿y qué podía hacer para encontrarlo? Podía escribir una carta. Elegiría una dirección postal al azar y escribiría una carta. Se presentaría como un admirador de los Benson que había detectado una diferencia en ciertos capítulos, dejando claro lo superiores que eran del resto. Le pediría a su interlocutor que, por favor, se lo confirmase. ¿Podría usted, si es tan amable, confirmármelo? Le adjuntaría una de las novelas, debidamente segmentariada. Y luego se sentaría en su despacho a esperar la respuesta.
Frankie Scott no tenía ni la más remota idea de con qué clase de chiflado podía toparse. Cierto era que había escrito un par de docenas de cartas y las había enviado, aleatoriamente, a todo tipo de lugares, y no había obtenido una sola respuesta, pese a haber argumentado que, a su parecer y según había podido saber, en dichos lugares se tenía un interés «especial» por los Benson, y que esa era la razón de que hubiese decidido «arriesgarse» a escribirles. Tal vez esa era la razón por la que no había sospechado de Gussie, el señor Fink-Nottle, hasta que había sido demasiado tarde. Puesto que había sido el único que había contestado, le había traído sin cuidado que sus escuetas misivas fuesen confusas, rimbombantes y estúpidas, porque eran lo único que tenía. Aquel tipo, fuese quien fuese, y fuese lo ridículamente engreído que fuese —a menudo Scott había hecho el ejercicio de imaginarlo y lo que veía era a un joven profesor universitario enamorado de sí mismo hasta el punto de pasar largo rato cada noche observándose en el espejo del baño, observando su diminuto bigote y sus ligeramente abultados bíceps, observando también su pecoso y lechoso pecho y su larga y brillante cabellera pelirroja, y diciéndose que jamás encontraría a nadie como él—, no sólo era el único que había respondido a su primera carta, y había seguido respondiendo al resto, sino que estaba por completo de acuerdo en todo lo que decía, jamás le llevaba la contraria.
Oh, ¿y no era maravilloso?
Lo había sido hasta que a su progenitora, a la progenitora de aquel tal Fink-Nottle, una atareada ama de casa de los suburbios, le había dado por fisgonear en su correo, y le había hecho llegar a Frankie Scott una explosiva y concisa carta en la que le calificaba de (¡PERVERTIDO!) por haber estado carteándose con su (PEQUEÑO).
Pero ¿acaso era aquel cultivado ejemplar universitario pequeño?
Oh, sí, aquel cultivado ejemplar universitario era en realidad un mocoso de diez años. Un ingenioso alumno de la engreída Crichton House llamado Jobbie que había cumplido formidablemente con su cometido, asegurándole, pomposamente, a Frankie Scott, que sus capítulos eran, sin duda, «de lo más sublime», y que el resto eran, también sin duda, «pura bazofia», y añadiendo un buen puñado de frases que eran únicamente rimbombantes frases que el chaval había copiado, diligentemente, de sesudos ensayos literarios de poco o ningún interés. Pese a lo críptico, en todos los casos, de su mensaje, Frankie Scott solía conciliar el sueño antes las noches de los días en que recibía alguna de aquellas misivas, y sacaba de quicio a Becky Ann silbando todo tipo de absurdas melodías por los pasillos de la mansión que habitasen en cada momento, que tendía a ser la mansión que poseían en aquel inofensivo lugar llamado Darmouth Stones. Aquellos días, Frankie Scott era, o parecía, feliz, y se sentía capaz de cualquier cosa, es decir, podía pasar las páginas de los libros que leía él mismo, e incluso, ordenaba al pequeño séquito encargado de alimentarle, que se marchase, pues aquel día no necesitaba de sus servicios, lo que, evidentemente, enfurecía a Becky Ann. Becky Ann creía que el hecho de que su cerebro tuviese que ordenar a su mano sujetar una cuchara podía distraerla y evitar que cazase una idea. De ahí que se enfureciese los días en que Frankie Scott decidía hacer todo tipo de cosas por su cuenta, puesto que, mientras las hacía, cientos, puede que miles, de ideas, se le escapaban, ¿y acaso tenía ella que hacer todo el trabajo?, rezongaba Becky Ann. A Frankie Scott le traía sin cuidado. Frankie Scott canturreaba e iba a todas partes con aquel pedazo de papel, la carta, que decía que, en aquella casa, el genio era él.
