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En el que Bill recuerda que lo (ÚNICO) que le pidió a la (SEÑORA POTTER) fue un ascensor como el diminuto ascensor que había en su diminuta oficina postal, ¿y puede aquella camioneta repleta de asientos ser (AQUEL) ascensor? ¿No le está llevando (ACASO) al sitio al que quería que le (LLEVARA)?

 

 

La camioneta de aquel tipo, el tipo del traje sucio, el tipo al que Bill había visto hablar con una pelota de tenis, estaba repleta de juguetes. Parecía, aquella camioneta, el pequeño ascensor de la señora Potter. Ajá, la señora Potter había tenido un pequeño ascensor en aquella casa de Mildred Bonk. En realidad, la casa en sí no tenía ascensor, era la diminuta oficina postal la que tenía ascensor. En la diminuta oficina postal trabajaban los duendes veraneantes, aquel pequeño ejército de diminutos súbditos que iban de un lado a otro con postales mágicas que empequeñecían en cuanto la señora Potter las tocaba. Por supuesto, el ascensor de la oficina postal diminuta no era un ascensor corriente. Además de ser aún más diminuto que la oficina, del casi exacto tamaño de uno de aquellos duendes veraneantes, y estar repleto de juguetes, también, como los duendes, podía viajar en todas direcciones. De hecho, el ascensor era el principal medio de transporte de la oficina postal. Es decir, los duendes veraneantes no sólo lo utilizaban para ir de un lado a otro en aquel lugar que era a la vez diminuto e interminable sino también para llegar hasta las casas de los niños que les remitían aquellas postales mágicas. De niño, a menudo, Bill soñaba que despertaba en aquella caja de zapatos, es decir, que despertaba en la oficina postal de la se­ño­ra Potter, y descubría que estaba conectada con todos los pequeños hogares de sus trabajadores, es decir, con los hogares de todos aquellos duendes veraneantes. Su sueño era tan recurrente que Bill incluso había hecho un amigo allí abajo, un chaval diminuto llamado Sally, Sally Phipps.

En aquel otro mundo, Bill también era diminuto. Y observaba, en el pequeño televisor que Sally tenía en su habitación, cómo era la vida fuera, es decir, cómo les iba a sus padres, y cómo le iba al resto del mundo, sin él. Se decía, el niño Bill, que le gustaría tener un pequeño televisor como el de su amigo Sally en su habitación y poder sintonizar con la vida donde fuese. Por supuesto, para entrar y salir de allí, utilizaba aquel ascensor repleto de juguetes. Durante una época de su vida, la época en la que su madre había dejado de hablar y no hacía otra cosa que pintar, la época en la que miraba a su padre esperando, desilusionadamente, algo, como si su padre, en vez de su padre, fuese una estropeada máquina concedeseos, Bill había fantaseado con la idea de hacerse diminuto para siempre y mudarse a aquel otro pequeño mundo en el que todo parecía ir siempre francamente bien. Sally era un buen chico, era el mejor chico con el que Bill se había topado nunca, y su casa le gustaba, y aquel televisor mágico iba a poder permitirle estar, de alguna forma, en contacto con su familia sin que su familia doliese. Bill había sido feliz, o creía haberlo sido, hasta el momento en que su madre había empezado a ausentarse.

No era que se marchara, era que, simplemente, no estaba allí.

Hasta entonces, Bill había lucido siempre una sonrisa, aquella sonrisa de dientes pequeñísimos que luego habían dado paso a dientes enormes, separados, de algún modo, tristes. Había creído que vivía en el mejor lugar del mundo, un lugar en el que siempre podía ser Navidad, pues, después de todo, la nieve estaba por todas partes. Así que, si quería, uno podía vivir fingiendo que cada día era el día en el que Santa Claus, o la señora Potter, dejaban sus regalos a los pies del árbol. Puesto que era habitual que el árbol de Navidad nunca se desmontase, hasta el punto de poder decirse que era un miembro más de la familia en todos los hogares de Kimberly Clark Weymouth, también era posible desear o esperar que, cada vez, se poblase de paquetitos primorosamente envueltos. Y lo hacía a menudo. Es decir, es probable que Kimberly Clark Weymouth fuese el único lugar del mundo por el que Santa Claus, o la señora Potter, pasaba intermitentemente, y eso era debido a que el espíritu navideño nunca abandonaba la ciudad.

Por supuesto, el hecho de que lo único por lo que fuese conocida la ciudad fuese una novela cuya protagonista compitiese con el mismísimo Santa Claus, impedía la retirada de la iluminación festiva de sus calles, o, cuando menos, aconsejaba evitar que se produjera, pues los turistas, aquellos lectores peregrinos, aquellos lectores valientes, aquellos lectores infantiles, que se subían a autobuses, se subían a coches, y soportaban horas de tortuosas carreteras despobladas para llegar a Kimberly Clark Weymouth, esperaban, a su llegada, encontrarse con todas aquellas luces navideñas, pues, presumían, siempre era Navidad en Kimberly Clark Weymouth. Hasta hubo una época en que la ciudad disponía no sólo de su propio Santa Claus oficial, es decir, un tipo contratado para fingir ser Santa Claus todo el tiempo, sino también de su propia señora Potter, que también fingía ser la señora Potter todo el tiempo e iba a todas partes con una caja de zapatos que, decía, era aquella oficina postal en cuyo ascensor había viajado, tantas veces, Bill.

