La legendaria Mary Margaret Mackenzie, la fabulosa e insustituible Mack Mackenzie, había muerto, según dictaminó el ridículo rotativo de aquel soleado Sean Robin Pecknold, el Sean Robin Pecknold Press, (DEVORADA POR SU TRABAJO). No había sido así, por supuesto. Mack Mackenzie se había ahogado dentro de aquella ballena que la tenía por su mejor amiga. La ex domadora, retirada desde hacía tiempo en aquel modesto acuario que había abierto ella misma en la localidad, en el que daba clases a futuros domadores llegados de todo el mundo, había sufrido un pequeño e inoportuno desmayo, provocado, con toda seguridad, por un también pequeño e inoportuno corte de digestión, durante el espectáculo, que no habría tenido mayor importancia de no haber sucedido cuando sucedió. Porque cuando sucedió, la tía Mack estaba bajo el agua dejándose llevar a otro mundo por una adorable orca llamada Charlie Seabert. Era habitual que, pese a estar retirada del mundo del espectáculo, la tía Mack, Charlie Seabert y el resto de los animales marinos de aquel Reino Animal Mack Mackenzie, aquel enorme acuario que había visto partir a la ex trapecista, improvisasen viejos espectáculos que acabaron siendo, en realidad, siempre el mismo espectáculo: Algunas leguas de viaje submarino.
En Algunas leguas de viaje submarino, Mack Mackenzie decidía mudarse a casa de su pariente lejano favorito: un delfín escritor llamado David Topperfield. La época en la que Mack Mackenzie se mudaba era una época, también, lejana. De ahí que el traje impermeable con el que se metía en el agua fuese un traje de época. Además de aquel traje de época, llevaba una pequeña maleta, y un sombrero con plumas. Entraba, la tía Mack, en un aparente vagón de tren sumergible, en un carruaje submarino, que Charlie Seabert sumergía y arrastraba bajo el agua durante el tiempo que la tía Mack consideraba oportuno. Bajo el agua, la tía Mack se limitaba a aguantar la respiración, como había hecho siempre, y cada vez que volvía a la superficie, sonreía y fingía hacer todo tipo de cosas allí dentro: leer, dormitar, deshojar una flor impermeable, bostezar. Llevaba, por supuesto, también, gafas, para poder ver en todo momento lo que ocurría, dentro y fuera del agua. El viaje no era en exceso largo, pero duraba el tiempo suficiente como para que el público empezase a inquietarse por el estado de salud de la ex domadora. Aunque lo que ocurrió aquel día fue tan extraordinario que, en un primer momento, el público se negó a creer que podía estar ocurriendo. Como el mecanismo de alerta falló, puesto que, al poco de sumergirse, la tía Mack se desmayó y empezó a respirar agua con total normalidad, ahogándose poco a poco sin ser consciente de que lo estaba haciendo, alejándose, cada vez más, del mundo que aún la vitoreaba, y esperaba verla emerger, como siempre, con una sonrisa, de aquel simulacro de vagón de tren submarino, Charlie Seabert, desorientado por la falta de orientación, dio al menos dieciséis dudosas y desesperadas vueltas al tanque antes de subir a la superficie, y, cuando lo hizo, lo hizo solo, sin cargar con el vagón en el que viajaba la tía Mack, lo que extrañó sobremanera a los allí presentes. Se fruncieron los ceños, se desataron los murmullos. ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Podía, aquella cosa, ser algún tipo de nuevo truco? El vagón de la tía Mack parecía varado en el fondo del tanque. La orca aulló. Se hizo el silencio. Los empleados que rodeaban el tanque, se lanzaron al agua. Charlie Seabert se sumergió, y golpeó el vagón de tren submarino. Alejó a los empleados de él. El público empezó a huir despavorido, como si la Muerte pudiese alcanzarles si se quedaban. Los que se quedaron, vieron a Charlie Seabert salir del agua con el cuerpo de la domadora en la boca. Uno de ellos habló aquella misma tarde con Rals Gregory Rick, el autor de aquel artículo que había publicado el Sean Robin Pecknold Press, y le dijo que (LA ORCA) había intentado (COMÉRSELA), pero, evidentemente, eso no fue lo que pasó. La orca había intentado salvarla, sólo que no había llegado a tiempo. Sus empleados tampoco. Cuando Mack Mackenzie tocó la superficie del deslizante único espacio no cubierto de agua de aquel tanque, sus pulmones eran un pequeño océano deshabitado, y ella era historia.
