30

Oh, he aquí el capítulo en el que nada importa excepto WILLAMANTIC, porque en él se relata cómo Madeline Frances se fue de casa, después de pedirle un deseo a la señora Potter que la señora Potter concedió

 

 

Había empezado, Madeline Frances MacKenzie, a pintar aquellos cuadros que hacía llegar a su hijo y también a su marido cuando su marido aún existía, y que, más que presumidas postales de los supuestos lugares de todo el mundo en los que, para ellos, se encontraba, eran paisajes interiores, pedazos de aquella, su otra vida detenida, la vida que dio comienzo cuando conoció a Keith Joyce, el tipo Underhill, sus enormes manos también manchadas de pintura, aquel olor que era su mismo olor mezclado con el olor a cigarrillos, la mirada perdida, el diminuto pincel asomando siempre de algún bolsillo, nada más poner un pie en el estudio de la calle Ottercove de aquel lugar tan cercano al presidio de Willamantic que en su mente no podía llamarse de otra manera que Willamantic. Lo había hecho para decirse a sí misma que la escisión no era más que eso, una escisión, y ella seguía ahí, en alguna parte, lanzándoles mensajes desde un presente ausente, como lo haría un fantasma que un buen día no hubiese tenido otro remedio que elegir entre seguir siendo de carne y hueso o convertirse en algo parecido a una etérea inspiración, porque a eso, se decía, aspiraban sus cuadros, a decirle a su hijo, y también a Randal, que ella seguía ahí, con ellos, pero lejos, un lejos que impedía que se sentara malhumorada a la mesa por las noches, que apenas intercambiara palabra con nadie y que cuando lo hiciera, su ferocidad asustase, que disparase su frustración contra todo. Podría decirse que sus cuadros jugaban a sustituirla, conteniéndola a ella, y la posibilidad de otro mundo, uno en el que no existía aquella tienda, ni Kimberly Clark Weymouth, ni la forma que había tomado, con el tiempo, su familia, aquella familia que podía haber sido tantas otras cosas y había acabado siendo aquello, una casa en Mildred Bonk, una obsesión, un montón de lienzos esperándola, un niño que coleccionaba historias de ayudantes porque prefería ser la sombra de cualquiera a ser su propia sombra.

Los Peltzer tenían un pequeño coche. En la época que precedió a La Partida, Madeline se subía a él cada día y se alejaba tanto como podía de Kimberly Clark Weymouth. Llenaba el maletero de lienzos en blanco, y a veces ni siquiera se despedía. Salía de casa a primera hora de la mañana, y regresaba, a menudo, cuando Bill ya llevaba un buen rato durmiendo. Solía llamar cuando descubría que era demasiado tarde para llegar a tiempo de darle las buenas noches a Bill. Lo hacía siempre desde algún bar, con ruido de fondo. Bill imaginaba entonces que su madre estaba en algún tipo de guerra. Salía a luchar, de la forma en la que fuese que debía lucharse para regresar a casa con uno de aquellos cuadros pintados, y volvía y a veces se metía en su cama y le pedía perdón, le acariciaba el pelo, y se dormía, y ella creía que Bill no estaba despierto pero Bill estaba despierto y no importaba lo mucho que hubiese deseado quedarse en casa de su tía. Jamás hubiera dicho que lo que sentía era felicidad porque era un niño y aún no sabía en qué consistía la felicidad pero se decía que no había nada en el mundo por lo que quisiese cambiar aquel momento. Luego amanecía y ella había desaparecido, o estaba en la mesa de la cocina, desayunando y dibujando. Al verle, le guiñaba un ojo, y palmeaba la silla que tenía más cerca para que se sentase, y entonces se ponía en pie y le servía (UN CAFÉ), en realidad, un vaso enorme de leche. A veces su madre se comportaba como si estuviera dentro de una de aquellas películas que veían los sábados por la tarde y cuando lo hacía Bill sabía que las cosas iban bien, que el día anterior había vuelto de aquella guerra con uno de aquellos cuadros pintados, y Bill no sabía cómo imaginarla allí fuera, Bill sabía en qué consistía pintar un cuadro, pero ¿era distinto cuando no estaba en casa? A menudo Bill se imaginaba a alguien plantándose ante ella y pidiéndole que pintase algo mientras a su alrededor arreciaban las balas de, tal vez, pintura, o simplemente la imaginaba yendo a algún tipo de oficina en la que el trabajo de oficina consistía en pintar cuadros.

Había ocurrido en más de una ocasión. Que se había hecho demasiado tarde y ella seguía allí, en algún lugar, lejos, así que llamaba a casa y si era Bill quien descolgaba, decía

(MAMÁ ESTÁ EN CAMINO, DIENTECITOS), pero si era Randal quien lo hacía, se quedaba en silencio y esperaba que fuese él quien hablase.

Al principio, él había hablado.

Había dicho:

—Maddie, ¿eres tú?

Y ella no había dicho nada.

—¿Vas a volver, Mad?

Y ella había seguido sin decir nada. Y entonces, en ocasiones lo que seguía era un simple (HE PREPARADO LA CENA, MADD), pero en otras era un doloroso:

—¿Qué he hecho mal, Maddie?

En cualquier caso, la cosa siempre terminaba con una especie de súplica:

—Lo siento, Madeline. No sé qué he podido hacer mal, pero si he hecho algo mal, lo siento de verdad. Vuelve. La cena está lista. La meteré en el horno para que no se te enfríe. Me acostaré, acostaré a Bill. Es decir, quiero que sepas que no tenemos por qué hablar de nada de esto. No importa lo que sea que esté pasando. A lo mejor no está pasando nada. ¿Me he perdido algo, Madd? Espero no haberme perdido nada, pero si me lo he perdido, no importa. De veras, sea lo que sea lo que está pasando cuando sales, lo entiendo.

