28

En el que el señor Howling lamenta no tener una (VARITA MÁGICA), se valora la posibilidad de (RESUCITAR) a Polly Chalmers, se descubre qué hacen con la (REALIDAD) los escritores (PECES GORDOS) y por qué, pase lo que pase, la señora Potter no va a irse nunca a ninguna parte

 

 

Exprimiéndose el cerebro, aquel cerebro repleto, como el almacén de su vetusta tienda, de esquís, raquetas y trineos, sólo que esquís, raquetas y trineos imaginarios, Howie Howling, el jefe de la Intelligentsia de Kimberly Clark Weymouth, observaba a su pequeña audiencia. Su pequeña audiencia estaba formada por el ex jefe de policía de aquella también pequeña y fría ciudad, un tipo llamado John-John Cincinatti, el alcalde Jules, su horrible mujer, y aquel ridículo abogado que habían contratado en aquella otra ocasión, es decir, cuando habían orquestado, todos ellos, el asesinato de Polly Chalmers. Mientras la observaba, Howie Howling se decía que no tenía ni la más remota idea. ¿Cómo iba a traer de vuelta a Billy Peltzer? No podía traer de vuelta a Billy Peltzer. Billy Peltzer se había ido. Había cerrado la tienda y se había ido. Y aquellos autobuses no dejaban de llegar. ¿Y cómo era posible, se preguntaban los conductores de aquellos autobuses, que la tienda de la señora Potter estuviese cerrada? ¿Podía estarlo? Oh, aquella gente, sus viajeros, se lamentaban. Miraban sus relojes, se decían que tal vez era demasiado pronto, (¿HEMOS LLEGADO ANTES DE TIEMPO?), se decían, sin poder sospechar que no había forma de que tocasen nada de lo que aquel santuario atesoraba, que no había forma de que regresasen a casa aquella noche con una de aquellas señoras Potter que acarreaban un saco de postales y miraban distraídamente hacia atrás. Había sido idea del propio Howie que Rosey Gloschmann impartiese una especie de charla sobre Louise Cassidy Feldman en alguna de las ridículas salas de aquel ridículo museo repleto de bufandas y diminutos esquís a la que se les invitaba a asistir. Buena parte de ellos lo hacían. Los que no, estaban, por supuesto, dando vueltas por la ciudad, siguiendo a la señora MacDougal, Claudette, la guía local, que trataba de tranquilizarles, mientras ellos se congelaban allí fuera, les decía (NO SE PREOCUPEN) y (EL SEÑOR PELTZER VOLVERÁ ENSEGUIDA) sólo (HA TENIDO UN PEQUEÑO CONTRATIEMPO), y ellos fruncían el ceño, se preguntaban qué ocurriría si no lo hacía, qué ocurriría si tenían que volver a subirse a aquel autobús (SIN NADA), oh, no no no, se decían, (SI NO LO HACE) (SI NO REGRESA Y NO PODEMOS ENTRAR EN LA TIENDA), se decían, (SERÁ COMO SI NUNCA HUBIÉRAMOS ESTADO AQUÍ), y Claudette les aseguraba que era del todo (IMPROBABLE) que aquello ocurriese y que, de todos modos, iban a poder llevarse una servilleta auto­grafiada por la verdadera Alice Potter, y una de aquellas postales diminu­tas, ¿habían oído hablar de las postales diminutas? Eran pistas que Louise Cassidy Feldman dejaba a su paso por la ciudad porque ¿sabían ellos que no era cierto que la escritora no hubiese vuelto a pisar Kimberly Clark Weymouth? Oh, lo sabían, pero no sabían si creérselo, aunque en realidad querían creérselo, y sonreían, pero seguían frunciendo el ceño, y Claudette no sabía qué pensar.

—No sé qué pensar, Howard —le había dicho al señor How­ling.

El señor Howling la había llamado a su pequeña oficina. Le había preguntado si creía que había algo que ellos pudieran hacer. Y cuando se refería a ellos se refería a toda Kimberly Clark Weymouth, por supuesto. Ella había dicho que no sabía qué pensar.

Y luego había dicho:

—Debiste verlo venir, Howard, ¿por qué no lo viste venir?

Oh, aquel maldito pueblo. ¿Acaso creía que tenía una (VARITA MÁGICA)? Aquello era lo que ocurría cuando dabas un paso al frente, y fingías que lo tenías (TODO) bajo control, pero ¿acaso lo tenías todo bajo control?

—No tengo una varita mágica, Claudette.

