Embriagado por aquel éxito que no dejaba de crecer como crecían las barbas y los niños, pues al éxito de haber cerrado el trato, aquel trato millonario, con una famosa pareja de escritores, debía sumársele la adquisición, por fin, de su Harbor Motella, aquel pequeño edificio que iba a convertir en la cafetería en la que, cuando estuviese listo, quedaría con Ann Johnette para hablarle de su (CIUDAD SUMERGIDA), y cientos, puede que miles, de llamadas de la prensa de todas partes, por no hablar de los más que posibles clientes que se interesaban por aquel apartado y gélido lugar en el que podían comprarse casas encantadas, Stumpy MacPhail, en realidad, una todopoderosa versión de sí mismo, descolgó el teléfono de su oficina y, tras mantener una breve charla consigo mismo, de la que sólo dedujo que no había nada que temer, oh, (STUMPER), se dijo, pues así le había llamado en su artículo aquel periodista que era demasiado joven para tener toda aquella familia que decía tener, (STUMPER MACPHAIL), (NO TIENES NADA QUE TEMER), y no lo tienes porque tenías razón, (STUMPER), tenías razón y ella no, porque nadie aquí está (TIRANDO SU VIDA POR LA BORDA), llamó a su madre.
Antes de hacerlo, colocó su Harbor Motella en el taller de modelaje. Oh, a menudo ocurría que las piezas que compraba a Charlie Luke Campion, en tanto que piezas estándar, debían ser retocadas por sus más que hábiles manos de profesional aficionado al modelismo para que encajaran en aquella, su (CIUDAD SUMERGIDA). De hecho, para empezar, era complicado que ninguna de aquellas piezas encajara, pues todas estaban pensadas para ciudades no sumergidas, y eso era algo sobre lo que se moría de ganas de discutir con alguien. En más de una ocasión había intentado sacarle el tema a Charlie Luke pero Charlie Luke lo había esquivado. Charlie Luke estaba siempre muy atareado, o eso decía, pero ¿lo estaba, en realidad? Ninguna de las veces que había puesto un pie en la tienda se había cruzado con nadie. Lo que le había llevado a pensar que era su único cliente. Pero algo así no era posible, a menos que él también existiera en algún tipo de ciudad creada por algún tipo de aficionado al modelismo superior. ¿Y no sería eso maravilloso? Saberse al cuidado de alguien que no hacía otra cosa que pensar en ti, o que pensaba en ti lo suficiente como para crearte un hogar y una oficina en la que trabajar y hasta tu propia tienda de modelismo, era maravilloso. A Stumpy MacPhail le gustaba pensar en el mundo como en una inacabable colección de miniaturas. Algo que a su madre le parecía, por supuesto, una soberana (ESTUPIDEZ).
No se lo habría parecido, sin embargo, a la infatigable Bertie Smile. Oh, desde que había intervenido en aquella historia, la historia en marcha de la ciudad, no había vuelto a ser la misma, porque nada, a su alrededor, había vuelto a serlo. Es decir, si camino de Frigoríficos Gately no había observado nada que pudiese anotar en cualquiera de sus cuadernos era porque no había nada que observar. Sus personajes habían dejado, de repente, de producir historia propia para convertirse en meras herramientas del señor Howling, de la, en definitiva, Autoridad de aquella ciudad, que se resistía a aceptar que las cosas podían cambiar y que ya lo habían hecho, y pataleaban, sin saber muy bien por qué, porque las cosas habían cambiado. Todos tenían sus problemas, pero ninguno de aquellos problemas importaba entonces. Lo único que importaba era que aquellos autobuses podían empezar a dejar de llegar si la tienda de Bill permanecía cerrada durante el tiempo suficiente como para que se corriera la voz. Si nunca se habían planteado la posibilidad de que cualquiera de ellos podía sustituir a los Peltzer era porque nunca habían tenido que hacerlo. Tampoco era, después de todo, un gran negocio. A todos ellos les aportaba nuevos clientes pero jamás interesaría lo más mínimo a los habitantes de aquella ciudad, los verdaderos clientes de sus otros negocios, infinitamente más abundantes. A Bertie Smile también le gustaba pensar en el mundo como en una inacabable colección de miniaturas. Sólo que sus miniaturas tenían aspecto de historias encerradas en cuadernos. Y a lo mejor aquel FORASTERO STUMPY MACPHAIL