Y a veces, Madeline se limitaba a colgar, y otras veces decía:

—No, no lo entiendes, Randie.

Y luego colgaba.

Pero siempre volvía a casa.

Se subía en aquel pequeño coche, con el lienzo ya seco, y volvía a casa. Cuando llegaba, Randal se comportaba como si el día no hubiese existido. Más bien, como si ella volviese del trabajo, un trabajo de oficina en algún tipo de lejana ciudad, y le contaba cómo había ido en la tienda, y cómo le había ido a Bill en el colegio, y ella se sentaba en el sofá y veían juntos la televisión, y a veces ella le pasaba la mano por el pelo, y él sonreía, pero ella no decía nada, y luego él se iba a la cama, y ella se quedaba dormida en el sofá, o se tendía a su lado cuando él ya dormía. Las veces en que llegaba a casa y Randal se había acostado, se metía en la cama de Bill, y dormía abrazada a él, y entonces Bill se decía que tal vez la culpa no fuese suya, que su madre no se iba de casa cada día porque no le soportase, pero a la vez deseaba ser enormemente pequeño como para viajar al día siguiente en el bolsillo de su camisa, o en el estuche de sus pinceles, para ver lo que realmente ocurría allí fuera, porque ¿qué ocurría allí fuera?

Lo que ocurría era que instalaba su caballete en algún lugar y trataba de pintar, y a veces lo conseguía, y otras veces simplemente volvía a meterlo en el coche y se metía en un bar o se sentaba en un banco y se decía que aquello no podía continuar. ¿Dónde demonios estaba pisando? Se sentía, Madeline entonces, como una astronauta. Alguien lanzado al espacio exterior sin ningún fin. Alguien condenado a vagar por el vacío, pero un vacío con aparente aspecto terrenal. Ella miraba alrededor y veía árboles, una calle asfaltada, coches, oficinistas camino del trabajo, pero nada era tangible, todo parecía estar ahí sin estarlo en realidad. Era, la realidad de aquellos días, un espejismo, una invención en la que ella, como el elemento sobrante del cuadro, no era bienvenida. Se inició en ese momento una de sus etapas como artista, la que terminó en el instante en que se instaló en el estudio de la calle Ottercove. Su principal característica tenía que ver con aquel elemento sobrante. Madeline Frances pintaba algo fuera de lugar en cada uno de sus cuadros.

Aquel algo era ella misma.

Pasó el tiempo. Nada cambió. O sí. El humor de Randal. Porque puede que las primeras veces, tan distraído como solía estar, ni siquiera pareciese haber advertido su ausencia, o más bien, incapaz de saber qué hacer con ella, hubiese tratado de ignorarla, pero con el paso del tiempo, su carácter fue volviéndose esquivo y agrio, triste, porque no le gustaba lo que pasaba pero tampoco tenía forma de detenerlo, y ni siquiera sabía cómo entenderlo. ¿Estaba queriéndole decir que su vida con él no tenía sentido? ¿Que, tal vez, no lo había tenido nunca? ¿O estaba perdiendo la cabeza? Y si era así, ¿la perdía simplemente, o la perdía por alguien?

Cuando, tras La Partida, y transcurrida una semana en la que apenas se produjeron dos llamadas de teléfono en las que ella se limitó a decir que estaba bien, los Peltzer, padre e hijo, recibieron el primer cuadro, aquel cuadro llamado Keith en el que una triste y solitaria ardilla se detenía en la orilla de un río helado dispuesta, al parecer, a cruzarlo, pero no llegando a cruzarlo nunca, Randal se dijo que sin duda la había perdido por alguien y que ese alguien era un alguien llamado Keith.

Y en parte no se equivocaba.

Madeline había conocido a Keith Joyce Underhill en un bar de la pequeña Betty Hadler Winton. Se había detenido allí para, precisamente, tratar de pintar el río que la atravesaba. Que el río se llamase como el tipo Underhill era lo que Don Gately, de Frigoríficos Gately, consideraría (UNA MALDITA COINCIDENCIA).

Lo era, sin duda.

Aunque cuando Madeline empezó a pintar Keith no tenía ni la más remota idea de que el hombre por el que lo dejaría todo iba a llamarse también Keith. Cuando Madeline empezó a pintar Keith sólo se estaba diciendo a sí misma que aquel río era, como ella, algo que nadie más podía ver. Porque, no lo olvidemos, el río que cruzaba Betty Hadler Winton era un río altamente frecuentado, pues era en él donde operaba la flota de cruceros que dirigía, también casualmente, Lizzner Starkadder, la mujer del nuevo fichaje del Doom Post. Y como río altamente frecuentado, Keith era un río querido que, sin embargo, como ella, no tenía por qué sentirse debidamente querido. Madeline había optado por eliminar todo lo que veía, es decir, todos aquellos barcos, y quedarse con el río, reimaginarlo, de la misma manera en que se reimaginaba a sí misma entonces, solo. No creía que se sintiera mejor. Al fin y al cabo, no era más que un río y no podía sentirse de ninguna forma, pero sí que, se decía, era más él.

—No sé si soy más yo, Madd —le dijo el río.

—Por supuesto que sí.

—No lo sé, Madd, ¿qué es ser más yo?

—No necesitas esos barcos.

—No sé si los necesito, Madd, sólo sé que sin ellos estoy solo.

—Eso es. Estás solo y puedes hacer lo que te venga en gana.

El río pareció pensarlo un minuto. Luego dijo:

—Soy un río, Madd.

—¿Y, Keith?