—He oído decir que el otro día cerró la tienda y dijo algo de un cuadro. ¿A qué clase de cuadro se refería, Howard? ¿Lo sabes?

Howie Howling no quería hablar de aquel cuadro que Bill había pretendido ir a buscar creyendo que, por una vez, podía no ser un cuadro sino una carta de su madre porque, oh, bueno, aquel chico tenía sus (PROBLEMAS), y él tenía sus razones para no querer oír hablar de aquellos (PROBLEMAS) pero no quería hablarle de ellos a Claudette MacDougal, así que dijo que había cometido un error pero que podía repararlo, pero ¿cómo iba a hacerlo?

Howie Howling carraspeó, se ajustó su diminuta corbata, y expuso, ante aquella, su pequeña audiencia de orquestadores de asesinatos, la situación. Se puso en pie. Empezó a rodear su sillón de cuero marrón mientras pedía disculpas por no haberse anticipado a ella (COMO ERA DEBIDO), y por obligarles a revertirla en tan imposibles circunstancias. Porque las circunstancias eran del todo imposibles. Bill había vendido la casa de Mildred Bonk, dijo, y, con toda probabilidad, las puertas de la tienda jamás volverían a abrirse. ¿Y qué ocurriría si las puertas de aquella tienda jamás volvían a abrirse?

Oh, todos lo sabían.

El mundo se acabaría.

Doris Peterson puso los ojos en blanco, abandonó su hierática y del todo incómoda silla, y se dejó caer en el sillón que Howie Howling acababa de dejar libre.

—Aquí no va a acabarse nada, Hows —dijo.

—¿Doris?

—Dime, Hows.

—Ese es mi sillón.

—No he visto tu nombre en ninguna parte.

A Howie Howling no le gustaba Doris Peterson.

Desde que había llegado, y su llegada había sido del todo, como aquella situación, imprevista, no había hecho otra cosa que dirigir miradas aquí y allá, y, a buen seguro, anotar mentalmente lo que tenía y no tenía en aquel almacén, además de, claro, evaluar sus posibilidades con aquel abogado, aquel tal Phyllis Claude, e ignorar a su marido, el alcalde Jules. También había ojeado a cada rato el manoseado ejemplar de la novela que había traído consigo, y se había reído sola. Había increpado al no demasiado despierto ex jefe de la policía de aquella fría ciudad, John-John Cincinnati, y había mascado palomitas. Las había mascado como si fuesen chicle.

No, a Howie Howling no le gustaba Doris Peterson.

Pero allí estaba.

Y todo porque, según su marido, sabía cosas que ellos no sabían.

—¿Qué clase de cosas, Jules? —había querido saber el señor Howling.

—¿Recuerdas, Howie, cómo dimos con Polly Chalmers? —había dicho Abe.

—No —había admitido el señor Howling.

—Fue cosa suya —había dicho el alcalde.

—No es verdad.

—Me temo que sí, Howie. Los padres también fueron cosa suya. Los conoció en una de esas estaciones de servicio a las que a veces va. Dice que están llenas de actores. Que a los actores se les acaba el trabajo y de algo tienen que vivir. Se hace fotos con ellos, Howie. Tiene un álbum en casa. Dice que puede conseguirnos lo que queramos.

Pero ¿acaso podía aquella situación solucionarse contratando a un montón de actores? ¿Qué iban a hacer los actores? ¿Devolverles la casa de Mildred Bonk?

—Este es mi almacén, Doris —prosiguió Howie Howling.

—¡Oh, no me digas, Hows! Creí que estaba soñando ese montón de esquís —repuso la mujer del alcalde, sin dejar de mascar aquellas palomitas—. No sé qué cosa tiene todo el mundo con los esquís, déjame decirte, Hows, ¿no tienen cuchillas?

—Doris, ¿por qué no dejas en paz a Howie?

—Es él quien no me deja en paz a mí, Abe.

Phyllis Claude Sherman se puso en pie y abrió su maletín. Empezó a repartir lo que parecían formularios. Dijo (ANTES DE DAR COMIENZO A LA REUNIÓN, DEBERÍAMOS FIRMAR UN ACUERDO DE CONFIDENCIALIDAD).

—¿Otro? —John-John Cincinnati no entendía que hacían exactamente allí—. Quiero decir, ¿no lo firmamos ya en su momento? ¿Cuando matamos a Polly Chalmers?

—Polly Chalmers no es ahora la cuestión, Cincinnati —zanjó Howie.