no podía, como había creído en un primer momento, ordenar nada desde aquella otra diminuta Kimberly Clark Weymouth, porque, después de todo, no era un enviado del Modelista Superior. Pero ella sí. No era exactamente una enviada de nadie pero tenía en sus manos cientos de personajes que podía, fácilmente, controlar. Podía intentar, Bertie Smile, dirigir la trama. ¿O no era lo que ocurría, en parte, consecuencia de lo que le había contado a Bill? Dispuesta a no permitir que el señor Howling, y aquella Autoridad, se saliesen con la suya, empezó, Bertie, a escribir cartas como la que le había entregado, en mano, a Billy Peltzer, con el único fin de recordarles, a aquellos personajes suyos, que Kimberly Clark Weymouth era cientos de miles de cosas, y lo era porque cada uno de ellos también era cientos de miles de cosas, ¿y no podían, simplemente, dejarla en paz, dejándose, todos ellos, de una vez, en paz? Remitió una de aquellas cartas a, por supuesto, el Doom Post, recordándole que el mundo podía tener el aspecto que ella, Eileen McKenney, quisiese darle, y otra al alcalde Jules. (Alcalde Jules), decía la carta, (Perdone mi osadía, pero creo que necesita usted abrir los ojos. ¿No debería un alcalde anticiparse, como se anticipa un padre, o una madre, a lo que sea que sus hijos necesitan? Tiene usted una hija con talento, alcalde Jules, ¿y qué está haciendo? Oh, está ocupándose de sus cosas, y ella simplemente está tratando de hacerle sentir orgulloso, y ¿se siente usted orgulloso de lo que todas esas libretas que los habitantes de esta ciudad llenan de chismes están haciendo? No han entendido nada, alcalde Jules, pero no lo han hecho porque usted cree que puede cuidar de una ciudad descuidándola, pero todo aquello de lo que estamos a cargo necesita una dirección y si no se lo da usted, puede dárselo cualquiera, ¿y no es eso lo que está ocurriendo? ¿No está dándoselo cualquiera, y no está ese cualquiera obligando a la ciudad a sentirse tan atrapada como se siente él? Pregúntele al señor Howling por los trofeos de sus hijos, alcalde Jules, y por qué son los trofeos lo único que recibe de ellos, ¿no es eso lo que ellos creen que él quiere de ellos? No deje que esta ciudad crea que es una única cosa, alcalde Jules, y usted tampoco. Nunca es tarde para nada, alcalde).
Oh, podía no ocurrir nada.
Quién sabía, tal vez, aquello era lo que le pasaba al Modelista Superior.
Él hacía todo lo posible para que las cosas ocurrieran.
Y las cosas no ocurrían. El mundo, simplemente, le ignoraba.
Seguía su curso como si tal cosa.
Pero había que intentarlo, ¿no?
Stumpy también lo estaba intentando. Intentaba llamar a su madre. Pero el teléfono no dejaba de sonar. Puede que aquel maldito Howard Yawkey no pudiese verlo, pero estaba triunfando, no sólo era un agente audaz sino que la fortuna le sonreía, y aquella estatuilla, que estaba allí, en alguna parte, en una de las mansiones de Brandon Pirbirght, probablemente sintiendo que no importaba nada, rodeada como estaba de cientos de cosas que brillaban más que ella, pensaba en él a todas horas, se decía, (COMETIERON UN ERROR), y (TENGO QUE SALIR DE AQUÍ), pero ¿acaso podía una estatuilla Howard Yawkey Graham escapar? Podía, si Howard caía en la cuenta del error cometido, y se prestaba a corregirlo. ¿Y era algo así posible? Claro, se dijo, contemplando su agenda abierta, aquella agenda que, oh, después de todo ya no quería ser la agenda de ningún otro pues era una agenda ocupada, por fin, y ¿no estaba recibiendo ya llamadas de hombres y mujeres que darían cualquier cosa, (CUALQUIER COSA) con tal de que él considerase, apenas (CONSIDERASE), la posibilidad de tratar de vender su casa aburrida? Ellos, decían, habían hecho lo imposible para deshacerse de ellas, ¿y acaso lo habían conseguido? Oh, estaban francamente desesperados, y sabían que él era un hombre ocupado, después de todo, era un vendedor de casas milagro, y podían hacerse una idea de lo que aquello significaba, aquello significaba cientos de casas esperando pacientemente en una larga lista pero ¿había alguna posibilidad de que esa lista incluyese, tarde o temprano, su casa? Ellos esperarían, decían, esperarían pacientemente, porque necesitaban un milagro.