—No hay mucho que un río pueda hacer a menos que ser un río cuente.

Ciertamente, Keith tenía razón, pero para Madeline, Keith no era sólo un río, era, como todo lo que pintaba, una extensión de sí misma. Es decir, Madeline pensaba en sí misma mientras pintaba a Keith. Se decía, Estarás sola, y una ardilla podrá cruzarte.

¿Y quién era aquella ardilla?

Aquella ardilla era todo lo que podía imaginarse haciendo.

Todas las posibilidades.

La noche del día en que empezó a pintar el río Keith, Madeline hizo lo que hacía siempre que no quería volver a casa. Se metió en un bar, pidió una cerveza, se la bebió, pidió otra, sacó su libreta, y empezó a dibujar. Al poco, una mujer quiso saber si aquello que asomaba del bolsillo de su camisa era un pincel.

—¿Eso de ahí es un pincel? —preguntó.

Y parecía una pregunta estúpida, puesto que no había ninguna duda de que lo que sobresalía del bolsillo de su camisa era un pincel, pero en realidad era el primer recuerdo de otra vida. Porque así fue cómo empezó todo.

Con una pregunta estúpida.

La mujer se llamaba Beth Ann. Trabajaba en el colmado de Willamantic. Había dejado a su marido por una de las presas. Sus amigas se habían negado a aceptarlo, y habían desaparecido. Bebía más de la cuenta, decía, pero era algo temporal, porque ellas (VOLVERÍAN). (VAN A TENER QUE ACEPTARLO), decía, (RUX HA SIDO UN MAL TIPO TODA SU VIDA, Y LO ACEPTARON, ¿POR QUÉ NO VAN A ACEPTAR A ABILENE?). Beth Ann no podía entender por qué sus amigas ya no eran sus amigas.

—Están de su parte —decía.

—¿Por qué demonios están de su parte? —decía.

Madeline se encogió de hombros, divertida.

—Oh, disculpa, ni siquiera sé cómo te llamas. A veces una pasa demasiado tiempo sola y olvida que el mundo tiene reglas.

—No te preocupes —dijo Madeline.

Fue entonces cuando dijo lo que dijo.

Fue entonces cuando dijo:

—¿Eso de ahí es un pincel?

Y Madeline respondió:

—Ajá, eso parece.

Madeline acababa de retocarse los labios. Se había anudado un pañuelo en el pelo y cuando sonreía lo hacía con la despreocupación con la que lo haría alguien que no tiene por qué volver a casa puesto que no hay nadie esperándola en ninguna parte.

—Entonces te llevarás bien con Joyce.

Madeline frunció el ceño.

El ceño de Madeline era francamente atractivo.

Rubio, ligeramente salvaje, encantador.

—¿Joyce?

—Ese tipo de ahí —dijo Beth Ann. Señaló la espalda ancha de uno de los tipos que había acodados en la barra. Sorbió de su copa—. También lleva un par de esos encima. Sé que no es asunto mío, pero ¿qué demonios hacéis con ellos?

—¿Pintar? —dijo Madeline.

La mujer entrecerró los ojos. El maquillaje le había deformado la cara. Era una cara vieja que pretendía ser algo más que una cara vieja, pero que sólo era un dibujo mal hecho de una cara vieja.

—Nah, sólo los mocosos pintan —consideró la mujer. Soltó una agreste carcajada y apuró su copa, e interrumpió a Madeline cuando ésta quiso reprender aquella absurda sentencia—. Da da da da, pequeña —dijo, para detenerla—. Lo sé. Oh, Beth Ann, no seas ridícula, ¿quieres? —Imitó a alguien de voz aflautada riéndose de ella—. ¿Qué eres, Beth Ann, una cavernícola? —prosiguió—. Yo sé de qué me hablo, querida. Joyce y tú, bueno, mira esos brazos. Es lo único que echo de menos de Rux. Sus malditos brazos. Los brazos de Abilene no son unos buenos brazos. Son como los míos. ¿Has visto mis brazos? Son como almohadillas. Almohadillas enormes. Incomodísimas.

Brazos como almohadillas, pensó Madeline.

Imaginó un brazo y le colocó una almohadilla encima, y tra­tó de que funcionaran juntos. Iban bien vestidos, salían a cenar, acababan de conocerse. Se gustaban pero no sabían si aquello iba a funcionar. Uno y otro querían casarse pero no podían soportarse, y dudaban que alguien pudiese llegar a soportarles algún día.

—Está casado.

—¿Quién?

—Joyce.

—Oh, Joyce.

—Pero no se lleva nada bien con esa mujer preciosa que tiene. ¡Oh, querida! ¡Si esa mujer quisiera, yo podría llevarla al fin del mundo! Pero tengo que conformarme con Abilene. Abilene no es una buena chica, pero supongo que me quiere. Eso es lo que dice. Dice, Te quiero, Beth Ann. Pero yo me pregunto, Maddie. —Mi nombre es Frances, Beth Ann—. Oh, Frances, lo siento, Frances, pero yo me pregunto, ¿de qué manera quiere alguien a otro alguien que no conoce en absoluto?

Aquello ocurría todo el tiempo en todas partes, pensó Madeline. Tú tenías una vida corriente y creías que era sólo tuya, pero a tu alrededor la gente te utilizaba para todo tipo de cosas. Estabas expuesto, como lo estaría cualquier producto más o menos llamativo en un escaparate, y cualquiera podía fantasear con poseerte. O haberlo hecho. O hacerlo sin descanso. Madeline lo hacía. Lo hacía todo el tiempo. Pero su posesión no era física sino mental. Madeline poseía buena parte de lo que veía, porque así funciona la mente del condenado a crear. Todo lo almacena para, tarde o temprano, recurrir a ello, como quien recurre a una alacena en la que los tarros no están llenos de mermelada sino de otras vidas. Así, por ejemplo, la ardilla que se detenía ante Keith, el río, ladeaba la cabeza como lo habría hecho su madre, Barbara Elliot MacKenzie, y tenía la misma expresión bobalicona que había tenido el peluche favorito de Mary Margaret, su hermana, la prodigiosa Mack Mackenzie, que había sido también, por supuesto, una ardilla.

