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En el que Louise Cassidy Feldman descubre que Kimberly Clark Weymouth (EXISTE) y, también, que la señora Potter corre peligro, y, oh, se detiene en el (LOU’S CAFÉ) y se pregunta cómo es posible que la verdadera Alice (POTTER) no parezca haber envejecido lo más mínimo en todo este tiempo

 

 

Desde que se habían cruzado con el cartel, un helado montón de podrida madera verde que daba la bienvenida a aquel sitio nevado, (BIENVENIDOS A KIMBERLY CLARK WEYMOUTH), decía, (EL HOGAR DE LA SEÑORA POTTER) (JOU JOU JOU), Louise no había dejado de rezongar, oh, rezongaba, en una voz a menudo incomprensiblemente alta, lo suficientemente alta como para abrirse camino entre el borboteo incesante del radiador de aquel montón de chatarra. Decía (¿HAS VISTO ESO?) y era como si palmoteara a su alrededor mientras hablaba, decía, (QUIERO DECIR, ¿NICK?) (¿HAS VISTO ESO?), no veía nada, estaba a oscuras, palmoteaba, diciendo (NO ESTOY SOÑANDO, ¿VERDAD?) y (ESTAMOS AQUÍ, NICK), y también (ES ESE SITIO), (¡JA!), (EXISTE, NICK), (NO LO INVENTÉ, NICK), (EXISTE), decía, y pisaba el acelerador y luego pisaba deliberada y firmemente el freno de manera que (JAKE) se movía a trompicones, y ella se reía, y no podía evitarlo, y mientras Nicole decía (CLARO QUE EXISTE, LOU) (¿POR QUÉ NO IBA A EXISTIR?), se restregaba un ojo y luego el otro, porque estaba llorando, porque a lo mejor era cierto y no podía creerse que aquel sitio hubiera existido, y se decía Nicole entonces que en qué estaba pensando aquella mañana cuando se había presentado en su despacho pidiéndole que echase a los Benson de aquel lugar si ni siquiera estaba segura de que aquel lugar existiese, ¿en qué estaba pensando? A lo mejor no pensaba en nada, a lo mejor entonces también palmoteaba en algún tipo de oscuridad, porque ¿y si la vida de los escritores era eso? ¿Y si lo que hacían era lanzarse a sí mismos salvavidas con aspecto de palabras en mitad del frondoso vacío que constituía el mundo a su alrededor? ¿Y si no podían ver con claridad todo aquello que los demás veían con claridad y necesitaban nombrarlo para que existiese?

—¿Eso de ahí es lo que creo que es? —había preguntado la escritora.

Flattery Barkey había oído hablar del (LOUS CAFÉ), por supuesto, pero en ningún momento se le había pasado por la cabeza que pudiese aparecérseles como lo hizo, como si hubiera estado esperándoles en mitad de aquel infierno de belicosos copos de nieve. El cartel luminoso que coronaba el alto poste parecía decirles: (OH, POR FIN) (AHÍ ESTÁIS) y (¿SABÉIS?) (HABÍA LLEGADO A CREER QUE NO EXISTÍAIS YO TAMBIÉN).

—Me temo que sí, Lou, pero, eh, tal vez, es, bueno, ¿y si buscamos un sitio en el que dormir y lo visitamos por la…? —Se dirigían al aparcamiento—. Oh, entiendo.

—Vamos a tomarnos UN CAFÉ, Nick, y luego dormiremos como BEBÉS en este sitio HORRIBLE que siempre ha existido, ¡JA!

Louise parecía haber perdido la cabeza.