En una ocasión incluso se había atrevido a telefonear a Flattery Barkey, su editor, y a concertar una cita.
Ante un par de suculentas raciones de cordero, regadas con un excelente cabernet sauvignon, el escritor le había tendido una de aquellas misivas. En ella, el pequeño alumno de Crichton House que, para entonces, era aún un misterio de aparente formación universitaria para Frankie Scott, elogiaba ostensiblemente aunque de forma un tanto confusa la aportación que Scott había hecho a Creo haberles hablado de Tuppy Glossop, novela en la que un fantasma aburrido se pasaba los días acudiendo a la Oficina del Distribuidor de Fantasmas esperando acabar en algún otro lugar, pues aborrecía el apartado castillo al que había sido enviado por la Administración de los No Vivos. Odiaba las goteras, y odiaba a los críos, y el castillo estaba repleto de críos y de goteras. Y por si fuera poco, la familia a la que debía asustar, no sólo no le tenía miedo sino que había convertido su sola presencia en una especie de negocio. Organizaban visitas guiadas al, decían, castillo encantado, y le obligaban a mover cuadros y sillas, abrir y cerrar cajones, apagar y encender luces, y hasta disparar flechas. La muerte del atormentado Tuppy Glossop era un pequeño infierno hasta que conocía a Maybeline Harrison, una empleada de la Oficina del Distribuidor de Fantasmas dispuesta a ayudarle.
—No entiendo bien a qué se refiere cuando dice —el editor había aplicado la lupa que le colgaba del cuello a la misiva del chico, pues la letra era, había dicho, demasiado pequeña, aunque, había añadido, siempre lo es—, oh, aquí. Dice: Podría encontrar en la fuga la única salvación, mi señor, pero no puede, porque, imagino, querrá permanecer cerca de la señora Travers pese a todos los capítulos tremebundamente tercos, pero es una magnífica idea si la cosa cambia de aspecto. —Flattery había levantado entonces la vista y había dicho—: ¿Tiene usted una amante, Benson?
—¿Una amante?
—¿Qué es eso de la señora Travers?
—Oh, no, eso es, jeje, eso es un error, señor Barkey.
—Pero ¿qué ha querido decir?
—A veces es un poco confuso.
—¿Quién es la señora Travers, Scott?
—¡Nadie!
—Aquí hay una señora Travers, Scott.
—¡Barkey, querido! Lo único que quería que supieras es que hay alguien ahí fuera que considera que lo que escribo es bueno, quiero decir, que lo que yo hago es mejor, aunque sea, (UJUM), Becky la que, ya sabes, se lleva toda la fama, ¿por qué se lleva ella siempre toda la fama, Flatt?
—¿Se lleva ella toda la fama?
—Oh, ¿no? —Frankie Scott se había reído. Lo había hecho nerviosa y repetidamente (jeje) (jeje) como hacía siempre que algo le parecía francamente (OBVIO)—. Flatt, ¿no se lleva ella toda la fama? ¿Hablamos, siquiera, de la misma Becky Ann? ¿La reina del terror absurdo de Darmouth Stones?
Becky Ann ya era moderadamente famosa cuando se habían conocido. Becky Ann había dado por hecho que Francis sabía que estaba saliendo con la, según el Darmouth Daily, Reina del Terror Absurdo de Darmouth Stones, pero Francis no solía leer el Darmouth Daily, así que no tenía ni la más remota idea. Y tampoco había manera de que Becky Ann supiera que tenía ante sí al mismísimo Rey del Terror Absurdo de Darmouth Stones porque ningún periodista del Daily Darmouth había estado jamás ni remotamente cerca de una de sus novelas por lo que no había podido escribir ningún artículo que sacase a Frankie Scott del asfixiante pozo del anonimato en el que se encontraba.
—¿Qué quieres, Scott?
