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En el que Cats McKisco podría haberle dicho a Bill que a veces creía que sus abuelos eran un par de (BOTAS) pero no lo hizo y, sin embargo, adivinen qué, va a contarlo de todas formas, pero Bill no va a enterarse y ustedes ()

 

 

Bill había llamado a Catherine McKisco antes de partir hacia Sean Robin Pecknold en aquella camioneta que, tal vez, sólo tal vez, fuese un ascensor, el ascensor que la señora Potter debía haberle entregado hacía mucho tiempo. Nervioso, y sintiendo que estaba dando un paso en algún sentido, injusto, Bill había marcado una y otra vez el número de la comisaría y había colgado antes de que ella descolgara, sintiéndose incapaz, siquiera, de alzar la voz, porque ¿acaso podía pedirle algo? (¡AGENTE EN PRÁCTICAS CROCKER!) se oía al otro lado del teléfono cuando ella descolgaba, y en la voz algo parecía estar sonriendo, y era un algo infantil, un alguien, en realidad, que había viajado intacto desde que, por primera vez había soñado con lucir una placa hasta aquel preciso instante, el instante en que descolgaba el teléfono. A veces, como había ocurrido aquella tarde, no encontraba a nadie al otro lado y, pese a ello, bramaba, deseosa de echar una mano, feliz, (¡AGENTE EN PRÁCTICAS CROCKER!) (¿EN QUÉ PUEDO AYUDARLE?) y ¿era justo que Bill le pidiese algo? ¿Era justo, después de lo que le había hecho? Pero ¿qué le había hecho, en realidad? Oh, aquellos guantes del demonio, se había dicho Bill, y luego se había dicho que no tenía tiempo, que debía marcharse, así que, oh, bueno, (ALLÁ VAMOS):

—¡Agente en prácticas Crocker! ¿En qué puedo ayudarle?

—¿Cats?

—¿Bill?

Bill había dicho algo y Cats no había escuchado otra cosa que (PUM) (PUM)(PUM)(PUM) los ridículos latidos de (OH) aquel ridículo, aquel (MALDITA SEA) (PUM) (PUM) estúpido corazón suyo. (¿ESTÁ HABLANDO?), se había dicho, (¿POR QUÉ NO LE ESCUCHO SI ESTÁ HABLANDO?), se había dicho también, sin poder dejar de pensar en todo momento en que no se había quitado los malditos guantes porque ella no le había importado nada, no le importaba lo más mínimo. ¿Acaso importaba lo más mínimo a alguien? ¿Por qué era tan condenadamente boba? ¿Por qué nadie se la tomaba nunca en serio? (NO SE QUITÓ LOS MALDITOS GUANTES), pensaba, y (CÓMO SE ATREVE), (CÓMO SE ATREVE A LLAMARTE), (DEBERÍAS MANDARLE AL INFIERNO), (MÁNDALE AL INFIERNO, CATS), pensaba.

—¿Bill? ¿Estás ahí?

Oh, por supuesto que estaba ahí.

(BILL), había dicho Cats, ( QUE ESTÁS AHÍ).

Y Bill, al cabo, había dicho, (MI TÍA MACK HA MUERTO, CATS).

—¿Tu tía Mack?

—Sí.

—Bill, no sé quién es tu tía Mack.

—¿No?

—No, Bill.

(¿SABES, BILL?), pensaba, (EL MUNDO NO GIRA A TU ALREDEDOR), pensaba. Pero no importaba lo que ella pensara, porque él lo creía de todas formas. Llamaba, dijo, para pedirle que cuidara de Sam Breevort cuando él se fuera.

—¿Sam Breevort? —había dicho Cats—. ¿Te estás riendo de , Bill? Sam no necesita que la cuiden. Sam tiene cientos de rifles. —Su tono de voz parecía, por una vez, molesto.

—Lo siento, Cats, siento lo de los guantes.

—Esto no tiene nada que ver con los guantes, Bill.

—¿No?

—No. ¿Qué crees que va a pasarle cuando te vayas, Bill? Es decir, ¿en serio? ¿Crees que puede pasarle algo a Sam Breevort? Ni siquiera me atrevo a dirigirle la palabra, Bill. Sam da miedo, Bill. A Sam no puede pasarle nada porque tú no estés, Bill.

