Bill no recordaba al joven sabio Means, y tampoco recordaba que hubiese existido ningún rincón del joven sabio Means, y mucho menos, que ese rincón hubiese tenido, Allí Abajo, el aspecto de una pequeña y desordenada estación de servicio. Pero ese era el aspecto que tenía Allí Arriba. (SAL DEL MALDITO ASCENSOR, BILL), le había susurrado el diminuto e inexistente Sally Phipps, aquel duende veraneante, antes de desaparecer. (SAL Y PREGÚNTALE HACIA DÓNDE DEBES DIRIGIRTE), (MENCIÓNALE AL PEQUEÑO CORVETTE), le había dicho, y luego había desaparecido. Bill había salido de la camioneta (NO ES UN MALDITO ASCENSOR, MALDITA SEA, SAL), francamente enfadado, ¿qué era aquello? ¿Cómo podía una camioneta detenerse sin más? ¿Acaso no había estado él, todo el tiempo, pisando el acelerador? ¿Cómo podía haberse detenido? Bill salió de aquel enorme chisme del demonio, y saludó al poco abrigado joven vestido de azul, que le devolvió el saludo, y se encaminó, presurosa aunque torpemente, hacia el tercer surtidor.
—¡SEÑOR! ¡BUENOS DÍAS, SEÑOR! —gritó el joven sabio Means.
De cerca, el joven sabio Means parecía aún más joven.
Tenía un extraño bigote pelirrojo que aún no era un bigote en absoluto, apenas una delicada pelusa sobre un delgadísimo labio superior. Su desgarbado cuerpo era aún, pese a todo, un mullido y esponjoso cuerpo de niño.
—Oh, eh, buenos días, eeeeh —Bill miró descaradamente el nombre bordado en su jersey, e incluso lo señaló, antes de decir—. Means. —Luego ensayó un intento de sonrisa.
—Means, sí, señor.
El chico se le quedó mirando como si esperara algo. Como si esperara, en realidad, que Bill sacase algún tipo de conejo de algún tipo de chistera.
No parecía muy listo.
—Necesito un poco de gasolina, chico, y un café, ¿sirves cafés ahí dentro?
—Por supuesto, señor. Quiero decir, no normalmente, pero tengo una cafetera, así que puedo preparárselo, señor.
—Estupendo, Means.
El chico sonrió. Su labio superior desapareció bajo aquel montón de pelusa pelirroja cuando lo hizo. (¿LE PARECE BIEN QUE LE LLENE EL DEPÓSITO ANTES, SEÑOR?), preguntó, con la manguera en la mano. (USTED PUEDE ESPERARME AHÍ DENTRO, SI LE PARECE) (TAL VEZ PUEDA INCLUSO IR SIRVIÉNDOSE EL CAFÉ) (LA CAFETERA ESTÁ TRAS EL MOSTRADOR) (ES UNA CAFETERA ELÉCTRICA, SEÑOR).
—Estupendo, Means —dijo Bill, encaminándose a aquella pequeña tienda que podría haber pasado por un cobertizo. Estaba hecha de planchas de madera que ni siquiera habían sido tratadas—. ¡Serviré uno para ti también!
—¡GRACIAS, SEÑOR!
¿Existía aquel sitio? Bill miró alrededor antes de abrir la puerta de aquel pequeño cobertizo. ¿No era francamente fantasmagórico su aspecto? ¿Por qué, desde que había estacionado junto a uno de los tres surtidores de la gasolinera, no había pasado por aquella carretera ni un solo coche? ¿Recordaba Bill haberse cruzado con alguno desde que había tomado el último desvío? El desvío decía, simplemente, (HACIA LA ROCOSA JEAN LOUIS MAURICE), también conocida como (LA ROCOSA JACK JACK), por lo que, según el mapa, iba en la dirección correcta. Pero ¿por qué nadie más iba en la dirección correcta? ¿Acaso había otra dirección correcta de la que el autor de aquel mapa no había oído hablar? ¿Era posible que en aquella otra dirección correcta su camioneta se hubiese limitado a ser una camioneta? ¿Y si había tomado un desvío mágico? ¿Y si aquella cosa era verdaderamente el ascensor de la señora Potter?
