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¿Mascan los muertos cereales? ¡Oh, contraten a un fantasma de (UN FANTASMA PARA CADA OCASIÓN) y lo descubrirán! ¿Que por qué parecen de carne y hueso, y luego dejan de parecerlo? ¡Sigan leyendo!

 

 

El fantasma no tenía aspecto de fantasma. Ni siquiera era transparente. Sólo era un tipo con los ojos permanentemente entrecerrados, ojos que en vez de ojos parecían un par de ranuras para monedas, un bigote exageradamente rubio, y una corbata en la que diminutos submarinistas parecían discutir con cientos de aún más diminutas burbujas. Los submarinistas se miraban unos a otros y se decían que nada de aquello tenía sentido, pensó MacPhail. Habían muerto, se dijo, para acabar convertidos en un ridículo elemento decorativo de una ridícula corbata de un ridículo muerto. Un muerto que mascaba cereales todo el tiempo, cereales que extraía de una caja de Dixie Voom Flakes. Un muerto que, a ratos, fingía atragantarse, y tosía, y ponía los ojos en blanco, y, oh, Stumpy apartaba la vista cada vez, dejaba que algo, algo blancuzco y horrible, le borboteara de entre los labios, aquellos labios que parecían acolchados, que eran los labios de un tipo al que las cosas podrían haberle ido francamente bien si no le hubiera dado por querer estar muerto.

—¿Por qué hace eso? —quiso saber MacPhail.

—Creo que está metiéndose en el papel —le susurró aquella mujer que no había hecho otra cosa que fumar, y mirar alrededor, y decir que sus clientes iban a aborrecer aquello, que tendría que empezar, ya, a forrarlo de madera, porque ellos necesitaban un refugio, había dicho, una cabaña, y aquello no era una cabaña, ¿y cómo podía no ser una cabaña? ¿No estaba en aquel lugar he­lado? ¿Qué clase de estúpidos no construían cabañas en lugares desapaciblemente horribles como aquel?—. ¿El muerto se atragantó?

—¿Qué muerto?

—¿No le llamó Alvorson?

—¿Alvorson?

—Sigsby Fritz.

—Oh, eh, —consintió MacPhail.

El señor Alvorson, el propietario de la compañía que pensaba suministrarle el fantasma en nombre de aquella tal Dobbs, le había llamado poco después de que las llaves de aquella camioneta repleta de asientos cambiaran de manos.

—Señor Alvorson al habla, señor, ehm, MacNail, ¿es usted, usted?

—¿Que si yo soy yo? ¿Quién demonios es usted?

—Verá, señor McNail, presumo que es usted, usted. —La voz era la voz de un vendedor telefónico, la voz de alguien que podía ser sólo una voz, un alguien que no necesitaba cuerpo en parte porque su existencia consistía en ser alguien para el mundo a través del teléfono, ¿y si no era más que un teléfono?—. Al habla el señor Alvorson —había repetido— Sigsby Fritz —había dicho—. Le llamo de parte de la señorita Whishart Dobbs. Ella ya nos ha dicho lo que necesita pero no se preocupe. —Había hecho una pequeña pausa, se había aclarado (UJUM) algo parecido a una garganta, si es que un teléfono podía tener algo parecido a una garganta, y había proseguido, con aquel tono que parecía el tono de un astuto vendedor de coches usados—. Los fantasmas de Un Fantasma Para Cada Ocasión están entrenados para hacer frente a todo tipo de situaciones.