—Papá, ¿tú crees que Sal está ahí dentro?

—¿Ahí dentro, Bill?

—En la oficina postal, papá.

Desorientado, aquel lejano día, Randal Peltzer miraba en todas direcciones. ¿A qué demonios se refería? Su mujer llevaba semanas sin hablarle. También llevaba semanas sin dejar de pintar. Y Randal no podía pensar en otra cosa. Así que Randal estaba allí en mitad de la calle con su hijo y no lo estaba a la vez.

—¿No es esa de ahí la señora Potter, papá?

La señora Potter, en realidad, Jester Pelling Edwards, una tímida aspirante a actriz alérgica al pelo sintético, estaba estornudando en un banco, al otro lado de la calle, con lo que parecía una caja de zapatos en el regazo. Estornudaba por culpa de la barba blanca de pelo sintético, claro, y si estaba sentada en el banco era porque le daba un apuro extremo entablar conversación con cualquiera vestida de aquella manera, por lo que intentaba evitar el contacto con conocidos. Y la caja de zapatos era, por supuesto, la oficina postal a la que se refería el niño Bill.

Su padre, aún desorientado pero consciente de que había cometido un error, un error gravísimo siendo él, como era, el culpable de que Jester Edwards estuviese estornudando en aquel momento, se golpeó exageradamente la frente (¡TAP!) y dijo (¡CLARO!), (¡VAYA!), (LO SIENTO, HIJO), (NO EN QUÉ ESTABA PENSANDO) y trató de recordar, oh, piensa, Rand, piensa, quién era aquel tal Sal que podía estar allí dentro, demonios, Rand, piensa, para poder responder adecuadamente, puesto que ser el responsable de que Jester Edwards estuviese estornudando en aquel momento por su maldita obsesión por aquella novela era, en cierto sentido, un trabajo a tiempo completo, pues él nunca podía defraudar, debía saberlo todo en todo momento, después de todo, era por él que aquel lugar se había convertido en lo que se había convertido. Nadie tenía ni la más remota idea de lo que era ser Randal Peltzer y cargar sobre sus hombros el peso de la fama no deseada de una ciudad que se tenía a sí misma, oh, todo aquel frío interminable, por su peor enemigo.

—Sal no está ahí dentro —se arriesgó Rand, tratando de sonreír, las manos en los bolsillos de su chaquetón de felpa, las cejas cubiertas de nieve—. A veces parece que las cosas son como son pero no lo son en absoluto, pequeño.

El niño frunció el ceño.

—Ya me entiendes —dijo Randal.

—No, papá, no te entiendo.

—Es, verás, pequeño —empezó Randal, y se rascó la barbilla, sonrió, tratando de ganar tiempo para que el par de diminutos tipos que solían discutir cada una de las decisiones que tomaba en su siempre, también, nevado, cerebro, llegasen a algún tipo de conclusión respecto a si era o no una buena idea dejarle claro al chico que nadie nunca había visto a la señora Potter, y que, por lo tanto, aquella estornudadora no podía ser, de ninguna manera, la verdadera señora Potter. No se tomaron demasiado tiempo, después de todo, no lo tenían, y la conclusión fue que Madeline había dejado de hablarle y no hacía otra cosa que pintar, así que todo le traía sin cuidado, nada importaba lo más mínimo—. Que esa señora parezca la señora Potter no significa que lo sea.

El ceño del niño se frunció aún más.

—¿Uno puede parecer algo que no es, papá?

—Ajá, exacto, pequeño.

—Pero ¿por qué iba querer alguien parecer algo que no es, papá?

—Uhm, no sé. A veces es complicado. Por ejemplo, piensa en esa señora. —Piensa en Jesper, oh, la pobre Jesper, ¿dónde va a encontrar un empleo como actriz en esta ciudad si esta ciudad ni siquiera tiene un teatro?—. Está ahí sola, ¿verdad? —El chico asintió—. Bien. A lo mejor sólo está fingiendo ser la señora Potter para no tener que estar sola.

—Está sola igualmente, papá.

—No lo creo, hijo.

—Está estornudando sola en el banco, papá.

—¡No puedes estar hablando en serio, Bill! ¿No acabas de preguntarme por Sal? ¿No querías saber si Sal podría estar ahí dentro?

—Sí.

—¿Y quién demonios es Sal, si puede saberse?

—Mi amigo, papá. El duende del ascensor.

¡Oh, el ascensor! ¡Por supuesto! Randal acababa de recordarlo. Bill le había hablado de sus sueños. A Randal le habían parecido maravillosos. Lo único que no le había gustado de ellos era cuándo habían aparecido. Justo cuando su madre había dejado de hablar.

¡Oh, Madeline! ¿Qué demonios te pasa?

¿Por qué no vuelves, Madeline?

Randal Peltzer estaba desesperado.

—¿Papá?

—Oh, sí, Bill. Sal, tu amigo, claro.

—Me gusta el ascensor de Sal. Está lleno de juguetes.

