Existía, en la, a ratos, despreocupadamente ingeniosa, a ratos, despiadadamente engreída, pero siempre envidiablemente bohemia, Terrence Cattimore, un barrio en el que era imposible, por más que se intentase, cruzarse con alguien que no se dedicase, de una forma u otra, al mundo del libro. Podía uno, un día cualquiera, cruzarse con un altivo escritor durante el desayuno, con su brillante editora durante la comida, con uno de los cientos de formales y descuidados correctores de pruebas de camino al colegio a recoger a los niños, con al menos un par de ocurrentes mensajeros cargados de, claro, libros, durante la tarde, y con el despiadado agente que los había enviado, o acabaría recibiéndolos, durante la cena, o la copa que seguía o antecedía a la misma. En ese barrio, de aceras estrechas, árboles debiluchos y cafés repletos de humo, se había instalado, en la época en la que aún era una mujer, Nicole Flattery Barkey.
Procedente de la ilusa y acogedora Hillside, una pequeña localidad rodeada de verdes colinas, Nicole había llegado a Terrence Cattimore arrastrando una colección de maletas de un poco llamativo marrón oscuro repletas de libros. Su ya entonces algo frondoso bigote apenas había llamado la atención de los atribulados profesionales de la lectura que correteaban, los ojos fijos a menudo en las páginas de un libro, por las calles. Acostumbrada a esquivar comentarios de todo tipo, desaconsejables consejos relacionados con su poco común tendencia a comportarse como aquello que el exagerado Keith Whitehead consideraba un editor, es decir, con su tendencia a vestir como un orondo caballero con aspecto de muñeco de trapo de otra época, americana de pana, chaleco, enormes pantalones, aún más enormes zapatos, reloj de bolsillo, pipa, lupa y hasta sombrero a cuadros, Nicole se había sentido, desde el primer momento, como en casa. Había alquilado un apartamento, había comprado cientos de estanterías, había instalado en ellas sus libros, cuidándose de reservar un lugar especial y destacado para su colección de novelas de Keith Whitehead, entre cuyas favoritas se encontraba aquella en la que había leído la descripción de editor que la había llevado a distanciarse, a muy temprana edad, del resto de las niñas, y, por supuesto, también, del resto de los niños, pues, ¿acaso algún niño o niña sueña con ser un tipo enorme que viste como un muñeco de trapo? Oh, no, ¿acaso están chiflados? La novela en cuestión se titulaba Gordo Smith en Planeta Flaco, y era tan hilarantemente ridícula como lo había sido, hasta su llegada a Terrence Cattimore, la actitud de la propia Nicole para, únicamente, ella misma, puesto que sólo ella misma se tomaba la vida como lo que, creía, era: un juego en el que, si la fortuna te era favorable, podías elegir tu papel.
El papel que había elegido Nicole incluía, además de aquella curiosa indumentaria, una pequeña oficina y un excelente olfato para detectar escritores con talento. Tal era así que a Nicole Barkey le bastaba con salir a la calle, olfatear el aire, y seguir el rastro que, decía, había dejado el último escritor que había pasado por allí, que casi siempre era un escritor que ni siquiera sabía que lo era, para dar con él. Y cuando eso ocurría, le tendía una de sus tarjetas, aquellas tarjetas en las que podía leerse, (FLATTERY BARKEY, EDITOR), y le decía (SÉ QUE HAS ESTADO ESCRIBIENDO), o bien, (SÉ QUE HAS ESTADO PENSANDO EN ESCRIBIR), y, también, (SÉ QUE LO QUE HAS ESTADO ESCRIBIENDO ES BUENO), o, en el caso de que aún no hubiese golpeado una sola tecla, (SÉ QUE LO QUE ESTÁS PENSANDO EN ESCRIBIR ES BUENO), y, ante la siempre estupefacta mirada del aspirante a escritor, o del aún ni siquiera aspirante a escritor, añadía (NO IMPORTA CÓMO), (LO SÉ).