—Yo creo que sí es la cuestión, Howard. ¿No deberíamos ocuparnos de ella antes de ocuparnos de la otra cuestión? —dijo el alcalde Jules.

—No hay nada de que ocuparse, Abe.

—Claudette MacDougal cree que sí.

Howie Howling frunció el ceño.

—Dime que no se lo has contado. Y que tú tampoco, Doris.

—Oh, yo soy una tumba, Hows. ¿No huelo como una tumba? Oh, no, creo que es este sitio, ¿cuánto hace que no limpias tus cuchillas, Hows?

—Howard —inquirió el alcalde—. Claudette no sabe nada. Pero ha leído el artículo de la señorita McKenney, como todo el mundo. Y se está preguntando cosas.

—Todo el mundo se preguntó cosas después de que aquel ridículo cronista publicase aquel otro artículo. —Howie se refería a Stacey Breis-Cumwitt, el cronista de la Terrence Cattimore Gazette que había dudado de que hubiese habido un verdadero asesinato—. ¿Y acaso cambió algo? ¿Cambian los artículos algo, Abe?

—No lo sé, Howard, pero ¿y si Claudette MacDougal tuviera razón? A lo mejor ha llegado el momento de contar la verdad. Claudette dice que las posibilidades turísticas de un falso asesinato son infinitas. ¿No podríamos decir que era una forma de homenajear a las hermanas Forest? Podríamos fingir que lo hicimos por ellas. Podríamos llamarlas.

—¿Insinúas que Jodie y Connie van a dignarse a visitarnos porque nadie mató a Polly Chalmers? ¿Qué quieres contarle al mundo, Abe? ¿Que estamos tan obsesionados con ellas que hemos convertido nuestra ciudad en una falsa ciudad en la que muere gente de mentira? ¿Que no estamos, en realidad, vivos, sino que actuamos en una serie de televisión que nadie está viendo, Abe? —atajó, severo, Howling.

Doris Peterson se rio (¡JA!). Nadie supo si de lo que había leído en aquel ejemplar de Paraíso 23 que había traído consigo o de lo que acababa de decir Howie.

—No sé, Howie. Quiero decir, ¿y si el alcalde Jules tiene razón? —dijo John-John—. Después de todo, no matamos a nadie. ¿Y no aspira esta ciudad a ser considerada la mayor fan del mundo de Las hermanas Forest investigan? ¿No es ya la única fan que les queda? ¿Y cuántos de nosotros hemos leído la novela de esos esquiadores?

—Nadie esquía en La señora Potter, John-John —aclaró Doris, sin despegar la vista de la página que estaba leyendo—. Pero sigue, por favor. Suena interesante.

—No matamos a nadie, Howie —pareció suplicar John-John—. No pueden hacernos nada. Esa chica podría volver y ponerse flores a sí misma si le apeteciese.

—No, no matamos a nadie, Cincinnati. Tampoco amenazamos a nadie con que acabaría en la cárcel por un crimen que no pudo cometer porque no existió. Sinceramente, decidme, tengo curiosidad, ¿de qué manera puede ser beneficioso confesar que no hubo ningún delito y que, por lo tanto, el delito lo cometimos nosotros? ¿Phyll?

Phyllis Claude carraspeó.

—Eeeh, sí, señor Howling.

—¿Cometimos el delito nosotros?

—Eeeh, sí, señor Howling.

—Oh, vamos. —El alcalde Jules se puso en pie. Enroscó uno de sus índices en aquel endiablado bigote suyo. Empezó a merodear por aquella estancia repleta de esquís—. Todo el mundo sabe que la historia puede reescribirse. ¿No sabe todo el mundo que la historia puede reescribirse? La historia se reescribe todo el tiempo, Howard.

—¿Y qué hacemos mientras tanto? —inquirió Howard.

—¿Mientras tanto? —preguntó John-John.

—¡La gente está llegando, Cincinatti! ¡Quieren llevarse uno de esos muñecos que venden en la tienda de los Peltzer! ¡Nadie va a querer volver si no pueden hacerlo! ¿No podríamos hacer algo? ¿Phyll?

—Oh, es una de las, bueno, posibilidades. No está, eh, contemplada en el acuerdo de confidencialidad pero la intención del acuerdo es que se decida lo que se decida, se guarde silencio al respecto, como se ha guardado con, ehm, el asunto de la chica Chalmers.

—Eso quiere decir que podríamos fingir que Peltzer nos ha da­do permiso para abrir la tienda mientras tanto —resolvió How­ling—. Aunque deberíamos deshacernos antes de la chica Breevort —añadió.