—Oh, eh, sí, lleno de juguetes, claro.

—¿Por qué está lleno de juguetes, papá?

—Oh, porque los duendes veraneantes son un poco olvidadizos y a veces se olvidan los juguetes de camino a alguna parte. ¿Qué hace Sal exactamente ahí dentro, Bill?

—Oh, Sal no es aún un duende veraneante. Es demasiado pequeño. Supongo que es un niño, como yo. Pero no sé si va al colegio. ¿Van al colegio los hijos de los duendes, papá? Yo creo que no. No he visto ninguna mochila en su habitación. Lo único que he visto es el televisor. Sal tiene un televisor en su habitación, papá.

—¿Un televisor? ¿Un televisor diminuto?

El niño se encogió de hombros.

—Supongo. Ahí abajo todo es pequeño, papá. Hasta yo soy pequeño.

—Claro, hijo, claro.

—Es divertido, papá.

—¿Ser diminuto, hijo?

—No, verte en televisión.

—¿Me ves en televisión?

El niño asintió, enérgicamente.

—¡Vaya! ¿Es que ahí abajo soy famoso, Bill?

—Uhm. —El niño se detuvo, detuvo el balanceo de la mano que sujetaba la mano de su padre. Estaba pensando—. No lo sé. ¿Si sales por la tele ahí abajo quiere decir que eres famoso? Mamá también sale.

—¡Vaya! —Randal Peltzer trató de parecer divertido pero algo, un algo enorme y pesado y en otro tiempo, valioso, acababa de hacerse añicos bajo su abultado abrigo de felpa—. ¡Así que somos famosos los dos! ¿Y qué hacemos? ¿Concedemos entrevistas?

—No. Mamá pinta. Tú estás en la tienda. A veces estáis en casa. Tú estás en el sillón. Mamá está pintando en la habitación. A veces estáis en otros sitios. A veces sólo están los sitios. Una vez vi a mamá patinar. No sabía que mamá supiera patinar.

—Claro, hijo, mamá patina estupendamente.

—Tú no. Tú no patinabas. Yo te entendía. Le dije a Sal, Entiendo a papá, Sal. Y Sal me dijo: ¿Ah, sí? ¿Por qué? Y yo le dije que porque a mí también me daba miedo patinar. Patinar es poner los pies sobre algo que no sabes cómo va a acabar.

Por entonces, Bill era ya, sin saberlo, un niño triste, que, pese a todo, sonreía todo el tiempo, con aquella sonrisa que era todo diminutos dientes de leche, porque aún podía sintonizar aquella cosa, el televisor de Sally Phipps, y ver a sus padres. Les veía no tanto como eran, es decir, no tanto como podría haberlos visto de estar realmente viéndolos desde algún otro lugar, sino como le gustaría estar viéndolos desde ese otro lugar. Lo que veía era, pues, pura fantasía. El deseo de ver a sus padres comportarse como imaginaba que se comportaban el resto de los padres. Padres que hablaban todo el tiempo y que sonreían, felices, porque hacían la clase de cosas que a cada uno le gustaba hacer sin que al otro le importara, sin que el otro se quejara, o le atacase porque nunca estaba donde debía estar, siempre estaba en alguna otra parte, con algún otro alguien. Oh, su padre aborrecía la pintura y, sobre todo, aborrecía a los profesores de pintura que había tenido, a lo largo del tiempo, su madre, y su madre aborrecía a Louise Cassidy Feldman y aborrecía aquella tienda de souvenirs con la que su padre se había, decía, casado. Pero nada de eso era así en el mundo que veía Bill a través del televisor de Sally Phipps. En el mundo que veía Bill a través del televisor de Sally Phipps su padre admiraba, con orgullo, los cuadros de su madre a su vuelta del trabajo, y ella se moría porque le contara todo lo que había pasado en la tienda, de manera que, a veces, divertido, Bill, ese Bill diminuto que balanceaba sus cortas piernas de niño diminuto subido a la litera de su amigo Sal, confundía a los personajes de los cuadros de su madre con los clientes a los que había atendido su padre, y sentía algo arder en el pecho, y no podía evitar sonreír, y miraba a su amigo y le escuchaba decir que debía sentirse afortunado, Debes sentirte muy afortunado, le decía Sal, y él pensaba que sí, que se lo sentía, que aquello que ardía en su pecho debía ser la fortuna, pero también que toda aquella fortuna encogía y desaparecía, o si no desaparecía, se convertía en algo que quemaba, que quemaba como quemaría una cerilla ardiendo cuando no estaba allí abajo. Por eso le gustaba estar allí abajo. Porque allí abajo su padre y su madre parecían felices y lo eran, por supuesto, pero sólo porque eran lo que su hijo habría deseado que fueran. Tanto su padre como su madre fumaban en pipa tan despreocupada como placenteramente, y lo hacían porque a Bill le parecía divertido. Llevaban sombrero. Iban a patinar. La razón por la que Bill era incapaz de verse a sí mismo en aquel televisor tenía que ver con su deseo de que fuese real, con su deseo de que aquello estuviese verdaderamente ocurriendo cuando él no estaba, de que lo que veía a su vuelta, todo aquella horrenda contienda silenciosa, fuese algo que ocurría sólo cuando él estaba allí.