(CLARO, BILL, ¡LA SEÑORA POTTER EXISTE!) (¡POR ESO TIENES TODO LO QUE DESEAS!) (¡AH! ¿QUE NO TIENES TODO LO QUE DESEAS?) (¿ACASO NO TE HAS PORTADO BIEN?) (¿NO HAS FASTIDIADO A NADIE?), se dijo Bill, mientras empujaba la puerta. No, Bill no había fastidiado nunca a nadie. Bill odiaba que le fastidiasen, así que se negaba a fastidiar a los demás. Pero ¿no había fastidiado a la pequeña Cats? ¿No la había fastidiado con aquel asunto de los guantes? ¿No estaba francamente molesta? ¡JA! ¿Qué ha dicho Sal? ¡La señora Potter siempre cumple su palabra! ¡JA! (¡JA JA JA!) (¡CLARO, BILL! ¡LA SEÑORA POTTER EXISTE!)
Dentro de la diminuta tienda había un pequeño mostrador, algunos ambientadores, aceites, limpiasalpicaderos, bombillas, en general, una pequeña cantidad de útiles para el coche. También había algunas bebidas, cajas de cereales y revistas, montones de revistas, en su mayoría, dedicadas a lo que parecían descubrimientos científicos. Y lo más extraño. Un viejo teléfono de pared que no era extraño por ser un viejo teléfono de pared sino por ocupar el lugar que ocupaba. Estaba instalado en el centro mismo de la tienda. Sobresalía, de hecho, de lo que parecía el tronco de un árbol que creciese, frondoso, hacia alguna parte, atravesando el techo. Aquel teléfono parecía decir (ES A MÍ A QUIEN HAS VENIDO A VER) (OLVIDA AL JOVEN SABIO MEANS).
Pero, evidentemente, no decía nada.
No era más que un teléfono viejo.
—Creo que la cafetera está ahí detrás, Bill.
—¿Sal?
Sal había vuelto. El cerebro de Bill lo había teletransportado hasta allí. Sus piernas, aquellas piernas diminutas enfundadas en medias, colgaban de una de las ramas del árbol en el que habían instalado aquel viejo teléfono.
—No olvides preguntarle al joven sabio Means qué debes hacer a continuación.
—Claro, Sal.
Bill rodeó el árbol y localizó la cafetera. Estaba detrás del mostrador. Al lado un llamativo tablero de ajedrez.
—Así que al sabio joven Means le gusta el ajedrez.
—Es el joven sabio Means, Bill.
—Ya, pues ¿sabes? —Bill vio un par de tazas junto a la cafetera, extrañamente listas para ser usadas—. No parece tan listo.
—El joven sabio Means no es exactamente listo.
—Ya, nada es exactamente lo que parece, ¿verdad?
—Exacto.
—Sabes que aborrezco todo lo que huela a no exactamentes, Sal.
—Lo sé.
—Esa cosa de ahí fuera no es un ascensor, Sal.
—Estás sirviendo un café recién hecho, Bill.
Efectivamente, Bill estaba sirviendo un café recién hecho en aquel par de tazas a las que alguien parecía haber ordenado que ocuparan su lugar junto a la cafetera un momento antes de que él entrara por la puerta.
—El chico ha hecho el café, Sal.
—El chico está ahí fuera, Bill.
—Es una cafetera eléctrica, Sal. No necesita que el chico esté aquí para hacer el café. Puede hacerlo sola.
—Claro, Bill, lo que tú digas, pero no olvides preguntarle al joven sabio Means qué debes hacer a continuación —dijo Sal—. Ahí viene —dijo luego—. Hasta otra, Bill.
—Oh, vamos, ¿vas a dejarme solo con el joven sabio Means? Le pediré un autógrafo para ti. Le diré que nadie más cree en él como lo haces tú.
—Lo que tú digas, Bill.