—¿Deshacernos? —Cincinatti parecía asustado.

—Bueno, no exactamente. Digamos que podríamos, eh, dejarla fuera de combate.

—Oh, no no, Howard. —Abe Jules sacudió la cabeza—. Ni pensarlo.

—¿Qué mal podría hacerle pasar unos días fuera? Tal vez podríamos envenenar una tarta para perros y hacer que pasara unos días en ese otro sitio en el que hay un hospital para perros. Sólo sería una pequeña maniobra de distracción para que nada cambiase.

—Ajá, Hows, ¿y luego? —Ésa era Doris Peterson.

—Luego, Dors, podrías intentar ponerte en contacto con ese par de actores horribles que hacían de padres de Polly Chalmers y pedirles que viniesen a visitar la tumba de su hija y de paso contar que no son más que actores horribles.

—No sé, Hows, a lo mejor están muertos.

—No están muertos, Dors.

—No he vuelto a verles, Hows, así que podrían estar muertos. O podrían tener un buen trabajo. Podrían estar trabajando en el circo, Hows.

Howie Howling suspiró. Se sujetó la frente como si en vez de una frente fuese algo que quisiese machacar y miró a Phyllis Claude.

—¿Quieres ayudarme con esto, Phyll?

—Oh, eh, —Phyll estornudó. Pidió perdón. Dijo—: La cuestión ahora no es la chica Chalmers. La cuestión ahora es la casa de Mildred Bonk.

—Exacto. Todo apunta a que la casa no va a poder desvenderse pero eso no significa que no podamos intentar que lo haga, por más que esté ya repleta de operarios.

—¿Qué clase de operarios son?

—¿Phyll? —Howling miró al abogado.

Phyllis se sorbió (¡SSSRLUP!) la nariz. Dijo:

—Los operarios son operarios corrientes. Trabajan en la propiedad desde primera hora de la mañana. Las últimas informaciones aseguran que se está construyendo un (ah) un (ah) un (¡a-chús!) telesilla.

—¿Un telesilla? —John-John frunció su, en otra época, autoritario ceño de jefe de la policía—. ¿No dice McKenney que son escritores? ¿Para qué iban a querer un telesilla?

—No lo sé, Cincinnnati —dijo Howie Howling—. Lo único que sé es que no va a ser sencillo desvender la casa, ¿verdad, Phyll?

Todos miraron a Phyllis Claude.

—Cierto —dijo Phyllis Claude—. Pero que no vaya a ser sencillo no quiere decir que vaya a ser imposible. Tal vez encontremos una irregularidad en el contrato.

—¿Contrato? ¿Qué contrato? ¡Están construyendo un telesilla porque creen que van a ir con él a alguna parte! —Cincinnati no daba crédito—. ¿Cómo crees que vas a echarles de ahí? ¿Asegurándoles que hay menos nieve de la prometida?

—No es nieve lo que les han prometido —dijo Doris Peterson—. He estado hablando con Hannah Beckerman —dijo, distraídamente, Doris. Miró la bolsa de palomitas que había traído consigo. Sacó aún de ella un par de ejemplares. Se los metió en la boca. Los (CHAS) (CHAS) mascó—. Dice que les están dando clase. Clase de futuros vecinos.

Doris hizo a un lado la novela y la bolsa vacía de palomitas, les miró uno a uno y dijo (ESCUCHADME BIEN), dijo, (ESA GENTE, LOS BENSON, SON PECES GORDOS).

—¿Y por qué dice McKenney que son escritores? —inquirió John-John.

—Porque son escritores. Pero no son escritores corrientes. Son escritores peces gordos. Y adivinad qué hacen los escritores peces gordos. —Doris volvió a mirarles uno a uno. Todos enarcaban las cejas. ¿Qué podía hacer un escritor pez gordo?—. ¿No? ¿Nadie? Es bastante sencillo. ¿Qué no les gusta a los escritores? O, mejor dicho, ¿qué no les parece suficiente? —¿Los libros que se escriben?, se animó Cincinnati—. No, querido John, mira a tu alrededor —dijo Doris. Todos los hicieron. El señor Howling frunció el ceño, dijo: ¿Los esquís?—. Oh, no puedo creérmelo —dijo la mujer del alcalde—. ¡LA REALIDAD! —bramó. ¿La realidad? ¿Por qué no iba a gustarles? Quiero decir, ¿es que puede no gustarte? La realidad es lo que hay, ¿verdad? ¿Y puede no gustarte?, Cincinnati estaba perplejo. A su lado, Phyllis Claude se rascaba una oreja y se sorbía la nariz—. ¿Es que ninguno de vosotros, interminables montones de ridículas cosas, ha leído jamás un libro? ¡Por todos los dioses galácticos! ¿Es que no os habéis dado cuenta de que toda esa gente inventa sitios para escapar de aquí? Y a todos les funciona, pero a los peces gordos no. Los peces gordos, queridos, necesitan más.