—Entonces ¿es cierto? ¿Tienen, ustedes, fantasmas? —había titubeado Stump. De repente, el espacio a su alrededor se había ensanchado. Su oficina había dejado de ser su oficina y se había convertido en su espaciosa habitación de niño. Había edificios de cartón por todas partes y, en un rincón, parcialmente iluminada, podía ver, perfectamente, la vieja casa abandonada que nadie, ninguno de sus, por entonces, agentes, sus pequeños muñecos de goma, gatos, elefantes, tortugas, todos ellos debidamente trajeados, conseguía vender porque, decían, estaba encantada—. Es, quiero decir, ¿auténticos fantasmas? ¿Gente muerta, espíritus? ¿Cómo lo hacen? ¿Dónde, uh, dónde los encuentran? —había borboteado el aterrorizado agente que, por un momento, olvidó que existía un mundo de adultos en el que cualquier cosa era posible, incluido que una empresa como aquella, una empresa dedicada a suministrar fantasmas a todo aquel que planease encantar una casa, una oficina, un castillo, la habitación del bebé, un sótano, un cobertizo, el desván, la biblioteca, un instituto, la clase de matemáticas, un barco, en definitiva, cualquier lugar. Por supuesto, al fantasma le acompañaban todo tipo de extras relacionados con el posible encantamiento, que permitían que las puertas y ventanas se abriesen y cerrasen sin que pareciera que nadie las tocara, que se encendiesen y apagasen las luces, que soplase una horrible y chirriante corriente de aire y que se oyesen todo tipo de ruidos no necesariamente de este planeta. Ni que decir tiene que había dispositivos haciendo ese trabajo por el fantasma, que suficiente tenía con aterrar a la presumible vícti­ma elegida por el cliente, o con simplemente charlar con ella, o él, en los casos en que era la casa del cliente la que debía encantarse, puesto que existían solitarios inquilinos que deseaban poder convivir con alguien y que ese alguien fuese un supuesto fantasma. Pero Stumpy MacPhail no podía pensar en eso en aquel momento. En lo único en lo que Stumpy MacPhail podía pensar era en aquella casa abandonada y diminuta y en los carteles de (¡CASA PELIGROSA!) (¡NO SE DETENGAN!) (¡EL FANTASMA PODRÍA VERLES!) (¡y ENTONCES ESTARÍAN PERDIDOS!)—. ¿Alguno de ustedes puede, eh, verlos?

Se hizo el silencio. Aquel tipo con voz de teléfono dedicado a la venta de coches usados que nunca regresaba a casa porque no tenía una casa a la que regresar, que no era, en realidad, más que un teléfono por completo entregado a la venta por teléfono de, en su caso, fantasmas, guardó silencio. Al cabo, dijo:

—¿Bromea, verdad? —Y Stump podría haber dicho (NO), podría haber dicho (UNA VEZ CONOCÍ A UN ESPIRITISTA), en realidad, debería haber dicho (UNA VEZ CREÉ A UN ESPIRITISTA) y (ÉL VIO POR A AQUEL HORRIBLE FANTASMA) y (DESDE ENTONCES ME ATERRAN LOS FANTASMAS), en especial, (LOS FANTASMAS QUE EXISTEN) y (SUPONGO QUE ESO CUENTA PARA LOS QUE PUEDEN CONTRATARSE) pero lo que había dicho había sido (CLARO) y (POR SUPUESTO), lo que había hecho había sido reírse (JOU JOU JOU), y tratar de fingir que podía apartar la vista de aquella casa abandonada y encantada de su habitación de niño que acababa de revisitarle—. ¿Cómo no íbamos a poder verlos, señor MacNail? ¡Trabajan para nosotros!

—Claro, disculpe, eh, sólo es que, uh, es la primera vez que, bueno, ya me entiende.

—Oh, ¿es su primera vez? ¡Vaya! ¿De veras no ha necesitado antes un fantasma? ¡Es usted un tipo con suerte! ¿Cuánto tiempo lleva en esto, señor MacNail?

Stump no entendía qué clase de problema tenía toda aquella gente con su nombre. ¿Tan difícil era recordarlo?

—No es MacNail.

—Oh, eh, ¿no?

—No, es MacPhail. Stump MacPhail.

—¡Oh, disculpe, señor! —Aquella espumosa voz telefónica sonrió—. Debí anotarlo no correctamente. Para mí, quiero decir, para nosotros, también es nuestra primera vez.

—¿Cómo? ¿No se dedican ustedes a esto? —¿No acababa de decirle que cómo no iban a poder verlos si trabajaban para ellos? ¿No incluía aquel trabajar para ellos el que ya lo hubiesen hecho anteriormente?—. ¿Me toma el pelo?