—No sé, Flatt.
—¿Una carrera en solitario?
—¿Por qué no?
—¿Qué harías con una carrera en solitario, Scott?
—No sé, Flatt, ¿triunfar?
El editor se había reído. Pero su risa se asemejó a una tos impertinente. Se había llevado la mano a la boca, como si tratara de contener un bostezo, o aquella tos ridícula e impertinente, cuando lo que intentaba contener era una colección de carcajadas. Y el resultado fue un estrambótico (JUP), y un extraño y fuera de lugar (JEJUP).
—Disculpa, Scott, pero (UJUM), no creo que sea una buena idea.
—Oh, vamos, Flatt, ¿por qué no iba a serlo? ¿Acaso no has leído la carta de Sir Fink-Nottle? ¡Mis capítulos son inopinadamente exterlativos!
—¿Qué demonios es exterlativos, Scott?
—¿Qué demonios quieres que sea, Flatt? ¡Superlativos!
—Aquí no pone superlativos, Scott. Pone exterlativos. ¿Qué demonios es eso?
—¿Qué más da lo que sea, Flatt?
—¿Y quién es este tal, uhm, Jobbie?
—¿Jobbie? ¿Qué Jobbie, Flatt?
—Tu Sir No Sé Cuántos.
Airado, Francis le había arrebatado al editor la carta de las manos, presto a corregirle, presto a decirle que el nombre de Sir Fink-Nottle no podía ser de ninguna manera Jobbie, pues era Gussie, pero cuando la tuvo ante sí cayó en la cuenta de que, efectivamente, iba firmada por un tal Jobbie. ¿Quién demonios era aquel tal Jobbie? Hablaba en los mismos términos que Gussie, y el sobre había sido sellado en la misma oficina postal en la que habían sido sellados el resto de los sobres que habían contenido el resto de las cartas de Sir Fink-Nottle, así que ¿cómo no iba a ser Gussie?
Aquello debería haberle hecho sospechar.
En realidad, lo hizo.
Pero ¿sospechar hasta el punto de asumir que el remitente de la carta podía llegar a ser un niño de diez años, un pícaro y sin duda solitario, un, gramaticalmente torpe, alumno de Crichton House? Oh, no, por supuesto que no.
Pero eso había resultado ser.
La mañana en la que llegó un nuevo sobre de aquel lejano lugar, aquel también enrevesado Waverley Grosse Edward, una vez aclarado el malentendido, un ridículo malentendido del que Frankie no sabía qué pensar —Sir Fink-Nottle había escrito (DISCULPE, ERRÉ MI SUSTANCIOSO SUSTANTIVO INOPINADAMENTE), y a Frankie le había parecido, por primera vez, que no sabía de qué estaba hablando, en fin, ¿qué era aquello de sustancioso? ¿Acaso era tan pomposo que no podía decir nombre? ¿Y por qué todo lo hacía inopinadamente? Si le hubiesen dicho en aquel momento que su Sir Fink-Nottle era una tacita de té a la que habían enseñado a leer y teclear, se lo habría creído sin dudarlo, porque ¿quién sino podía haber escrito aquello?—, Scott no se molestó en llevar a cabo el ritual que solía llevar a cabo cada vez que recibía una de aquellas cartas, y que consistía en fingir que el teléfono de su despacho había sonado, descolgarlo y hablar con el mismísimo Sir Fink-Nottle.
—He recibido su carta, sir —le decía.
—Oh, lo celebro inopinadamente, Frankie —fingía oír que le decía Gussie.
—No dudo en que habrá coincidido conmigo en todo, sir.
—Oh, por supuesto, Frank, por supuesto.
No, aquel día Frankie Benson se hundió. Flattery Bakery tenía razón. ¿Qué iba a hacer él con una carrera en solitario? Puede que sus capítulos no fuesen, como había dicho aquel crío, exterlativos. Y, en cualquier caso, ¿quién demonios sabía lo que era exterlativo? Lo más probable era que no fuese nada en absoluto. Frankie Benson se había ovillado en su butaca, y se había dicho que, en cierto sentido, aquel tal Jobbie Fink-Nottle se había convertido, sin saberlo, en su propio Señorito Verde.