Bill sonrió. Se sentía extrañamente en casa en aquel lugar. Encontró una vieja silla. Se sentó. La puerta no tardó en abrirse. El chico entró, sonriendo. Dijo:
—¡ARREGLADO, SEÑOR!
Bill se puso en pie. De repente le pareció que no debía haberse sentado. ¿Acaso se creía, verdaderamente, que estaba Allí Abajo? ¿Que había vuelto a la Oficina Postal de la señora Potter? Oh, lo que hubiera dado porque así fuera.
—No se levante, señor, es una buena silla, Margaret. ¿Le parece Margaret un buen nombre para una silla? Oh, sé que las sillas no deberían tener nombre pero hay días, señor, en que paso tanto tiempo solo que hasta una silla parece buena compañía —dijo el chico.
—Claro —dijo Bill, mirando, de soslayo, a la silla.
La silla no le estaba mirando.
Aunque imaginó que le miraba, sacudía la cabeza y decía:
—Mira a ese tipo. Fastidió a una chica y ahora está perdido.
La silla, evidentemente, no había sacudido la cabeza ni había dicho nada, pero ¿y si era una silla de Allí Abajo? ¿Y si imaginar que lo hacía bastaba para que lo hiciera?
—¿Señor?
—Oh, eh, sí —dijo Bill, y luego—. He preparado, uhm, café.
—Estupendo —dijo el chico—. Gracias —dijo, y, sin contradecirle, sin decirle, (OH, NO, SEÑOR) (NO ES USTED QUIEN HA PREPARADO NADA) (EL CAFÉ YA ESTABA PREPARADO CUANDO LLEGÓ) (JO JO JO), cogió su taza, le dio un (MMMM) gustoso sorbo y quiso saber quién era la chica a la que había fastidiado.
—¿Disculpa?
—Oh, lo siento, señor. Creí haberle oído decir que había fastidiado a una chica y pensé que querría hablar de ello. —El chico ya no parecía el despreocupado chico que había parecido junto al surtidor. Su mirada se había vuelto, o al menos, eso le pareció a Bill, dura. Hasta aquel ridículo bigote parecía haber crecido, haberse, en realidad, endurecido—. Pero a lo mejor estoy siendo un poco entrometido.
—Yo, eh, ¿he dicho algo?
—Sí, ha dicho usted que fastidió a una chica.
Bill sonrió, se llevó la taza a los labios, bebió.
—¿Y eso de ahí? —preguntó.
Se estaba refiriendo al teléfono en el árbol.
—Oh, es mi teléfono en el árbol —dijo el chico.
—¿Tu teléfono en el árbol?
—Me temo que alguien cometió la imprudencia de construir este sitio alrededor de un árbol. No debía parecer más que un inofensivo matojo cuando lo hizo. Pero resultó no ser un inofensivo matojo. A veces pasa. —El chico le miró—. ¿No quiere contarme lo de esa chica? Prometo guardarle el secreto.
—No hay ninguna chica.
—Ha dicho usted que fastidió a una chica, señor.
—No creo que haya dicho nada.
El chico se rascó la cabeza, entrecerró los ojos, dijo:
—Me temo que sí, señor.
Bill no dijo nada, sólo sonrió. Cogió una de aquellas revistas científicas. La hojeó. Le preguntó si le gustaba la ciencia. El chico dijo que sí.
—¿A usted no, señor?
—Creo que no —dijo Bill.
—¿Y a esa chica a la que fastidió? ¿Le gusta la ciencia, señor?
—Creo que no.
—¡Ajá! ¡Acaba usted de admitirlo!
El chico se rio. Reía como si tomara sorbos de un aire líquido y a la vez esponjoso, (JLOP) (JLOP), (JLOP) (JLOP), como si tomara bocados de lo que fuese que pasase ante aquel finísimo labio superior suyo (JLOP).
—Celebro resultarte divertido, Means.
—Oh, no, no me malentienda, señor, yo sólo quería que admitiera que a lo mejor necesita hablar de esa chica a la que fastidió. Me ha parecido que es lo que quería hacer.