El sepelio fue multitudinario. Sam y Jack Lalanne acompañaron a Bill. Bill temía encontrarse a su madre allí. Aunque, ¿cómo podría haberse enterado su madre si estaba quién sabía dónde, dentro, tal vez, de uno de aquellos cuadros que no dejaba de enviarle, es decir, paseando por cualquier ciudad del planeta pero lejos, porque nada allí le había parecido nunca suficiente, ni siquiera el pequeño Bill, nunca? Instalados entre aquel montón de ilustres desconocidos, todos aquellos domadores llegados de todo el mundo, Bill se había preguntado, y le había preguntado a Sam, pese a todo, cómo podían ellos haberse enterado de la muerte de su tía antes que su madre, porque aunque temía encontrársela, lo deseaba, y lo deseaba con todas sus fuerzas, porque Bill no concebía, y a partir de entonces ya no tendría que hacerlo, la existencia de su tía sin su madre. Por eso, en todo aquel tiempo, no la había visitado, porque visitarla hubiera supuesto recordar que había existido un tiempo en el que todo era perfecto y no lo sabía. Visitarla hubiera sido también recordar que había odiado tener que volver a casa con ella, y que entonces, todo aquel tiempo después, hubiera dado cualquier cosa por poder hacerlo, pero ¿acaso sabía el pequeño Bill en aquella época en que se escondía en el armario en el que su tía guardaba los juguetes del pequeño Corvette que su madre existía pero podría no haberlo hecho? No, entonces lo único que el pequeño Bill sabía era que su madre estaba ahí todo el tiempo y que no era perfecta, y, también, que él hubiera preferido que su madre fuese su tía, porque su tía era perfecta. Luego su madre se había ido, y al hacerlo había dejado de no estar a la altura y había obligado a su hijo a atesorar cada uno de los momentos que habían pasado juntos, que habían sido muchos, todos, en realidad. Al desaparecer, su madre se había llevado consigo todas las órdenes y los ceños fruncidos, las decepciones, los enfados. Al desaparecer sólo habían quedado las risas en el coche camino de cualquier parte. Sus historias, siempre más o menos enrevesadas, a ratos, terroríficas, a ratos, divertidísimas. Las familias de diminutos muñecos de nieve, y las casas y las calles que les construía en el patio trasero. Sus pinceles, el olor a trementina, y sus manos, siempre ásperas. Su silencio concentrado ante el lienzo o ante la hoja en blanco, sus (ENSEGUIDA, CARIÑO), sus (DAME UN MINUTO), sus (MAMÁ CASI ESTÁ). Había quedado un (TE QUIERO) que era siempre el mismo (TE QUIERO), pues (TE QUIERO) era lo último que decía antes de apagar la luz, y luego, siempre, aquel (QUE TENGAS SUEÑOS DIVERTIDOS), que para el pequeño Bill era no tanto una promesa como algo que debía cumplirse, y cuando no lo hacía, y no lo hacía a menudo, porque ¿acaso eran los sueños, alguna vez, divertidos?, temía, el pequeño Bill, haberla decepcionado, y lo último que quería entonces el pequeño Bill era decepcionar a su madre, porque, quién sabe, quizá temía, ya entonces, que se fuera, que le dejara, no ser suficiente, porque ¿por qué pasaba tanto tiempo con aquellos pinceles? ¿Los quería más que a él? Aquellos pinceles nunca parecían hacerla enfadar, aquellos pinceles parecían hacerla feliz, ¿y la hacía él feliz? Su madre era, entonces, para Bill, un poderoso animal mitológico que consentía en fingir que no lo era para poder cuidarle, pero estaba cada día más cansada, estaba harta, decía, y Bill no sabía de qué, pero no le gustaba, y quizá por eso no quería volver de casa de su tía, quizá por eso no había querido volver ninguna de aquellas veces, porque tenía miedo de que sus sueños no divertidos se cumplieran y él acabase convertido en un pincel, porque eso soñaba Bill a menudo, que acababa convertido en un pincel y su madre le llevaba con ella a todas partes y nunca estaba triste, pero él estaba triste porque no había querido dejar de ser un niño y había tenido que dejar de serlo para que ella fuese feliz, ¿y había valido la pena? Bill nunca lo sabría, porque no había habido forma de que aquello ocurriese, aunque, de alguna manera, lo había hecho, porque ella había elegido marcharse con ellos, ella se había ido con sus pinceles, y enviaba todos aquellos cuadros desde todas aquellas partes del mundo, y Bill se decía que debía ser feliz, y que él había seguido siendo un niño, pero, a veces, también, se sentía como uno de aquellos pinceles, pero no uno de los que se había llevado, sino uno de los que se habían quedado, un pincel que, siendo como el resto, no lo era en realidad, porque ella había decidido abandonarlo. ¿Y por qué, en cualquier caso, no había estado allí, la mañana del entierro de la tía Mack? ¿Cómo era posible que todos aquellos famosos domadores estuviesen y ella no?
