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En el que, ¡OH! ¡Loado sea Neptuno! ¡Stumpy MacPhail tiene (UN CLIENTE)! Pero es un cliente (COMPLICADO) que prefiere que (NADIE) sepa que su casa está (EN VENTA), y, adivinen qué, ese cliente es (BILLY PELTZER)

 

 

El tintineo de la campanilla (DING DONG), la campanilla de la que pendían tres esquiadores diminutos que inevitablemente a Stumpy MacPhail le recordaban a los tres esquiadores que descendían aquella entrañable montaña, por supuesto, nevada, en la famosa postal que había inspirado su novela favorita, sacó al agente de la absurda ensoñación en la que le había sumido la lectura de un artículo firmado por una tal Ann Johnette MacDale en el que se daban las pertinentes indicaciones para la construcción de un pequeño lago de cisnes junto a una (NEW ORLEANS). Aquel artículo en concreto había llamado la atención de Stumpy porque él mismo acababa de adquirir una de aquellas casas victorianas (NEW ORLEANS), y aún se estaba preguntando en qué sección, en qué, en realidad, barrio de su cada vez mayor (CIUDAD SUMERGIDA) podía instalarla, y había tenido la sensación de que aquella tal Ann Johnette había escrito aquel artículo (PON UN PUÑADO DE CISNES EN TU NEW ORLEANS) para él, única y exclusivamente para él, y esa era la razón de que anduviese en otro mundo, un otro mundo en el que invitaba a cenar a aquella tal Ann Johnette y luego la invitaba a tomar una copa en su casa, sin otra intención que la de mostrarle su (CIUDAD SUMERGIDA) y pedirle consejo, porque (¿CÓMO PODÍA INSTALARSE UN LAGO DE CISNES EN UNA CIUDAD SUMERGIDA?) (¿ACASO NO DEBERÍA TRANSFORMARSE ESE LAGO DE CISNES EN UNA PEQUEÑA RESERVA NATURAL PARA ANIMALES NO ACUÁTICOS?), y ella no hacía otra cosa que elogiar su (CIUDAD SUMERGIDA) y tomar notas, notas para artículos, artículos que, tarde o temprano, su madre leería, y tal vez sintiera algo parecido al orgullo, tal vez no pensase, por un momento, que su hijo estaba (TIRANDO SU VIDA POR LA BORDA) porque su vida, o parte de aquello que hacía con ella, era motivo, tema, de un artículo.

En cualquier caso, la campanilla (DING DONG) tintineó y Stump alzó la vista y lo primero que vio fue una bufanda, una bufanda de esquiadores, y, tras ella, la más torpe de las sonrisas a las que su modestamente abultada experiencia como agente inmobiliario había tenido acceso jamás.

—¿El señor Mac, eeeh, Phail? —dijo el dueño de la sonrisa.

Estaba apresurándose a quitarse los guantes. Se quitó un guante y luego el otro, y en el tiempo que empleó en hacerlo, Stumpy se puso en pie, se retocó su pajarita bicolor y carraspeó (JRUM) (JRUM), le tendió la mano, su delicada mano de pianista torpe, y sonrió. (EL MISMO), dijo, y (HACE FRÍO AHÍ FUERA, ¿VERDAD?).

—Oh, sí —dijo el desconocido—. Pero, eh, je, no más que de costumbre.

JOU JOU —rio el agente—. Supongo que tendré que acostumbrarme.

Sus manos se estrecharon. La mano del desconocido era una mano fuerte, pero en cierto sentido era también una mano delicada. Una mano que sabía lo que era trabajar duro, pero que siempre se había sentido, de alguna manera, protegida.

—Sí, eso me temo —dijo el desconocido.

—Tome asiento, por favor, señor…

—Peltzer.

—Señor Peltzer —dijo, risueño, mientras Bill tomaba asiento en aquella, por otro lado, cómoda silla de felpa—. ¿Le apetece una taza de café?