—¿Así que esto es una especie de consultorio, Means?
—No exactamente, señor.
—¡Vaya! ¡Así que no exactamente! —Aquel sitio, pensó Bill, seguía resultándole a la vez tan fantasmagórico como familiar. Parecía, ciertamente, una alucinación o un sueño que ya hubiera tenido y estuviese revisitando, ¿y por qué nadie más se detenía ante los surtidores? ¿Existían, siquiera?—. ¿Sabes, Means? —Se animó Bill, pues nada malo tenía fingir que aquel tipo podía ser el joven sabio Means, fuese el joven sabio Means lo que fuese, si, después de todo, podía estar únicamente dentro de su cabeza—. Tengo un amigo que cree que eres una especie de oráculo. ¿Eres una especie de oráculo, Means?
—¿Los oráculos no son sitios, señor?
—No sé, Means, ¿los oráculos son sitios?
—¡Aaah! ¡Claro! ¿Quiere decir el teléfono en el árbol, señor?
—No creo que el teléfono en el árbol pueda decirme qué debo hacer a continuación, Means, y eso es justo lo que mi amigo cree que puedes decirme tú.
El joven sabio Means le miró, escrutándole, y frunció el ceño, su indómito y suave ceño, la clase de irreverente ceño que, de haber podido charlar con su dueño, habría dicho algo parecido a (OH, ¿DE VERAS?) (¿DE VERAS ES ÉL?) (¡PUES NO ES GRAN COSA!) (¿CÓMO PUEDE SER ÉL?) (¿NO DEBERÍA SER MÁS ALTO?) (¿Y ALGO MÁS LISTO?) (¿Y QUÉ ME DICES DE ESOS BRAZOS?) (¡MIRA ESOS BRAZOS!) (¿ACASO PUEDE CARGAR A UN ELEFANTE?) (OH) (NO SÉ, MEANS) (TAL VEZ SÓLO HAYA OÍDO HABLAR DE ÉL Y ESTÉ FINGIENDO QUE ES ÉL).
—¿Es usted, señor? Ya sabe, ese tipo.
—¿Qué tipo, Means?
—El tipo del elefante enano, señor —escupió el chico.
—¿Cómo? —Bill palideció.
—No tiene buen aspecto, señor.
—¿Cómo lo has hecho? —De repente a Bill le pareció que en vez de en mitad del bosque camino de (LA ROCOSA JACK JACK) estaba en un pequeño bote en alta mar.
Tuvo que agarrarse a uno de aquellos paquetes de cereales para no caer.
—¿El qué, señor?
—No eres el joven sabio Means.
—Disculpe si le he molestado, señor, sabía que no podía ser usted. Alguien que debe cargar con un elefante, debe, por fuerza, tener otro tipo de brazos.
—¡JA!
—¿Señor?
—Dime cómo lo has hecho.
Bill no era un tipo autoritario, Bill no sabía cómo comportarse ante nadie que le sacara de quicio, o tratase de tomarle el pelo, ¿y era aquello lo que hacía el joven sabio Means? ¡No podía existir ningún joven sabio Means!
—¿El qué, señor?
—Cómo has sabido lo del elefante.
¿Era posible que aquella mujer, Tracy, Tracy Seeger Mahoney, la abogada que firmaba la carta de la Oficina de Últimas Voluntades de Sean Robin Pecknold, hubiese llamado al chico, porque le conociese, y desesperada, justo antes de salir de la ciudad, con, tal vez, el pequeño Corvette en algún pequeño remolque, temiendo llegar a Kimberly Clark Weymouth y no encontrarle allí, temiendo que él hubiese, también desesperado, salido en su busca, le hubiese pedido que preguntase a todo desorientado cliente que se detuviese a repostar si era (ESE TIPO), (EL TIPO DEL ELEFANTE ENANO)?
—Oh, no lo he sabido.
—¿Ha sido Howling?