—Oh, no no, señor MacPhail, no le tomo a usted ningún pelo. Lo que ocurre es que nunca antes habíamos trabajado para sus clientes. Y déjeme decirle que nos moríamos por hacerlo. Ya sabe, en este negocio nuestro, son algo así como lo máximo a lo que puede aspirarse. Pero si es su primera vez con un fantasma deduzco que es también su primera vez con los Benson, ¿me equivoco?

—No, no se equivoca.

—¿Me permite contarle un secreto, señor MacPhail? Un Fantasma Para Cada Ocasión nació para servir a los Benson. ¡De niño, soñaba con ser su fantasma! ¿Puede creérselo? —(JO JEI JEI), rio aquella voz espumosa—. Lamentablemente, sigue sin dárseme lo suficientemente bien ser un fantasma como para poder enviarme yo mismo a Mildred Bonk, pero asesoraré diariamente a mi compañero, el señor O’Kane, oh, el señor James. —¿Sabe? Su verdadero nombre es Eddie O’Kane pero él prefiere que le llamemos William Butler James, es toda una estrella (JO JEI JEI)—. La señorita Whishart está de acuerdo en que así sea, así que, señor MacPhail, procedamos. ¿Podría decirme de qué murió el fantasma al que nuestro compañero tendrá que interpretar?

Stumpy había querido saber entonces a qué clase de interpretación se refería y el tal Sigsby Fritz Alvorson le había especificado que, en todos los casos, el fantasma en cuestión era un aspirante a actor, o a actriz, obligado a meterse en el papel del muerto que el cliente solicitase. En ocasiones, le había dicho, ese muerto era un muerto libre, es decir, la casa simplemente debía encantarse, y no importaba el papel que el fantasma interpretase. Este tipo de papeles eran a menudo interceptados por las estrellas de Un Fantasma Para Cada Ocasión. William Butler James era una de ellas, un alma libre convencida, como el otro par de fantasmas excepcionales de la compañía, un perro con aspecto de oveja que parecía saber exactamente en qué consistía ser un perro fantasma porque tenía un don especial para la actuación y una abogada sin trabajo que decía estar verdaderamente muerta y que sólo podía interpretarse a sí misma, porque aquello no era para ella un trabajo sino su propia no vida, de que su nombre figuraría algún día en un lugar privilegiado de la Historia, con mayúsculas, de los Intérpretes Fantasma. Pese a todo, ninguno de ellos era aún un fantasma famoso, puesto que, en aquel submundo de las compañías de fantasmas, Un Fantasma Para Cada Ocasión era, podría decirse, un minúsculo grano de arena en el enorme desierto constituido por aquella clase de compañías. Un desierto en el que la Weirdly Royal Ghost Company, empresa a la que, hasta la fecha, Dobson Lee había encargado el encantamiento de todas las casas Benson, lucía no como una enorme duna repleta de granos de arena sino como una mayestática pirámide esculpida a conciencia con el fin de convertirse en lo único admirable de aquel tan poco conocido paisaje. El tal Sisgby Fritz Alvorson había sido el primer sorprendido, le había dicho a Stump, cuando la señorita Whishart, la legendaria Whishart Lee Dobson, había entrado en las oficinas de Un Fantasma Para Cada Ocasión asegurando que necesitaba un fantasma.

—¡Habíamos llegado a pensar que ni siquiera existía! ¡Y, de repente, ahí estaba! ¡Tan despreocupadamente imponente, tan condenadamente exigente, pidiendo un fantasma al que no le asustase el frío y que pudiese lidiar con la pareja de escritores de terror absurdo más famosa de todos los tiempos! ¡Pidiéndonoslo a nosotros!

—Entiendo —había dicho MacPhail.

—Y ahora, si es usted tan amable, señor MacPhail, dígame, ¿necesitan un fantasma concreto o puede, William Butler James, crear su propio fantasma a partir de ese asunto de los cereales que acaba de comentarme?