—Así que algo que no sabes cómo va a acabar, ¿eh? —le dijo su padre aquel día. No dejaba de nevar. El suelo hacía (CRAP) (CRAP) bajo sus pies—. Pues ¿sabes qué? Tienes razón, hijo, tienes toda la razón. Jamás me pondría una cosa de esas en los pies.

—Cuando estoy ahí abajo todo va bien aquí arriba, papá —le dijo él, pero su padre ya había dejado de prestarle atención, su padre había empezado a concentrarse en el (CRAP) (CRAP) de sus pies y en las luces, y, claro, en aquello en lo que no podía dejar de pensar, en que su mujer había dejado de hablarle quién sabía por qué, en que él preparaba la cena y ella simplemente seguía pintando cuando la llamaba para cenar, en que ella salía y tardaba en regresar y parecía dedicarse a no estar en ninguna parte y él no sabía por qué, ¿por qué no estás, Madeline? Oh, aquello era un quebradero de cabeza, Randal no podía pensar en nada más, y su hijo decía que cuando estaba allí abajo todo iba bien, pero ¿iba todo bien? Bill no había dicho eso, pero eso fue lo que Randal escuchó y pensó que su hijo estaba perdiendo la cabeza y que la culpa la tenía él y la tenía Madeline y todo aquel silencio absurdo y pensó que cuando regresara a casa entraría en su cuarto y le rogaría que hablase, le diría, Por favor, Madeline, dime qué demonios te pasa, y a lo mejor entonces todo se arreglaría, le diría, Nuestro hijo cree que existe un mundo ahí abajo, Madeline, cree que en ese mundo somos felices, cree que tú patinas y que a mí me da demasiado miedo patinar, Madeline, y lo hizo, de alguna forma, lo hizo, pero, oh, no debió hacerlo, porque al día siguiente, Madeline hizo las maletas y se fue, se fue y los dejó, y durante mucho tiempo Randal se vio a sí mismo sobre un par de patines, aquella noche, mientras decía todas aquellas cosas y ella seguía callada, mientras ella callaba y mojaba el pincel y, los ojos rojos, seguía pintando, y no hablaba, o cuando lo hacía, porque lo hizo, al final, decía, Lo siento, dijo, Lo siento, Rand, y empezó a recoger sus cosas, y él se fue, él acostó a su hijo y se fue, volvió a la tienda y escribió una carta, le escribió una carta a Louise Cassidy Feldman, le dijo que (EL MUNDO ERA COMPLICADO), que todo era, en realidad, (DEMASIADO COMPLICADO), pero que, por fortuna, ¡por fortuna!, tenía a la señora Potter, y ¿sabía ella, Louise Cassidy Feldman, que él, Randal Zane Peltzer, había abierto una tienda en su honor en la gélida Kimberly Clark Weymouth? La invitaba, había dicho, a visitarla, él correría con todos los gastos, lo único que necesitaba era verla, no sentir que estaba solo, no pensar que había convertido la vida de su mujer en un infierno por nada, que había sacrificado a su familia por un amor no correspondido, por una devoción innecesaria, por algo que nunca podría quererle como le había querido Madeline. Pero ¿le había querido Madeline? Madeline le había querido, pero luego había dejado de quererle, luego había empezado a aburrirse, nada tenía sentido, decía, nada de aquello tenía nada que ver con ella, su vida no era su vida ¿y dónde estaba su vida?

Su vida no estaba en ninguna parte.

Cuando su madre se fue, Bill dejó de verla en el televisor de Sal Phipps. Cuando su madre se fue, Bill dejó de soñar con Sal Phipps. Pero de todas formas se metía en la cama temprano pensando que, si no podía soñar que estaba ahí abajo, podía imaginar que lo hacía, y podía fingir seguir viendo a su madre, la veía, ya no estaba en casa, pero estaba en una habitación, en alguna parte, pintando, y le escribía cartas, le escribía largas cartas en las que quería saberlo todo, quería saber qué había hecho en el colegio y si todos sus dientecitos, aquel montón de diminutos dientes de leche, seguían en su sitio, si todos los que no se habían caído aún cuando ella se había ido, seguían en su sitio, y él hacía algo que nunca había hecho cuando aquellas visitas a la habitación de Sal eran visitas soñadas: se bajaba de la litera y se sentaba al escritorio y escribía. Le escribía una carta, le contestaba. Le decía que la echaba de menos y le contaba lo que fuese que le hubiese pasado en el colegio aquel día. Pero todo lo que veía a su alrededor no era lo que había visto siempre. La habitación de Sal no era exactamente la habitación de Sal. Era su habitación. Y el televisor no era exactamente un televisor. Era un cuadro. Uno de aquellos cuadros que su madre pintaba. Y era un cuadro en el que su madre a su vez pintaba y fingía sonreír y se decía a sí misma, Soy feliz, Bill, y, Todo va bien, Bill, pero Bill no estaba tan seguro, Bill no creía que nada pudiese estar yendo bien en ninguna parte porque su madre se había ido.