Stump pensó que, cuando el teléfono dejase de sonar, primero llamaría a su madre, por supuesto, y luego saldría de compras. Se compraría una pequeña colección de pajaritas nuevas, y un abrigo, un abrigo de gran agente, y unas botas, unas botas elegantemente peludas, y por qué no un escritorio, y algunas lámparas, y una silla, una silla nueva, y tal vez una butaca, una butaca en la que sentarse a reflexionar sobre la mejor manera de abordar la venta de todas aquellas casas aburridas. Tenía que empezar a comunicarse debidamente con aquel cerebro suyo, como imaginaba que hacía Myrna Pickett Burnside, ¿y qué mejor forma de empezar a hacerlo que tomando buena nota de cualquier cosa parecida a un consejo al respecto que ella pudiese brindarle?
—Hola, Myrna —le diría cuando la viera, porque iba a verla, muy pronto, él mismo había llamado a aquel tal Jeanie Jack para concertar una cita, se la debía, y ya no la temía—. Te alegrará saber que he dejado de ser una mota de polvo cualquiera, ahora soy, al parecer, una mota de polvo ligeramente famosa con, supuestamente, un cerebro milagroso o puede que aún no del todo milagroso, puede que tan sólo camino de serlo a tiempo completo, pero decidido a entrenarlo para que así sea, porque es así como funciona, ¿verdad? Toda esa gente espera milagros y yo sólo tengo que hacerlos realidad. ¿Recuerdas cuando empezaste a producir esos milagros? A lo mejor debería llamar a Howard, Myrna, ¿no debería llamarle y decirle que la estatuilla de Brandon Pirbright estaría mucho mejor en este despacho? Sé que puede sonar atrevido por mi parte pero ¿acaso puede considerarse audacia el éxito de Brandon Jamie? Tengo claro como daría comienzo mi discurso de aceptación de la estatuilla, Myrn. —Oh, Myrn, ¿podía llamarla Myrn? ¿No sería demasiado?—. Dedico este premio al portentoso cerebro de Myrna Pickett Burnside, que me mostró el camino.
Pero para que todo eso ocurriera, el teléfono debía dejar de sonar.
Y no lo estaba haciendo.
Algunas de las llamadas, por cierto, eran amenazas, (CUIDE DE SUS PAJARITAS MIENTRAS PUEDA, MACPHAIL), decían aquellas llamadas. La jefe Cotton llevaba toda la mañana desarticulando redes que pretendían poner en marcha lo que parecían auténticas operaciones contra, no sólo aquel tipo, sino la casa Peltzer, y aquella pareja de nuevos inquilinos, y también, el chico, Billy Peltzer, en paradero desconocido desde la tarde del día anterior, quién sabía si no por obra de una de aquellas torpemente organizadas células que, sospechaba Cotton, sólo podían tener un cerebro, y era un cerebro que fingía dedicarse a la venta de raquetas y trineos. Lo hacía a través de lo que había dado en llamar la Patrulla Manx Dumming, en honor a su personaje favorito de las novelas de Francis McKisco. Oh, aquel tipo podía ser engreídamente insufrible, pero sus personajes le caían condenadamente bien, y por primera vez desde que había dejado de servir cafés en aquella comisaría del demonio, la jefe Cotton era feliz, porque estaba pudiendo ocuparse de los asuntos de aquella ciudad, la ciudad a cuyo cuidado había estado desde el principio, siendo debidamente apartada por aquel interminable montón de detectives aficionados que se habían convertido, de la noche a la mañana, en amenazas. ¿Y no era eso maravilloso? Oh, no lo era en tanto Kimberly Clark Weymouth tenía, aquella mañana, aspecto de pequeño polvorín nevado, pero ¿no estaba aquel polvorín poniendo las cosas en su sitio? ¿No estaba permitiéndole trabajar? ¡Oh, bienvenido fuese el cierre de aquella maldita tienda! ¿Sabes qué, Francis?, podría haberle dicho al escritor de tenerlo delante, (ESTUVO BIEN BRINDAR POR LA MARCHA DEL CHICO PELTZER, PERO NO PRECISAMENTE