Con el tiempo, y los éxitos, con la fama, el olfato de Nicole Flattery Barkey se había convertido en un envidiado activo en la pequeña comunidad editorial de Terrence Cattimore, y no sólo en ella. Corrían, por todo el mundo, todo tipo de leyendas relacionadas con la manera en que había captado a cada uno de los brillantes nombres de su catálogo. Así, se decía, por ejemplo, que a los Benson los había olido en una estación de servicio próxima a Darmouth Stones. Ni Becky Ann ni Frankie Scott habían puesto un pie jamás en ella, pero el hecho de que quedase cerca de aquella, su pequeña localidad, había obligado a Nicole, convencida de que su olfato nunca se equivocaba y de que acababa de dar con algo enorme, a dejarse llevar hasta aquel pequeño pueblo. Se decía, también, que una vez allí, había notado aquel olor en todas partes y que, sorprendida, había querido saber si es que había dado con una especie de, había dicho, manantial de escritores, ante lo que la atareada dependienta a la que había asaltado en mitad de la calle, se había, indulgentemente, carcajeado.
—¡No! ¡Por fortuna! —había dicho.
—¿Por fortuna, dice? —Nicole había parpadeado exageradamente—. ¿Es que acaso le horrorizaría vivir en un lugar que produjese escritores?
—¡Exacto!
—¿Por qué?
—Asumo que no conoce usted a Becky Ann Benson.
—¿Escribe?
—Oh, eso me temo, señor, ¡y unas cosas horribles! Ya sabe, monstruos, fantasmas y ese tipo de cosas horribles, ¡cosas aterrorizantes!
—¿Cosas aterrorizantes?
—¿Sabe lo que creo?
—No.
—Que es como el conde Drácula.
—¿Esa mujer?
—Sí, Becky Ann.
—¿Por qué?
Llegada a este punto, la leyenda decía que la dependienta, que a veces era la dependienta de una juguetería y a veces la dependienta de un colmado, bajaba la voz y le contaba a Nicole Flattery Barkey que, en su opinión, Becky Ann Benson se comía a sus sirvientes, como el conde Drácula.
—¿No hacía eso el conde Drácula?
—¿Lo hacía?
—No lo sé, señor, lo único que puedo decirle es que, cada vez que baja al pueblo, esa mujer horrible va acompañada de un sirviente distinto, ¿puede creérselo? ¿Qué tiene ahí arriba? ¿Una fábrica de sirvientes?
—¿Ahí arriba?
—Vive en una mansión, en la colina más alta de este lugar. ¿No hacía eso también el conde Drácula? ¿Vivir en la colina más alta de ese sitio en el que vivía?
—No lo sé, pero, dígame, ¿es la única escritora de por aquí?
—Oh, dicen que su marido también escribe pero es a ella a la única que entrevistan en ese periódico del demonio.
—¿Qué periódico?
—Oh, el maldito Darmouth Daily.
—¿Maldito?
—Salí con ese tipo que lo escribe una vez.
—¿Lo escribe un solo tipo?
—¿Ha visto este sitio? Tiene siete calles.
A continuación, la leyenda decía que Nicole se había dirigido a la casa de la colina en cuestión y que, una vez allí, le había preguntado a uno de sus sirvientes si era cierto que los señores escribían. El sirviente le había dicho que no hacían otra cosa. Cuando había estado en presencia de Becky Ann y Frankie Scott había dicho lo acostumbrado, es decir:
—Señores, sé que lo que han estado escribiendo es bueno.
—Oh, ¿bueno, dice? Scottie, dile a este señor quién es la Reina del Terror Absurdo de Darmouth Stones. Y luego pregúntale qué demonios hace aquí.
—Ya lo ha oído, Becks.
—No sé si lo ha oído, Scottie.
—Becks.
—Lo he oído.
—Claro que lo ha oído.
—¿Y por qué no contesta?
—Porque pensé que iban a preguntarme cómo lo sé.
—No tiene forma de saberlo. Díselo, Scottie.
—Becks.