Stump le había dicho que necesitaban un fantasma concreto, y, pese a todo, allí estaba aquel regurgitante tipo de carne y hueso, aquel otro día, preguntando si podía improvisar. ¡Oh, ni siquiera se transparentaba! ¿Acaso creía que podía pasar por un fantasma? ¿Qué clase de ridícula compañía era aquella? Stump acababa de quitarse las raquetas, aquellas estúpidas raquetas que parecían un par de perros sarnosos, y acababa de sentarse a la mesa en la que había improvisado una ridícula oficina en la casa de Mildred Bonk. Hacía tanto frío que, cuando hablaba, volutas de vaho lo rodeaban, a él, al fantasma y a aquella tal Dobbs, que no hacía más que merodear y murmurar para sí todo lo que (SU EQUIPO) tenía por delante; para empezar, una remodelación (ABSOLUTA) del lugar, una (TRANSFORMACIÓN) de aquel sitio en algo (INFINITAMENTE) menos (VULGAR), porque (OH) (¿HA VISTO USTED ESTO?) (¡BECKY ANN PODRÍA PERDER LA CABEZA AQUÍ DENTRO!), había dicho la agente, y Stumpy había querido saber por qué, y entonces ella había dicho que porque en lo que ellos estaban pensando era (EN UNA CABAÑA DE ESTACIÓN DE ESQUÍ CON TELESILLA), y Stump no había entendido para qué iban a necesitar aquel par de escritores un telesilla, ¿acaso creían que iba a poder esquiarse en aquel ridículo montículo? ¿Y no acababa de decirle él que debían tener (CUIDADO)? ¿No había visto de qué forma les había, aquella gente, (INCREPADO)? ¿Acaso creía que iban a poder construir (NADA) sin que ellos tratasen de (DESTRUIRLO)? Su cliente le había dejado (MUY CLARO) que aquella gente podía ser (PELIGROSA), ¿y acaso no lo parecían? Oh, parecían desesperados. Y, en realidad, lo estaban. ¿Por qué? Porque (EL CHICO PELTZER), su señor William, había desaparecido, y se había llevado consigo las llaves de aquella tienda, ¿y sabía él cuántos autobuses había en la puerta (CERRADA) de aquella tienda en aquel momento? (¡CIENTOS!) Pero ¿era algo así acaso posible? Oh, a aquella mujer, a aquella tal Dobbs, le traía sin cui­dado. Lo único que no le traía sin cuidado a aquella tal Dobbs era el fantasma.

No se fiaba de él.

No se fiaba en absoluto.

Decía que podía fastidiarlo todo en cualquier momento.

—Ni se le ocurra —dijo, en respuesta a aquel asunto de la improvisación.

—Oh, señorita Wishart, verá —dijo el fantasma.

—No, no veré nada —dijo ella.

—¡Pero soy uno de los mejores fantasmas del señor Alvorson!

—¿Y sabe qué? Me trae sin cuidado, señor LO QUE SEA, porque, cuando se trata de los Benson, nada puede improvisarse —atajó la agente.

Así fue cómo Stumpy MacPhail y aquel fantasma descubrieron de qué forma funcionaba aquel asunto de los Benson. Porque la cosa no era que únicamente la casa tuviera que encantarse. Era que, al parecer, todo lo que rodeaba la casa, que, evidentemente, debía tener el aspecto que aquella pareja esperaba que tuviera, debía estar, también, de alguna forma, encantado. Los vecinos más cercanos eran adiestrados. Recibían clases. Y un manual. El (MANUAL DE BUEN VECINO BENSON). El (MANUAL DEL BUEN VECINO BENSON) les indicaba, en todo caso, cómo debían comportarse. Se les animaba, pero no se les obligaba, a convertirse en los señores Barbie-Kingsolver y, o, los señores Mandy-Brittain, un sucedáneo de los vecinos que uno y otro habían tenido siendo niños. No, por supuesto, no debían adoptar aquellos estúpidos nombres, pero sí, si lo creían conveniente y querían destacar, sus costumbres, pues no había nada que los Benson valorasen más de aquellas casas suyas que el hecho de que les transportasen, sin que ellos siquiera lo supiesen, a su infancia, al momento exacto en el que, quién sabía por qué, habían empezado a vivir dentro de sus cabezas.

Por supuesto, habría una recompensa.