POR LO QUE PODÍA SUPONER PARA TI), porque, oh, nada apuntaba a que McKisco fuese a tener ningún protagonismo en aquel nuevo orden, al menos, por el momento, pero sin duda parecía que aquel nuevo orden iba a necesitar orden, ¿y quién había estado todo aquel tiempo esperando a ponerlo, diciéndose que probablemente no hiciese otra cosa que fantasear con estar sobreviviendo a algún tipo de fin del mundo helado, y charlar con una ridícula tortuga de tierra? ¡Ella! La Patrulla Manx Dumming la integraban ella y tres únicos agentes y se dedicaba a detectar y sofocar cualquier intento de extorsión a cualquiera relacionado con la venta de la casa de Mildred Bonk. No podía decirse que los intentos fuesen gran cosa, es decir, que al lanzamiento de bolas de nieve y ejemplares del Doom Post debían sumársele apenas algún que otro ridículamente infantil cartel (LA SEÑORA POTTER NO TE QUIERE AQUÍ, VENDECASAS) y aquellas llamadas que Stump no estaba denunciando pero que sí lo había hecho la nueva propietaria de la casa de Mildred Bonk, una airada mujer de voz áspera e imponente, que aseguraba que no tenía tiempo para aquello, (NI SIQUIERA TENGO TIEMPO PARA RECORDAR CARAS, ¿CÓMO DEMONIOS VOY A TENERLO PARA ESTO?), ¿y acaso sabía toda aquella gente a la que parecía (MOLESTARLE) que nada menos que (LOS BENSON) estuviesen en su ciudad, que acababa de abrirse, eso dijo, (ABRIRSE), un abismo, a sus pies, que el suelo bajo sus pies, decía, ya no era suelo bajo sus pies sino una exasperante y horrible nada? No, le había dicho la jefe Cotton, toda aquella gente no sabía nada de todo eso, le había dicho, y, en cualquier caso, ¿a qué clase de abismo se refería? Entonces ella le había dicho que su marido había desaparecido, aunque no había desaparecido exactamente, porque debía estar con aquel otro escritor, aquel escritor del montón por el que iba a vestirse de mujer, así que no se le ocurriera buscarlo, (NO SE LE OCURRA BUSCARLO), le había dicho, porque no quería volver a verlo, le había dicho también, y ¿significaba eso que (LOS BENSON) eran (HISTORIA)? La mujer había aullado entonces, (AH) (AH) (AUUUUUUUUU), como si en vez de una mujer con voz de serpiente fuese un enorme perro salvaje, y a continuación había roto a llorar, y la jefe Cotton le había dicho que lo tendría en cuenta y que se ocuparía, en cualquier caso, de las llamadas, (YO ME OCUPARÉ DE ESAS LLAMADAS), le había dicho, y entonces ella, Becky Ann Benson, le había dicho que no se preocupase por las llamadas, que cuando colgase, haría pedazos el teléfono, y le pediría a aquel fantasma que no hacía otra cosa que escupir cereales de colores, que se comiese el maldito cable para que ninguno de aquellos bills pudiese reconectar ningún otro aparato, porque lo único que quería era que la dejaran en paz y también quería que Frankie volviese, pero no de cualquier manera, quería que volviese siendo el que era cuando se instalaban en una de aquellas casas encantadas porque sólo así podrían escribir aquella novela de hermanas siamesas fantasma que descubrían asesinos fantasma, porque, oh, cazar ideas estaba bien, pero había llegado el momento de golpear las teclas de aquel par de viejas máquinas de escribir, porque según Duncan Walter no había suficientes novelas de terror ambientadas en lugares nevados, y ¿creía ella que no había suficientes novelas de terror ambientadas en lugares nevados? No, la jefe Cotton no creía nada, pero ¿había dicho que tenía un fantasma en casa? Sí, había dicho ella. Era el fantasma de aquel tipo. El tipo de la tienda de souvenirs. ¿Randal Peltzer? El mismo. ¿Cómo era posible? Becks se había encogido de hombros. ¿Cómo es cualquier cosa posible?, había preguntado.