Oh, pero ella había estado. ¿Acaso iba a perderse el entierro de su hermana? ¿No había sido ella, Madeline Frances Mackenzie, la que lo había, de alguna forma, organizado? ¿No la habían llamado a ella la tarde del desastroso espectáculo para que reconociese el cadáver y había, ella, consentido después en que la ciudad montase aquel otro espectáculo? Pero ¿cómo había dado Sean Robin Pecknold con tan escurridiza pariente? ¿No se encontraba Frances, desde hacía demasiado tiempo, en paradero desconocido? ¿No pintaba cuadros de todo el mundo porque estaba en todas partes y en todas a la vez? No, Frances Mackenzie no había estado en todas partes y en todas a la vez, por más que hubiera tratado de aparentarlo, y siguiera haciéndolo, pues existía, en aquel lugar en el que vivía, como había sospechado Jingle Bates, un servicio, proporcionado por la oficina postal, que impedía al destinatario del paquete conocer su procedencia. Un tipo de sellado anónimo que el cliente podía contratar. Y esto era así porque el lugar del que procedían aquellos paquetes, aquellas cuadros, estaba próximo a un penal de máxima seguridad, y, oh, tenían derecho, los presos, a que no se supiera de dónde llegaban sus cartas cuando lo hacían. El caso era que aquel lugar quedaba lo suficientemente cerca de Sean Robin Pecknold como para que bastara con pasar algo de tiempo en la estación de autobuses y luego, algo más de tiempo en uno de los trotados asientos de uno de aquellos Glassnick Cotters, uno de aquellos monstruosos autobuses que parecían haber sobrevivido a una hecatombe nuclear, para llegar, en una sola mañana, al propio Sean Robin Pecknold. Y era habitual que la madre de Bill se subiera a uno de ellos de vez en cuando, un lienzo bajo el brazo, pinceles y algún emparedado en la ajada cartera de cuero a su espalda, y se plantara en el Reino Animal Mackenzie para asistir a uno de los espectáculos de su hermana.
El caso era que si el Departamento de Policía de Sean Robin Pecknold no había tardado en dar con ella aquella tarde era porque no había tenido que ir a buscarla a ninguna parte. Frances se encontraba entre el público. Había sido ella misma, de hecho, quien, discretamente, se había personado en comisaría. Si aquel desagradable Sean Robin Pecknold Press no se había hecho eco de su aparición era porque, sabiendo de dónde provenía, aquella pequeña localidad próxima a Willamantic, había respetado su anonimato, de la misma manera en que lo respetaba la oficina postal de aquel sitio, Lurton Sands Dixon. Así, había sido posible que Frances participase en todo lo relacionado con su multitudinario sepelio sin que su nombre apareciese por ninguna parte. Y así había justificado su no presencia en aquella primera fila en la que Bill, Sam y Jack Lalanne habían compartido protagonismo con todas aquellas celebridades de la doma mundial.
La cosa era que Frances, evidentemente, había asistido a aquella emotiva despedida, pero nadie, a excepción de Sam Breevort, lo había advertido. ¿Que cómo era posible que Sam lo hubiese advertido y Bill no? Porque la Frances que se dejó caer por el entierro de su hermana no era la Frances que Bill esperaba ver. La única razón por la que Sam había dado con ella era porque llevaba demasiado tiempo siguiéndola como para no haberlo hecho.