La leyenda decía que, en aquel momento, Nicole había sacado de su maletín, un viejo maletín dorado que formaba parte de la indumentaria del editor de aquella novela absurda de Keith Whitehead, el artículo que había publicado el Bookly Terrence sobre su curioso e infalible olfato para dar con diamantes en bruto en lo que a lo literario se refería, algo que había entusiasmado a Frankie Scott, y que había traído sin cuidado a Becky Ann. Se decía que la captura de los Benson había sido complicada. Que Becky Ann sólo había accedido a formar parte de aquel catálogo ya entonces envidiable cuando Nicole le había prometido su primera casa encantada. Se decía que Nicole le había dicho:
—¿Y si pudieras escribir en una casa encantada?
—¿Has oído eso, Scottie? Ese tipo cree que existen las casas encantadas.
—Becks.
—¡Por supuesto que existen!
—No existen, Scottie, díselo.
—Creo que ya lo ha oído, Becks.
—Si les consigo una, ¿firmarán?
—Dile que no va a conseguirla, Scottie.
—¿Puede conseguirla, señora Barkey?
—¿Has dicho señora, Scott? ¿Por qué has dicho señora, Scott?
—Por supuesto que puedo conseguirla. Firmen y tendrán las llaves en una semana. Y prepárense para ser El Matrimonio Más Famoso de la Historia del Terror Absurdo.
La leyenda a veces se detenía en este punto. Otras veces avanzaba hasta la noche de la llegada de su primera novela a librerías. Los programas de televisión, las multitudes por todas partes. La fascinación de los críticos. «Brillante, absurda, la primera obra maestra de una Nueva Era: la Era de los Benson.» «Inesperada, absurda, ridículamente maravillosa.» «Terrorífica, absurda, ¡una aparición magistral!» Oh, todo eran elogios. ¡Y qué decir de la casa! La casa en la que aquella novela «epatánticamente aterradora» había sido concebida, la primera casa encantada de los Benson, se vendió al día siguiente por una cifra aún no superada en la región. Su nuevo propietario era un multimillonario aficionado al terror absurdo que lo había dejado todo, a su mujer, a sus hijos, a sus caballos, para instalarse en ella y fingir ser Colton Adeline Jayce, entregado y fiel lector de los Tenson, el matrimonio de escritores fantasma que la protagonizaba.
Los Tenson estaban claramente inspirados en los Benson. Oh, aquel nombre no podía engañar a nadie. Lo que ocurría con aquellos condenados Tenson en la novela era que, aunque habían escrito cientos de novelas de terror estando vivos, nadie, a excepción de Colton Adeline, les había prestado nunca atención. Hasta que se murieron. Cuando se murieron, milagrosamente, no fueron a ninguna parte. Es decir, se quedaron en su pequeña casa de aspecto abandonado y siguieron, golpeando sus máquinas de escribir que, también milagrosamente, se habían vuelto fantasmas. Pero no porque hubiesen muerto con ellos sino porque, al día siguiente del deceso, un vendedor puerta a puerta fantasma había tocado a su puerta, ante la sorpresa del matrimonio, y les había ofrecido, por un módico precio, hacer de su par de máquinas un par de máquinas fantasmas.
—¿Y cómo piensa hacerlo? ¿Asesinándolas? —quería saber Decky Ann, es decir, aquel sucedáneo de Becky Ann, en una de las escenas más famosas de la novela—. No creo que pueda asesinarse a una máquina de escribir.
—Decks —le contestaba Frankie Scott, que allí dentro era Grankie Spodd.
—¿Qué?
—Déjale hablar.
—Spodds, ese tipo ha muerto y ha acabado asesinando cosas a domicilio. ¿Qué clase de tipo se muere y acaba asesinando cosas a domicilio?
—Discúlpela, señor, eh…
—Morton. Merry Morton.
—Discúlpela, señor Morton.
—No, tiene razón.
—¿Disculpe?
—La señora, tiene razón.
—¿No quería usted acabar asesinando cosas a domicilio?
—Por supuesto que no, ¿quién quiere acabar asesinando cosas a domicilio, señor?
—Oh, Spoddie.
—¿Qué?
—Cómprale lo que sea que venda.
—Gracias, señora.