El chico sacudió la cabeza. Se había sentado en aquella silla, Margaret, y sujetaba la taza con ambas manos. Tenía una pierna sobre la otra, de esa manera en que es posible formar algo parecido a una mesa sobre la que colocar tus papeles.
Parecía francamente relajado.
Como si supiera exactamente todo lo que iba a pasar a continuación.
—No ha sido ningún Howling.
—¿Ha sido esa abogada?
Bill no hubiera sido un buen interrogador. Bill se había reído, abundantemente, de aquella torpe detective que todos, en Kimberly Clark Weymouth, amaban, la diligente pero nada dotada para la investigación, Jodie Forest. Y no sabía lo que estaba haciendo. Porque sí, Jodie Forest debía hacerse a un lado cuando su hermana Connie señalaba, sin miedo a equivocarse, al culpable, pero ¿qué ocurría cuando uno no podía hacerse a un lado? ¿Qué ocurría cuando tú, y tu ridícula falta de talento, erais lo único que quedaba?
—Creo que no, señor. Las abogadas no hablan como si mascasen tabaco. ¿O hablan como si mascasen tabaco, señor?
—¡Pero ha sido alguien!
—Oh, sí, señor. Una chica llamó. A lo mejor es la chica a la que usted fastidió.
¿Podía ser Cats? ¿Por qué iba a llamarle? ¿Y cómo iba a saber que iba a detenerse justo allí? ¿Habría pasado algo? ¿Le habría pasado algo a Sam?
—¿Qué le hizo, señor? —preguntó Means.
—Es una larga historia.
—Me gustan las historias, señor.
—¿Te dijo que alguien corría peligro?
—No, señor. Me dijo que le dijera que llame usted a ese sitio. Espere. Lo anoté por aquí. —El chico se sacó una pequeña libreta del bolsillo trasero. La colocó sobre aquella improvisada mesa que había formado con su pierna derecha—. Sean Robin Tecknold.
—Pecknold.
—Oh, lo siento. —El chico tachó aquel (TECKNOLD) y escribió (PECKNOLD)—. Dejó un teléfono. Me pidió que le dijera que pregunte por Marjorie Michigan Jennings.
—¿Marjorie qué?
—Michigan Jennings, señor.
¿Quién era aquella mujer? ¿Y por qué estaba en Sean Robin Pecknold? ¿Habría habido algún problema con el pequeño Corvette? (OH, NO) ¿Y si el pequeño Corvette estaba muerto? ¿Y si alguien lo había (OH, NO) matado? Después de todo, ¿no estaba aquel pueblo, aquel otro pueblo, al parecer, también, del demonio, (APRETÁNDOLE LAS TUERCAS), al alcalde por su culpa? ¿Y si el alcalde, desesperado, había matado al pequeño Corvette para ahorrarse toda aquella insoportable cosa? (OH, NO), ¿y si aquella mujer era la responsable del (CEMENTERIO DE ANIMALES) de aquel soleado y, pese a todo, cada vez más hostil, lugar? ¿Y si le llamaba para decirle que, de no presentarse en un plazo determinado y probablemente imposible, el pequeño Corvette acabaría en algún tipo de fosa común de mascotas olvidadas o no lo suficientemente queridas, algo llamado (EL RINCÓN DE LOS LAMENTABLEMENTE MAL QUERIDOS) o de los (INSOPORTABLEMENTE NO TAN QUERIDOS)? (OH, NO) (NO NO NO).
—Debería llamar entonces.
—Claro, señor.
El chico le tendió el pedazo de papel en el que había anotado el teléfono. Bill se dirigió al teléfono en el árbol. Marcó el número. No se preguntó cómo había llegado el teléfono de aquella tal Marjorie Jennings a aquel pedazo de papel. ¿Cómo había, el joven sabio Means, sabido que él se dirigía a Sean Robin Pecknold? En realidad, ¿cómo había, aquella chica, fuese quien fuese, sabido que la camioneta iba a detenerse en la pequeña tienda del joven sabio Means, fingiendo que no podía continuar, y que, de alguna forma, Bill haría algo más que, simplemente, repostar?