La habría en todo caso, pero sería superior si alguno de ellos conseguía imitar, por ejemplo, el manejo de la cortadora de césped de los Mandy-Brittain. Los Mandy-Brittain habían sido auténticos artistas del manejo de la cortadora de césped. Parecían silbar melodías con ella, lo que en parte se debía a que el señor Mandy-Brittain tenía un don especial para la música, y no podía evitar interpretar con lo que fuese que tuviese entre manos, la melodía que tenía en la cabeza. Se decía que la formación marcial de los Barbie-Kingsolver y su gusto por los diminutivos habían sido claves, según cierto biógrafo, en la manera ordenada, por no decir, imperial y despectivamente evasiva, en que Becky Ann Benson veía el mundo, mientras que la inadecuación, y la soledad, sólo interrumpida por los cientos de muñecos de los Mandy-Brittain, fabricantes de marionetas y apasionados de las mismas hasta el punto de tener su propio espectáculo, un espectáculo llamado simplemente Los Mandy-Brittain e inspirado en su propia vida, una vida que, si era sometida a inesperadas turbulencias, era porque el espectáculo lo necesitaba, lo habían sido para Frank Scott. El (MANUAL DEL BUEN VECINO BENSON) incluía una sección al respecto al final, en la que se especificaba de qué forma podía aumentar la cuantía de la recompensa cada uno de esos logros. Por supuesto, habría alguien tomando buena nota de todo lo que aquellos vecinos adiestrados hacían o no. Y, en cualquier caso, de no cumplir con las expectativas, podían ser, incluso, momentáneamente, desahuciados.

Mientras aquella tal Dobbs decía todo aquello, el fantasma sonreía, abría mucho los ojos, se encogía de hombros y jugueteaba con un pequeño barco, un barco con aspecto de crucero, que se había sacado del bolsillo. Parecía un Leither Storm, y tal vez lo fuese, y en cualquier caso, Stump, tan acostumbrado como estaba a imaginar que aquellas cosas estaban habitadas, no podía dejar de pensar en los aterrados pasajeros de aquel desafortunado crucero, en parte porque no quería pensar que aquel tipo, por más que no fuese transparente, podía estar muerto, ¿estaba aquel tipo muerto?

—Entiendo, señorita, eh, Dobbs, pero ¿sabe a qué clase de pueblo se enfrenta? ¿Ha leído esa cosa? Imagino que, habitualmente, los lugares que reciben a los Benson lo hacen encantados, pero este sitio no es, bueno, exactamente como el resto.

—Esa cosa no es más que un estúpido panfleto —dijo ella.

Por supuesto, uno y otro se referían al improvisado número del Doom Post.

Había cientos, puede que miles de personas a las puertas de aquella casa, la casa de Mildred Bonk, lanzándoles (¡PLONC!) ejemplares (¡PLONC!). Todos ellos, incluido el tal James, aquel fantasma de carne y hueso, habían recibido el impacto de al menos uno de ellos mientras trataban de entrar. Así que había tres ejemplares allí dentro. Dobson Lee había leído el suyo por encima. Stumpy apenas había ojeado la primera página. (EL CHICO PELTZER NOS ABANDONA), y también (¡SU CASA, EN VENTA!), y (¡LOS RICARDO, INDIGNADOS!), y (¡LA FABULOSA MACK MACKENZIE, CULPABLE!), había leído. Se había preguntado si hablarían de él allí dentro. Si lo hacían, podía llamar a su madre y decirle que, después de todo, se había convertido en un (TITULAR).

—Ya, pero, eh, ¿qué me dice de James? Quiero decir, claramente no está muerto, ¿o pueden los muertos ser como usted y como yo, de carne y hueso? Oh, tal vez adiestre a los propios Ben­son al respecto, ¿están adiestrados al respecto? Porque, déjeme decirle, señor James, que lo que no entiendo es por qué no es usted transparente si está muerto. Es decir, ¿no se supone que puede usted atravesar paredes?

—¡Oh, JOU JOU, señor MacPhail! —rio el fantasma—. ¿Me toma el pelo, verdad?

Stump sacudió la cabeza.