—Tiene una hija.

—¿Abilene?

—No, querida, Joyce.

Joyce, se dijo Madeline, y, como si la hubiera oído pronunciar mentalmente su nombre, el tipo Underhill, Keith, se dio media vuelta y la miró, y, por un momento, todo lo que poblaba la mente dolorosamente desesperada de Madeline Frances, desa­pareció. La sensación fue la de haber sido invadida por una diminuta y extraordinariamente ardiente civilización extraterrestre. ¿Qué demonios era aquello? Perdió el aliento, enrojeció, se sintió, de alguna extraña forma, magnetizada por cada gesto de aquel tal (JOYCE), atraída sin remedio hacia lo que parecía un campo gravitacional de irremediable absorción, es decir, un campo gravitacional que se quedaba con todo aquello que encontraba a su paso. Madeline podía, de repente, oírle respirar, y notaba su aliento, y el ardor de su piel, y hasta su olor, aquel olor que era su mismo olor mezclado con el olor a cigarrillos. Llevaba la camisa arremangada, y el pelo, rubio, ligeramente largo, sucio. A la atracción física se sumó, instantáneamente, en aquella mirada, un sentimiento de pertenencia también inexplicable. No era sólo que tuviera la sensación de conocerlo, sino que lo hacía de forma íntima. Sabía, Madeline, por ejemplo, que una vez había sido un niño al que nadie nunca se tomaba en serio, y que había encontrado su primera caja de lápices de colores en un armario. El armario era un armario del que solía hablarse en pasado, como si hiciera demasiado que había dejado de existir. Al niño Joyce aquello le intrigaba de tal manera que un día no pudo evitar abrir sus puertas y empezar, de alguna forma, a comunicarse con él. Fue cogiendo uno a uno todos los objetos que encontró en su interior, y se los llevó a su cuarto. Pasó un tiempo con ellos, preguntándose en qué momento empezarían a desaparecer. Ninguno lo hizo. Y, uno a uno, los fue devolviendo. Pero hubo uno del que fue incapaz de desprenderse. Más bien era que, cuando se metía en la cama por las noches, se preguntaba si estaba pasando tanto miedo como él o aún más allí dentro. Después de todo, no tenía, como él, un mullido colchón sobre el que reposar, ni podía cubrirse con ningún tipo de sábanas. Tampoco tenía una mesita de noche, y ninguna luz que encender para esperar, leyendo, a que el sueño viniese a buscarle. Tampoco habría sabido qué hacer con todo eso de tenerlo porque el objeto en cuestión no era más que una caja de lápices de colores. Aquello era, a todas luces, se dijo Madeline, un recuerdo, pero sabía que era un recuerdo cierto, y se enamoró perdidamente de él. La cuestión era, ¿cómo había viajado del cerebro del tipo Underhill al suyo? ¿Lo había hecho, en realidad? ¿Habían empezado a compartir partículas, partículas esenciales, al activarse aquel invasivo campo gravitacional que sólo parecía incluirlos a ellos dos? Madeline Frances no sabría decirlo, pero tenía la sensación de que aquella caja de lápices siempre había estado allí, escondida, en algún lugar de su cerebro, un lugar al que sólo podía accederse si se tomaban una serie de decisiones, si te apartabas del camino, pero ¿acaso había un único camino? ¿Vivíamos todas las veces la misma vida o cada vez que el universo se contraía y volvía a expandirse elegíamos una distinta? Tal vez no ocurría a menudo que una vida y otra se cruzaran y por eso Madeline Frances no había sentido nunca nada parecido a lo que sintió cuando el tipo Underhill la miró. La posibilidad de que hubiese existido también siempre aquella otra vida en la que ni Randal ni el pequeño Bill existían, o lo hacían pero no importaba porque ella tomaba otro camino, y era un camino que, a juzgar por lo que sentía por el tipo Underhill, cómo era capaz de reconocer incluso su tacto a distancia, ya había tomado en alguna otra ocasión, ¿recordaba lo que fuese que fuésemos? ¿Recordaba todas esas otras posibilidades? Oh, no, Madeline ni siquiera creía que esas posibilidades existiesen. Madeline sabía que estaba inventando aquel campo gravitacional. Madeline sabía que aquel tipo sólo era una salida. Madeline sabía que lo que sentía por el tipo Underhill, era, por un lado, atracción, oh, Madeline sabía que si se acercaba a él no iba a poder evitar besarle, puede que no lo hiciese directamente pero se sentaría a su lado y fingiría interés, y luego bebería más de la cuenta y al final, le besaría, le besaría y luego le suplicaría que salieran de allí, le diría (JOYCE), le diría, (SALGAMOS DE AQUÍ), y saldrían de allí, él la cogería de la mano y saldrían, y después de aquello, todo cambiaría, después de aquello, las posibilidades serían distintas, ¿pero acaso existían las posibilidades? Existían, y Madeline las temía. Porque, lo que sentía por el tipo Underhill, por otro lado, era adecuación. Es decir, Madeline Frances jamás había conocido a nadie que pudiese reflejarla a la manera en que parecía poder hacerlo él y consideraba, en ese sentido, que Beth Ann ni siquiera existía, que ella misma la estaba inventando, había inventado a una mujer que provenía del lugar al que acabaría dirigiéndose cuando llegase el día de La Partida, (WILLAMANTIC), y que lo había hecho con el fin de creer que el tipo Underhill era aún más adecuado de lo que jamás podría llegar a serlo nadie. Tenía una mujer y una hija, y estaba, como ella, lejos de casa, pese a que era de noche, y a buen seguro habría alguien en casa preparando la cena, y ese alguien no era ninguno de ellos dos.