Cincinnati había preguntado entonces si con aquello de que necesitaban más quería referirse Doris al telesilla, (¿POR ESO ESTÁN CONSTRUYENDO UN TELESILLA?), había preguntado John-John, y Doris había dicho que sí, porque lo que ocurría con los Benson era que no se estaban mudando a Kimberly Clark Weymouth, se están mudando a su propia versión de Kimberly Clark Weymouth.

En su propia versión de esta ciudad, hay gente esquiando en alguna parte, y para eso necesitan un telesilla —indicó Doris, y aún añadió—: Hannah dice que todo tiene que ser perfecto.

—¿Hannah? ¿Hannah Beckerman? —Ése era Howie Howling.

Phyll Claude no entendía nada.

—¿Es, la señora Beckerman, vecina de esos escritores, señora Peterson? —preguntó.

Doris Peterson le miró como si en vez de un tipo larguirucho fuese un apetecible pastelito de jengibre, y dijo (EFECTIVAMENTE, SEÑOR PASTELITO).

—Lo siento, pero no entiendo nada —dijo John-John—. Si Hannah Beckerman vive al lado de esos escritores, ¿es a ella a quien están dando clase de futuros vecinos?

—No sólo a ella, John-John. Están adoctrinando a todo aquel que vive cerca para que todo sea exactamente como ellos esperan que sea.

—¿Y cómo esperan que sea? —inquirió John-John.

—Oh, aquí es cuando la cosa se pone interesante, John-John. Porque, ¿recordáis que os he dicho que les han prometido algo? Lo que les han prometido es un fantasma.

—¡JA! ¿Un fantasma? ¿Qué fantasma, Dor? —quiso saber John-John.

—El fantasma de Randal Peltzer —reveló Doris Dane Peterson.

—No existe ningún fantasma de Randal Peltzer, Dor.

—Por supuesto que no, John.

—¡Vaya! Así que, ¿Phyll?, ¿va a poder desvenderse la casa? —inquirió Howie.

El alcalde Jules estaba pensando en McKisco. McKisco podía ser una solución. Pero ¿acaso se atrevía a admitir que podía llegar a serlo? ¿Por qué era todo tan complicado? ¿Y de qué demonios hablaban? ¿Fantasmas?

—No tan rápido, vaquero —se plantó Doris—. El fantasma existe. Eso es lo que dicen todos sus vecinos. Que se atragantó con un montón de cereales de colores y se murió y que, desde entonces, vaga por la casa, haciendo crujir la madera y silbar las ventanas.

—Un momento, ¿Hannah Beckerman dice eso?

—¿De qué te crees que hablo cuando hablo de adoctrinar vecinos, Hows?

—Pero eso es ridículo, ¿no, Phyll? Los fantasmas no existen. Es, bueno, ¿crees que podría alegarse algo? ¿Algo que les hiciese plantearse desvender?

—Siempre que en el contrato haya una cláusula al respecto, sí, señor Howling.

—¿Una cláusula al respecto? —Howie Howling se dirigió a Doris Peterson— ¿La hay? ¿Doris? Si existe, estamos salvados. ¿Existe? ¡JA!, ¿de veras son tan estúpidos? ¿O es que hay alguien invisible abriendo y cerrando puertas en Mildred Bonk?

—Oh, Hows, hay algo más que eso —dijo Doris.

—No puede haber algo más que eso, Dor. Quiero decir, los fantasmas no existen. Por más que esa gente sean peces gordos hay cosas que no pueden comprarse, ¿no?

—Cuando eres un pez gordo, John, todo es posible.

—Nah, Dor, uno no puede comprarse un fantasma.

—El fantasma existe, chicos. Hannah Beckerman ha estado con él. Es un tipo que se hace pasar por Randal. Un fantasma profesional.

—¿Un fantasma profesional? ¿Qué demonios es eso?

—Oh, John-John, siempre tan preguntón. ¿Es que no os enseñaban a otra cosa que a preguntar en la academia de policía?