Detuvo el coche, llevó a cabo la pequeña danza de manivelas que debía llevar a cabo para hacer casi cualquier cosa allí subida, se puso lo que a Nicole le parecieron cientos de bufandas y un pesado abrigo de lana con aspecto de gigantesco cachorro de algún tipo de ciervo, y salió. Nicole consideró la posibilidad de quedarse allí dentro, porque salir le daba miedo, quién sabía de qué sería capaz Louise Cassidy Feldman cuando perdía la cabeza, pero entonces ella empezó a lanzar bolas de nieve contra el cristal y, oh, fingiendo algún tipo de diversión, el editor sonrió y se abrigó, aunque no había forma de que pudiese abrigarse más de lo que ya lo había hecho, pues Keith Whitehead había olvidado imaginar accesorios que permitiesen a aquel editor suyo viajar a lugares tan fríos como aquel, de manera que Nicole no tenía ni a mano ni en ninguna parte nada con lo que abrigarse lo suficiente para la batalla de ventiscas con la que se topó al salir del coche. De un ridículo golpe, un golpe helado, una de ellas le voló el sombrero, nada más poner el editor un pie en la abultada alfombra de nieve que cubría el asfalto de aquel aparcamiento. Pie, por otro lado, enfundado en un absurdo y vulnerable mocasín de ciudad, que quedó, al instante, congelado. A continuación, y mientras su inútil gabardina aleteaba a su alrededor, le aterrizó en la cara un pedazo de bola de nieve.

—¡OH, VAMOS, LOU! —vociferó Nicole, llevándose una de sus mullidas manos al lugar del impacto, su poco pronunciada barbilla. La rodeó con ella y trató de mantenerla a salvo de aquel frío insoportable, cosa imposible, puesto que, en cuestión de segundos, su mano también estuvo helada, y no lo quedó otro re­me­dio que correr tras la estentórea y aterradora risa de la escritora hacia la cafetería, el único lugar iluminado en aquel aparente otro mundo en el que seguía siendo Navidad, puesto que, aquí y allá, en la poco distinguible lejanía, brillaban lo que parecían titilantes lucecitas de colores de aspecto navideño, e incluso, se dijo Nicole, se acertaba a oír el rumor de una pequeña colección de villancicos que se superponían como olas en el mar—. ¿Eso son villancicos?

—No sé, Nicole, no era así entonces. ¿Has visto ese árbol? —Era un árbol, sí, era un árbol enorme, un árbol pobremente decorado, con buena parte de las luces fundidas. Estaba en un extremo del aparcamiento y parecía abandonado. El viento lo mecía sin contemplaciones. A Nicole no le hubiera gustado ser aquel árbol—. Es un árbol de Navidad, Nicole, ¿y acaso es Navidad, Nicole? —Louise fingía estar hablando con él pero en realidad hablaba consigo misma mientras se anudaba al cuello aquel montón de bufandas—. Yo sólo imaginé que podía ser Navidad siempre porque hacía un frío de mil demonios, pero no hacía tanto frío, Nicole, ¿por qué hace tanto frío?

—Oh, querida. —Nicole tiritó, así que no sonó exactamente así, sino que sonó algo parecido a (UH-OH-OH-OH-QUE-QUE-QUERIDA)—. A lo mejor —(A-LO-LO-LO-ME-MEME-JOR)— está intentando ser como tú la viste, a lo mejor sólo intenta (GU-GU-GU-GU-GUS-TAR-TE).

Louise Cassidy Feldman había desechado aquella tiritante presunción al instante porque ¿de qué manera podía un lugar intentar gustarte? Los lugares sólo eran lugares, y a veces eran lugares horribles, y no podían escapar porque no tenían a dónde ir, ¿y no era eso ya de por sí suficiente condena?