—Oh. —Billy sonrió. Stump notó el ligero temblor de su labio superior cuando lo hizo—. Claro —dijo—. ¿Por qué no?

Stumpy le dio la espalda para preparar el café, pero no dejó de hablar. Habló de aquel tiempo desapacible, de lo, sin embargo, encantadora que le resultaba la ciudad, de que aún no había tenido tiempo de salir a cenar, de que quizá, él, el señor Peltzer, podía recomendarle algún buen restaurante, de que el lugar del que provenía jamás alcanzaría a tener el carisma que tenía aquel pequeño rincón del mundo. Antes de sentarse a la mesa y en­carar a su puede que primer cliente, quiso saber dónde podría comprar un buen par de esquís y si había alguien en el pueblo, y dijo pueblo sin pensar, porque aquello era lo que Kimberly Clark Weymouth le parecía, un pueblo, que pudiera enseñarle a esquiar.

—Oh, el señor Howling. Tiene una tienda de esquís estupenda. —Billy Peltzer se quitó el gorro—. Todos sus hijos esquían. Deben ganar todo tipo de campeonatos porque ese sitio está repleto de trofeos. No tiene más que salir a la calle y preguntar por la tienda del señor Howling. Yo mismo puedo acompañarle, si quiere.

—Oh, es usted muy amable, señor Peltzer —dijo Stumpy, tomando asiento—. Pero imagino que no ha venido hasta aquí para dejarse preguntar por unas clases de esquí —Stumpy sonrió—, ¿me equivoco?

—Oh, no, claro. —Bill se arrellanó en aquella pequeña silla de despacho que, después de todo, era francamente confortable, y dijo—: Yo, es, bueno, verá. —Bill carraspeó. ¿Cómo demonios iba a decir aquello? ¿Y si había alguien allí? ¿Y si alguien estaba escuchando? ¿No escuchaban, acaso, las paredes, en Kimberly Clark Weymouth? ¿No anotaban todo lo que se decía? ¿No le prestaban especial atención a cosas como la que él, Billy Bane Peltzer, estaba a punto de decir?—. Necesito vender una casa.

—Oh —dijo Stumpy, y se le iluminó la mirada. Su pajarita bicolor pareció emitir un breve destello—. Supongo que ha meditado usted su decisión, señor Peltzer.

—Por su, eh, puesto.

Stumpy sonrió. Retiró el tapón de un bolígrafo, se hizo con un inmaculado folio en blanco y, alzando la vista en dirección a Billy, preguntó:

—¿Me permite?

—Sisí —titubeó Bill.

—Entiendo que esta es una decisión importante para usted, señor Peltzer.

—Sí.

—¿Es la casa en la que vive?

—Sí.

Stumpy anotó algo en aquel folio en blanco.

—Muy bien, señor Peltzer, ¿dónde se encuentra su, eeeh, casa?

—En el, en —Bill bajó la voz—. Mildred Bonk.

—¿Mildred Bonk? —Stump no podía dar crédito. ¿Qué era aquello, su día de suerte? ¿Acaso había, sin saberlo, enviado una de aquellas postales a la señora Potter y la señora Potter la había leído y había puesto en marcha a su pequeño ejército de concededeseos y su deseo le había sido ampliamente concedido? Pues, aunque Stumpy aún no se había atrevido a pisar aquella calle, sabía que era la calle en la que vivían tanto los siempre tímidos Brooke como la misteriosamente huraña señora Potter, y aunque era una calle de las afueras, una calle de los suburbios de aquella abominable ciudad, era una calle preciada, una calle a la que cualquiera, un cualquiera que, como el propio Stumpy, hubiese leído el clásico de Louise Cassidy Feldman, querría mudarse.

—Sí, eh, .

—Ajá. —Stump trató de fingir el más absoluto desinterés—. Así que, eh, Mildred Bonk —anotó—. Estupendo. No conozco aún lo suficiente la ciudad pero sé que es un, eeeh, buen lugar. ¿Me equivoco?