Sí, Sam había estado emulando a Connie Forest.
Sam había estado investigando.
Después de todo, ella era también una habitante de Kimberly Clark Weymouth, y como tal, no podía evitar estar, de alguna forma, obsesionada con resolver algún tipo de caso. Y el caso que tenía más cerca era el de Bill. Su madre se había ido de aquel sitio y fingía estar viajando por todo el mundo. Porque ¿acaso podía alguien que sólo vendía cuadros, estar subiendo a aviones, trenes, coches, barcos y recolectando escenas de aquí y de allá y enviándoselas luego a su hijo para que, oh, comprobara lo bien que le iba todo ahí fuera? Si era así, ¿por qué ninguno de los cuadros estaba sellado en la localidad de la que procedía? ¿Por qué no había en ninguno de los paquetes que le había enviado, primero a su marido y luego a su hijo, un solo matasellos? Porque, evidentemente, no había estado en ninguno de aquellos sitios.
Para demostrarlo, primero tenía que hacerse con uno de los paquetes. No le costó demasiado. Era habitual que Bill ignorase los avisos de la llegada de paquetes y los amontonase en el recibidor de casa. A Sam le bastó con fingir echarle un vistazo a uno de ellos una vez, y metérselo luego en el bolsillo para extraviarlo. Al día siguiente, pasó por la oficina postal y le dijo a Jingle Bates que Bill le había pedido que recogiera aquel montón de cosas de su parte. Jingle frunció el ceño, pero puesto que su ceño era un ceño que sólo pensaba en noticias, y aquello era, claramente, una noticia, (OH, EILEEN, ESCUCHA, ¿A QUÉ NO ADIVINAS QUIÉN HA VENIDO A RECOGERLE EL CORREO A QUIÉN ESTA MAÑANA?) (NO, JINGLE) (¡SAM BREEVORT!) (¿SAM BREEVORT HA RECOGIDO SU PROPIO CORREO?) (¡NO! ¡EL CORREO DE BILLY PELTZER!) (OH, GRACIAS, BATES, TAL VEZ PUEDA DAR UNA PEQUEÑA COLUMNA EN LA SIETE) (¡APUESTO A QUE SERÍA ESTUPENDO, EILEEN!) (YA, CLARO, HASTA OTRA, BATES), le entregó el paquete sin problemas. Pesaba. Sam acarreó con él hasta la tienda y una vez allí, lo abrió. Había en él tres cuadros. Parecían postales de lugares tan distintos y, a la vez, tan irreales, que Sam no pudo más que corroborar su teoría. Aquella mujer estaba en una única habitación, probablemente en un lugar no demasiado lejano, no haciendo otra cosa que pintar. Y si vivía en un único lugar, ¿no compraría los lienzos siempre también en el mismo lugar? Sam desmontó uno de los cuadros, buscando pistas. No encontró ninguna. Desmontó los otros dos. Nada. Otro día, extravió otro de aquellos avisos de llegada. Se hizo con nuevos cuadros. Bill le preguntó si había ido alguna vez en busca de cuadros de su madre a la oficina postal. Alguien le había dicho que lo había hecho. Al parecer, McKenney había publicado algo al respecto en Aquel Panfleto del Demonio, y aquel alguien lo había leído y quería saber si era cierto. Sam estuvo a punto de desistir. Se dijo que si en aquellos nuevos cuadros no encontraba nada, debía buscar otra manera de tratar de dar con ella.
No hizo falta, dio con lo que buscaba en uno de ellos. Hasta que no lo vio, no sabía exactamente qué buscaba. Lo que buscaba era una pegatina. Una en la que podía leerse (JACQUELINE CLEVELAND). Aunque también podría haber sido (JACQUES BELINE CLEVELAND). Algo estaba ligeramente emborronado en aquella pegatina a la que, además, le faltaba un trozo. Aquel lienzo había tenido un precio y el precio se lo había puesto alguien que trabajaba en un sitio llamado (JACQUELINE CLEVELAND) o (JACQUES BELINE CLEVELAND). Lo que seguía a (JACQUELINE CLEVELAND) era una (P), así que Sam supuso que, en el trozo de pegatina que faltaba, además del precio, debía poder leerse (PINTURAS). Es decir, que era muy probable que el lugar en el que Madeline Frances había comprado aquel lienzo fuese un lugar llamado (JACQUELINE CLEVELAND PINTURAS) o (JACQUES BELINE CLEVELAND PINTURAS).