El tipo se quitaba entonces el sombrero. Porque llevaba sombrero. Era un sombrero fantasma, claro. El tipo también tenía aquel color desvaído que tenían los Tenson. La primera vez que lo vieron, creyeron que estaban ante una aparición. ¡JA! ¡Ellos! ¡Los muertos, ante una aparición! Luego aquel lector, Colton Jayce, se dejaba caer por allí. Se había puesto muy elegante. Venía, decía, de muy lejos. Le habían gustado sus novelas. Todas sus novelas, decía. Iba a echarles de menos, decía también. Quién sabía cómo, lograba entrar en la casa. Declamaba en el salón. El salón estaba aparentemente vacío. Decky Ann y Grankie Spodd fumaban, a medias, uno de aquellos cigarrillos fantasma que les había vendido el vendedor puerta a puerta fantasma. Fumaban (FUUUF) y dejaban que sus ceños fruncidos discutieran por ellos lo que fuese que allí estaba pasando.
Los ceños se decían:
—Está chiflado.
—Pero podría servirnos.
—¿Para qué, Decks?
—Para seguir haciendo lo que hacen los escritores.
—¿Insinúas que necesitamos a ese tipo para escribir?
—No, estúpido, lo necesitamos para publicar.
—¿A ese tipo?
—¿Dónde metimos esa cosa que nos vendió Morton?
—¿El aparecedor?
—Ese estúpido espray.
—Oh, debe estar en esa cómoda.
—Ve a por él.
—¿Yo?
—No, tú no, tu estúpido dueño, ceño del demonio.
Así era como esperaba aquel multimillonario que lo había dejado todo, a su mujer, a sus caballos, y a sus hijos, para instalarse en aquella casa que no era más que una casa en la que se había escrito una novela, que se le aparecieran un día.
Y así había sido cómo lo habían hecho.
Los Tenson, aquel matrimonio de escritores fantasma que protagonizaba la primera novela de los Benson, llamada precisamente El Matrimonio Fantasma Más Famoso de la Historia, en un descarado guiño a la promesa que les había hecho Nicole Flattery Barkey al reclutarlos, habían aparecido el día acordado y, tal y como estaba previsto, le habían preguntado a Oliphant, pues así se llamaba aquel multimillonario, Oliphant Sweetie Mallone, qué hacía allí, en su casa. Oliphant, incapaz de contener la risa, feliz, demasiado feliz para casi cualquiera cosa que no fuese dar saltos y gritar (¡LO SABÍA!), había respondido al par de fantasmas que les estaba esperando, que sabía que, en realidad, habían estado allí todo el tiempo, porque habían estado allí todo el tiempo, ¿verdad? El par de supuestos escritores, un par de los primeros fantasmas profesionales de la entonces apenas floreciente Weirdly Royal Ghost Company, compañía de escaso éxito dedicada a proporcionar fantasmas para cenas y noches temáticas, con la que, de casualidad, se había topado la jovencísima y ambiciosa agente inmobiliaria a cargo de la única casa que Flattery había podido permitirse en su pequeña y acogedora Hillside natal, le habían respondido que sí, que (POR SUPUESTO), que allí habían estado (TODO EL TIEMPO).
Dadivoso ante la suculenta e instantánea reventa de aquella casa aburrida, llevada a cabo casi de forma instantánea por aquella joven y ambiciosa agente, nada menos que la desde entonces famosa y envidiada Dobson Lee Whishart, Flattery Barkey había pagado, por adelantado, el encantamiento de la casa para su próximo inquilino, durante lo que le pareció un tiempo razonable, es decir, tres meses, a cuyo término debía comunicársele al inquilino en cuestión que podía renovar el contrato con aquel par de fantasmas que en realidad no eran más que un par de actores que podían apretar, como aquel tal Eddie O’Kane, ciertos botones, y producir aquella niebla procedente de Milsenbridge Duckie Holmroyd que atenuaba sus colores a la manera en que se atenuaban los colores del matrimonio Tenson en la novela después de muertos.