—No, eh, es un buen lugar.

—¿Planta baja?

—Dos plantas.

—Oh.

—Jardín trasero.

—Estupendo.

Stump pensó en Ruppert Brooke y en lo que había visto hacer a la señora Potter en su jardín trasero y se dijo que aquello tenía un potencial increíble.

—Y cuándo, (UHM), ¿cuándo cree que podría verla, señor Peltzer?

—Cuando quiera.

—¿Es una casa vieja, señor Peltzer?

Billy se encogió de hombros.

—Supongo —dijo.

—¿Está, eh, reformada?

—No.

Las respuestas de Bill eran escuetas. No parecía tener demasiadas ganas de hablar. Aquel gorro de cazador con orejeras estaba sobre la mesa.

—Vaya.

—¿Algún problema?

—Ninguno, sólo que, depende del cliente, es algo importante.

—Nunca he tenido la sensación de que necesitara una reforma.

Stump asintió. Dijo:

—¿Creció usted en ella?

Billy frunció el ceño.

—Es, bueno, ¿tiene algo de malo?

—No, eh, por supuesto que no, sólo es que, a menudo, cuando crecemos en una casa no tenemos la sensación de que esa casa pueda necesitar una pequeña reforma.

—Bueno, tal vez la necesite —admitió Billy.

—Bien. No importa. —Stump seguía anotando cosas. Billy se preguntaba qué clase de cosas podía estar anotando—. ¿Cuándo ha dicho que podría ir a verla?

—No sé, eh. —Bill no podía dejar de pensar en el señor How­ling, en Ray Ricardo, en Archie Krikor, en la señora MacDougal, en Rosey Gloschmann, en Don Gately, en, qué demonios, todo el mundo, en todo el mundo que (DE NINGUNA MANERA) podía enterarse de lo que pensaba hacer porque lo que pensaba hacer era (VENDER SU CASA) y (LARGARSE) y él no podía (LARGARSE) porque si lo hacía el motor de aquel desapacible agujero, aquella ridícula tienda de ridículos souvenirs, se apagaría, se apagaría para siempre, ¿y qué sería entonces de ellos? ¿Qué sería de todos ellos?—. ¿Mañana?

—Uhm, mañana, . Déjeme echar un vistazo a mi agenda pero supongo que no habrá ningún, eh, problema. —Stumpy abrió el primero de los cajones de su mesa, sacó su enorme agenda y echó un vistazo, sabiendo que, evidentemente, estaba, por completo, en blanco—. Ajá. Bien. Tengo un pequeño asunto pero puede esperar —mintió, y alzando la vista hacia su primer cliente, preguntó—. ¿A las diez le parece bien?

—Claro, lo que usted, ehm, diga.

—Estupendo, pues —dijo el agente inmobiliario—. Anotaré su dirección y le veré allí a las diez —dijo a continuación—. Apuesto a que no tardaremos en venderla. Es, disculpe si le parezco un poco entrometido, pero ¿ha intentado venderla antes?

Bill sacudió la cabeza.

—No —dijo.

—Entiendo.

—Y debo pedirle una cosa, señor MacPhail —dijo Bill.

Stump clavó sus diminutos ojos de roedor en los esquivos ojos de su primer cliente y dijo (DISPARE, SEÑOR PELTZER).

—No puede hablar de esto con nadie.

—¿Disculpe?

Stump frunció el ceño. El ceño de Stump era el ceño de un coleccionista de casas diminutas. También era el ceño de un coleccionista de cisnes aún más diminutos.

—Nadie en Kimberly Clark Weymouth puede enterarse de que mi casa está en venta, señor MacPhail. Ni siquiera mañana yo estaré allí. Le daré una copia de las llaves y usted le echará un vistazo. Entre por la puerta trasera y asegúrese de que nadie le ve hacerlo.

—¿No va a estar usted allí?