Entonces Bill se había puesto a hablar de Polly Chalmers. Aquello había sido un golpe bajo. Porque Cats había dejado de pensar en (MANDARLE AL INFIERNO) y había empezado a pensar en aquel cuerpo sin cabeza que imaginaba cada vez que oía hablar de Polly Chalmers o que alguien sugería la posibilidad de que algo horrible pudiera estar pasando en aquella arisca ciudad.

(PUM) (PUM).

(PUM) (PUM).

—¿Bill? ¿Qué se supone que estás intentando decirme exactamente? —Cats seguía molesta, pero a la vez estaba empezando a asustarse. ¿Alguien quería matar a Sam? ¿Por qué? ¿Cómo iba a hacerlo?—. Nadie va a matar a Sam, ¿verdad?

—No lo sé, Cats, pero supongo que no. No tendría ningún sentido. Matar a Sam no me haría volver. Pero podrían hacerle algo que me obligase a volver.

—¿Volver? ¿Por qué iban a querer hacerte volver?

Por su condición de, prácticamente, recién llegada, y su francamente ilusa relación con aquel frío lugar que parecía, como su padre, no pensar en nadie más que en sí mismo, Cats McKisco no era consciente de hasta qué punto la ciudad había dependido siempre de los Peltzer. Bill trató de explicárselo. Bill le expuso sus dudas con respecto al asunto Polly Chalmers. Bill le dijo que, por entonces, por la época en la que apareció, como llegada de una violenta nada, Polly Chalmers, iban a irse. Mi padre llevaba semanas empaquetando nuestras cosas, le dijo Bill. Bill había llegado a pensar que había encontrado a su madre y que iban a reunirse con ella en alguna parte. Pero luego había aparecido el cadáver de aquella chica y su padre había acabado en comisaría. Cuando había vuelto a casa, había empezado a abrir cajas y a colocarlo todo en su sitio. No iban a irse a ninguna parte.

¿Por qué?

Oh, porque La señora Potter no podía acabarse.

(PUM) (PUM).

(PUM) (PUM).

—¿Insinúas que le tendieron una trampa? ¿Que mataron a esa chica para tenderle una trampa, Bill? ¿Quién, exactamente? ¿Todo este sitio?

—Sí, este sitio, Cats. Pero no creo que mataran a nadie. Por eso nadie investigó su asesinato. Porque no hubo, en realidad, ningún asesinato.

(CLARO, BILL), pensó Cats, (EL MUNDO GIRA A TU ALREDEDOR y FINGE QUE MATA A CHICAS PORQUE SÓLO IMPORTAS , ESOS GUANTES DEL DEMONIO y TU CONDENADA TIENDA, ¿VERDAD?), pensó Cats.

—Tal vez me pase a echar un vistazo, Bill. Pero no sé si a Sam va a gustarle que creas que no puede cuidarse sola(PUM) (PUM) (PUM) (PUM)—. Va a parecerle una broma de mal gusto, Bill. ¿Quién demonios te has creído? Cuando te vayas de aquí, ¿vas a llevarte al menos los cuadros, Bill?

—¿Los cuadros, Cats?

—No pueden no importarte, Bill.

—¿A qué viene eso ahora?

—A lo que me dijiste la otra noche, Bill. Me dijiste si los quería. ¡Yo! ¡Un alguien que ni siquiera te importa! —(PUM) (PUM) (PUM) (PUM)—. Es injusto, Bill. ¿Y sabes por qué? Porque no sabes por qué se fue, pero está intentando seguir ahí, ¿crees que mi padre sigue ahí? ¿Crees que porque esté ahí, sigue ahí?

(PUM) (PUM).

(PUM) (PUM).

—Lo siento, Cats, supongo que no ha sido una buena idea.

—No, no ha sido una buena idea, Bill. Olvida lo que dije la otra noche. Supongo que no hablaba en serio. Y si lo hacía —(PUM) (PUM) (PUM) (PUM)— ya no importa.

(CATS), había dicho Bill, y ella había dicho (ADIÓS, BILL), y había (CLIC) colgado. Luego había recogido sus cosas y se había ido a casa, arrastrando las botas, restregándose los ojos, (¡OH, MALDITA SEA!), ¿acaso no le importaba a nadie? ¿No le importaba lo más mínimo a nadie? A lo mejor su madre tenía razón.

A lo mejor se parecía más de la cuenta a aquel otro McKisco.