—Yo también tengo un hijo, y un marido, Beth Ann —dijo, y Beth Ann dijo que lo sabía, dijo (LO , QUERIDA), y ella no quiso saber cómo era posible que lo supiera porque tenía miedo de que la respuesta fuese algo parecido a (PORQUE NO EXISTO, MADDIE), porque ¿no la había llamado Maddie antes? ¿Y cómo podía haberla llamado Maddie si en ningún momento ella le había dicho su nombre?—. Pero no los echo de menos, Beth Ann, ¿por qué no los echo de menos?

—Estás aquí.

—Ya sé que estoy aquí, Beth Ann, pero ¿por qué no los echo de menos?

—Porque no estás en ninguna otra parte.

—¿Tengo que estar en alguna otra parte para echarlos de menos?

—Sí.

—¿Dónde?

—Allí.

—¿Allí?

—Te llevas contigo a todas partes, ¿verdad?

—No lo sé, ¿puede alguien no llevarse consigo a todas partes?

—Por supuesto que puede. Y los que no se llevan consigo a to­das partes no pueden evitar echarlo de menos todo. Pero cuando te llevas contigo a todas partes, ¿qué podrías echar de menos?

—Sigo sin entenderlo, Beth Ann.

—Piénsalo —dijo Beth Ann, aunque en realidad ya no era Beth Ann. Era una especie de alce con los labios tan suntuosamente pintados como lo habían estado los labios de Beth Ann—. Llevarse consigo a todas partes implica contener, a la vez, todos tus tiempos, y poder viajar entre ellos, ¿y no hubo un tiempo en el que tu marido y tu hijo no existían? —El alce hizo una pausa dramática durante el transcurso de la cual se apartó, con una pezuña del tamaño de una bombilla, el flequillo, que era rubio y marchito, como lo había sido el flequillo de Beth Ann—. Lo hubo, por supuesto, y dime, ¿qué podría ocurrir si ese tiempo se apoderase, una noche como esta, de ti? —El alce sonrió.

—No lo sé —dijo Madeline—. ¿Qué podría ocurrir?

—Oh, querida Madeline —dijo el alce, colocando sus dos pezuñas sobre la mesa, como si aguardara algo—. Si dejas que ese tiempo se apodere de ti, no habrá manera de que puedas echarles de menos porque esa Frances no sabe nada de ellos.

—¿Cómo puede no saber nada de ellos?

—Dime, Maddie, ¿quién eras esta mañana cuando saliste de casa?

—No te entiendo, Beth Ann.

—Oh, deja de llamarme Beth Ann.

—¿No eres Beth Ann?

—Por supuesto que no, soy un alce —dijo el alce, que a Madeline empezó a resultarle vagamente familiar—. Puedes llamarme Pennsy.

—¿No eres el alce de la señora Potter, verdad?

Pennsy alzó aquel par de pezuñas que había colocado juntas sobre la mesa. Su gesto decía algo parecido a (ME PILLASTE, QUERIDA). Lo corroboró diciendo:

—El mismo.

—No me gusta la señora Potter.

—Lo sé, pero dime, Maddie, ¿quién eras esta mañana cuando saliste de casa?

—No lo sé, ¿quién era esta mañana cuando salí de casa?

Pennsy encendió un cigarrillo. Lo sujetaba, mágicamente, entre el único pliegue de su pezuña izquierda. Durante los días que seguirían a aquel encuentro, Madeline trataría de explicarse de qué manera una mujer de mediana edad que decía trabajar en el colmado de la prisión para mujeres de Willamantic podía haberse convertido en el alce de la señora Potter. Llegaría a la conclusión de que la pregunta estúpida que había hecho que todo diera comienzo la había formulado ella, ella había preguntado aquel (¿ESO DE AHÍ ES UN PINCEL?) que había iniciado aquella suerte de escisión, aquel maldito desdoblamiento, oh, los días que siguieron a su encuentro con Keith Joyce en aquel bar, el Cussick Bar de la coqueta y, también, fría Betty Hadler Winton, fueron horribles, pues la sensación de Madeline era la de que estaba desapareciendo, allí, en la casa de Mildred Bonk, y, a su vez, apareciendo en alguna otra parte que, sospechaba, era aquella parte imaginada en el Cussick Bar, parte que, por otro lado, no dejaba de crecer, como si fuese un mural enorme al que, poco a poco, se le añadían detalles, detalles de una vida compartida en la que nada cabía, a excepción de la pintura, la pintura y aquel irreprimible, fogoso, amor, y el deseo, el hambre aún, por la vida, aquella vida que podía no acabarse nunca si se jugaban las cartas correctas, si se tomaban las mínimas decisiones, o sólo aquellas que no te desdibujaban, sólo aquellas que no hacían que un día, al despertar, hubieses dejado de reconocerte, y te preguntaras cuándo fuiste tú por última vez, (¿CUÁNDO FUI YO POR ÚLTIMA VEZ?), o si habías, en realidad, existido alguna vez, (¿LLEGUÉ A EXISTIR, EN REALIDAD, ALGUNA VEZ?), y la respuesta era siempre un nebuloso y triste y compasivo (QUIÉN SABE).