Dejó, él también, de hablar con su padre, que empezó a no hacer otra cosa que escribir. Le escribía cartas a Louise Cassidy Feldman y, durante un tiempo, Bill creyó que ella tenía la culpa, que había sido por ella, por lo que fuese que estuviese ocurriendo entre su padre y ella, que su madre se había ido. Y a la vez estuvo convencido de poder traerla de vuelta. Sonreía, el pequeño Bill, sonreía todo el tiempo, convencido de que, al verle sonreír, su madre volvería, de que, estuviese donde estuviese, podría verle, le vería, sintonizaría ella también aquella televisión o una televisión parecida, una televisión para madres que pintaban y se habían ido lejos, y lo vería, y entonces volvería, porque su madre no podía verle sonreír sin correr a abrazarle, correría, le abrazaría y le diría (MI PEQUEÑO DIENTECITOS) y (CUÁNTO TE HE ECHADO DE MENOS), y olería a aquella cosa a la que siempre olía, aquello que, cuando se fue, le había obligado a pegar la nariz a sus cuadros para poder cerrar los ojos y fingir, como había fingido aquella falsa señora Potter, que las cosas no eran como eran, que su madre no se había ido a ninguna parte, que seguía estando en casa, que cuando abriera los ojos estaría allí y ella, también, sonreiría.

Sonrió, el pequeño Bill, hasta que un día dejó de hacerlo porque se dio cuenta de que no existía ningún televisor como el de Sally Phipps para madres que pintaban y se habían ido lejos, cuando se dio cuenta de que ni siquiera existía el televisor de Sally Phipps, ni lo había hecho nunca. Y, pese a ello, ya no pudo meterse en la cama, en adelante, sin imaginar que habitaba algún tipo de otro mundo, que, con el tiempo, se convirtió en un mundo en el que ni su padre ni su madre, ni aquella maldita tienda, ni todos aquellos cuadros que, por otro lado, no dejaban de llegar, habían existido. Un mundo en el que sólo existían su tía Mack y aquellas tardes en las que se escondía en el armario en el que guardaba los juguetes del pequeño Corvette para no tener que volver a casa. Un mundo en el que, definitivamente, lograba quedarse en Sean Robin Pecknold y convertirse en el fabuloso ayudante de la legendaria Mary Margaret Mackenzie.

Fue por aquella época que cayó en sus manos la Vida de Bill Bill, el conejo payaso que nunca llegó a ser payaso, la falsa biografía de un conejo llamado Bill Bill, un conejo destinado a salir de la chistera de un mago llamado Jacob Pryse Fludd, que, sin embargo, y pese a todo lo que su trabajo le aportaba, intentó escapar a su destino para cumplir su sueño de ser payaso. El resto de conejos de la granja Bloom Bloom nunca lo entendieron. ¿Acaso había perdido la cabeza? Su amo era comprensivo y encantador. Se deshacía en elogios para con el pequeño Bill Bill después de cada espectáculo. ¡Y Bill Bill no tenía suficiente! No tenía suficiente con haber ascendido a ayudante de aquel mago, no, él quería ser payaso, ¡payaso! ¿Un conejo payaso? ¿Cómo iba a convertirse un conejo en payaso? Oh, muy sencillo. Bill Bill lo tenía todo planeado. Le bastaría con seguir los pasos del gran Vanini Von Hardini. Acudiría a todas sus actuaciones, leería su minúsculo librito de memorias, le visitaría en su caravana, se prestaría a ayudarle en todo lo que hiciera falta con tal de aprender. Y fue sencillo, ciertamente. Bill Bill hizo todo lo que se había propuesto hasta que, llegado el momento de echarle una mano al gran Vanini Von Hardini, descubrió que, en realidad, no había ninguna mano que echar. El gran Vanini parecía animado y feliz. Le gustaba que estuviera allí. ¡Por supuesto! Pero ¿qué podía hacer, el gran Bill Bill, para ayudarle? Oh, nada, decía una y otra vez el gran Vanini, nada en absoluto. ¿Nada? La vida del payaso es la vida del muñeco, le dijo el gran Vanini. ¿La del muñeco?, preguntó, contrariado, el pequeño Bill Bill. ¡Que hacemos, pequeño Bill Bill, sino entretener!, contestó el gran Vanini. Lo triste es lo que ocurre después, pequeño Bill Bill, continuó el gran Vanini. ¿Qué ocurre después, gran Vanini? Que nos quedamos solos, pequeño Bill Bill, dijo el gran Vanini. En cualquier caso, ¿necesita el muñeco de un ayudante? No, a menos que pueda ayudarle a dejar de estar solo, pequeño Bill Bill. Porque ¿qué hace, el muñeco, sino estar solo todo el tiempo que no está entreteniendo a alguien?, insistió el gran Vanini. No hay otra vida para el payaso que esa, pequeño Bill Bill, y pareció que lo decía algo alicaído, pero ¡no! Porque ¿no era esa una vida maravillosa? ¡Es una vida maravillosa!, bramó, esbozando una enorme sonrisa de labios mal pintados, el gran Vanini. ¿Qué puede haber más maravilloso que hacer feliz al mundo, pequeño Bill Bill? Hacer feliz a un payaso, pensó el pequeño Bill Bill, pero no lo dijo. Lo que hizo fue asentir repetidamente y pintarrajearse él también, fatalmente, la boca, dibujarse unos labios exageradamente sonrientes y desearle suerte, de una ridícula manera que hizo sonreír al gran Vanini y que lo convirtió, por un momento, en el muñeco de aquel muñeco. Lo que sería a partir de entonces y para siempre, convencido de que se podía ser payaso sin ser payaso para no tener que estar solo nunca. Recordó, con nostalgia, que en su vida como conejo de chistera siempre había podido, al volver a su pequeña caravana después del espectáculo, charlar hasta altas horas de la noche con el mago Jacob, que servía para él un vasito de aquel licor de heno tan riquitiquísimo, y se dijo que no había mayor espectáculo que la compañía. Los conejos de la granja Bloom Bloom siguieron sin entenderlo, pero él fue, a su manera, feliz, siendo el conejo payaso que nunca llegó a ser payaso.