(AJÁ) (LO TENGO), se había dicho Sam entonces, sintiéndose una hermana no reconocida de Connie Forest. Había dado con la pista definitiva, la pista que pondría en marcha su investigación. Oh, pero ¿acaso iba a tomarse aquello tan en serio? ¿Acaso iba ella, la imperturbable Samantha Jane, la Huraña Chica de los Rifles, a arriesgarse a que aquel pueblo helado del demonio descubriese que, después de todo, tenía más en común con él de lo que había creído? (LA CHICA BREEVORT TAMBIÉN INVESTIGA), imaginó que titularía aquella condenada McKenney el artículo en el que haría pedazos su hasta entonces, quién sabía si por todos aquellos rifles, intocable reputación. Un artículo que no gustaría nada a Bill, si McKenney conseguía sonsacarle a Jingle Bates, qué era lo que investigaba. Cuando Bill se enterase de aquel asunto de los cuadros, se acabaría para siempre lo que tenían, fuese lo que fuese. Querría saber qué demonios creía que estaba haciendo, ¿acaso era como todos los demás? ¿No podía meterse en sus propios asuntos? No, no podía meterse en sus propios asuntos. En parte, porque no tenía ningún asunto en el que meterse. Después de todo, por más que lo aborreciese, puesto que aquella ciudad era su familia, no podía evitar sentirse parte de su engranaje. Era, Sam, la pieza aislada del tablero, el misterio resuelto sólo a medias, la constante incontrolable. Como el deslizantemente incomprensible Nathanael West, Sam era, para la comunidad activa de Kimberly Clark Weymouth, para aquella Intelligentsia que mantenía en pie la ciudad, un mero decorado, algo que, simplemente, le traía sin cuidado. Y podía aprovechar esa condición de decorado inexplicable para investigar sin levantar sospechas. No tenía más que hacerse con un puñado de cajas con aspecto de cajas de rifles y descargarlas a su llegada para que el pueblo creyese que estaba teniendo algún tipo de problema con los proveedores. Se lo haría saber a Archie Krikor, el jefe de leñadores. Le invitaría a tomar una copa de aquel desagradablemente potente brebaje que reservaba para ocasiones especiales, aquella especie de grog que había bebido su abuela, una noche, tarde, tan tarde que quizá Arch no tuviese por qué volver a casa, y le diría que, oh, al día siguiente debía madrugar porque había tenido un problema con su proveedor y tendría que pasar un tiempo yendo y viniendo de todas partes. (ARCH), le diría, y a lo mejor, para entonces, se habían quitado algo de ropa, porque haría calor, el apartamento de Sam era pequeño, y Arch iba a todas partes con un buen montón de leña, leña que ponía a arder al momento allá donde fuese, (ARCH), diría Sam, y le estaría mirando intensamente, porque a lo mejor le apetecía hacer alguna de aquellas cosas que hacía de vez en cuando con los tipos con los que salía a disparar, y a veces también con las tipas con las que salía a disparar, (ARCH), diría Sam, (¿ME HARÍAS UN FAVOR, ARCH?), y Arch asentiría y diría (CLARO, SAM), y entonces Sam, oh, aquel grog del demonio, dejaría de poder pensar con claridad, y después de todo, no tendría por qué hacerlo, porque aquello que bien podía estar a punto de ocurrir ya había ocurrido en otras ocasiones, porque Sam encontraba decididamente apetecible al corpulento leñador, y no podía soportar el calor, así que se quitó las botas, y luego se quitó la camisa, y Arch se llevó la mano al cinturón, y oh, aquel grog del demonio estaba acelerando el proceso, aquel grog, obra de una mujer salvaje que había intentado conquistar a Miss Rifle fabricándole una bebida abominablemente afrodisíaca, una mujer salvaje llamada Cressida Tutton, estaba desnudándoles, mientras Sam trataba de articular su petición, porque Sam bien podía ser un decorado de aquella ciudad aborrecible, pero era un decorado