—¿Y piensa reabrir la tienda?
—No sé, ¿quiere que se lo pregunte?
—¿Está ahí ahora mismo?
—¿Quiere que se lo pase?
—¿Puede pasármelo?
—Claro, ¿por qué no iba a poder pasárselo?
Así fue cómo la jefe Cotton habló con William Butler James. En realidad, con Eddie O’Kane. Aquel fantasma profesional. Lo que le dijo fue:
—¿Puede sujetar un teléfono?
—Claro, ¿por qué no iba a poder hacerlo?
—¿No es usted un fantasma?
—Tomé clases.
—¿Acaso toman los fantasmas clases?
—Ajá. Eso hacemos. Si queremos comunicarnos con los vivos, tomamos clases.
—¿Qué tipo de clases?
—Recuérdeme quién es usted.
—La jefe Cotton.
—Oh, la jefe Cotton, ¿y puede saberse qué la trae por aquí?
—No estoy ahí.
—¿Cree que no lo sé? Es una forma de hablar.
La jefe Cotton no recordaba con exactitud a Randal Peltzer. Sabía que era un tipo despistado. Le recordaba caminando bajo la nieve con un paraguas diminuto.
—¿Piensa reabrir la tienda?
—…
—¿Señor Peltzer?
—Voy a casarme.
—¿Cómo?
—Voy a casarme con la señorita Penacho.
—¡Pero está usted muerto!
—Oh, ¿y qué tiene eso de malo? Nos mudaremos con la señora Benson, ahora que su marido la ha, ya sabe, dejado. La señora Benson cree que Penacho podría sustituir al señor Benson. No de la forma en que quizá esté usted pensando. Los escritores a veces necesitan paredes contra las que lanzar y ver rebotar sus ideas. Y la señora Benson cree que Penacho podría ser una de esas paredes. Yo me encargaría de hacer la clase de cosas que los fantasmas hacen en las casas. Abrir y cerrar puertas. Ulular. Romper algún vaso. Ya sabe.
—No parece usted esa clase de fantasma, señor Peltzer.
—Oh, me temo que no puedo evitar serlo, jefe Cotton. Es decir, puede que ahora esté hablando con usted pero en cuanto cuelgue el teléfono me pondré a hacer la clase de cosas que hacen los fantasmas.
—Entonces ¿no piensa reabrir la tienda?
—Estoy muerto, jefe Cotton.
—¡Pero va a casarse!
—Voy a iniciar una nueva vida.
—¿No está muerto?
—Una nueva vida como muerto, jefe Cotton.
Ajeno al desastre que aquello suponía, Stumpy MacPhail se disponía a llamar a su madre. Que Frankie Benson se hubiese bajado del barco podía hacer inviable su exitosa venta y, si su exitosa venta era, como los Benson, (HISTORIA), podía decirle adiós a todos aquellos titulares. Pero ¿acaso tenía su madre manera de saberlo? ¿Acaso tenía el propio MacPhail, entonces, manera de saberlo? Lo único que sabía MacPhail era que no dejaba de recibir llamadas. Había recibido Stump llamadas de semanarios literarios que no podían creerse que Becky Ann Benson estuviese consintiendo en admitir, de aquella escandalosa manera, que, de alguna forma, admiraba el trabajo de algún otro escritor, porque, mudándose a aquella casa que podría haber sido la casa de la señora Potter, estaba permitiendo que se les considerase lectores de Louise Cassidy Feldman y ¿lo eran, en realidad? ¿Les había oído hacer algún tipo de comentario mientras les enseñaba la casa?
—Oh, yo se lo hice, señorita —había mentido Stump, deseoso de hablar de su devoción por el clásico de Louise Cassidy Feldman—. ¿Sabe? Me mudé a esta ciudad precisamente por estar cerca de la señora Potter. Es mi novela favorita. Y créame, estar aquí es lo más parecido a estar en otro planeta. —¿Y qué respondieron ellos?—. Oh, ¿ellos? ¿Quiénes? —Los Benson—. Oh, los Benson, eeeeh, los Benson respondieron que, bueno, ellos también. —¿También? ¿Quiere decir que para ellos estar ahí es también estar en otro planeta?—. Sí, bueno, no sé. Si le digo la verdad, señorita, no recuerdo con exactitud qué dijeron pero puedo asegurarle que ellos estaban al corriente de todo.