La obsesión de Bill por todas aquellas biografías, las biografías de personajes secundarios que leía sin descanso, biografías como la biografía de Collison Barrett Kynd, el ayudante de detective que nunca había sido otra cosa que ayudante de detective, o la de Meredith Bone Stetson, la joven ayudante de mayordomo que nunca sería otra cosa que ayudante de mayordomo, provenía, sin duda, de la lectura de aquel clásico de la literatura infantil que nunca había llegado a ser un clásico. De alguna forma, a partir de entonces, la vida del pequeño Bill se acomodó, como se acomodaría un cachorro soñoliento a un mullido y apetitoso almohadón afelpado una fría noche de invierno, al limitado aunque poderoso dibujo del mundo que contenía la, para muchos, insustancial y prescindible Vida de Bill Bill, el conejo payaso que nunca llegó a ser payaso. Podría decirse que su padre, Randal Peltzer, se convirtió en el mago Jacob, y su tía, Mack Mackenzie, en el gran Vanini, y, puesto que limitarse a desear convertirse en ayudante de una trapecista y domadora de todo tipo de fieras no era suficiente, empezó a imaginar que lo hacía. Así fue cómo el televisor de su amigo Sally Phipps empezó a sintonizar los distintos lugares del mundo a los que viajaba su tía Mack. Bill tomaba entonces nota de todo lo que su tía Mack podía necesitar, preparándose, decía, para cuando estuviese Ahí Fuera, con ella. Un día, recordó aquella mañana en la camioneta, le había escrito una carta a la señora Potter pidiéndole un ascensor como el de su oficina postal. (Querida señora Potter), había escrito, (Nada me gustaría más que poder disponer de un ascensor como el que usted tiene en su oficina postal. Me refiero a Aquí Arriba, en mi casa, pero también en todas partes. Sé cómo funciona. He estado Ahí Abajo muchas veces. No sé cómo consigo hacerme diminuto pero lo consigo. Puede preguntar a Sally Phipps por mí. Veo la televisión en su habitación. Sé que es una televisión mágica y a veces pienso que me gustaría tener una pero entonces pienso que si la tuviera no tendría por qué bajar Ahí Abajo y la verdad es que me gusta bajar Ahí Abajo. Estar Ahí Abajo es a veces como no estar en ninguna parte estando en alguna parte. Ahí Abajo puedo hacer cualquier cosa. Sé que podría pedirle quedarme Ahí Abajo para siempre, pero si me quedara Ahí Abajo para siempre echaría de menos a mi padre. En realidad no sé si echaría de menos a mi padre. A veces tengo miedo de pedirle quedarme Ahí Abajo con Sal y no echar de menos a mi padre. Pero echo de menos a mi madre así que supongo que también le echaría de menos a él. Señora Potter, echo mucho de menos a mi madre. He pensado en pedirle que la traiga de vuelta pero sé que sólo puedo pedirle cosas mágicas y mi madre no es una cosa mágica. Y de todas formas se fue y supongo que no sería justo obligarla a volver porque ella no querría volver. Es como si Datsy deseara que yo fuese a patinar con él y yo tuviese que ir a patinar con él aunque estuviese muerto de miedo. No sé. El caso es que yo tengo a mi tía Mack. Mi tía Mack es la legendaria Mack Mackenzie. Es una gran domadora. Antes de ser domadora, mi tía Mack era trapecista. Y yo quiero ser como mi tía Mack. Mi tía Mack es divertida. Nunca está preocupada. Siempre está contenta. En realidad yo no puedo ser como mi tía Mack porque no sé cómo estar siempre contento y no soy valiente. Pero he pensado que tal vez le pase como al gran Vanini. Que tal vez necesite un ayudante. He pensado que yo podría ser su conejo Bill Bill. ¿Ha oído hablar del conejo Bill Bill, señora Potter? El conejo Bill Bill quería ser payaso pero luego se dio cuenta que podía ser algo mejor que payaso. El caso es, señora Potter, que para poder ser el conejo Bill Bill de mi tía Mack tendría que poder llegar a ese sitio en el que vive. Mi tía Mack vive muy lejos de mi casa. Para llegar a casa de mi tía Mack hay que coger cientos de autobuses. Mi padre dice que podría hacerme mayor subiendo y bajando de todos esos autobuses y que cuando llegara a casa de mi tía Mack, mi tía Mack podría no reconocerme y entonces, ¿qué haría entonces? Le digo que no lo sé, pero también le digo que es imposible que la tía Mack no me reconozca porque soy su sobrino favorito. En realidad, soy su único sobrino, y ¿cómo no va a reconocer una tía a su único sobrino? El caso es que con un ascensor como el suyo podría estar allí en un minuto. Ahora mismo, si quisiera. También podría trasladarme al lugar del mundo en el que estuviese, porque mi tía a veces no está en su casa, a veces está en algún otro lugar del mundo. ¿Y sabe en qué me convertiría eso? En su famoso ayudante. ¡Sí, el gran Bill Bill! ¿Cree que podría conseguirme un ascensor como el suyo Aquí Arriba? Haré LO QUE SEA). La carta concluía con un (Gracias por anticipado, señora Potter), e iba firmada por (El Futuro Gran Bill Bill Peltzer).