que, para no llamar la atención, debía permanecer en su sitio, como hacían los decorados, ¿y acaso iba a poder permanecer en su sitio cuando empezase a investigar? ¿Acaso podía salir en busca de aquel lugar llamado (PINTURAS) (JACQUELINE CLEVELAND) o (JACQUES BELINE CLEVELAND) y que nadie advirtiese su ausencia? Podía, siempre que una fuente fiable, una fuente como Archie Krikor, que se pasaba el día de acá para allá, cargando aquellos montones de leña, entregándolos en lugares como la oficina postal, lugares en los que se iniciaban las epidemias rumorológicas de aquella ciudad, justificase su ausencia. Se superpondría, entonces, un decorado a otro. Sam Breevort no habría desaparecido. Sam Breevort no estaría tramando nada. Sam Breevort simplemente habría tenido un pequeño problema que iba a obligarla a salir más de la cuenta. La verían subirse a su camioneta y partir, y nadie frunciría el ceño porque (¿NO TE HAS ENTERADO?) (LA CHICA BREEVORT ESTÁ TENIENDO PROBLEMAS CON LOS SEÑORES DE LOS RIFLES) (¿QUÉ SEÑORES DE LOS RIFLES?) (LOS SEÑORES DE LOS RIFLES) (¿Y POR ESO SALE TODO EL TIEMPO?) (POR ESO SALE TODO EL TIEMPO) (SUPONGO QUE NO DEBE SER FÁCIL TRATAR CON LOS SEÑORES DE LOS RIFLES) (NO, NO DEBE SER FÁCIL), y no lo era, ciertamente, aunque lo sería durante el tiempo que durase su con toda probabilidad inútil investigación, pues Sam se prestaría a recoger, ella misma, el material.
Así había empezado todo.
Aunque, en realidad, no era exactamente así como había empezado todo.
Antes de que eso ocurriera, antes de que tuviese que utilizar a Archie Krikor para justificar sus viajes y que así su condición de decorado en movimiento no resultase sospechosa ni tan siquiera al siempre atento señor Howling, Sam se había apuntado a un curso de pintura por correspondencia. Visionando viejos capítulos de Las hermanas Forest investigan había llegado a la conclusión de que, si quería saber si existía el lugar que buscaba, tenía que buscarlo en el único lugar en el que podía encontrarlo. Y ese lugar, decidió, era un curso de pintura al óleo por correspondencia. ¿Había llamado aquello la atención de alguien? Tan sólo la de Jingle Bates, que tampoco le había prestado la atención que precisaba. Después de todo, era Sam Breevort. ¿Que recibía una carta semanal que no había recibido antes? Se lo comentaría a McKenney en su siguiente llamada, pero estaba segura de que McKenney le diría algo parecido a (¿Y QUÉ QUIERES QUE HAGA CON ESO, BATES?) (¿UNA COLUMNA?) (¿Y CÓMO LA TITULO?) (¿SAM BREEVORT HA RECIBIDO UNA CARTA ESTA SEMANA OTRA VEZ?). El caso era que, en una de sus primeras cartas, Sam le había preguntado al tutor, un tipo llamado Alonso Parkins Gillespie, si, por casualidad, conocía un establecimiento llamado (JACQUELINE CLEVELAND) o (JACQUES BELINE CLEVELAND) (PINTURAS). Había conocido a alguien, le había dicho, que solía comprar allí sus lienzos y se lo había recomendado. ¿Era un buen sitio? ¿Lo conocía él? No, no lo conocía, le había respondido el tal Alonso, pero preguntaría entre sus alumnos, pues los había de este y el otro lado de la Rocosa Jean Louis Maurice, es decir, de la Rocosa Jack Jack. Por cierto, señorita, ¿cómo lleva ese oso que andaba pintando? Espero la fotografía del resultado. No se preocupe si no lo termina. Usted envíe lo que tenga, desde aquí le iremos indicando, había añadido a su respuesta. Hablaba siempre en plural, como si su escuela no fuese el cuarto de atrás de alguna vieja casa sino un edificio poblado de pasillos y profesores. Al final, la respuesta no había llegado por carta sino por teléfono. Uno de aquellos alumnos, una ceceante y aguda voz de chiquillo, algo llamado Zacks, en realidad, Sacks, había descolgado el teléfono en alguna parte y había dicho:
—¿Zeñorita Zam?