—Pero tú le diste un sentido, querida —le había dicho Nicole, y entonces ella había empujado la puerta de aquel sitio y había visto a aquella mujer, y había dejado de pensar en ello, porque aquella mujer era la misma mujer, y tenía el mismo aspecto, ¿y cuánto tiempo había pasado? ¿No había pasado demasiado tiempo para que tuviera el mismo aspecto? Aquella mujer era, claro, Alice Potter, la camarera que había inspirado a la señora Potter, la camarera que le había servido, en aquel otro tiempo en el que aún no era la autora de La señora Potter no es exactamente Santa Claus y, por lo tanto, todo era aún posible, incluido el hecho de tener una admirablemente prestigiosa carrera como algún tipo de excéntrica y sin embargo famosa escritora que nunca sería asesinada por ninguna de sus obras—. Vaya, Lou, ¿has visto eso? —El editor señalaba, con uno de aquellos dedos como bizcochos suyos, el cartel que había tras el mostrador, aquel cartel que decía (PREGÚNTAME CÓMO CONSEGUIR TU SERVILLETA FIRMADA POR LA VERDADERA SEÑORA POTTER), pero Louise Cassidy Feldman seguía preguntándose de qué forma podía Alice Potter no haber envejecido en todo aquel tiempo, porque no parecía haberlo hecho, ¿y si aquel sitio no era exactamente aquel sitio? ¿Y si aquella mujer no era exactamente Alice Potter sino alguien que hacía de Alice Potter? ¿Y si, oh, no, Kimberly Clark Weymouth había muerto hacía mucho tiempo y su lugar lo había ocupado otra Kimberly Clark Weymouth, una que había adoptado el aspecto, los modales y hasta el tiempo abochornablemente glacial de aquella, su gemela de ficción?

—¿ALICE POTTER?

La camarera, que acababa de servir un vaso de leche y una hamburguesa al único cliente del local, el desafortunadamente diligente Wicksey Binfield, se dio media vuelta y contempló a los recién llegados con aquella mirada que había disparado la imaginación de Louise en su momento, y que, de alguna forma, tanto le había recordado a la mirada de su madre y también, a la mirada de su padre, tan ilusas y a la vez tan exigentemente aburridas siempre. Aún se preguntaba Louise en qué debía consistir el mundo para ellos. Nada les parecía nunca suficiente y, a la vez, todo lo era menos ella.

—Siéntense ahí, caballeros —había dicho la camarera, sin darle más importancia. Estaba acostumbrada a que llegasen todo tipo de chiflados a todo tipo de horas para pedirle un autógrafo y en muchos casos reaccionaban como lo había hecho la escritora, alzando demasiado la voz y pronunciando su nombre, como si al hacerlo estuvieran, de alguna manera, creándola—. Enseguida les atiendo.

A Nicole le encantó que les considerase (CABALLEROS). Ocupó gustoso uno de los reservados. Louise no. Louise empezó a deambular por el local mientras, una tras otra, se desanudaba, parsimoniosamente, las bufandas, y las iba abandonando, aquí y allá, en todas partes, conquistando, o simplemente ocupando aquella tierra maldita y helada que, después de todo, existía. No estaba únicamente en su cabeza, sino allí. Durante meses, y durante años, la escritora había abierto mapas y lo había descubierto allí, en mitad de ninguna parte, y se había dicho que a lo mejor no era más que un lugar corriente que ella había, como le ocurría todo el tiempo, transformado en otra cosa, un pequeño juguete que llevaba a todas partes y que a veces lanzaba contra la pared porque quería que reventara porque por su culpa no tenía nada parecido a una carrera, ¡no era escritora!, era, simplemente, la autora de esa cosa, la autora de La señora Potter no es exactamente Santa Claus, y nadie acertaba nunca a recordar su nombre porque lo único que recordaban era que esa mujer concedía deseos y tenía barba y una vez había sido una niña triste a la que sus padres nunca se tomaban en serio, una niña que siempre lo hizo todo bien sin que eso importara lo más mínimo, tan ensimismados estaban sus padres en sus propias e insulsas vidas que habían ignorado sin remedio cada logro de su hija, y que cuando creció decidió castigar a los que, como ellos, ignoraban su suerte, concediéndoles a sus hijos deseos a cambio de que se portaran mal, y siguieran, de alguna forma, sus pasos, pues ella todo lo incorregía, y no podía decirse que fuera feliz pero tampoco que no lo fuera, pero al menos podía decirse que estaba a salvo de aquella despiadada irregularidad, de aquella especie de inexistencia, de aquella inútil necesidad de reconocimiento que había sido, desde el principio, un amor apenas cruelmente correspondido, algo de lo que la señora Potter, finalmente, se había sobrepuesto, y ella no, porque eso era lo que ocurría cuando se escribía, se dijo Louise, que ellos se sobreponían, y tú no, pero imaginabas que podías hacerlo, y eso a veces era suficiente pero en realidad nunca lo era.