Su abuelo, el también agente de policía, Francis Caroline McKisco.

Cats recordó la noche en la que sus padres la habían sorprendido vestida con su uniforme, aquel uniforme que, según su madre, era un uniforme maldito. Sus padres salían a menudo y, cuando lo hacían, la dejaban sola, y Cats se dedicaba a deambular por la casa fingiendo, alternativamente, ser una gran escritora y su sirviente, un tipo al que había dado en llamar Mijéich Katerina, Mijéich Katerina Chíchikov. Aquella noche, Mijéich Katerina había encontrado en el armario de los antepasados de su señora un uniforme. Parecía el uniforme de algún tipo de caballero. Mijéich no tenía forma de saberlo pero en realidad era el uniforme de un agente de policía, un viejo agente de policía de una pequeña localidad llamada Sullivan Lupine Wonse. El uniforme tenía una placa y lo que parecía un galón, y una estrella, y lucía, bordado, un pequeño canguro. Mijéich se había enamorado de aquel uniforme. Había desabotonado, con cuidado, la camisa, y con cuidado, se la había probado. Puesto que era la camisa de un adulto, sus manos de niña habían desaparecido bajo las mangas, su cuerpo había quedado al abrigo de aquella suerte de finísima coraza, perdido, de alguna manera, en ella. Por supuesto, Mijéich, la pequeña Cats, había tenido un aspecto horrible ante el espejo, pero, por una vez, su aspecto le había traído sin cuidado. Estaba a salvo allí dentro, se había dicho.

¿Por qué?

Quién sabía por qué.

El caso era aquella noche, Cats había jugado a que Mijéich se convertía en el detective (MCKISCO), e iba de un lado a otro por la casa deteniendo a criminales. Los criminales estaban por todas partes y tenían todo tipo de aspectos y eran culpables, o supuestos culpables, de todo tipo de fechorías. La cucharilla que había hecho caer, tan impetuosamente se había posado, a la taza de té, ¿no había querido asesinarla? ¿No era, después de todo, así cómo ellas asesinaban? El libro que había sustituido a otro libro en la estantería, ¿no había tenido que, antes, hacerlo desaparecer? El detective Mijéich McKisco era un buen detective y había logrado meter entre rejas a un buen puñado de objetos aquella noche. También, había cometido la imprudencia de quedarse dormido aún dentro de aquella, su nueva armadura, y cuando sus padres, oh, los padres de Cats, habían vuelto, se habían enfadado. Se habían enfadado muchísimo. No tanto con ella como entre ellos. Habían discutido larga y amargamente por lo que debía haber estado haciendo en su ausencia. Se habían culpado el uno al otro de aquellas ausencias que, de repente, les parecían del todo imprudentes. Cuando su madre le había preguntado qué había estado haciendo, ella no había sabido qué responder. ¿Qué podía haberle dicho? Mamá, a veces juego a ser una gran escritora y a veces a ser su sirviente y cuando soy su sirviente puedo disponer de la casa como dispongo, en realidad, cuando no estáis. Sí, eso habría estado bien. Pero lo que había dicho había sido (NO SÉ). Y su madre se había enfadado aún más. (¿CÓMO PUEDES NO SABERLO, CATHERINE?), (VAMOS, LILIAN), (¿QUÉ LE HAS METIDO EN LA CABEZA, VIOLET?), (¡NADA!), (TIENE PUESTO ESE UNIFORME, FRANCIS), (¿Y?), (QUE NO LO TENDRÍA PUESTO SI TE HUBIERAS DESECHO DE ÉL HACE TIEMPO), (¿POR QUÉ IBA A DESHACERME DE ÉL?) (¿QUÉ TIENE DE MALO QUE LA NIÑA JUEGUE A LO QUE SEA QUE ESTÉ JUGANDO CON ÉL, LILIAN?), (¡OH!) (¡YA SABES LO QUE TIENE DE MALO, VIOLET!), (¡NO TIENE NADA DE MALO, LILS!), (¡ESE HOMBRE SE QUEDÓ SOLO, FRANCIS!), (¿Y ESO TUVO ALGO QUE VER CON SU MALDITO UNIFORME, LILS?), (¿ACASO SE LO QUITABA?), (¡LO QUE NO SE QUITABA ERAN LAS BOTAS, LILS!), (¡OH!) (¡ESAS BOTAS HORRIBLES!) (¿NO ERAN BOTAS DE MUJER, FRANCIS?), (SÍ, ERAN BOTAS DE MUJER, LILS), (¡PERDIÓ LA CABEZA!), (¿Y EL UNIFORME TUVO LA CULPA?), (¡POR SUPUESTO, VIO!), (¡NO ME LLAMES VIO!), (¡EL UNIFORME TUVO LA CULPA, VIO!), (¡MALDITA SEA, LILS!) (¿DE VERAS CREES QUE NUESTRA HIJA VA A QUEDARSE SOLA Y A PERDER LA CABEZA POR VESTIR UN MALDITO UNIFORME?), (¡TÚ LO HAS DICHO, FRANCIS!) (¡ESE UNIFORME ESTÁ MALDITO), (¡NO ESTÁ MALDITO, LILS!) (¡SÓLO ES UN MALDITO UNIFORME!), (¡AAAH!), (VAMOS, CATS) (PAPÁ TE ACOMPAÑARÁ A LA CAMA).