—No puedo estar allí, señor MacPhail. Acabo de decírselo. Nadie puede enterarse de que mi casa está en venta.

—Y cómo espera que, je, señor Peltzer, ¿cómo espera que la venda? Si no, eh, si no me deja usted decírselo a nadie, es, bueno, ¿no va a resultar imposible?

Stumpy sonrió.

Aquel primer cliente también era un espejismo.

Un espejismo con un gorro de cazador a cuadros.

Un gorro de cazador a cuadros con orejeras.

Su anterior primera clienta también lo había sido.

Sólo que ella no llevaba un gorro de cazador a cuadros con orejeras sino un librito titulado Señorita, ¿por qué no se dedica usted también a esto? No es tan complicado. Lo firmaba un tal Russ Kermack, un famosísimo mago.

—No lo sé, señor MacPhail. Lo único que sé es que si alguien descubre que esa casa está en venta, no va a conseguir usted venderla.

Desde que había recibido aquella carta, la carta de la oficina de (DEFUNCIONES) de la siempre soleada Sean Robin Pecknold, la carta en la que el Departamento de Bienes Inmuebles de la ciudad le comunicaba que, tras la muerte de la señora Mackenzie, él, Billy Bane Peltzer, era el único (DEPOSITARIO) de la que había sido su vivienda habitual, el hijo de Randal Zane Peltzer había dejado de pegar ojo. Lo hacía, de vez en cuando, y a menudo tenía pesadillas, pesadillas en las que no hacían más que llegar a su casa, y a la tienda, y también a la casa de su tía Mack, cuadros, cuadros como postales firmados por su madre, Madeline Frances Mackenzie, desde cientos, miles, de rincones del mundo, rincones que él jamás pisaría porque estaba enterrado en aquel agujero, aquel agujero horrendo y helado. Pero, también, algunas veces, pocas, soñaba con aquel gorro, su gorro de cazador, saliendo despedido por la ventanilla de un coche, un segundo antes de que el coche arrancara y se alejara (OH, ) definitivamente de (ALLÍ). El coche era un todoterreno diminuto y polvoriento. En el asiento trasero había un perro, un bobtail enorme. Era el bobtail enorme de Sam, y parecía, por una vez, qué demonios, feliz.

—Está bien —dijo Stump—. Deje que lo piense —dijo. Seguía sonriendo. Sonreía abiertamente. Aquello no le gustaba. No le gustaba en absoluto. ¿Cómo demonios iba a vender una casa si no podía enseñarla? (PIENSA, STUMP), se dijo, (PIENSA), pero no tuvo que pensar demasiado, le bastó con echar un vistazo a aquel folio en el que había escrito lo que demonios fuese que hubiera escrito y en el que también había dibujado, junto al nombre de la calle, junto aquel (MILDRED BONK), una pequeña casa, la casita en la que vivían los Brooke, la familia protagonista de su novela favorita, para darse cuenta de que allí, ante su (¡LOADO SEA NEPTUNO!), primer cliente, tenía la solución a su problema, sólo le faltaba escenificarla, así que (OH), se dijo, y a continuación se dio un golpecito en la frente, como si acabara de caer en la cuenta de algo, (ALGO REALMENTE IMPORTANTE), se golpeó la frente y dijo (¡POR SUPUESTO!), dijo—. ¿Qué me dice de los lectores de Louise Cassidy Feldman? —Y como si al decirlo, aquel raído ejemplar de La señora Potter no es exactamente Santa Claus en el que no había reparado al entrar acabara de chistarle desde aquella estantería afortunada, Bill cayó en la cuenta de que tenía delante a uno de aquellos ruperts, es decir, uno de aquellos amantes de aquella novela del demonio, ¿acaso no lo había visto en la tienda? ¿No era aquello que se insinuaba en otra de aquellas atestadas estanterías una pequeña colección de duendes veraneantes? ¿No había tras ellos una de aquellas desagradablemente enormes señoras Potter?—. ¿Ha oído hablar de ella, verdad?