—No, en absoluto —dijo, colocando sus manos de pianista torpe una sobre otra, en mitad de su estómago, decidido a escuchar una buena y a ser posible larga historia.

—¿Cómo? —El fantasma se dirigió, divertido, a aquella tal Dobbs—. ¿Habla en serio? —Aquella tal Dobbs no contestó, se limitó a intentar fulminarle con la mirada. La mirada de aquella tal Dobbs decía (TENGO QUE INSTALAR UN TELESILLA EN ESTE SITIO, ASÍ QUE TERMINA DE UNA MALDITA VEZ, COSA RIDÍCULA). Y puede que aquel fantasma pudiese oír lo que ciertas miradas decían porque no tardó en devolver su atención a Stump, temeroso de acabar despedido—. Señor MacPhail, ¿es posible que no haya oído hablar de los fantasmas profesionales?

Era posible. Era muy posible. De hecho, así había sido. La vida de Stumpy MacPhail había transcurrido hasta entonces perfectamente sin necesidad de conocer la existencia de tipos que, como aquel tal Eddie O’Kane, se dedicaban a fingir que estaban muertos porque otros les pagaban para que lo hiciesen.

Pero aquello no tenía nada que ver con que el fantasma profesional no pareciese un fantasma, porque ¿no debía un tipo que pretendía ser un fantasma, por más que fuese un tipo de carne y hueso, parecer un fantasma?

MacPhail se dirigió a Dobbs. Dijo:

—Disculpe, señorita Whishart, pero no lo entiendo.

—No tiene nada que entender, Ralph.

—No es Ralph —intentó corregir MacPhail.

—Por supuesto que es Ralph —aseveró Dobson.

—¿Quién es Ralph? —preguntó el fantasma.

—Disculpe, pero sigo sin entenderlo.

(OH, ESTÁ BIEN), rezongó aquella tal Dobbs, tomando asiento, aburrida, harta, deseosa de que todo aquella acabara de una vez, (¿QUÉ ES LO QUE NO ENTIENDE?), bramó, tratando también de fulminarle a él con aquella mirada que decía (AÚN TENGO QUE INSTALAR UN TELESILLA EN ESTE SITIO), (¿SE ACUERDA?), a lo que MacPhail respondió que no entendía (CÓMO ERA POSIBLE) que aquella gente, (LOS BENSON), nada menos que (UNA PAREJA DE ESCRITORES), (¡ESCRITORES!), cayera en semejante (PATRAÑA), porque no había forma de que aquel (SUPUESTO FANTASMA) pudiese pasar por un (AUTÉNTICO FANTASMA) si aquel era su aspecto.

—¿Es que esa gente ha perdido la cabeza? —añadió.

—¿Qué gente? —preguntó el fantasma.

—Si se presentara usted en mi casa y fingiera ser un fantasma, ¿cree que yo me lo creería? ¿En qué clase de mundo viven? ¿Han perdido la cabeza?

—Oh, me temo que no está viendo usted aún a ningún fantasma, señor MacPhail —informó el tal Eddie—. Creí que sabía cómo funcionaba la cosa. La única razón por la que no dejo de atragantarme con ese montón de cereales es porque estoy intentando meterme en el papel. He tenido poco tiempo esta vez.

—¿Y qué tiene eso que ver con el hecho de que no sean ustedes menos de carne y hueso que esta mujer? —MacPhail alzó el Doom Post y le mostró al fantasma la fotografía de Meriam Cold y su presuntuoso perro—. ¿Esa gente de la Royal Weirdly Cómo Se Llame también son tan poco transparentes, señorita Lee?

—Ya he tenido suficiente —dijo Dobbs, que no quería oír hablar de lo que la Royal Weirdly Ghost Company podía o no hacer, porque nada de aquello estaría eternizándose si hubiesen hecho lo que debían haber hecho en aquella otra ocasión, y ni ella ni los Benson estarían en manos de ¿quién? ¿Un tipo que había creado aquella ridícula compañía para, algún día, poder servir, decía, a los Benson? ¿Y qué clase de manos eran aquellas?

Dobbs se puso en pie, recogió sus cosas.