Después del éxito de la primera novela de los Benson, nada había sido igual en Flattery Barkey. La oficina que el editor de cada vez más frondoso bigote había empezado a crecer a la mañana siguiente y había acabado, con el tiempo, devorando, uno a uno, los apartamentos en los que se dividía la majestuosa casa victoriana en una de cuyas habitaciones había instalado, nada más llegar a Terrence Cattimore, su colección de libros. De tal manera que, en poco tiempo, la oficina se había transformado en oficinas, y la fama del orondo personaje que había abandonado su Hillside natal siendo aún una mujer —en realidad, como recordaba ella misma a menudo, nunca había dejado de serlo, sólo que una no podía ser lo que el exagerado Keith Whitehead consideraba un editor sin tener el aspecto de un muñeco de trapo masculino de otra época—, había crecido hasta el punto de que, cada mañana, a las puertas de la editorial, hacían cola cientos de aspirantes a escritores convencidos de que si Nicole pudiera olfatearles caería rendida a sus pies.
Por supuesto, en casi ningún caso era cierto.
Pese a ello, durante los primeros meses, el editor se había prestado a abrirles las puertas de su despacho para que, uno a uno, entrasen y se presentasen mientras él olfateaba el ambiente. Evidentemente, perdía el tiempo, pues no era así como funcionaban las cosas, uno no podía simplemente creer que era escritor y serlo, uno no podía creer que el visionario olfato de Nicole Flattery Barkey iba a reconocerle como imparable fenómeno decidido a cambiar la Historia del Mundo y cambiar la Historia del Mundo. Había cientos de cosas que hacer antes de eso. Y casi ninguno de ellos las había hecho. Para empezar, casi ninguno de ellos había escrito siquiera de verdad. Se habían limitado, en su mayoría, a rellenar cuartillas y a vestirse como creían que debía vestirse un escritor, y a comportarse como, engreídamente, creían, también, que debía comportarse un escritor. Aquello, y el olfato de Barkey, les convertiría, pensaban, en escritores. Pero ¿qué ocurría cuando eso no ocurría? ¿Qué ocurría cuando el editor pasaba junto a ellos, en uno de sus olfateantes paseos de selección, paseos para los que, con el tiempo, no bastó con hacer cola ante las puertas de aquel majestuoso edificio sino que hubo que inscribirse y anotar día y hora y dejarse colocar en una zona de aspirantes en el jardín trasero, y decía (LO SIENTO) y (NO ES USTED ESCRITOR)? Ocurría que los planetas que hasta entonces habían habitado todos aquellos aspirantes a escritores que nunca en realidad lo habían sido, estallaban, que, negándose a creer en su inexistencia como aquello que, creían, era lo único que podían llegar a ser, abandonaban el lugar, enfurecidos, después de que, en muchos casos, Nicole se hubiera limitado a pasar junto a ellos para, oh, ir descartándoles, tan, decían, cruelmente, que ni siquiera les dirigía la palabra, y creyendo aún firmemente en su talento, abominaban, entre sus conocidos, de aquel «desesperantemente injusto» sistema que consistía en un enorme tipo olisqueando a su alrededor como si en vez de un tipo ridículo fuese un ridículo perro, un sabueso de exorbitantes proporciones que, a veces, fumase en pipa y de cuyo cuello colgase siempre una lupa en vez de un collar.
También abominaban de la supuesta calidad de lo publicado por una editorial que elegía a sus autores a nariz, sin caer en la cuenta de que era la nariz de Nicole lo que el mundo de la edición envidiaba y lo que la crítica, rendida ante cada uno de sus nuevos y brillantes aciertos, no podía explicarse pero agradecía, puesto que su trabajo, a menudo ingrato, se había vuelto más interesante desde su aparición. A Nicole Barkey todo aquello le traía sin cuidado. Para Nicole Barkey todo los días eran el mismo día, a menos que, como aquel día, un par de feas botas de montaña, las feas botas de montaña de Louise Cassidy Feldman, irrumpiesen en su despacho, enfadadas, y detuviesen, violenta y súbitamente, el tren en marcha, oh, Nicole pudo escuchar perfectamente el tintineo aterrado de la vajilla del vagón comedor, que constituía, a menudo y en especial aquella soleada mañana de invierno en que las oficinas no parecían otra cosa que felices, la agradable e inalterable rutina del editor.