—¡Soleados días, señoras y señores! Marjorie al habla, ¿en qué puedo ayudarles?
—¿Marjorie —Bill carraspeó, (UJUM), bajó la voz—. Jennings?
—Oh, qué interesante, ¿es usted un espía, señor?
—¿Cómo?
—¿Por qué habla como si alguien le estuviera apuntando con una pistola?
—¿Disculpe?
—¿Hay alguien apuntándole con una pistola?
Bill miró al joven sabio Means. Parecía distraído. No lo estaba, en realidad. Sólo fingía estar distraído. Se ataba y desataba la bota que tenía al alcance. Aquella con la que formaba aquella improvisada mesa. Parecía divertido.
—No.
—Estupendo entonces. Aunque me hubiera gustado más que me dijera usted que sí. Dígame al menos que es un espía. Necesito que mi vida sea emocionante, señor. Y nada es emocionante aquí. Aquí todo es aburrido. ¿Sabe qué es lo mejor que ha pasado hoy? Que una de las chicas de la sección se ha encontrado un marcapasos.
—Vaya —dijo Bill, ¿qué podía decir? ¿Qué era aquello? ¿Acaso estaba aquella mujer también Allí Abajo? ¿En alguna de las secciones de la oficina postal de la señora Potter?—. Yo no, eeeeh, verá. —¿Qué?—. Soy. —¿Qué? ¿El tipo del elefante?—. Billy Peltzer.
—¡El famoso Billy Peltzer!
—¿Famoso?
—Dígame que es usted famoso. Necesito que mi vida sea emocionante, señor Peltzer, y nada es emocionante aquí, ya se lo he dicho. A menos que el asunto de Tracy cuente.
—¿Tracy Mahoney?
—¿La conoce usted?
—Sí, ehm. Verá. —Oh, vamos, Bill, no puede ser tan difícil. Sólo tienes que decir (SOY EL TIPO DEL ELEFANTE)—. Soy el tipo del ele…
—Tiene una aventura —susurró aquella tal Marjorie, interrumpiéndole.
—Oh.
—Con una presa.
—Vaya.
—Por aquí creemos que por eso se ha ofrecido voluntaria para llevarle el elefante a ese tipo. Oh, eso es algo emocionante, señor Peltzer. Teníamos un pequeño elefante aquí, en la oficina. Bueno, no exactamente en la oficina. Era un elefante enano.
—Sí, precisamente…
—Debió conocerla cuando iba a visitar a alguna de sus clientas. Por aquí dicen que no es probable que su amante sea una de sus clientas porque entonces estaría cometiendo algún tipo de perjurio. ¿Sabe usted lo que es el perjurio? Yo ni siquiera sé lo que es, pero suena a algo horrible que puede hacer que te metan en la cárcel. Pero a lo mejor eso es lo que quiere. ¿Se imagina? Acabar en un sitio del que no puedes salir con la única persona con la que quieres estar. No puede estar tan mal.
—Señora Jennings.
—Señorita, si no le importa. Una vez estuve a punto de ser la señora de alguien pero no me desperté a tiempo y perdí el vuelo y él se enfadó y dijo que nada tenía sentido y tiró todas mis cartas y me mandó al infierno, me dijo (¡VETE AL INFIERNO, MARJORIE!), y yo pensé que menos mal que no me había despertado a tiempo porque imagínese que lo hago y me caso con un tipo que es incapaz de entender que puedes perder un avión —dijo la mujer—. A veces la vida es francamente estúpida, ¿no cree?
Oh, se dijo Bill, (POR SUPUESTO QUE LO ES), se dijo, ¿o acaso iba a estar él, si no lo fuera, en mitad de aquella Ninguna Parte, hablando por un teléfono que parecía salir de un árbol que crecía en el centro mismo de una pequeña tienda regentada, nada menos, que por el famoso joven sabio Means?
Pero aquello no fue lo que dijo.
Lo que dijo fue:
—Soy el tipo del elefante.
Cogió aire, lo dijo de golpe.