La forma en que Bill la había enviado también era curiosa.

Puesto que la señora Potter no aceptaba otra cosa que postales, postales mágicas que se hacían diminutas con el mero contacto con el fondo de su buzón, Bill había fabricado un pequeño refugio para su carta en el reverso de una de ellas. Por supuesto, las postales eran el producto estrella de (LA SEÑORA POTTER ESTUVO AQUÍ), así que disponía de ellas en abundancia. Una tarde en la que la tienda estaba especialmente vacía, la había deslizado en el buzón, aquel buzón de clara imitación que, sin embargo, Bill consideraba auténtico. Bill había deslizado su extraña, su abultada, su monstruosa postal en el buzón sin que su padre lo advirtiera. Bill ni siquiera se había molestado en preparar una pequeña historia que mantuviese a salvo su secreto. Después de todo, el ascensor podía aparecer en su habitación aquella misma noche y ¿acaso iba su padre a dejarle subir en él? No, su padre no podía estar al corriente. Pero no lo estaría de todas formas. Su padre estaría, como siempre, distraído. Distraído con lo que él llamaba sus cosas.

Durante aquella época, su padre no hacía otra cosa que escribirle aburridísimas cartas a Louise Cassidy Feldman, barbitúricas misivas en las que Rand le detallaba su día a día y en las que, también, le preguntaba todo tipo de cosas de aquella novela, y a veces, también, del resto de sus novelas y mientras lo hacía, mientras escribía todas aquellas absurdas cartas que, mentalmente, el propio Rand imaginaba amontonándose en algún viejo porche, junto a un viejo buzón, en un lugar soleado aunque relativamente ventoso, un lugar nunca del todo estable, vivía ajeno al hecho de que hacía mucho, hacía demasiado, Rosey Gloschmann había perdido por completo la cabeza por él; oh, todo el mundo podía verlo, ¡todo el mundo!, Rosey Gloschmann estaba perdidamente enamorada de Randal, ¡oh, Rand!, el único hombre, el único, en realidad, ser humano, con el que podía hablar de Louise Cassidy Feldman, su escritora favorita, la razón por la que, a veces, se decía, seguía existiendo, hasta caer rendida. Todo el mundo podía verlo menos Rand, pero ¿acaso importa aquello que uno no puede ver? ¿Qué puede importar? ¡Nada! ¡Ni lo más mínimo! Así que su padre siguió escribiendo sus cartas y Bill esperó, nervioso, cada noche, cada día, la boca secándosele al oír el tintineo de cualquier cosa, a que apareciera el ascensor. Bill esperó y esperó y lo que ocurrió fue que el ascensor nunca llegó. Al principio, Bill pensó que podía ser cosa de su padre. Que, puesto que la señora Potter debía ser su amiga, debía haberle llamado y haberle dicho (¡RAND!), en realidad, debía haberle dicho (¡JO JO JO, RAND!), porque la señora Potter no era exactamente Santa Claus pero, como Santa Claus, se mesaba su barba blanca y profería, de vez en cuando, aquella ridícula carcajada en tres partes, (¿ADIVINA QUÉ ACABA DE PEDIRME BILL BILL?), y puesto que su padre siempre tenía la cabeza en otra parte, primero habría querido saber quién demonios era Bill Bill, y luego le habría suplicado que no moviese un dedo. Y la señora Potter no habría movido un dedo. Bill había querido imaginarla resistiéndose. Diciéndole a su padre que ella era la señora Potter y que la señora Potter concedía deseos y que le traía sin cuidado si el deseo que iba a conceder podía complicarle la vida porque iba a tener que concederlo de todas formas. Pero lo cierto era que no podía evitar verla riéndose de aquella, su estúpida postal abultada. Se había burlado de él y su padre, tan atareado con todas aquellas cartas, ni siquiera se había dado cuenta.