—¿EN QUÉ DEMONIOS ESTABAS PENSANDO, NICK?
La escritora, y aquellas botas horribles, habían sorteado la recepción, y las, aparentemente, cientos de oficinas intermedias que separaban el despacho del editor, y se habían colado en su despacho, seguidas de, al menos, tres empleados que se apresuraron a disculparse ante Nicole (LO SIENTO, SEÑOR, EH, ELLA, YA SABE, NOSOTROS, UH, YA SABE) pero que en ningún momento intentaron detenerla porque detenerla era imposible. De hecho, lo primero que hizo al llegar al despacho, antes incluso de gritar (¿EN QUÉ DEMONIOS ESTABAS PENSANDO, NICK?), fue lanzar sobre la mesa del editor la maleta de piel blanca francamente desgastada que cargaba. La lanzó como quien lanza una trinchera portátil. Al hacerlo, estaba a la vez ofreciéndose un lugar desde el que disparar, e invadiendo un territorio que, durase lo que durase aquella presumible batalla, iba a ser suyo de todas formas.
—Oh, eh, buenos días, Louise —dijo Nicole, ordenando con un gesto la retirada de su pequeño séquito, un gesto que fue un gesto de resignación, pues sabía que nada podía hacer para cambiar lo que fuese que estuviese a punto de pasar—. ¿Te mudas?
—¿EN QUÉ DEMONIOS ESTABAS PENSANDO, NICK?
—Es Nicole, querida.
—También es pequeña sabandija.
—Oh, eh, jou jou, no.
—¿No? ¿NO? —Louise movía los brazos como si en vez de brazos fuesen arpones. Llevaba algo parecido a un abrigo, un jersey de cuello alto con un reno y un oso polar compartiendo mesa en el centro, y no se había peinado. No solía hacerlo. El pelo le crecía y, cuando se aburría de verlo, ella misma se lo cortaba. En aquel momento lo llevaba ligeramente corto, pero no lo suficiente como para no poder despeinarse—. ¿Cómo llamarías tú a alguien que te quita lo único que tienes, Nicole?
—Lou, me mareo.
—¿Qué?
—Tus brazos.
—NO CAMBIES DE TEMA, FLATT.
—Oh, ahora soy Flatt.
Pensando que sólo había una manera de que aquello volviese a parecerse, siquiera remotamente, a un tren en marcha, un tren en el que la vajilla del comedor tintinease, de todas formas, aterrada, pero no tuviese por qué dejar de existir, el editor se puso en pie y sirvió café. Con Louise era importante no perder los nervios.
—¿VAS A ESCUCHARME, FLATT, O VAMOS A JUGAR A LAS MAMÁS?
—Voy a escucharte, Louise, pero he pensado que podría apetecerte un café.
—ESCÚCHAME, FLATT.
El editor se sentó. Colocó el par de tazas sobre aquella maleta horrible y maloliente. No había otro lugar en la mesa en la que colocarlas. Señaló la silla que había al otro lado a la escritora. La escritora pataleó y, rabiosa, quién sabía aún por qué, lanzó aquel par de brazos como arpones en todas direcciones antes de consentir en sentarse.
—¿Azúcar?
—NO, FLATT.
—Está bien. —Orgulloso de la forma en que estaba manejando la situación, oh, tú tendrás tu trinchera, pero yo tengo un tren de pasajeros, le dijo mentalmente a la siempre insatisfecha y litigante escritora—. Cuéntame.
—NO, FLATT, CUÉNTAME TÚ.
—¿Yo?
—DIME POR QUÉ ME HAS QUITADO LO ÚNICO QUE TENÍA.
—¿Qué es lo único que tenías, Louise? Mi sensación no es que tengas una única cosa sino que tienes muchas. Por cierto, ¿cómo está Jake?
—NO CAMBIES DE TEMA, FLATT.
—Oh, lo siento, dime, pues, ¿qué te he quitado?