Aquella tal Marjorie podía no hacer otra cosa que hablar para siempre.
—Oh, ¡lo siento! Oh, no puedo creérmelo, ¿qué habrá pensado usted? Oh, seguro que ha pensado «¡Menuda mema!». ¿Cómo se me ocurre no preguntarle?
¿Qué podía decir? ¿Si alguna vez dejara usted de hablar, señorita, se daría cuenta de que existe un mundo a su alrededor?
—No se preocupe.
—Así que usted es el famoso William Bane.
—Billy Bane, sí. Peltzer.
—Oh, ¿y está aquí?
—No.
La tal Marjorie suspiró. Lo hizo tan exageradamente que pareció estar soplándole al teléfono como si el teléfono fuese un pastel de cumpleaños en vez de un teléfono.
—Estoy en camino.
—No puede estar en camino, señor Bane. Acabo de decirle que Tracy ha salido ya con su elefante y si está usted en camino no va a encontrar a nadie cuando llegue.
—Creo que Tracy dejó instrucciones.
—¿Instrucciones? ¿Qué instrucciones? Lo único que Tracy me dijo es que haría una parada en Willamantic. Ya sabe, la cárcel. Y yo pensé que simplemente me estaba poniendo al corriente de lo que iba a hacer porque sabía que de todas formas iba a enterarme. ¿Me está diciendo ahora que eso eran instrucciones? —Bueno, puede que me dijera que si alguien llamaba preguntando por ella, prosiguió, y ese alguien era el señor William Bane, podía decirle que había reservado noche en el Tom Gullickson Inn. En realidad, lo que me dijo fue que iba a esperarle en ese sitio—. Ya sabe, ese sitio que queda a este lado de la Rocosa Jack Jack, ¿lo conoce? Lurton Sands.
—¿Dijo que iba a esperarme?
—Tracy dijo un montón de cosas antes de irse, señor Peltzer. Yo pensé que lo que pasaba era que estaba nerviosa porque iba a volver a ver a la mujer con la que tiene esa aventura, ya sabe, pero a lo mejor no estaba nerviosa, a lo mejor es que el alcalde Harrington y esa metomentodo del acuario la estaban volviendo loca. ¿Qué podía molestarle ese pequeñín a la maldita Rickie Pethel Jones? Las chicas de la sección dicen que lo que pasa es que le gustaría tener una aventura con el alcalde Harrington y que el alcalde Harrington lo sabe y se aprovecha de ella, y que ella está harta de que él se aproveche de ella, y que por eso le ha estado apretando las tuercas con el asunto del elefante. No sé, señor Peltzer, las chicas de la sección dicen que lo más probable es que nunca se hayan acostado, pero yo creo que sí lo han hecho y que por eso Rickie Jones está siempre tan triste, porque se imagina todas las cosas que podría estar haciendo con Ronnie Harrington si Ronnie Harrington no estuviera casado y porque sabe que a lo mejor no estaría casado si no fuese el alcalde. A veces se la ve paseando una pecera por las calles de la ciudad y a nadie le extraña porque es la chica del acuario, pero es extraño, señor Peltzer, y si yo fuera el alcalde Harrington no se me ocurriría pedirle cosas si nunca voy a darle lo que quiere.
—Claro —dijo Billy y, a continuación, dijo (GRACIAS), y repitió, como si las anotara mentalmente, las instrucciones. Instrucciones que básicamente consistían en que aquella mujer, Tracy Mahoney, la abogada que había firmado la carta que le había remitido la Oficina de Últimas Voluntades de Sean Robin Pecknold, le esperaba al otro lado de la Rocosa Jack Jack para entregarle al pequeño Corvette, pero ¿cómo podía aquella mujer, aquella tal Tracy, saber que él no iba a estar en Kimberly Clark Weymouth? Porque si le había dado a aquella tal Marjorie aquellas instrucciones era porque alguien le había dicho que no iba a encontrarle allí cuando llegase, ¿y no hubiera sido más sencillo entonces no partir? ¿No hubiera sido más sencillo quedarse en Sean Robin Pecknold a esperarle? Se lo preguntó a Marjorie entonces, dijo—: Un momento —dijo—. ¿No hubiera sido más sencillo que me esperase ahí? ¿Por qué va a esperarme en ese otro sitio?