Cats había querido saber por qué discutían y su padre se había limitado a decirle que por aquel maldito uniforme.

—¿Está maldito el uniforme, papá? —le había preguntado Cats.

—No, hija, sólo es un maldito uniforme —había repetido Francis McKisco.

—Pero alguien ha perdido la cabeza por su culpa, papá.

—Oh, no, pequeña, los uniformes no hacen daño a nadie. Es la gente que los viste la que se hace daño a sí misma. A veces, la gente que los viste sólo quiere ayudar a los demás y se olvidan de que, de vez en cuando, también tienen que ayudarse a sí mismos.

—¿Y por eso se quedan solos?

—A veces se quedan solos con sus botas.

—¿Con sus botas, papá?

—Con sus botas de pana, Cats.

—No sé lo que son unas botas de pana, papá.

—A veces son las botas de alguien que se ha ido y ha olvidado llevárselas.

—¿Quién se ha ido, papá?

El escritor había sacudido la cabeza. No era un buen momento, se debía haber dicho. Espero que hayas estado jugando a ser detective con ese uniforme, Cats, había dicho. La pequeña Cats había sonreído pensando en Mijéich Katerina creyéndose el detective McKisco y había asentido. Algo parecido al orgullo había iluminado la cara del escritor de whodunnits, que, siendo como era, una versión infinitamente más joven y, sobre todo, menos quisquillosa, que la que aquella noche había salido con la jefe Cotton, una versión que mantenía a buen recaudo aún su condición de remilgada, había cogido en brazos a la pequeña Cats, y la había (¡YUJUUUUUU!) llevado, como llevaría un tren de mercancías volador, un tren con brazos en vez de ruedas, hasta la cama.

—He detenido a una cucharilla humedecida, papá.

—¡Vaya! ¿Teníamos a una cucharilla homicida en casa? ¿Y a quién, si puede saberse, se había cargado, detective McKisco?

—Era una asesina de tazas de té.

—¡Una asesina en serie! ¡Es una idea estupenda, Cats! ¿No es una idea estupenda? —La niña se había reído (ji ji)—. Voy a anotarla en alguna parte —había dicho el escritor, y se había metido la mano en el bolsillo del pantalón, y luego en el bolsillo de la americana, y luego en algún otro bolsillo que Cats no había podido localizar y, por fin, había encontrado una de sus pequeñas libretas, (¡A-!), había dicho entonces—. ¿Quién quieres ser, Cats? ¿Stanley Rose o Lanier Thomas?

La pequeña Cats se había llevado el índice a los labios y había fingido pensar algo mejor, mirando exageradamente al techo, como miraba exageradamente al techo su padre siempre que fingía pensar en algo concienzudamente, y había dicho, sentada ya en la cama y con la espalda apoyada en el almohadón, la lámpara de la mesita de noche encendida y todo listo para leer hasta volver a quedarse dormida:

—¿Puedo ser Mijéich Chíchikov?