—No, Dor, quiero decir, ¿cómo puede ser alguien un fantasma profesional? ¿Acaso está muerto y sigue trabajando? ¿A qué clase de otro mundo vamos cuando acaba este?

Doris Peterson estalló en carcajadas: (OH) (JOU JOU JOU).

—¿Por qué no me casé contigo, John-John?

—Supongo que porque no soy un buen partido, Dor.

—¡EXACTO! —Doris Peterson lanzó el brazo que sostenía la novela como lo lanzaría en un brindis entusiasta—. ¿Hows? ¿Por qué no nos sirves una copa? Me apetece una copa. ¿Es que son siempre así de aburridas estas reuniones?

—¿Cariño? —El alcalde Jules parecía acabar de advertir que la persona que estaba dirigiendo la reunión era su mujer. Se puso en pie. Le tendió la mano. Dijo—: Vamos.

—Oh, Abe, ¿sigues aquí? Creí que te habías largado a casa de Violet. ¿Sabéis lo que hace mi marido, chicos? Se folla al escritor de whodunnits.

—Yo no, eh. —El alcalde Jules carraspeó, oh, era, él también, tan larguirucho, tan absolutamente poco membrudo, tan ilusamente golpeable—, me follo a nadie, Dor. Lo que quizá quieras decir es que Francis McKisco y yo somos buenos amigos y —bueno, iba a decirlo, McKisco podía ser una solución— he estado pensando que, tal vez, bueno, ¿y si ha llegado el momento de que nos olvidemos de la señora Potter?

—Oh, no puedo creérmelo, Abe, ¿vas a intentar colocarnos a tu amorcito?

—El señor McKisco no es mi amorcito, Doris. Es un buen escritor y tiene éxito y he pensado que, oh, no sé, ¿alguno de nosotros ha leído siquiera La señora Potter?

—Oh, no no, Abe, no. Ninguno de nosotros necesita leer nada, Abe. ¿Has visto esos autobuses? Esos autobuses son lo único que necesitas leer. —De repente, como si acabara de recordar algo de vital importancia, Howie dijo—: Insisto en que deberíamos intentar colarnos en la tienda de los Peltzer mientras arreglamos lo del fantasma. Ya sé que es, oh, bueno, pero ¿qué le decimos a toda esa gente?

—No sé, Hows, ¿y si les pedimos a esos profesores de vecinos que les den clase? ¿Os he dicho ya que tienen cuadernos? ¿Cuadernos con ejercicios? ¡Tienen clase de Historia de Kimberly Clark Weymouth! ¡Y no es nuestra Historia, es su Historia!

—¿Quieres decir que no están mencionando a la señora Potter?

—No, Hows, nadie le está hablando de la señora Potter a esos peces gordos. Para esa gente, esta ciudad fue, en otro tiempo, una ciudad cercana a la importantísima estación de esquí de Snow Mountains Highlands, que, al parecer, hoy ya no existe.

—¿Una estación de esquí aquí? ¿Es que han perdido la ca­beza?

—No, al parecer, eso es lo que necesitan para ponerse a escribir.

—¿Quiere eso decir que van a reescribir nuestra historia, Doris, cariño?

—No lo sé, ¿quiere eso decir que van a reescribirla, Abe?

Howie Howling pensó en tirar la toalla. ¿No era aquello demasiado? Si no sacaba de allí a aquella pareja de escritores, Kimberly Clark Weymouth no sólo corría el riesgo de no volver a ser visitada jamás por los únicos turistas que la visitaban, si­­no que iba a convertirse en otra cosa, en una cosa que nada tenía que ver con ella, aunque, a decir verdad, ¿no vendes esquís, Hows? ¿Y si, oh, bueno, y si esa gente está escribiendo una novela que puede convertirte a ti, Hows, en la nueva señora Potter? Porque esa gente está escribiendo una novela, ¿verdad?

—¿Phyll? ¿Está esa gente escribiendo una novela?

—Oh, eh, no lo sé. —Phyllis Claude sólo podía pensar en tomar un baño caliente y en meter aquel par de pies como bloques de hielo bajo el agua. De todas formas, respondió lo que le parecía más lógico—: Pero, eh, supongo que lo está, si, eh, no he entendido mal y, oh, bueno, la señora Peterson acaba de decir que necesitan esa estación de esquí para escribir, así que supongo que sí.

—Pero, quiero decir, ¿no inventan los escritores las cosas? ¿Por qué iban a necesitar que existiese una estación de esquí para escribir sobre una estación de esquí?