—Oh, eh, je, ¿señor MacPhail? Me temo que no me ha entendido bien. Disponemos de, oh, verá, un pequeño botoncito aquí que, uhm, sí, está justo, justo a-ah-aquí. —El fantasma se toqueteó el pecho. Era algo obsceno. Parecía estar masajeándose un pezón—. Sí, eh, justo a-jah-quí. —Estaba repitiendo el masaje. ¿Qué demonios hacía? Aquella mujer, aquella tal Dobbs, se estaba yendo, se iba, y MacPhail no quería que se fuera, oh, no no no no, no podía irse, no había firmado ningún contrato, ¿querría eso decir que se había acabado? (¡ESPERE!), querría haber gritado MacPhail, pero no podía hacerlo, no, porque estaba viendo a aquel tipo masajearse un pezón y, (¡POR NEPTUNO!), ¿le engañaban sus ojos? ¿Qué estaba viendo? ¿Podía ser que aquel tipo estuviese, (OH, DIOSES SUBMARINOS), desapareciendo?—. Tarda un poco pero, ¡voilà!, ¿está haciendo efecto, verdad? ¿Puede verme con menos claridad?

—¿Cómo lo ha hecho? Cómo, es, quiero decir, ¡está usted desapareciendo!

—¡Oh, no, señor MacPhail! —El fantasma se rio. Se puso en pie. Dio una vuelta sobre sí mismo. Parecía divertido. Stumpy no daba crédito. Se restregó los ojos, sus pequeños ojos, oh, que no habían visto demasiado, que no habían visto, en realidad, nada, a menos que ver demasiado, o ver algo, en una ciudad sumergida y diminuta y hecha por él mismo contara. Pero ni siquiera allí había visto desaparecer a nadie, ¡y aquel tipo parecía estar desapareciendo! ¡Se había vuelto neblinosamente transparente! ¡De repente! ¿Cómo demonios lo había hecho?—. Es sólo un poco de niebla. La fabrican en ese sitio, ¿cómo se llama? Oh, sí, ¡Milsenbridge! ¡Milsenbridge Duckie Holmroyd! Menudo nombre, ¿verdad? ¿Ha oído hablar de él? Es la cuna de nuestra profesión. De allí provienen los primeros fantasmas profesionales. Durante años, sus habitantes se preguntaron unos a otros si existían de verdad, ¿puede creérselo? Está envuelto en la más horrible de las nieblas. La genera el río. Es un río enorme. Un río mágico.

—No existen los ríos mágicos —atajó Dobson Lee.

Seguía de pie en mitad de la habitación. No se había ido a ninguna parte. De hecho, había aprovechado la distracción de MacPhail para robarle el Doom Post.

—¡Alabado sea Neptuno, señorita Whishart! ¡No se ha ido a ninguna parte! —Stump se puso en pie y fue a su encuentro, decidido a impedir cualquier movimiento que implicase su huida—. Perdone por haber dudado de su pericia pero entiéndame, lo de ese necesario encantamiento es, bueno, jei jei, demasiado para mí. No tenía ni la más remota idea de que este tipo de cosas existían. —Y se estaba refiriendo, por supuesto, a aquel botoncito que había convertido a aquel tal William Butler James en una masa informe y, sin embargo, humana—. Pero entiendo que el señor James es el mejor fantasma disponible y que, oh, los Benson van a poder disfrutar de una casa estupendamente encantada. —Stump miró al fantasma. Le sonrió. El fantasma también le sonrió. Parecía un auténtico fantasma. Parecía atravesable. Stump pensó que si alargaba el brazo, podía, sin más, atravesarlo. ¿Y no era eso maravilloso? ¿No era maravilloso que los fantasmas pudiesen llegar a existir?—. Así que, ¿cerramos el trato?