¿Lo estaban? ¿Por qué no iban a estarlo? ¿Debían estarlo, no? ¿Qué escritor no conoce el trabajo de otro escritor cuando el otro escritor es famoso o tiene, en su defecto, una novela tan tremendamente famosa como aquella? Stump sólo creía estar coqueteando con aquel inminente titular, que en realidad eran una pequeña colección de inminentes titulares, pues todo redactor de revista literaria que descolgaba el teléfono en algún lugar para hablar con él quería saber exactamente aquello: si los Benson habían admitido que amaban a La señora Potter. Y, oh, Stump había llegado a pormenorizar el relato, había llegado a dar detalles de su visita a la casa de Mildred Bonk con la pareja, una visita que, por supuesto, no había existido, creyendo que no tenía la menor importancia fingir que las cosas habían sido como toda aquella gente esperaba que hubiesen sido, pero no tardaría en comprobar hasta qué punto todo importaba.
Especialmente cuando la llamada procedía de una cadena de televisión.
La cadena de televisión no era como los mensuales esotéricos, a los que sólo les interesaba el ectoplasma, y suplicaban poder visitar el lugar y, tal vez, charlar con la pareja y puede que, también, el fantasma, no, la cadena de televisión quería saberlo todo de aquel par de escritores discutidores, decían, y sus cientos, habían dicho cientos, de sirvientes. Stump había reculado hábilmente, asegurando que aquella era una información que de ninguna forma podía proporcionar pues tan sólo había visto a los Benson en una ocasión y en aquella única ocasión habían hablado de la casa, que les había parecido (ESTUPENDA), o, mejor, que les había parecido (EXACTAMENTE LO QUE ESTABAN BUSCANDO), y se había mencionado la casualidad de que pudiese tratarse de la casa de Mildred Bonk de la que se hablaba en el clásico infantil. Aquel metomentodo televisivo no había podido creerse que los Benson hubiesen pronunciado la palabra (ESTUPENDA) ni tampoco que hubiesen acudido a aquella visita sin uno solo de sus bills. El tipo, un despiadado lector de tabloides que trataba de medrar en aquella cadena que ni siquiera era una cadena importante, era experto en chismes y había leído cientos sobre los Benson, por lo que estaba al corriente de su incapacidad para hacer otra cosa que no fuese cazar ideas, es decir, sabía que eran sus sirvientes quienes les metían la comida en la boca como si fuesen un par de quisquillosos bebés que no hacían otra cosa que discutir, oh, durante demasiado tiempo aquel aprendiz de directivo televisivo, aquel tipo llamado Carl, Carlton Wynette Morton, había coleccionado algunas de aquellas discusiones, discusiones que regularmente publicaba su tabloide preferido, el horripilante Monday Creepers, en una columna ingeniosamente llamada (LOS BENSON SIGUEN SIN SOPORTARSE), y supuestamente escrita a partir de transcripciones de auténticas conversaciones que realmente mantenía el matrimonio más famoso del género, porque, por supuesto, Monday Creepers se ocupaba básicamente de los profesionales del terror.
Así que le dijo a Stump que aquello no era posible.
—Los Benson no visitan casas, señor MacPhail, ¿a quién pretende engañar?
—Oh, señor Morton, no sé qué clase de informaciones ha recibido ni cómo pero le aseguro que los Benson visitaron la casa de Mildred Bonk antes de comprarla.
—Miente.
—¿Por qué iba a mentir?
—No lo sé. Tal vez sea cosa de Louise Cassidy Feldman. ¿Es ella quien le ha pedido que diga que se han mudado a ese sitio horrible porque leyeron esa novela estúpida?
—La señora Potter no es estúpida.
—No puedo creérmelo, ¿sabe que Becky Ann puede matarle si se entera?
—Nadie va a matar a nadie, señor Carlton.
—¿Nos concedería una entrevista de todas formas?
—¿Yo?
—Voy a enviarle ahora mismo a Willa Frank.