—John, querido, he estado hablando un buen rato, ¿verdad? Bien, a lo mejor no he dicho que esos escritores son escritores de terror y que, por lo tanto, escriben novelas. Lo que seguro que he dicho es que son peces gordos, ¿verdad? ¿Y sabes por qué lo son, John? Porque venden un montón de libros. No es que vendan miles, es que venden millones, John. Son ricos, John. Creo que de algo de eso se habla en el periodicucho de McKenney hoy. —Doris pasaba páginas de aquella novela mientras decía todo aquello, y lo hacía con cierta violencia, como si estuviera harta de estar allí—. No sé, chicos, yo tiraría la toalla y me dejaría devorar por esa gente y su condenada estación de esquí fantasma. Aceptad de una vez que el mundo puede cambiar y que no tenéis por qué evitar que lo haga porque nada va a acabar con él.

Howie Howling se imaginó vendiendo pequeñas réplicas de la casa de Mildred Bonk en su nueva versión, es decir, la casa de Mildred Bonk con telesilla, a los lectores de aquella pareja de famosos escritores. Imaginó un pequeño rincón en su tienda, un pequeño rincón en Trineos y Raquetas Howling, dedicado a todo tipo de aquellas pequeñas réplicas relacionadas con la novela que la pareja iba a escribir allí, en su ciudad, y también, cómo no, pequeñas réplicas de ellos mismos, los escritores, ¡oh, los Benson! ¿Qué sabía él de ellos? Debía conocerles cuanto antes y fotografiarles y enviar la fotografía a donde fuese que había enviado Randal Peltzer la fotografía de aquella escritora para que se la fabricasen en ¿qué? ¿Plástico? ¿Algún tipo de yeso? ¿Y si no desvender la casa de los Peltzer no sólo era una buena idea sino que era la mejor idea?

Cuando todo aquello terminase, cuando las sillas se recogiesen y los invitados se marchasen, sin haber rellenado los formularios pero habiendo empinado ligeramente el codo, pues, ante la alegría de aquella toma de decisión, (¿DORIS?) (PUEDE QUE TENGAS RAZÓN) (QUIZÁ HA LLEGADO EL MOMENTO) (VAMOS A REESCRIBIR LA HISTORIA), se habían servido copas, Abe Jules había seguido pensando que el único que podía sustituir a la señora Potter era McKisco, porque la única cosa que caracterizaba a Kimberly Clark Weymouth era su pasión por Las hermanas Forest, y ¿acaso no era McKisco la mejor prueba de aquel furor detectivesco de sus habitantes? ¡Era escritor de whodunnits! ¡Su propio escritor de whodunnits, por todos los dioses uniformados!

—¿Violet McKisco, Abe?

—¿No, Mild?

—No, Abe.

—¿Por qué no, Mild?

—Porque ya tenemos a la señora Potter, Abe.

—¿Y no podemos tener otra cosa, Mild?

—No, Abe —dijo la bibliotecaria.

Abe hacía aquello a menudo. Llamaba en mitad de la noche a Mildway Reading, la foribunda e insomne bibliotecaria de Kimberly Clark Weymouth. Mildway sabía que era él cuando descolgaba. No es que nadie más que él la llamase a aquellas horas, es que nadie la llamaba nunca. Abe y Mildway habían salido juntos en otro tiempo, un tiempo anterior a Doris Dane, un tiempo me­jor, y se echaban de menos como lo harían dos personas que tal vez nunca habían llegado a quererse como era debido, pero ¿acaso sabían en qué consistía quererse como era debido? ¿No era querer­se como era debido pensar sin más en el otro cuando no se podía pegar ojo por la noche?

—¿No puedes pegar ojo, Abe?

—No puedo pegar ojo, Mild.

—Oh, por una vez, dime que son los ronquidos de esa mujer, Abe —le había dicho la bibliotecaria aquella noche. Estaba fumando. Abe notaba cómo se estrellaba el humo del cigarrillo contra el auricular. (NO), le había dicho Abe, y luego, el teléfono de disco sobre las sábanas, la televisión y las risas de Doris atronando de fondo, quién sabía lo que demonios hacía, leía, leía todo el tiempo, leía viendo la televisión, le gritaba cosas a la televisión, también le gritaba cosas a los libros, y luego, cuando amanecía, salía de casa, se metía en el coche y conducía hasta aquellas estaciones de servicio en las que conocía a actores sin trabajo, y qué clase de vida era aquella, se decía a menudo Abe Peterson, y qué clase de vida era la suya al lado de aquella mujer incomprensible, qué clase de vida, la vida de un extraño que despierta un día en una cama que no es la suya, al lado de alguien que no conoce, pero que, supone, es su mujer, por más que no recuerde de qué forma la eligió, qué clase de cosas tuvieron, alguna vez, en común, por qué sonríe a veces cuando le mira, como si supiera algo que él jamás sabrá, esa clase de vida, (SÁCAME DE AQUÍ, MILD), había pensado, como lo hacía siempre, (SÁCAME DE AQUÍ).