—¿No piensa sentarse?

Temiéndose lo peor, Nicole se puso precipitadamente en pie y corrió a interponerse entre la camarera y Louise, pues la camarera había alcanzado a la escritora y la miraba a la cara, la miraba fijamente, y Louise sonreía, y, oh, Nicole nunca la había visto sonreír, Nicole sólo la había visto gritar y mover airadamente los brazos como arpones cuando se enfadaba o cuando, simplemente, no sabía qué hacer y quería llamar la atención, porque en eso consistía ser Louise Cassidy Feldman, se decía Nicole, en ser un volcán listo para erupcionar ante el más ridículo de los movimientos tectónicos que se produjesen a su siempre inestable y borroso y temible alrededor.

—Claro que piensa, eeeeeh, sentarse, señorita, y vamos a, uhm, pedir un café, quiero decir, dos cafés, ¿verdad, Lou? Es, ya he ocupado aquella mesa, y es una mesa estupenda, podrías, Lou, no sé, ¿por qué no me esperas allí? Yo hablaré con la señorita Potter, porque es usted Alice Potter, ¿verdad? —Dígale a su amigo que no puede repartir sus cosas por la cafetería—. Oh, es, verá, señorita Potter, lo cierto es que mi amigo, bueno, no es mi amigo sino que (EJEM), bueno, yo soy editor, su editor, Nicole Flattery Barkey, apuesto a que ha oído hablar de mí. —La mujer le miró de arriba abajo. Le pareció lo que le parecía a todo el mundo, una especie de muñeco gigante con cara de chica—. ¿No? —A lo mejor le parece que esto es una atracción de feria pero no es una atracción de feria y su amigo no puede comportarse de la manera en que se está comportando—. Oh, creo que, JOU JOU, no lo ha entendido usted, mi amigo es Louise Cassidy Feldman, ¿Lou? ¿Por qué no me esperas en esa mesa? Es la primera vez que ella, que, bueno, Lou, pisa este sitio después de, ya sabe, publicar su novela y creo que está tratando de, bueno, supongo que sólo está tratando de procesar todo lo que ha pasado aquí desde entonces porque la úl­tima vez que estuvo aquí, ¿recuerda la última vez que estuvo aquí? La última vez que estuvo aquí, nadie firmaba servilletas en nombre de nadie porque ese nadie aún no existía y es, bueno, supongo que puede permitirle que abandone por ahí sus bufandas porque me temo que sólo está intentando hacerse a la idea de que este sitio, de que usted misma, existe.