(¡CLARO!), había dicho el padre, (¡PUEDES SER QUIEN QUIERAS, PEQUEÑA!), y la pequeña Cats se había reído y él le había revuelto el pelo, que entonces llevaba corto, muy corto, y ¿cómo, se preguntó la otra Cats, la Cats que volvía a casa pateando montañas de nieve, se había convertido aquel hombre divertido, aquel hombre para el que todo, cualquier cosa, eran piezas de un rompecabezas que nunca iba a acabarse, aquel hombre que vivía como un niño que hubiera convertido su ridículamente absurdo día a día en un algo que podía montarse y desmontarse, en aquel afectado, temeroso, quejica, tipo cuya vida giraba alrededor de una quisquillosa seguidora que, con toda probabilidad, no existía?

Al llegar a casa, Catherine se quitó el sombrero, se sirvió un buen montón de copas y decidió que su padre no podía haberse deshecho de aquel uniforme, así, aprovechando que su padre había salido, se puso a buscarlo. A lo mejor no tardaba en llegar, pero ¿acaso le importaba? No le importaba lo más mínimo. Oh, de hecho, esperaba que la jefe Cotton estuviese riéndose de él, porque eso debía estar haciendo. Oh, aquella estirada del demonio. La aborrecía, ¿y acaso creía ella que no sabía que la aborrecía? ¿Tenía la culpa Cats de que su padre fuese un engreído montón de niños? Parloteaba, Cats, con la voz de Mijéich, decía (¿Y SI FUERA CIERTO?) (¿Y SI EL UNIFORME HUBIERA ESTADO MALDITO?) (¿QUERRÍA ESO DECIR QUE VOY A QUEDARME SOLO?) (¿DE VERAS VOY A QUEDARME SOLO POR HABERME PROBADO UN UNIFORME CUANDO NO ERA MÁS QUE UN NIÑO?), hablaba consigo misma la agente en prácticas como si fuera aquel otro, el sirviente de la gran dama que debía estar, a aquellas horas, en sus aposentos, y se tambaleaba en dirección a la habitación de su padre pensando en aquel hombre que había pensado demasiado en los demás y demasiado poco en sí mismo y que al final se había quedado solo con sus botas, aquellas botas de pana que ni siquiera eran sus botas, que eran las botas de su mujer, unas botas de mujer que el chiflado de su abuelo, Francis Caroline, nunca se quitaba porque poco le importaba lo que dijeran de él, aquellas botas eran sus mejores amigas, así que ¿por qué no iba a ir con ellas a todas partes? Revolvió, Cats, el armario de Francis Violet McKisco, y no encontró el uniforme, abrió los cajones, uno tras otro, y no encontró nada, miró bajo la cama, nada, ¿dónde demonios lo habría metido? Tratando de pensar como lo haría su padre, no el hombre que le había revuelto el pelo y había creado un detective de juguete que había dedicado su vida a tratar de dar con la famosa cucharilla asesina Claribel Clangston, sino aquel susceptible y vanidoso escritor de whodunnits, Cats se dijo que lo más probable era que estuviese bajo llave. Que, al final, hubiese consentido en creer que estaba maldito, y, aterrorizado, lo hubiese escondido. ¿Por qué no se había deshecho de él? Porque aquel otro McKisco, aquel McKisco que sólo se ayudaba a sí mismo, era supersticioso, y temía que, si se deshacía de él, el fantasma de su padre se le aparecería una noche y ya nunca se iría. Se instalaría en su casa, y querría echarle una mano todo el tiempo, con cualquier cosa. Vestiría versiones fantasma de aquel uniforme maldito y aquellas botas de mujer. Querría saber si aún seguía prefiriendo los detectives que no existían a los que existían. Y Francis Violet le diría que sí, que por supuesto, pero que, en cualquier caso, aquello no tenía nada que ver con él. ¿Y con qué tenía que ver?, habría querido saber Francis Caroline. (¿CON QUÉ TIENE QUE VER EXACTAMENTE, HIJO?) (¿Y SI HAY ALGUIEN AHÍ FUERA QUE TE NECESITA, FRANCIS VIOLET?), (NO LO SÉ, PAPÁ, SUPONGO QUE SI HAY ALGUIEN AHÍ FUERA QUE ME NECESITA PUEDE LEERSE MI LIBRO), (NO ES ASÍ COMO FUNCIONAN LAS COSAS, VIOLET), (A LO MEJOR NO ES ASÍ COMO FUNCIONAN LAS COSAS PARA TI, PAPÁ), oh, Catherine McKisco reelaboraba aquella conversación que jamás existiría, porque los muertos no volvían, y no había forma de decirles que las cosas no tenían una única manera de ser, mientras revolvía el armario de su padre y luego, hasta el último rincón de su despacho, y daba, al fin, con un pequeño baúl cerrado, y conseguía abrirlo, iba en busca de las tenazas, el sacacorchos, un imperdible, el martillo, agujas, y conseguía abrirlo, y no encontró dentro el uniforme sino aquellas botas, las botas de mujer que su abuelo había considerado sus mejores amigas. No parecían unas mejores amigas. Parecían un par de botas. Un extraño par de botas de pana de un marrón sonrosado. La agente en prácticas le dio un trago a aquel destilado a base de leche que había estado bebiendo mientras las contemplaba. Eran el par de botas más viejo y gastado que había visto nunca, pero a la vez, parecían haber sido cuidadas con esmero. Su par de tacones cortos estaban intactos. Las suelas, también. Supuso Cats que su abuelo las había ido cambiando con regularidad. También parecía haber cepillado la pana a menudo, si algo así era posible. Si aquellas botas eran lo único que tenía, no podía arriesgarse a perderlas.