—¿Por qué no podemos tener otra cosa, Mild?

—Porque sería un suicidio, Abe.

—¿Por qué iba a ser un suicidio, Mild?

—Déjame decirte una cosa sobre los libros y los escritores, Abe. —Mildway escupió algo de humo (FFFFF) al auricular del teléfono antes de continuar. Abe oía música de fondo. Sonaba triste, pero también tranquila, relajada. ¿Y qué hacía él allí, con aquella mujer desagradablemente vociferante, cuando podía estar sentado al lado de aquella otra mujer, envuelto de humo, escuchando música y dejándose ilustrar respecto a los escritores y los libros? ¿En qué momento todo se había torcido?—. Por un lado —(FFFFF) prosiguió— están los libros, Abe, y, por otro, los escritores. Puede que te parezcan la misma cosa pero no lo son. —Mildway solía hablar como una maestra de primaria, cosa que a Abe le encantaba—. ¿Y por qué no lo son, Abe? Porque la fama de unos no es equiparable a la de los otros. Existen, por un lado, los autores famosos, y por otro, los libros famosos. ¿Y son mejores unos que otros? Déjame decirte que, para el caso, , Abe. No ocurre a menudo pero a veces ocurre que ciertos libros se comen a sus escritores. Es decir, adquieren esa vida propia que les permite aniquilarlos. Se convierten entonces en pequeños dioses, Abe. El tiempo deja de existir para ellos. Están ahí, sin más, para siempre. Dispuestos a verter eternamente sus enseñanzas sobre sus discípulos (FFFFF) Oh, no estaré poniéndome muy bíblica, ¿verdad, Abe? (FFFFF) No querría estar poniéndome demasiado bíblica. Es tarde, deberíamos meternos en la cama (FFFFF), Abe—, ¿y qué ocurre con los escritores en esos casos? Que desaparecen. A menudo apenas se les recuerda como los azarosos responsables de que el milagro se produjera. Porque la obra maestra parece haber sido concebida por alguna especie de misteriosa fuerza superior. —Oh, lo siento, ¿mística ahora, Mild? (FFFFF) ¿Te he dicho ya que creo que es demasiado tarde para esto, Abe?—. El caso es, Abe, que La señora Potter es uno de esos libros. ¿Han escrito los Benson un libro parecido? No. Los Benson son famosos en tanto que escritores únicos, Abe. Y eso quiere decir que su fama no va a poder trasladarse a Kimberly Clark Weymouth, no vamos a poder robarla. Viajará con ellos mientras estén vivos, y, cuando mueran, se quedará donde sea que se encontrasen entonces, o en el lugar del que provinieron. En su caso, con toda probabilidad, se quedará en el inofensivo Darmouth Stones. Nada va a cambiar porque Howie Howling quiera que cambie, Abe. No es así como funciona el mundo.

—No, eh, claro, Mild, pero ¿qué me dices de McKisco?

—McKisco podría funcionar si no existiera La señora Potter, Abe.

—Entonces, si el chico Peltzer desaparece, ¿podría funcionar, Mild?

—No, Abe. Nunca podría funcionar porque La señora Potter no va a dejar de existir. A La señora Potter le trae sin cuidado que el chico Peltzer desaparezca. La señora Potter ya eligió, Abe. Y eligió a Kimberly Clark Weymouth. Nada va separarla de ella jamás. Recuerda que es un pequeño dios.

—¿Y eso que quiere decir, Mild?

—Que es ella la que manda.

—¿Y nada va a cambiar entonces?

Midlway Reading hizo un pequeño alto, paró la música, suspiró ante el auricular, y Abe Jules cerró los ojos, imaginando que no estaba en su desordenado cuarto, el teléfono de disco so­bre las sábanas arrugadas, las risas de Doris de fondo, sino en el salón atestado de libros de la bibliotecaria, dejándose mecer por el silencio en el que se sumió la estancia cuando la música se de­tuvo, y escuchó:

—Nada puede cambiar nunca, Abe.