Willa Frank era, dijo, su mejor reportera. Francamente diligente y, a la vez, despreocupadamente despistada, Willa Frank parecía olvidar lo que estaba haciendo cuando lo estaba haciendo para no tardar en recordarlo. Tenía algunas uñas pintadas, se había, únicamente, maquillado un ojo, el flequillo parecía pertenecer a dos personas distintas, sabiamente domado de un lado, poco más que un revuelto arbusto del otro, decía tener (UNA IDEA), y colocaba a Stump en un rincón de su oficina, se preparaba, a continuación, un café, se bebía una parte, y entonces, le parecía que aquello no iba a funcionar pero que (OH, YA LO TENÍA), y colocaba a Stump en la puerta de (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL) y accionaba la cámara y le preguntaba cuándo había llegado allí y si le gustaba (LA NIEVE), y Stump decía que no le gustaba especialmente aunque tampoco podía decir que la (ABORRECIESE).
—La vida aquí no debe ser sencilla.
—Oh, no lo ha sido.
—¿Qué hacía con todo ese tiempo?
—¿Qué tiempo?
—El tiempo en el que esperaba a que llegasen casas.
—Se suponía que iba usted a preguntarme por los Benson.
—Oh, claro, pero ¿sabe? He tenido una idea.
—¿Sí?
—¿Por qué no me habla de usted primero?
Y así había sido. Arrogantemente, Stumpy le había hablado de él primero, y podría decirse que, imprudentemente, había hablado demasiado. Como fuese que aquella mujer no dejaba de tener (UNA IDEA) tras otra, habían acabado en casa del agente, bajando, un tanto temerariamente, al sótano, y dejando que la cámara de la señorita Frank apuntase a su (CIUDAD SUMERGIDA), y, oh, ¿de veras le interesa mi, ehm, humilde pasatiempo? Ella había dicho que todo le interesaba, y había estado teniendo aquellas ridículas (IDEAS), y colocándolo en todo tipo de sitios hasta que se había, por fin, marchado.
Cuando lo había hecho, Stump había seguido respondiendo llamadas. Llamadas de todo tipo de secciones de sucesos de periódicos y panfletos de todas partes (¡HA VENDIDO UNA CASA CON FANTASMA!), le espetaban, aquí y allá, en todas partes, oh, ¡el mismísimo Wilberfloss Windsor, editor y, nuevamente, único redactor de Perfectas Historias Inmobiliarias había llamado! Había llamado y había lamentado ostensiblemente no haber podido acudir a la cita, pero, oh, su gato, aquel gato con el que iba a todas partes, se había puesto enfermo, y había tenido que llamar a aquel maldito bribón de Starkadder, y él se la había jugado, y no sólo se la había jugado apresurándose a publicar aquella entrevista que había hecho en su nombre en otro lugar, sino también no volviendo a casa, porque su mujer, Lizzner, se había plantado allí, se había plantado en la minúscula redacción de Perfectas Historias Inmobiliarias, con sus hijos gramatólogos, y todos los demás, además del señor Sneller, y le había dicho que nadie iba a moverse de allí, es decir, que nadie iba a moverse de la redacción de Perfectas Historias Inmobiliarias, hasta que Urkie apareciera, ¿y cómo iba a aparecer? ¿Acaso creía aquella mujer que él, Wilberfloss Windsor, podía sacarse a su marido de algún tipo de chistera? ¿No tenía suficiente con cuidar del pequeño Macko? El pequeño Macko lloraba, por las noches, lloraba, y parecía desesperado, ¿y sabía él lo horrible que era dormir con un gato desesperado? No, no lo sabía, ¿y qué había dicho el veterinario? El veterinario había dicho que sólo era aburrimiento, pero ¿cómo podía aquel minino aburrirse? ¡Iba con él a todas partes!
—Tal vez lo que aborrece es salir, Wilb.
—¿Por qué iba a aborrecer salir, MacPhail?
—No lo sé, ¿suelen salir los gatos, Wilber?
—¡No! Los gatos no van nunca a ninguna parte. ¡Por eso es un gato afortunado! ¡El muy estúpido! ¿No debería considerarse afortunado, MacPhail?