Quién sabe, te decías, y también, (¿ACASO IMPORTA?), porque, ciertamente, ¿acaso importaba? Aquel maldito alce le diría que sí, que (POR SUPUESTO) que importaba, porque así había sido como había terminado la extraña y, probablemente, del todo imaginaria conversación que habían mantenido en aquella solitaria mesa del Cussick Bar, había terminado con un (ERAS ), en respuesta a aquel (NO LO , ¿QUIÉN ERA ESTA MAÑANA CUANDO SALÍ DE CASA?), (ERAS ), le había dicho aquel maldito alce, y aquello había sido suficiente. Madeline había recogido sus cosas y, tambaleándose, había salido del local, se había metido en el coche, y había conducido hasta Kimberly Clark Weymouth, con el olor de aquel hombre, el tipo Underhill, (KEITH), por todas partes, sin que le hubiera apenas rozado, camino del baño, imaginando todo lo que podrían haber hecho en aquel baño, y haciéndolo al hacerlo, desdoblándose por primera vez, sintiendo que la posibilidad era real, y era aún más real si seguía siendo una posibilidad. Si seguía siendo una posibilidad, se decía Madeline, podía crecer y hacerlo en todas direcciones, porque aún todas las direcciones eran posibles.

Al llegar a casa, Madeline, aún sin poder pensar en otra cosa que aquel camino no tomado, sintiéndose, de alguna forma, acompañada por aquel rastro de olor que era su mismo olor mezclado con el olor a cigarrillos, se había metido en la cama de su hijo, Bill, y había seguido fantaseando, sin apenas aliento, con todo lo que pasaría a continuación, y ¿acaso podía siquiera imaginar, aquella Madeline Frances que era, sin duda, una Madeline Frances anterior a Randal Peltzer, anterior a Mildred Bonk, y sin duda, anterior al pequeño Bill, que el niño en cuya cama dormía, el niño que se abrazaba a ella como se abrazaría a su madre, era su hijo? No, no podía. Madeline Frances había retrocedido hacia algún lugar en el tiempo en el que aún no era otra cosa que ella misma. Sólo algo parecido podría explicar los días que siguieron a aquel primer encuentro con el tipo Underhill. En los días que siguieron a aquel primer encuentro, Madeline descuidó hasta la última de sus ocupaciones, y no sólo las descuidó sino que empezó a comportarse como si nada más que aquel otro mundo importase. Se despertaba tarde, erraba por la casa suspirando, y se extasiaba ante el lienzo en el jardín. Recogía sus cosas y salía y ni siquiera dejaba una nota, no decía cuándo iba a volver ni si lo haría, y el niño Bill volvía del colegio y la llamaba cuando entraba por la puerta, decía, (¿MAMÁ?), esperando que ella contestase, esperando que le dijese (¿QUÉ TAL EL DÍA, DIENTECITOS?), pero ella nunca estaba en casa y a veces el niño Bill caminaba hasta la tienda de su padre y otras veces no lo hacía, otras veces simplemente se quedaba mirando aquel montón de pinceles manchados de pintura y le pedía a la señora Potter que los eliminase y otra veces le pedía convertirse en uno de ellos para poder viajar en el bolsillo de la camisa de su madre.

En las semanas que precedieron a La Partida, Madeline Frances se convirtió en una suerte de nebulosa que a ratos canturreaba, y a ratos simplemente se mostraba inquisitivamente irascible. Y esto ocurría porque caía en la cuenta de que aquello que la rodeaba era, de algún modo, cierto, y ella no quería que lo fuera. Se diría que la Madeline Frances que no sabía de la existencia de su familia tiraba de ella hacia aquel otro mundo en el que sólo existían las posibilidades, y quizá fue eso lo que impidió que pasase nada de lo que esperablemente debía haber pasado cuando La Partida se hizo efectiva. Porque lo que ocurrió cuando, finalmente, Madeline se decidió a meter algunas cosas en una maleta y largarse fue que se quedó por completo petrificada. Se instaló en un pequeño estudio, el pequeño estudio de la calle Ottercove, y no movió un dedo. Regresó, noche tras noche, al Cussick Bar, se tomó una pinta de cerveza, y siguió fantaseando con una vida perfecta que, para ser perfecta, debía desarrollarse únicamente en el lugar en el que nada podía ir mal: su cabeza. Cuando acabó Keith, el cuadro, lo envió a casa como quien envía una carta de disculpa. (SÓLO PRETENDÍA VOLVER A SER YO), imaginó que decía el cuadro, aquel río al que había extirpado los cruceros ante el que se detenía una ardilla decidida a cruzarlo que, sin embargo, jamás llegaba a hacerlo. No volvió a casa, aunque podría haberlo hecho. Podría haber metido sus cosas en la maleta y haber vuelto a subir al autobús y ni siquiera tendría que haber olvidado a Keith Joyce. Podría haber seguido fantaseando con aquella vida perfecta. Podría haberse, ella también, extirpado de la realidad sin tener que abandonarla, pero ¿acaso era algo así posible? Para extirparse de la realidad debía, en primer lugar, desubicarse, y el tipo Underhill había sido sólo la excusa para hacerlo. Un camino en mitad del frondoso bosque de aquel, entonces, yo en necesaria expansión.