—¿Quién anda ahí?
—Zacks, zeñorita Zam, del curzo de pintura del zeñor Gillezpiz.
—¿Dice que llama de parte del señor Gillespie?
—Zí, zeñorita.
—¿Y cuántos años tiene, si puede saberse?
—No.
—¿No, qué?
—No puede zaberze.
—¿Por qué no?
—Porque mi mamá dice que no puede zaberze o el zeñor Gillezpiz no me querrá en zu curzo y a mí me guzta pintar, zeñorita Zam.
—Ajá.
—No quiero moleztarla.
—Eres muy educado para ser tan pequeño, así que te guardaré el secreto.
—Graziaz, zeñorita Zam.
—¿Cómo has conseguido mi teléfono? No tenía ni idea de que los teléfonos de los alumnos podían consultarse. ¿Pueden consultarse?
—No, zeñorita Zam, pero el zeñor Gillezpiz noz pidió ayuda de zu parte y noz dio zu teléfono para que pudiéramoz ayudarla. Mi mamá dice que el zeñor Gillezpiz ez un poco dezcuidado y a lo mejor ez verdad o a lo mejor tiene mucho trabajo. ¿Cuántoz alumnoz cree que tiene el zeñor Gillezpiz, zeñorita Zam? Yo creo que tiene millonez. También creo que hay maz de un zeñor Gillezpiz, ¿lo cree uzted también?
—No, yo no lo creo, Zacks.
—Zacks.
—Oh, ¿es Sacks?
—Zí.
—De acuerdo, Sacks, dime, ¿puedes ayudarme con ese sitio?
—Creo que zí. Mi madre tiene un anuario de pinturaz, zeñorita Zam. Y lo he buzcado ahí y creo que lo he encontrado.
—Estupendo, Sacks.
Se produjo un silencio en la línea.
—¿Sacks?
—¿Por qué lo buzca, zeñorita Zam?
Es un niño, Sam, no mientas, se dijo.
Y, por una vez, se hizo caso:
—Estoy buscando a la madre de un amigo, Sacks. También pinta, como nosotros, y creo que podría estar viviendo muy cerca de ese sitio porque compra ahí todas sus cosas.
—¿Ez peligroza la madre de zu amigo, zeñorita Zam?
¿Peligrosa?
¿Qué sabía aquel crío que ella no sabía?
—¿Por qué iba a ser peligrosa, Sacks?
—Porque en eze zitio, zeñorita Zam, hay una cárcel, y dize mi mamá que ez peligrozo. ¿Ez peligroza la madre de zu amigo?
—¿Una cárcel?
—Zí.
—¿Y cómo se llama esa cárcel, Sacks?
—Ezpere un momento. —El niño dejó el auricular sobre algún tipo de superficie. Sam pensó en Connie Forest. Si estuviese a su lado en aquel momento, le susurraría, como si tal cosa, el nombre de la cárcel. Lo haría antes de que el niño regresara. ¿Y no era eso un poco insoportable? ¿Quién demonios se habría creído? No era tan sencillo. ¿Por qué le había parecido siempre tan sencillo?—. Milamantiz —dijo el niño, al fin, y se apresuró a añadir—. Pero la primera letra no ez una eme, zeñorita Zam, ez lo contrario a una eme. Ez una eme puezta del revez. Lo ziento, ahora tengo que colgar. Mi mamá quiere que baje a cenar. Ez un poco tarde. Tenga cuidado con la madre de zu amigo zi ez peligroza.
—Gracias, Sacks, lo tendré, descuida —dijo Sam.
Así había sido como había empezado verdaderamente todo.