—Póntelas, Mijéich —se dijo, fingiendo que era, evidentemente, Mijéich, pero un Mijéich que imitaba a su señora, a la gran dama de aquel castillo, que debía llevar horas durmiendo en, aquellos, sus aposentos—. Esas botas van a darte lo que aún no tienes, querido. —Cats siguió hablando, mientras, con cuidado, extraía el par de botas del baúl—. Valor, Mijéich. Valor. —Metió primero un pie y luego el otro—. Oh, ¿crees que tienes valor, Mijéich? —Apoyándose en un estante, Cats se puso en pie, las botas ya calzadas: eran cómodas, eran tremendamente cómodas—. Oh, no me refiero a la clase de valor que imaginas, Mijéich. —La agente en prácticas caminó por el despacho enmoquetado. Las botas le iban grandes, se le salían. La obligaban a caminar erguida, a extender el paso, a parecer resuelta—. Me refiero al valor que tiene algo valioso.

Siguió, de aquella manera, caminando y charlando durante un buen rato. Luego se quedó dormida. Soñó que volvía a tener diez años y era, pese a todo, agente en aquel otro sitio, aquel lugar llamado Sullivan Lupine Wonse, y tenía un despacho, y resolvía cientos de casos, y en el despacho, en una estantería, guardaba el par de botas de pana que no es que hubiesen pertenecido a su abuela sino que eran su abuela y su abuelo. Era del todo corriente, al parecer, en aquel sitio, Sullivan Lupine Wonse, que una agente de policía, que una detective, descendiese de un par de botas de pana. También lo era que charlase con ellas antes de salir en busca de culpables de todo tipo de fechorías. El par de botas siempre daban por hecho que la pequeña Cats iba a hacer un buen trabajo, le decían (VE Y ENCIERRA A ESA MALDITA CUCHARILLA), o (SEGURO QUE TIENES RAZÓN Y LA TAZA DE ES LA CULPABLE), le decían, (CARIÑO, AHÍ FUERA, NADIE ES MEJOR QUE ), y a la pequeña Cats le traía sin cuidado que todos los demás no fuesen tan pequeños como ella, porque salía ahí fuera como si nada la separase de ellos, como si, pese a que su camisa era cien tallas más grande de lo que debería, después de todo era aquella camisa, la camisa del uniforme de aquel otro (AGENTE MCKISCO), el hombre que había pensado más de la cuenta en los demás y que por eso se había quedado solo y se había convertido en una bota parlante. Luego, durante mucho tiempo, en aquel sueño en el que el día a día era correcto, y sencillo, había intentado abrir los ojos, ante el par de botas que eran, en realidad, sus abuelos, y no había podido hacerlo. El par de botas le hablaban y ella decía (UN MINUTO), y, (, ENSEGUIDA), pero era incapaz de abrir los ojos, y ellos se daban cuenta, pero de todas formas le decían (NO TE PREOCUPES, PEQUEÑA), y (QUIZÁ NO ES UN BUEN MOMENTO), y de fondo se oía un ruido sordo, un arrastrar de sillas, pasos, un golpe, otro, un lacónico (MAAAAAAATS), algo semejante a un (AUUUUUU) aullido que parecía provenir de algún otro (¿MATS?) planeta, un planeta en el que los lobos, o lo que fuese que aullaba, no lo hacía convencionalmente, sino que parecía (MIMA) estar dirigiéndose a alguien (¿MATS?) a quien le pedía que mirase, pero Cats seguía sin poder abrir los ojos en aquel sueño en el que las botas insistían en que tal vez no fuese un buen momento, y entonces algo, aquello que aullaba, empezó a zarandearla, y dijo claramente (ADIVINA QUÉ, CATS), y, por fin, el par de ojos de la agente en prácticas se abrieron, y luego se cerraron, una, dos, tres, hasta cinco, y seis, siete veces. (OH, VAMOS, OJOS DEL DEMONIO, ¿ES QUE NO PODÉIS HACER VUESTRO TRABAJO?), les exigió Cats, malhumorada por el martilleante y absurdo dolor de cabeza que aquello que había estado bebiendo le había provocado. (ESTÁ BIEN, ALLÁ VAMOS), podrían haberle dicho el par de ojos, un segundo antes de acabar con el aleteo y dar la bienvenida a las cientos de agujas invisibles que les esperaban al otro lado.