(OH) (JO JO JO), MacPhail se había reído, y había dicho que (POR SUPUESTO), el tal Macko debía considerarse (MUY AFORTUNADO), ¡era nada menos que el compañero de viajes de Wilberfloss Windsor! Lamentaba, sin embargo, la tiranía de aquel bribón de Starkadder, ¿creía él que podía seguir en Kimberly Clark Weymouth? Podía, sin duda.
—Me envió un telegrama de disculpa. Profundamente confuso, MacPhail.
El telegrama, que parecía haber sido escrito a altas horas de la noche por un Urk Elfine presumiblemente ebrio, decía (LO SIENTO, WILB, PERO NO PIENSO VOLVER A LA MESITA DE NOCHE), ¿y qué diablos significaba aquello?
—No sé, Wilber, ¿hay alguna mesita de noche en Perfectas Historias Inmobiliarias?
No había ninguna mesita de noche en Perfectas Historias Inmobiliarias, lo único que había, en aquel momento, era un montón de niños, el montón de niños de aquel tipo, ¿y sabía MacPhail que aquel tipo tenía criado? ¡Ni siquiera tenía un trabajo, por todos los dioses tecleantes! ¿Cómo podía tener criado?
—¿Y se ocupa él de los niños?
—Oh, sí, y también de Macko. Lo cierto es, MacPhail, que no puedo quejarme. El pequeño Macko parece haber mejorado —le había confesado Wilberfloss, antes de dar comienzo a las preguntas de su propia entrevista. Las preguntas eran buenas preguntas, y Stumpy las respondió encantado, adivinando su reflejo endiabladamente perfecto en la pantalla apagada de su viejo ordenador. Se imaginaba, Stumpy, como una famosa figurita de su (CIUDAD SUMERGIDA), la clase de figurita que sabía en todo momento cómo debía comportarse porque al fin tenía un papel ¿y no era eso extrañamente liberador?
—Mamá —dijo, cuando al fin descolgó el teléfono, quién sabía cuánto tiempo después, embriagado aún por todo aquel éxito que no dejaba de crecer, como crecían las barbas y los niños y los dientes de león—, he concedido al menos veinte entrevistas hoy. He vendido una casa encantada que, en realidad, era una casa aburrida, y ahora soy el agente milagro, y hasta una reportera de televisión ha venido a verme esta mañana. No dejo de recibir llamadas de clientes que me suplican que incluya sus casas en mi lista de casas en venta, que no importa cuánto tengan que esperar porque saben que están en buenas manos, en las mejores manos, y esperarán pacientemente, y ¿recuerdas a Myrna Pickett Burnside? ¿La mil veces ganadora del Howard Yawkey Graham a Mejor Agente del Condado? Va a pasarse por aquí mañana. Oh, está francamente impresionada.
—¿Quiere eso decir que hay alguna posibilidad?
—¿Alguna posibilidad?
—Oh, ese Yawkey Graham.
—¿No has oído todo lo que he dicho?
—Lo he oído, Stump, pero ¿crees que hay alguna posibilidad de que rectifiquen?
—Bueno, supongo que podrían.
—Deberías llamarles y contarles todo lo que acabas de contarme a mí porque así a lo mejor rectificarían. Voy a subirme a un tren, Stump, y voy a ir a ese condenado sitio. Con un poco de suerte, si haces las cosas como es debido, para cuando llegue ya tendrás ese Yawkey Graham y yo podré fotografiarlo y volveré con la fotografía y toda esa maldita gente dejará de preguntarme si sigues perdiendo cosas porque estará claro que habrás dejado de perderlas. ¿Vas a llamarles, Stoppie?
La última vez que su madre le había llamado (STOPPIE), Stump debía tener once años. Acababa de tenderle su propio periódico, el periódico de aquella, su ciudad en miniatura, Stumpyville. Lo había elaborado él mismo. Todas las noticias tenían que ver con la compra venta de inmuebles. También había un buen puñado de entrevistas con los principales agentes inmobiliarios de la supuesta región. Incapaz de contener la emoción de verle tratar de seguir sus pasos, Milty Biskle había sonreído ampliamente, oh, Stump seguía atesorando aquella sonrisa como si en vez de una sonrisa fuese un trofeo, y puesto que era aún el único trofeo que poseía y el único que le importaba, dijo:
—Claro, mamá.