—El trato está cerrado, Ralph —dijo aquella tal Dobbs antes de salir, entregándole una nota, una escueta nota que decía (LOS BENSON ESTARÁN AQUÍ MAÑANA A PRIMERA HORA), (PREPARE EL CONTRATO), (LA CASA ESTARÁ ENCANTADA PARA ENTONCES), (EN CUANTO LO COMPRUEBEN, FIRMARÁN TODO LO QUE LES PONGA POR DELANTE) (DESAPAREZCA ENTONCES) (YO ME ENCARGARÉ DEL RESTO) (NO SE PREOCUPE, VIGILAREMOS DE CERCA A ESE LAMENTABLE FANTASMA) (NO QUIERA SABER POR QUÉ DEJAMOS LA WEARDLY ROYAL GHOST COMPANY) (POR SU BIEN, LÍMITESE A EVITARLA SI VUELVE A NECESITAR UNO), y añadiendo, estrellándole el ejemplar del Doom Post contra el pecho—. Veo que no ha perdido el tiempo, (VENDEDOR DE CASAS MILAGRO).

—¿Que no he qué? —se alborotó MacPhail, demasiado tarde, tan tarde que no era que Dobbs se hubiese marchado, ni siquiera que el fantasma hubiese desaparecido, sino que lo que parecía un ejército de carpinteros se había apoderado del salón y estaba cubriendo las paredes con lo que parecían cientos de tablas de algún tipo de madera cabañística a una velocidad pasmosa, ¿qué era aquello, una carrera?, y estaba solo, completamente solo—. ¿A qué se refiere con lo de vendedor de casas milagro? —Mientras hablaba, Stump hojeaba el Doom Post, y no tuvo que hojear demasiado para dar con el retrato que le había hecho con una cámara tan vieja y sucia como aquel traje que vestía aquel tal Starkadder, acompañado del titular (¡ESTE HOMBRE HA VENDIDO LA CASA DEL CHICO PELTZER!)—. Cómo se le, oh, no puedo creérmelo. —La noticia, que era su entrevista, aquella entrevista que debía publicarse en Perfectas Historias Inmobiliarias, le describía como (UN ESTIRADO TIPO CON PAJARITA) que bebía un café (INSOPORTABLEMENTE DULCE) y había estado a punto de ganar un (PREMIO) pero no lo había hecho y sin embargo creía que lo merecía porque, después de todo, estaba en aquel lugar, (KIMBERLY CLARK WEYMOUTH), cuando era, claramente, un lugar en el que (NADIE) querría estar—. ¡Condenado crío del demonio! Tengo que llamar a Wilber —se dijo, y, con la idea de descolgar un teléfono en alguna parte, dejó de leer, se puso en pie, recogió sus cosas, y fue, caminando aún con aquellas raquetas del demonio (PLAP) (PLAP) (PLOP) hasta la puerta, el periódico, en realidad, aquella inmunda revista de cotilleo abierta, los ojos clavados en ella, cazando todo tipo de frases al azar, mientras era acribillado con (¡AY!) foribundas bolas de nieve, frases como aquella a la que había hecho referencia aquella tal Dobbs, aquella que le consideraba (EL VENDEDOR DE CASAS MILAGRO), pero también frases que había dicho, como (LO ÚNICO QUE ES QUE LES GUSTA QUE LOS SUELOS CRUJAN Y LAS PAREDES SILBEN), y también leyó la palabra (ENCANTADA) y la palabra (FANTASMA) y luego leyó que (SUS NUEVOS INQUILINOS) iban a ser (UNA FAMOSA PAREJA DE ESCRITORES), y no supo qué pensar, porque estaba claro que aquella cosa lo consideraba culpable de lo que fuese que pasase a partir de entonces, y que el pueblo, aquel pueblo del demonio, iba a querer, por alguna extraña razón, lincharle, pero también era la primera vez que su nombre aparecía en un titular y que su retrato aparecía en una publicación de la que se habían imprimido cientos, puede que miles, de ejemplares, que toda aquella vociferante gente blandía a su alrededor, y ¿quería eso decir que era él, también, famoso? Era lo más probable, sí, era lo más probable, y puesto que, después de todo, era hijo de la gran Milty Biskle Macphail, no podía decirse que la idea le desagrada­ra lo más mínimo, oh, no, no le desagradaba (¡AY!) (¡MALDITAS BOLAS DE NIEVE DEL DEMONIO!) lo más mínimo.