—¿Cats? —le pareció que decían el par de zapatos de charol de su padre, lo único que podía ver, estando como estaba aún en el suelo, con la mejilla derecha pegada a la moqueta del despacho. ¿Había pasado allí la noche? ¿Ya había pasado la noche?

—¿Papá?

—Adivina qué, Cats.

Oh, no, se dijo Cats, incorporándose apresuradamente. Ella había pasado la noche en el suelo del despacho de su padre pero ¿dónde la había pasado él? ¿Era posible que su padre hubiese pasado la noche con la jefe Cotton? ¿Era posible que su insoportable padre hubiese conquistado a la jefe Cotton? ¿Acaso había perdido ella la cabeza?

—¿Acabas de llegar a casa, papá?

Resueltamente orgulloso, Francis Violet McKisco asintió.

—Pero eso no es lo más importante —dijo a continuación.

—¿No?

—No. Lo más importante, Cats, es que Myrlene me ha escrito. —Francis McKisco agitó ante la cara de su hija el telegrama de Myrlene Beavers que había escrito Frankie Scott Benson, evidentemente.

—¿Has pasado la noche en casa de la jefe Cotton, papá?

Francis McKisco sonrió, asintió remilgadamente, y dijo (AJAJÁ) y también:

—Resulta que la jefe Cotton es una experta en mi obra, Cats. Pero en realidad no quiere hablar de ella todo el tiempo. ¿Qué tiene de malo hablar de ella todo el tiempo? Myrlene no hace otra cosa que hablar de ella, Cats.

—¿Te has acostado con la jefe Cotton, papá?

—Cats, las cosas a veces no son lo que parecen.

—Ya no soy una niña, papá.

—Ah, Cats. Lo cierto es que me quedé dormido acariciando a la señora Kiff.

—¿La señora Kiff? ¿Quién demonios es la señora Kiff?

—Oh, la señora Kiff es la tortuga de la jefe Cotton. Es una tortuga encantadora. Su nombre completo es Betsy Kiffer Manney. Pero, he de decirte, Cats, que no me gusta la jefe Cotton. Me dijo algo horrible de una alfombrilla. La jefe Cotton es como la jefe Carrabino. No entiendo por qué quieren hablar de ti cuando se supone que el que les interesa soy yo. ¿Tú no estás triste, verdad, eeeeh, Cats?

—¿Triste?

Oh, no, (PAPÁ), no para ti, porque (¿SABES?), el mundo gira a tu alrededor, como gira el mundo alrededor de (BILL), y a lo mejor yo no soy tan distinta de esa mujer de los cuadros, (PAPÁ), y a lo mejor ella se fue porque estaba (HARTA) de no importar, ¿estaba harta de no importar, (PAPÁ)? Creo que Bill se ha ido sin sus cuadros, (PAPÁ), y ¿debería quedármelos, (PAPÁ)? El abuelo McKisco se los quedaría. En realidad, el abuelo McKisco se preo­cuparía por ellos. Los llevaría a un lugar seguro. Un museo. Porque ¿no deberían estar los cuadros en un museo? ¿Y no había un museo en Kimberly Clark Weymouth? Lo había, sí, pero nadie sabía a ciencia cierta qué contenía, a excepción de algo relacionado con aquella célebre visita de Louise Cassidy Feldman, y decenas de ridículas colecciones, incluida una de esquís diminutos, y otra de bufandas, bufandas que habían sido, en algún momento, la bufanda favorita del alcalde de la ciudad en cada momento. ¿Y no podía ese museo organizar una retrospectiva que no sólo diese a conocer a la artista más prolífica de la ciudad, sino también tratar, de una vez, de entenderla? ¿No podía hacer que importara? Oh, (PAPÁ), (¿SABES?), creo que el abuelo McKisco no estuvo en realidad solo nunca, y yo tampoco lo estoy, ahora ya no, ¿y esa mujer? Esa mujer tampoco.