Odió, el Bill niño, a su padre, y a aquella ridícula tienda durante un tiempo, y luego, cuando el maldito Datsy Towns, Datsy Jaimesy Towns, le llamó (BEBÉ DE BIBERÓN) por creer que la señora Potter existía cuando era evidente que no, oh, vamos, Bill, le había dicho, ¿una mujer con barba? ¿Duendes diminutos? ¿Una mujer con barba y duendes diminutos que concede deseos? ¡No seas bebé de biberón, Bill!, había odiado a la señora Potter por no existir, y a Louise Cassidy Feldman por inventarse cosas que nunca habían existido y nunca existirían, cosas como la oficina postal, su amigo Sal Phipps, y el ridículo ascensor con el que había creído poder viajar hasta Sean Robin Peck­nold para convertirse en el famoso ayudante de su tía, en su gran Bill Bill. Todo lo que existía, se había dicho entonces Bill, después de enzarzarse en una pequeña pelea con el presuntuoso Datsy Towns, en un vano intento por defender al niño que había sido hasta aquel preciso instante, era aquel horrible pueblo, todas aquellas luces, los aborrecibles adornos navideños, todos aquellos abetos cansados de recibir regalos, ¿y es que nadie se daba cuenta de que celebrar algo todo el tiempo era dejar de poder celebrarlo alguna vez?

—Bill, ¿recuerdas todas aquellas veces en las que las puertas del ascensor se abrían y no estábamos en mi habitación y tampoco estábamos en ninguna parte a la que hubiésemos querido ir sino que estábamos en el taller de las pequeñas lechuzas o en el rincón del joven sabio Means?

—¿Sal?

—¿Lo recuerdas?

Después de su pequeña trifulca con Datsy, Bill había empezado a hablar con Sal. No hablaba, por supuesto, con el verdadero Sal, porque el verdadero Sal nunca había existido. Hablaba con un diminuto Sal que iba con él a todas partes. Bill solía imaginarlo, sus diminutas piernas colgando, sentado en uno de los botones de su camisa. O tumbado, ojeando algún libro, o aquel televisor suyo, en uno de sus hombros. En aquel momento, en aquella camioneta repleta de asientos y juguetes, lo imaginó en el asiento del copiloto, ordenando su pequeña colección de discos.

—Sí.

—A lo mejor deberías parar.

—¿Cómo?

—¿Aún no te has dado cuenta? Oh, Bill, ¡Bill! —Sal se rio. La risa de Sal era una risa divertida a la par que exasperante. Cuando Sal se reía parecía estar tosiendo (JOF) (JOF) (JOF). Hasta se golpeaba el pecho, su diminuto pecho de niño duende veraneante—. ¡Bill! ¿Es que no lo ves? ¿Cuántos juguetes más necesitas?

—¿Juguetes? ¿Qué juguetes?

—No es exactamente el mismo porque no tiene forma de serlo, ¿o acaso creías que podía ser el mismo? Uno no puede trasladar un ascensor mágico al mundo real y que tenga el mismo aspecto, Bill.

—Oh, no, Sal. —Bill sonrió—. Esto no es un ascensor, es una camioneta.

—Oh, no, Bill, esto no es una camioneta, es tu ascensor. ¿O no te está llevando al sitio al que querías que te llevara? ¡La señora Potter siempre cumple su palabra!

—¡JA! ¡La señora Potter!

—¿Qué? ¿Acaso no ha cumplido su palabra?

—Sal, esto no es un ascensor, es una camioneta —repitió Bill.

—Bill, esto es tu ascensor.

—Así que mi ascensor, ¿eh? Pues llega tarde. Muy tarde. Y se le da demasiado bien fingir que es una camioneta. ¡Es la primera vez que me subo a un ascensor que tengo que conducir yo! ¿O es que no es un ascensor, Sal?

Sal se mantuvo un rato callado. No parecía preocupado. No parecía preocupado en absoluto. Parecía estar esperando.

—Crees que lo conduces pero en realidad no lo estás haciendo —dijo, al cabo.

—¡Vaya! ¿No lo estoy conduciendo?

—No.

—Entonces ¿qué demonios hago, Sal?

—Creer que lo conduces.

—Claro.

—Ahora verás.

—¿Qué veré, Sal? ¿Vamos a salir despedidos? ¿Por los aires?

—No. Mejor aún.

—¿Mejor?

—¿Recuerdas el rincón del joven sabio Means, Bill?

—No, Sal, no recuerdo nada.

—Bill, vas a tener que parar. Ahora.

—Ni pensarlo.

—Ahí.

A lo lejos apareció un viejo cartel. (HADLEYS FUEL). Por un momento, pareció que el coche lo hubiera visto. Empezó a renquear y a pitar.

—¿Qué demonios es eso?

—El joven sabio Means, Bill.

Y, como si en vez de una camioneta, aquella cosa enorme repleta de asientos, fuese alguna especie de ascensor rodante, un ascensor que hubiese estado todo aquel tiempo fingiendo que podía ser conducido, que estaba yendo exactamente en la dirección y a la velocidad que Bill quería, se detuvo, toda aquella nieve aún por todas partes, junto a uno de los tres surtidores de gasolina de aquella pequeña estación de servicio regentada, al parecer, por un sonriente y poco abrigado joven despreocupadamente vestido de azul que se hacía bordar su nombre en todas sus camisas, camisetas y hasta en jerséis como el que llevaba puesto aquella mañana, y su nombre era, efectivamente, (MEANS).