La camarera miró a Louise. En el tiempo que Nicole había empleado en pronunciar su pequeño discurso, Louise había estado hurgando en una de sus botas en busca de algo. Aquellas botas no eran sólo botas. Eran pequeños almacenes de cosas. Quién sabía cómo conseguía caminar. Alguien se lo había preguntado una vez en una entrevista. Ella había dicho que aquellas botas eran tan grandes que tenía que llenarlas de cosas para poder moverse sin dejarlas atrás. El periodista había querido saber entonces por qué no se compraba unas de su tamaño y acababa con el problema. Ella había dicho (NO ME GUSTA ACABAR CON LOS PROBLEMAS) (¿CREES QUE LA GENTE SIN PROBLEMAS ESCRIBE?) (LA GENTE SIN PROBLEMAS NO ESCRIBE, LA GENTE SIN PROBLEMAS SE LIMITA A VIVIR) (Y, OH, YO NO QUIERO LIMITARME A VIVIR) (VIVIR ES DEMASIADO ABURRIDO) (¿NO CREES QUE VIVIR ES DEMASIADO ABURRIDO?) y a nadie le había extrañado porque, después de todo, sólo era una chiflada que había escrito un libro protagonizado por una mujer que creía que uno debía desviarse del camino y hacerlo tantas veces como fuera necesario porque sólo tomando los suficientes desvíos, podías llegar a ser tú mismo, o, cuando menos, trazar, forzosamente tus límites, definirte por algo que nada tenía que ver contigo, pero que estaba ahí, era un en potencia que, de otra forma, nunca se volvería real, ni se atrevería a considerarse una mera posibilidad, ¿y no era aquella la forma en que la propia Feldman parecía conducirse? Y entonces ¿por qué debía extrañarles que utilizase aquel par de horrendas botas para guardar todo tipo de cosas además de para dejarse llevar de un lado a otro?

—¿Es ella?

No era la primera vez que alguien que decía ser aquella escritora se presentaba en el Lou’s Café con el fin de dejarse admirar durante el tiempo en que pudiese mantener a quien fuese engañado. La primera vez la cosa había llegado tan lejos que hasta el alcalde Jules había consentido en recibirla. Por fortuna, tenían a Rosey Gloschmann, y, por supuesto, habían tenido a Randal Peltzer, que habían confirmado, a su enorme pesar, ambos vestidos para la ocasión con traje, un traje prácticamente idéntico, incluida la corbata, que aquella mujer nada tenía que ver con Louise Cassidy Feldman. El incidente sólo había incrementado el amor que, en secreto, Rosey sentía por Randal Peltzer, el único hombre, el único ser humano, se decía, con el que podría hablar durante horas y para siempre de Louise Cassidy Feldman, tan absorto siempre en su desordenada existencia que apenas había sido consciente, aquella mañana, cuando habían coincidido en el despacho del alcalde Jules, de que parecían dos almas gemelas, vestidas para la ocasión, y la ocasión era la de hacerse, por fin, visibles ante la mujer que, ambos, amaban. La propia Kimberly Clark Weymouth parecía haber perdido un poco la cabeza aquel día. El sol había lucido tímidamente durante al menos una hora, algo que, si bien ocurría a menudo en la Kimberly Clark Weymouth que había precedido a la publi­cación de la novela, no había vuelto a ocurrir desde entonces. Y no podía decirse que los lugares hiciesen nada por agradar a sus creadores porque, después de todo, como se había dicho la propia Louise, eran lugares y no había forma de que un lugar pudiese intentar agradar a nadie, pero sí podía decirse que la Kimberly Clark Weymouth que había seguido a la publicación de La señora Potter se parecía más a la que la novela retrataba que a la que había sido en otro tiempo. Era sólo una forma de hablar, y una que tenía como objetivo el de hacer creer a aquel extravagante turismo lector que no estaba simplemente en un lugar llamado como el lugar que aparecía en la novela sino en el lugar del que la novela hablaba, pero lo cierto era que cuando la señora MacDougal afirmaba que Kimberly Clark Weymouth había tomado, como todos aquellos niños, un desvío maléfico, en aras de, seguramente, mantenerse siendo aquella otra, sintiendo que, importaba, lo que quería decir era que el tiempo se había recrudecido, que si antes de que el primer turista lector pisase Kimberly Clark Weymouth, en la ciudad aún podía disfrutarse de algo parecido a las estaciones, por más que estas fuesen frías, después, había sido del todo imposible. O lo había sido hasta entonces. Pues, la sensación, al saber que aquella mujer podía ser la auténtica Louise Cassidy Feldman, se diría después la camarera, dejando constancia de ello por escrito en la carta que iba a dirigir a una de sus últimas conquistas por correo, un tipo llamado Dawn Old Spumoni, era la de que cualquier cosa podía ser, otra vez, posible.