—ESE PUEBLO DEL DEMONIO.
—¿Qué pueblo del demonio, Louise?
—ESE SITIO HELADO, FLATT, EL CONDENADO KIMBERLY WEYMOUTH, ¿POR QUÉ ME LO HAS QUITADO, FLATT? ¿ES QUE TODO TIENE QUE SER SUYO?
—Me temo que me he perdido, Louise. ¿Me he llevado ese pueblo a alguna parte? No recuerdo haberme llevado ningún pueblo a ninguna parte, Louise.
—NO TE HAGAS EL GRACIOSO CONMIGO, FLATT.
—Creo que prefiero que me llames Nick.
—OH, VAMOS, FLATT, ¿ES QUE NO VAS A DECIRME POR QUÉ?
—Oh, porque Flatt ni siquiera es un nombre, ¿qué demonios es Flatt?
—¡AAAAH, FLATT! ¡NO ME REFIERO A TU ESTÚPIDO NOMBRE, ESTÚPIDO! ¡ME REFIERO A LOS MALDITOS BENSON! ¿POR QUÉ, FLATT? ¿POR QUÉ ELLOS LO TIENEN TODO Y LOS DEMÁS, NADA?
—Louise, no se puede decir que tú no tengas nada, precisamente.
—CONTESTA LA PREGUNTA, FLATT.
—¿Qué pregunta, Louise? ¿Acaso puedo impedir que Becky Ann y Frank Scott se muden a donde les venga en gana? ¿Qué crees que soy, su papá?
—NO ES DIVERTIDO, FLATT.
—Por supuesto que no, ¿tú te estás divirtiendo? Yo no.
—COGE ESE TELÉFONO Y LLÁMALES AHORA MISMO. LLÁMALES Y DILES QUE ESTÁN COMETIENDO UN ERROR. QUE MUDARSE A ESE PUEBLO EN EL QUE HACE UN FRÍO DEL DEMONIO ES UNA IDEA HORRIBLE. QUE VAS A CONSEGUIRLES ALGO MEJOR, ALGO MUCHO MEJOR, PORQUE ESE PUEBLO YA ESTÁ OCUPADO. «OH, COMETÍ UN ERROR, MUCHACHOS», DILES, ¿NO ES ASÍ COMO HABLAS?, «ESE PUEBLO ES YA TERRITORIO FELDMAN».
La escritora se puso en pie, cogió el teléfono, se lo tendió.
—HAZLO, SABANDIJA.
—¡JA!
—¡FLATT!
Los ojos de la escritora hervían. Hervían de una rabia tal que podrían haber matado a alguien, incluso a alguien de las proporciones de Nicole Barkey, de no haber sido más que un par de ojos tras unas enormes y rotas gafas de concha.
—No puedo hacer eso, Louise.
—¿POR QUÉ NO?
—Porque no es así como funcionan las cosas.
—¿NO? ¡CLARO! LAS COSAS FUNCIONAN COMO ELLOS QUIEREN, ¿VERDAD?
—Odias ese sitio.
—¡ES UN LUGAR HORRIBLE!
—¿Qué más te da, entonces?
—¿CÓMO? ¡ES LO ÚNICO QUE TENGO, FLATT!
—No es verdad.
—AH, ¿NO?
—No.
—EN ESE SITIO, FLATT, HAY UN TIPO CHIFLADO QUE VENDE COSAS QUE NO EXISTIRÍAN SI NO HUBIERA EXISTIDO UNO DE MIS LIBROS, FLATT.
—¿Y acaso es más importante que un chiflado venda cosas que no existirían si no hubiera existido tu señora Potter que todo lo que has escrito, Lou?
—¡NO! PERO ¿ACASO IMPORTA TODO LO QUE HE ESCRITO? ¿IMPORTA? —Oh, no, pensó Nicole, va a derrumbarse, va a derrumbarse ahora—. NO IMPORTA LO MÁS MÍNIMO, FLATT. —Está haciéndolo, se dijo Nicole, está derrumbándose, oh, su postura en la silla, las manos, sus diminutas y resecas manos, oh, esas manos que escriben en cualquier parte, están empequeñeciendo, ¡no!, parece que lo hacen pero en realidad no, en realidad es que cada vez que se restriega los ojos con ellas parecen las manos de una niña, una niña soñolienta—. LO ÚNICO QUE IMPORTA ES ESA ESTÚPIDA NOVELA.