No había vuelto a casa y aunque hizo esfuerzos por convencerse de que era cosa de la culpa, que la paralizaba, y hasta de que era preferible aquella etérea presencia en la distancia, todos aquellos cuadros, a la desestabilizadora y cruel presencia real, lo cierto era que si se había instalado en aquella especie de limbo era porque le gustaba. Porque, por primera vez, se sentía real. No existía nada más que ella y sus pinturas. Nada amenazaba con evaporar su existencia. Curiosamente, en ese otro mundo deshabitado, era la realidad la evaporable. Si Madeline Frances tocaba todo lo que veía, y lo hacía, sobre todo al principio, con algo parecido a cierta satisfacción, era porque creía que si le resultaba vaporoso, intangible, era porque, realmente, podía serlo. Allí, al otro lado del espejo, días y noches eran indistinguibles, y todo lo que alguna vez había soñado, era aún posible. Quizá por eso tuviese aspecto de sueño. Una noche, perdida por completo en sus pensamientos, escribió en un pedazo de papel (PEDÍ UN DESEO Y LA SEÑORA POTTER ME LO CONCEDIÓ PORQUE ME PORTÉ MAL, RAND) y, al día siguiente, lo metió en un sobre y se lo envió a su marido por correo. Se diría que el gesto era un gesto despiadado y feroz, pero a Madeline Frances, tan inmersa en aquel otro mundo en el que todo había dejado de existir a excepción de lo que se le pasaba por la cabeza, no se lo pareció. A Madeline le pareció un intento de comunicación entre su imaginario en formación y el otro mundo en el que, desde el principio, había vivido su marido, aquel hombre del futuro que se había quedado en el pasado. La misiva no fue recibida, sin embargo, de tan inocente forma. Randal la consideró una burla. ¿Se reía, acaso, de él? Randal la imaginó retozando con aquel tal (KEITH), y luego se la imaginó mirándole a los ojos, divertida, con un cigarrillo quizá en los labios, o puede que restos de lo que fuese porque, oh, en el cerebro de Randal, la vida de Madeline era una orgía de sexo salvaje, convencido como estaba de que aquel tal (KEITH) estaba follándosela como él nunca se había atrevido a follársela y como ya nunca se la follaría, ¿y qué hacía él? Él llevaba a su hijo al colegio y luego iba a buscarlo y a veces se olvidaba de ir a buscarlo porque estaba rompiendo platos, rompía platos y también rompía tazas, y lloraba, y compraba cigarrillos y luego los destrozaba, porque, desde que Madeline se había ido, no soportaba que las cosas no estuviesen rotas, así que destrozaba cada pequeña cosa que encontraba a su paso, se agujereaba pantalones y jerséis, tiraba de las costuras hasta que las costuras cedían, y luego se metía en el coche y conducía hasta (LA SEÑORA POTTER ESTUVO AQUÍ) y a veces encontraba al pequeño Bill en la puerta triste y con el ceño fruncido, y entonces, oh, entonces Rand deseaba que ella nunca hubiese existido, porque no podía evitar imaginarla diciéndole a aquel tal Keith (AHORA VERÁS, MUÑEQUITO), (VOY A ESCRIBIR ALGO EN ESTE PEDAZO DE PAPEL) (Y MAÑANA SE LO ENVIARÉ POR CORREO A RAND), (SERÁ DIVERTIDO, MUÑEQUITO), (LE DIRÉ QUE HA SIDO SU QUERIDA SEÑORA POTTER LA QUE ME HA OBLIGADO A HACERLO) (Y A LO MEJOR PIERDE LA CABEZA Y A LO MEJOR NO PERO QUIZÁ LA ODIE UN POCO) (¿CREES QUE PUEDE LLEGAR A ODIARLA UN POCO, MUÑEQUITO?). Pero antes de poder imaginar todo aquello, Randal tuvo que recibir la carta. Randal recibió la carta y, al comprobar el remite, (MADD), decidió que la pesadilla había acabado, que Madeline iba a regresar, que aquello era sólo el principio, (VA A PEDIRME PERDÓN), se dijo, (Y LUEGO VOLVERÁ), se dijo, (Y BILL VOLVERÁ A SER UN NIÑO Y YO VOLVERÉ A SER LO QUE FUESE QUE ERA ANTES DE TODO ESTO), se dijo, quizá por eso cuando la leyó, asaltó su propia tienda, hizo pedazos cientos de aquellos duendes veraneantes, y escribió, dolido como sólo podía estarlo un niño que hubiese crecido para descubrir que la señora Potter existía y le odiaba como a ningún otro niño, también, en un pedazo de papel, (LA SEÑORA POTTER SÓLO ERA UNA NIÑA TRISTE, MADD) (UNA NIÑA TRISTE QUE NO QUERÍA QUE EXISTIERAN LOS NIÑOS TRISTES, MADD) (¿POR QUÉ NO VUELVES A CASA?), y se sorbió, y se restregó los ojos porque había empezado a llorar, lloraba estruendosamente, tan estruendosamente que el único cliente que había bajado del autobús aquella mañana con la intención de comprar algo en la tienda, al abrir la puerta y oír el llanto, volvió a cerrarla y esperó pacientemente junto a ella hasta que todo hubo terminado. Pero en realidad nada terminó porque Randal no podía, como había hecho Madeline, meter aquella suplicante misiva en un sobre y confiar en que ella la leyera al recibirla porque no tenía una dirección a la que enviarla.

Así que se la envió a la señora Potter.

En el remite escribió (SÓLO OTRO ESTÚPIDO NIÑO TRISTE Y ENFADADO Y RIDÍCULO, CASI TAN RIDÍCULO COMO EL NIÑO RUPERT).