—Yo no creo que estés triste pero de todas formas eso no es lo que importa ahora. —Oh, no, claro que no, (PAPÁ)—. Lo que importa ahora es que Myrlene está en camino, ¡en camino! ¿Puedes creértelo? Dice que un (GIRO DEL DESTINO) va a traerla aquí, ¡aquí! ¡Y que celebra que todo ese asunto de las hermanas Forest haya sido un malentendido!

Cats se miró las botas.

(CARIÑO, ESTAMOS CONTIGO), imaginó que le decían.

—Nunca te deshiciste del uniforme del abuelo, ¿verdad?

Oh, todo tipo de cosas ocurrirían un tanto simultáneamente aquella mañana en la, por una vez, ilusionada y expectante Kimberly Clark Weymouth. Los primeros adiestradores de vecinos Benson llamarían a un número concreto de puertas. Un puñado de operarios considerable construiría un telesilla ante un grupo no menos considerable de niños que habrían llegado al lugar ilusionados creyendo que aquello que iba a construirse no era en realidad un telesilla sino la primera atracción de un pequeño parque de atracciones. La casa de Mildred Bonk se estaría, gustosamente, transformando en una cabaña y preparándose para presumir de haber sido sacada, nada menos, que de aquella postal de la que todo el mundo hablaba en aquel sitio del demonio. Stumpy MacPhail redactaría el contrato que haría que aquella casa aburrida cambiase de una vez de manos, y que lo hiciese por una cifra, sí, exterlativa. Y Cats McKisco se ocuparía ella misma, su pequeño coche patrulla repleto hasta el techo de cajas que ni siquiera habían sido abiertas, cajas que había encontrado, desamparadamente mojadas, a las puertas de aquella casa que iba a convertirse en la encantada nueva mansión de los Benson, de trasladarlas a un lugar seguro. Se toparía con ellas camino de la boutique del rifle, y oiría a aquel par de botas decir (UN MOMENTO) (¿QUÉ SON TODAS ESAS CAJAS?) (¿NO SERÁN ESA MUJER, CATS?) (¿LA MADRE DE TU AMIGO?) (¿POR QUÉ NO LE ECHAS UNA MANO, CATS?) (LUEGO IREMOS A VER A ESA SAM BREEVORT), y se diría que Bill podía irse (AL INFIERNO) y aquellos horrendos guantes (TAMBIÉN). Oh, y por supuesto, tú, (PAPÁ), también, porque (¿SABES?), estoy triste, sí, y a lo mejor esa cosa de la (ALFOMBRILLA) que te dijo la jefe Cotton tenía algo que ver conmigo, y a lo mejor también tenía algo que ver con la clase de cosas que hago cuando no estoy escuchándote, pero llevar a la madre de Bill a ese condenado y ridículo pero seguro museo no tiene nada que ver con esa clase de cosas, porque ella no es como tú, (PAPÁ), oh, aquella gigantesca madre desaparecida no era de carne y hueso, no. Estaba hecha de misteriosos reflejos encarnados en lienzo, trazo, color y madera. Estaba hecha, en realidad, de partículas de sí misma y volvía, una y otra vez, adoptando cada vez una forma distinta, una forma no suficiente, porque no era exactamente ella. Y a lo mejor, pensaría Cats, aquella marchante no daría con ella nunca pero no importaba, porque aquella mujer estaría en alguna parte, y sería un lugar, aquel condenado museo, en el que cualquiera podría contemplarla, contemplar aquella imperfecta composición, la madre ausente, la madre inevitablemente intermitente.

¿Iba a gustarle aquello a Bill?

No, no iba a gustarle, pero ¿acaso importaba?

Bill se había ido y ella seguía ahí.

De alguna misteriosa manera, seguía ahí.