—Oh, vamos, Lou.
—¿POR QUÉ NO IMPORTA MI OBRA, FLATT?
Parecía a punto de echarse a llorar.
—¿Quién ha dicho que no importa?
—¿POR QUÉ NADIE TE AVISA, FLATT? ¿POR QUÉ NADIE TE DICE, «CUIDADO CON LO QUE PUBLICAS PORQUE A LO MEJOR NO IMPORTA QUE NO TE MUERAS NUNCA Y SIGAS ESCRIBIENDO PARA SIEMPRE QUE NADIE TE VA RECORDAR POR NADA MÁS QUE UNA ÚNICA ESTÚPIDA COSA», FLATT?
—La señora Potter no es estúpida, Lou.
Louise se puso en pie. Hizo aquella cosa que hacía con los brazos. Nicole cerró los ojos. Realmente le mareaba. Pensó en el oso polar y el reno de su jersey. Los imaginó charlando. Uno le decía al otro, Está volviendo a hacerlo, Dust, ¿El qué, Ben?, Esa cosa que hace con los brazos, Oh, sí, Mi primo Ernie dice que está chiflada, Es probable, Escribiré a mamá y le diré, Mamá, Dustie y yo vivimos en el jersey de una escritora chiflada, Apuesto a que tu madre dirá que podría ser peor, Oh, por supuesto, Dust, siempre podría ser peor.
—Avísame cuando dejes de hacer eso.
—¡SERÁS…, AAAAH! ¡MALDITA SEA!
El editor oyó un estruendo. Imaginó que había vuelto a sentarse. Abrió los ojos. Se acababa de beber el café de un trago.
—Estaba frío —dijo.
—Lo siento.
Se retrepó en la silla. Pareció recordar algo. Rebuscó en uno de los bolsillos de aquella cosa que parecía un abrigo. Encontró lo que buscaba. Era una pipa. La sacó. La llenó de tabaco. La encendió (POP) (POP).
—No lo entiendo, Nicole.
—Yo tampoco, Louise.
—Pareja de metomentodos.
—Ni siquiera te gusta ese sitio, Louise.
La escritora le miró. Era una mirada desafiante pero también era una mirada que sabía que estaba en lo cierto. Era una mirada que decía (LO SÉ, ESTÚPIDO, PERO NI SE TE OCURRA PONERTE DE SU PARTE).
—No te diré que no lo odie, pero es lo único que tengo, Nick —consintió.
—Nicole.
—Nick.
El editor sonrió.
Palmeó (TAP) (TAP) la maleta que seguía sobre la mesa.
—¿Y esto?
—Ese tipo (POP) me escribió.
—¿Qué tipo?
—El chiflado.
—¿Cuándo?
—No lo sé, me escribió (POP) (POP) cientos de cartas.
—¡Vaya!
—Nunca las contesté.
—Oh, Lou.
—Eran deprimentes, Nick. Y mi vida ya es lo suficientemente deprimente. Su mujer (POP) (POP) le dejó. Creo que por mi culpa. Perdió la cabeza por ese condenado libro.
—¿Y estás pensando en hacerle una visita?
—No, estoy pensando en llevarles todas esas (POP) cartas a tus amigos, Nick. Para que vean que ese sitio ya tiene dueño.
—Oh, no sé si es una buena idea, Lou.
—No lo es, por supuesto, a menos que tú vengas conmigo.
—¿Yo?
La vajilla del vagón comedor de aquel tren que había vuelto tímidamente a echar a andar hacia quién sabía qué destino, el destino de un aparente día feliz en unas felices, y a salvo de impertinentes no escritores, oficinas, se despidió de al menos un par de sus valiosas y aterradas piezas al oír aquello.
—Me debes una, Nicole.