Luego el tiempo pasó. Ocurrieron cosas horribles. Randal se atragantó y murió, su hermana se desmayó en un tanque de agua y murió. Los Benson se instalaron en Mildred Bonk. Eileen McKenney llamó a Johnno McDockey y le pidió que escribiese sobre ella. El artículo lo ilustró curiosamente Keith, el cuadro. Kirsten James se interesó por él al día siguiente, (AMORCITO, PÁSAME ESO QUE HAS ESCRITO), se rumorea que le susurró a Johnno, y también, que eso fue lo último que le dijo. Porque en cuanto Johnno le pasó el Doom Post, abierto por la página en la que se encontraba el artículo, perdió la cabeza. Se enamoró locamente de Keith, el cuadro, y olvidó a Johnno. Llamó a una de aquellas fábricas de marchantes y pidió que le enviasen (CUANTO ANTES) a uno, (EL MEJOR). En aquella fábrica de marchantes estaban al corriente de lo significativo de aquella llamada, es decir, estaban al corriente de que hablaban con la mismísima Kirsten James, la ex (CHICA DEL TIEMPO), y ex mujer de (DANSEY DOROTHY SMITH), la ganadora de cientos de concursos de belleza, la, en aquel momento, excéntrica ermitaña que, a su vuelta a aquella fría ciudad cuyo nombre nadie acertaba a recordar, se había aficionado al tiro al pato de goma y a aquel holgazán poeta nadador por el que, inexplicablemente, había dejado a la secretaria del senador Lancelot Laird Gilligrass.

En cualquier caso, lo que ocurrió fue que la fábrica de marchantes envió a su mejor marchante, envió a la endiabladamente implacable Gayle Hunnicutt, y la endiabladamente implacable Gayle Hunnicutt tardó apenas una pequeña colección de minutos en localizar el cuadro. Gayle localizó el cuadro, se metió en un coche y condujo hasta Kimberly Clark Weymouth. Al llegar, y extrañamente atraída por algún tipo de fuerza narrativa, se detuvo a tomar un café en el (LOUS CAFÉ) y leyó entonces el famoso artículo de Johnno. Al descubrir la historia de Madeline Frances, una bombilla, una de una incandescencia insoportable, se encendió en su cerebro cazador. Oh, todos aquellos marchantes no eran otra cosa que cazadores de animales únicos. La bombilla era una bombilla parlanchina, claro, la clase de bombilla impertinente que se cree lo suficientemente lista como para decirte lo que debes hacer a continuación:

—No te limites a quedarte con ese cuadro, Hunn, ve a por el filete entero.

—Querrás decir el animal entero. El cuadro es el filete, bombilla estúpida.

—Oh, estúpidos humanos y sus estúpidos dichos.

—Oh, estúpidas bombillas sabelotodo y sus aún más estúpidas ideas.

—Yo no diría que la idea sea estúpida, Hunn.

—Oh, no lo es, pero llega tarde.

—¿Cómo puede llegar tarde si la idea soy yo?

—¿Olvidas que hablas con la implacable Gayle Hunnicutt?

En el transcurso de aquel ridículo intercambio de opiniones mental, Hunnicutt se las había ingeniado para organizar una pequeña exposición que le permitiría dibujar la carrera de aquella tal Madeline Frances Mackenzie, la artista más prolífica de Kimberly Clark Weymouth, en paradero desconocido desde hacía quién sabía cuánto tiempo hasta entonces. Lo complicado había sido que, al llegar, aquel chico, su hijo, no había querido saber nada de ella. Pero ella había repartido un puñado de tarjetas aquí y allá, sabiendo que era cuestión de tiempo que el chico entrase en razón. Pero no había sido el chico quien había entrado en razón. Había sido una chica. Alguna especie de agente, una sheriff en prácticas. No había sido ella quien la había llamado, sino Rosey Gloschmann, la tímida estudiosa de la obra de Louise Cassidy Feldman que, cuando no estaba releyendo cualquiera de las novelas de la autora de La señora Potter no es exactamente Santa Claus, se ocupaba del museo de la ciudad. Oh, no había demasiado de lo que ocuparse, pero aquella mañana, cuando la agente McKisco había llegado con los cuadros de Madeline Frances no había podido evitar comentarle aquel asunto de la marchante. ¿Podía llamarla y decirle que fuese lo que fuese lo que Bill no le había dejado hacer con ellos podía hacerlo porque los cuadros ya no eran suyos? Por supuesto. Así que Rosey había llamado a Gayle y Gayle había tardado apenas una colección de minutos en localizar a Madeline Frances. ¿Cómo lo hacía? Quién sabía. En la fábrica de marchantes, los marchantes aprendían a obrar aquel tipo de milagros, porque de aquel tipo de milagros dependía su trabajo, porque su trabajo, no lo olvidemos, consistía en cazar animales únicos. Gayle localizó a Madeline, se metió en un coche y condujo hasta Lurton Sands y, ataviada con su mejor arrullo de seda, tocó el (DING DONG) timbre del estudio de la calle Ottercove y se dispuso a romper la membrana que había separado a Madeline Mackenzie del mundo durante todos aquellos años. Lo único que hizo para romperla fue pronunciar las palabras mágicas en el exacto momento en el que Madeline Frances abrió la puerta. Y las palabras mágicas no eran (ENCANTADA, SEÑORA MACKENZIE) ni (SOY GAYLE HUNNICUTT), las palabras mágicas eran (MARCHANTE DE ARTE), las palabras mágicas eran (QUIERO ORGANIZAR UNA PEQUEÑA EXPOSICIÓN) y (¿LE IMPORTARÍA?). Fue pronunciarlas y volver, Madeline Frances, como si, realmente, algún tipo de hechizo se rompiera, a la vida. De repente, su consistente yo real, el yo real que había crecido hasta ocupar hasta el último rincón de aquel estudio, se insertó, intacto, en aquella otra realidad, la realidad real, que tan vaporosamente irreal le había parecido hasta entonces.

Como si hubiera estado esperando, sabiendo que aquel momento llegaría algún día. Que sólo era cuestión de tiempo.

Quizá por eso, lo primero que dijo fue:

(GRACIAS).