¿Su propio Señorito Verde?
Frankie Scott Benson tenía una pequeña afición. Escribía cartas a tipos solitarios a los que el mundo trataba, como a él, injustamente. Había empezado a hacerlo a los diez años. A los diez años le había escrito una carta a su inventor favorito. Su inventor favorito era, claro, Henry Ford Crimp. El pequeño Frankie quería que Henry supiese que no estaba solo. Que, aunque él no había tenido jamás un osito de peluche, de tenerlo, también habría querido que creciese con él. Henry, por supuesto, no había dado respuesta a ninguna de ellas. Hasta que Frankie había caído en la cuenta de que no eran sus cartas las que Crimp esperaba sino las del Señorito Verde, su osito de peluche, que no es que fuese verde sino que había tenido, en algún momento, un par de gafas de bucear de color verde. Así que se había puesto a escribirle cartas mínimas, de una, dos, tres líneas, que firmaba como El Señorito Verde. Puesto que había leído todo lo que se había escrito sobre él, daba detalles que, si bien en un primer momento extrañaron a Crimp, acabaron por divertirle tanto que entró en el juego, y ambos, Frankie y su estimado amigo, mantuvieron durante años una curiosa correspondencia que acabó, fortuitamente, con la muerte del inventor.
Con la muerte del inventor había dado comienzo una intermitente y cuantiosa correspondencia con malogrados y solitarios desconocidos con los que se topaba en los periódicos, a quienes no compadecía como había compadecido a Henry Ford Crimp a los que utilizaba como ciertos niños utilizan a los niños sin amigos, convirtiéndose en aquello que daba sentido a todo lo que eran. No sólo se daba importancia, impidiendo que cayesen en la cuenta de que él también era uno de esos niños sin amigos, sino que, de alguna manera, dirigía, malévolamente, sus a menudo ridículas vidas, a la manera en que Becky Ann y toda aquella fama que él jamás tendría dirigían la suya. ¿Que cómo lo hacía? Inventando, claro, un Señorito Verde cada vez.
—¿Hen? Escucha esto, escucha con atención —dijo, un en aquel momento entusiasmado Frankie Scott. Estaba, aún, compartiendo con el busto de Henry Crimp la carta que acababa de escribir, una carta que iba dirigida a aquel otro escritor que vivía obsesionado con su falta de reconocimiento, su por entonces único amigo, aunque también podría considerase víctima, o, por qué no, mero entretenimiento, por correspondencia—. Celebro que haya sido un malentendido, aunque dudo mucho que en realidad lo sea. En cualquier caso, sepa que pienso vigilarle muy de cerca en breve. Un inesperado giro del destino va a llevarme a su ciudad. Quién sabe. Tal vez nos crucemos en la oficina postal la próxima vez —(JE JE) (JE JE), rio aquel pletórico Frankie Scott, extasiado, desde que Becky Ann había interrumpido su rutina matinal para hacerle saber que (POR FIN) había llamado aquella (CONDENADA) (DOB-SON) para comunicarles que había dado con la casa (PERFECTA), y que por supuesto, la casa estaba debidamente encantada. Así las cosas y mientras su aborrecible esposa dirigía el empaquetado de prácticamente la entera mansión, Frankie Scott Benson firmaba, feliz, ante la mirada de aquel ignorado sirviente que para Frankie Scott no se diferenciaba en nada del empapelado de la pared, su carta, imaginando la espera en su despacho de aquel otro escritor encantadoramente iluso, aquel otro Francis, Francis Violet McKisco, que creía haber encontrado, quién sabía, puede que al amor de su vida, la única mujer que le había leído como nadie le leería jamás. Y, cuando lo hubo hecho, admiró, dichoso, su obra, aquella obra que no había firmado él, sino aquel otro Señorito Verde, la misteriosa lectora que, pese a su diligente exigencia, disfrutaba de los casos de Stanley Rose y Lanier Thomas, la encantadoramente cruel Myrlene Beavers.