—Por supuesto que es ella, ¿quién iba a ser si no?

—No sería la primera vez que alguien entra aquí diciendo que es la señora Potter.

—Oh, no, Lou no es la señora Potter.

—Ya me entiende.

—Claro, pero ¿sabe usted que La señora Potter no la escribió la señora Potter, verdad? Quiero decir, apuesto a que este, uhm, sitio rinde algún tipo de culto a la señorita Cassidy Feldman aquí presente, ¿verdad? —Louise había dejado de hurgar en la bota. Había encontrado un arrugado paquete de cigarrillos y al menos tres cerillas. Se colgó uno de los labios, y dijo, por lo bajo (UN CAFÉ, Y UN EMPAREDADO DE CHOCOLATE, POR FAVOR), y sonrió, porque estaba en algún lugar de su cabeza, y era un lugar en el que aún no había ocurrido más que aquello, es decir, en el que ella aún no era más que la autora de La señora Potter, porque así se había sentido entonces, querida, allá donde fuese todo el mundo hablaba de La señora Potter y fingían que podía ser siempre Navidad, ¿y no era entonces aún todo posible?—. Ella, oh, bueno, durante todo este tiempo no ha dejado de pensar en este sitio, pero ha estado francamente ocupada, y no ha podido, esto, ¿Lou? —Creo que ha dicho que quiere un café y un emparedado de chocolate—. Claro, es, je, un café, por supuesto, yo tomaré otro, ¿por qué no? Tal vez le interese saber, señorita, que durante todo este tiempo, Louise ha estado recibiendo cartas, ¡cientos de cartas! Y casi todas procedían de este, eeeh, sitio, y a lo mejor le escribió usted una carta alguna vez, señorita Potter, ¿le escribió usted una carta? Tal vez le pidió permiso para eso que hace con las servilletas, ¿es usted quien las firma?

—Lo único que hay es una tienda —dijo la camarera. Había pasado al otro lado de la barra, y estaba sirviéndoles dos tazas de café recalentado.

—Oh, una tienda, claro, una tienda, estupendo. Apuesto a que es la tienda de ese tipo, ¿cómo se llamaba, Lou? —Lou seguía allí, en alguna parte, sintiéndose francamente bien. Estaba pensando en quedarse, se decía (HE VUELTO) y (SOY YO), (SOY YO OTRA VEZ) (¿NICOLE?)—. ¿LOU?

—Peltzer —dijo la camarera.

—Ajá. —Los párpados del editor estaban hartos de aquel día. Pesaban como demonios. Querían meterse en la cama. Pero ¿en qué clase de cama iban a poder meterse? Bebió un sorbo de café. Estaba frío. Oh, condenadamente frío—. Peltzer. Eso es. Uhm, y ¿qué me dice de esas servilletas?

—Lo siento —dijo la camarera—. No fueron idea mía.

—Oh, no, claro, supongo que fue idea de ese, ¿cómo ha dicho que se llamaba?

—Peltzer.

—Supongo que fueron idea de ese Peltzer, ¿las vende usted también en la tienda?

Alice Potter empezó a asustarse. ¿Qué podían hacerle? ¿Iban a obligarla a devolver el dinero? Se había gastado aquel dinero. Se había comprado algunos zapatos y algunos vestidos, zapatos y vestidos que pensaba ponerse cuando reuniese el suficiente dinero como para poder comprarse un coche para salir de allí, de vez en cuando, a visitar a los tipos con los que se escribía, que debían presumir de tener, no sólo una servilleta firmada por la verdadera señora Potter sino también una pequeña colección de tórridas misivas. Oh, Alice no veía el momento de no tener que esperar a que alguno de ellos se dejase caer por allí, Alice quería ser ella quien se dejase caer por todas partes cuando le apeteciese.