—No lo sé, señor Peltzer. Supongo que las cosas se estaban poniendo realmente feas. Fue el alcalde Harrington en persona quien trajo a su pequeño elefante hasta aquí. En una furgoneta con remolque. Le dio las llaves a Tracy delante de un montón de periodistas. El maldito Dorothy Lorrimer estaba allí. Decía cosas horribles sobre el ridículo que el alcalde Harrington estaba haciendo. Oh, ahora que lo pienso, señor Peltzer, eso también fue algo emocionante, aunque también fue algo triste, porque el pequeño elefante no hacía daño a nadie y ahí estaba el maldito Dorothy echándole la culpa de todo.
—Fue Sam —dijo Bill, diciéndose que nadie más sabía que él se dirigía a aquel sitio, y que nadie más hablaba, como había dicho aquel tipo, como si mascase tabaco.
El joven sabio Means asintió.
—No hubo ningún Sam, señor Peltzer.
—Sam llamó a Tracy —dijo Bill.
El joven sabio Means volvió a asentir.
Susurró:
—También me llamó a mí.
—No sé de qué me habla, señor Peltzer.
—Gracias, señorita Jennings —dijo Bill—. Ha sido usted muy amable.
—Oh, de nada, señor Peltzer. Supongo que ha sido divertido aunque no sea usted un espía. —La mujer calló un momento, y luego, antes de que Bill pudiera colgar, se apresuró a añadir—: ¿Podría hacerme un favor? —¿Podría llamarme y contarme lo que Tracy le cuente de su amante?—. ¿Podría hacer de espía para mí?
Y Bill tardó en responder, Bill tardó tanto en responder que aquella tal Marjorie temió que hubiese (DESAPARECIDO), temió que se hubiese esfumado, como a veces se esfumaban sus en absoluto pacientes interlocutores, aburridos de que nada emocionante les ocurriese mientras sujetaban el teléfono, pero Bill no se había ido a ninguna parte, Bill seguía allí pero no estaba allí exactamente, Bill estaba pensando en Sam. Bill pensaba en Sam en la boutique del rifle, pensaba en Sam afilando la punta de un lápiz, pensaba en Sam dibujando, luego, con ese mismo lápiz, un oso, los pies cruzados sobre la mesa, la taza de café a un lado, un cigarrillo humeando al otro, adorablemente concentrada, mientras Jack Lalanne dormitaba en un rincón, lejos de aquel teléfono en el árbol, lejos del joven sabio Means, lejos de aquel aparentemente soleado lugar al que Bill se dirigía, y que nada, aún, tenía que ver con él, a menos que aquellos días en casa de su tía Mack contaran, un lugar del que, en aquel momento, la pregunta de aquella tal Marjorie todavía en el aire, habría preferido no haber oído hablar nunca, meterse en aquella camioneta, y volver, no a la aborrecible Kimberly Clark Weymouth sino a la bola de nieve en la que imaginaba a Sam dentro de aquel horripilantemente frío lugar, aquella bola de nieve que era como la bola de nieve en la que Louise Cassidy Feldman escribía en aquella libreta, una bola de nieve que, como aquella en la que vivía Sam Breevort, parecía como el resto pero, por fortuna, no llegaba nunca a serlo, y (CLARO), sí, (POR QUÉ NO), respondió al fin Bill, y no estaba hablando consigo mismo pero le hubiera gustado estar haciéndolo, le hubiera gustado estar diciéndose, (CLARO), sí, (POR QUÉ NO), métete en esa camioneta, da media vuelta, olvida al pequeño Corvette, olvida ese otro sitio, vuelve, vuelve, después de todo, no puede estar tan mal, oh, no lo está, acabar en un sitio del que no puedes salir con la única persona con la que quieres estar, Bill.