Y todo había incluido, en primer lugar, el hallazgo de la cárcel de Willamantic, y, en segundo lugar, de la pequeña ciudad más cercana a dicha cárcel, Lurton Sands Dixon en la que, efectivamente, había una tienda de pinturas llamada (JACQUELINE CLEVELAND). A Sam le había bastado con sentarse a leer un libro en una cafetería cercana durante lo que le parecieron interminables días para, uno de ellos, ver aparecer a la que sin duda debía ser la madre de Bill. Había utilizado la coartada de sus (HORRIBLES) problemas con los señores de los rifles para viajar en días alternos y volver, casi siempre, cargada con alguna caja de rifles. Sam reconoció a Frances en cuanto dobló la esquina. La reconoció incluso antes de alcanzar a divisar sus facciones. Su manera de caminar era muy parecida a la manera de caminar de Bill. Caminaban ambos de una forma un tanto tambaleante, con la cabeza adelantada, como si el cuerpo fuese poco más que un apéndice del que tirase su cerebro. La encontré, pensó Sam. Y por un momento la vio en el parque, ante el caballete, como acostumbraba a verla cuando era niña, en aquel lugar horrible del que no había podido evitar querer escapar. Apenas había cambiado. Tal vez tuviese alguna que otra arruga más, pero su porte seguía siendo el descuidado porte de una artista. Sus manos seguían manchadas de pintura, su pelo seguía extrañamente recogido, parecía cubierta de cientos de capas de abrigos, unos grandes, otros pequeños. Hasta tres de ellos podían entreverse en la fotografía que había en la oficina postal, en el tablón de (CELEBRIDADES) locales, en realidad, de (CELEBRIDADES) asiduas a aquella oficina postal. Oh, hacía años que Madeline Frances no pasaba por allí, pero sus cuadros sí lo hacían, ¿y no la convertía eso en una (CELEBRIDAD) de aquella (OFICINA)? Sam la vio entrar en la tienda, pagó su café, tiró de la correa de Jack Lalanne, y salió a la calle. Encendió un cigarrillo. Esperó. Se había puesto gafas de sol. También se había puesto su único vestido. Y un viejo abrigo de cuero de su madre, decididamente nada Sam Breevort. De hecho, nadie, ni en un millón de años, habría podido adivinar que la chica del perro enorme era la hija del bueno de Lacey Breevort. Cuando Frances salió de la tienda, Sam se puso en marcha. La siguió despreocupadamente, a una distancia tan prudencial que estuvo a punto de perderla en tres ocasiones. Si la hubiera perdido, se había dicho, habría vuelto sobre sus pasos y le habría preguntado al dependiente por ella. ¿Acaso no era su intención llamar un día a su puerta y preguntarle si le apetecía un café? Por supuesto, y eso era lo que acabaría haciendo, pero aquella mañana se limitó a seguirla hasta su estudio, o lo que fuese, y anotar la dirección.
Luego se metió en la camioneta y condujo hasta casa.
Pasó el tiempo.
Mack Mackenzie murió.
Una tarde, tres días después del sepelio, Sam condujo de vuelta a Lurton Sands, se apostó ante la puerta del estudio, o lo que fuese, de Frances Mackenzie, y esperó.
No se atrevía a llamar.
Se puso a llover.
Jack Lalanne empezó a ladrar.
Alguien, dentro, descorrió una cortina.
Al verla, se apresuró a abrir la puerta. (ESTÁIS EMPAPADOS), dijo, y (PASAD), y quién sabía quién creía que podía ser. La miraba como se miraría a alguien que pudiese desaparecer en cualquier momento. Acarició a Jack Lalanne, no supo qué hacer con Sam, la miró a los ojos, sonrió, Sam bajó la vista, ella le alcanzó una toalla, Sam se secó la cara, se quitó el abrigo, secó al perro, se sentó en un pequeño sofá. Frances dijo que iba a preparar algo. Sam miró alrededor. No era su estudio. Era su casa, y a la vez, su estudio. No parecía tener más que una habitación y otra pequeña estancia. Tenía un pequeño patio trasero. Había cuadros por todas partes.
—Café —le dijo, al regresar, tendiéndole una taza.
—Gracias.
—¿Puedo darle una galleta?
Sam sacudió la cabeza.
—No, un poco de agua bastará.
Jack Lalanne se había acomodado junto a la pequeña chimenea.
El pequeño fuego crepitaba y el ambiente era disfuncionalmente acogedor.
—No sé qué hago aquí —dijo Sam, cuando Frances tomó asiento.
—Yo tampoco —dijo Frances.