—No, sólo aquí.

—¿Has oído eso, Lou?

Louise seguía en alguna otra parte. Había ido hasta la estantería giratoria y había cogido un buen puñado de aquellas postales de esquiadores. Las había amontonado junto a su taza de café. Las estaba examinando una a una. Se reía.

—Sólo son unos centavos.

—Claro, sólo son unos centavos.

—Y no fueron idea de Randal.

—Oh, ¿no fueron idea de ese tipo?

—Fue Theodore.

—¿Theodore?

—Dio por hecho que yo hacía ese tipo de cosas.

—¿Quién?

—Theodore.

—¿Quién es Theodore?

—Un cliente.

—¿Un cliente de este sitio?

—Sí, bueno, uno de esos ruperts.

—¿Un rupert?

—Es así como los llamamos.

—¿A quién?

—A los lectores de la señora Potter que llegan hasta aquí.

—Vaya, ¿y llegan muchos?

Alice Potter dijo que sí, que no dejaban de llegar, que llegaban todo el tiempo y que querían saber todo tipo de cosas y tomarse un café Potter, y un emparedado Potter, y ella a veces no tenía un buen día y les decía que Alice Potter se había to­mado el día libre pero que ella les serviría el café y el emparedado y les contaría historias que había oído contar a la señorita Potter y de alguna manera aquellos días eran los mejores días porque podía ser cualquiera y admirar, desde fuera, aquello en que se había convertido para una parte del mundo, y por más que aquello no tuviera nada que ver con lo que era en realidad, cuando aquellas noches llegaba a casa lo hacía por completo enamorada de sí misma, y a veces le pedía prestado el coche a alguien y salía de la ciudad y se metía en un bar y conocía a un tipo y le consideraba un tipo afortunado porque iba a poder acostarse con la verdadera señora Potter, y ella también se consideraba afortunada por ser aquella otra señora Potter, su propia señora Potter, y quería darle las gracias, dijo, quería darle las gracias si era ella, si lo era de verdad, porque tenía una vida y luego tenía otra vida y a lo mejor estaba mal lo que hacía con las servilletas y no volvería a hacerlo si ella no quería pero, oh, jamás hubiera imaginado que podía llegar a hacer lo que estaba haciendo porque no solía hablar mucho, no hablaba demasiado y parecía que no le gustaba su trabajo y que la mayor parte del tiempo aborrecía a todos aquellos ruperts pero iba a echarlo de menos, lo echaría de menos si se terminaba, ¿y creía ella que podía terminarse?

—Oh, no, señorita Potter. —Nicole trató de aparentar despreocupación, aliviando el peso de sus párpados al dejarlos caer, también despreocupadamente—, nada va a terminarse porque los Benson se compren una casa en este sitio, ¡ni siquiera si es una casa encantada! —Nicole sonrió a la camarera, buscando algún tipo de forzada complicidad que, evidentemente, no encontró—. No se preocupe lo más mínimo por ellos —dijo—. Sé que es probable que hayan atraído a la prensa estos días porque, francamente, ese asunto suyo del coche de caballos es singularmente ostentoso, y dígame, ¿qué clase de periodista dejaría pasar la mudanza de una pareja de escritores de novelas de terror en coche de caballos a una casa encantada? ¡Oh, yo se lo diré! ¡Ninguno! —Nicole trataba de mantener los ojos abiertos, pero, oh, aquellos párpados, ¿qué hacemos aquí?, se decían, perdidos, y también, ¿no deberíamos estar ya en la cama? Oh, sí, un momento, chicos, sólo será un momento, ¿de acuerdo? Dejadme terminar—. Y sí, es probable también —prosiguió el editor— que algún reportero se quede en el pueblo y trate de documentar hasta la última discusión de la pareja —Porque, oh, ¿sabe? Los Benson discuten, ¡discuten muchísimo!—, incluso puede que se publiquen artículos sobre el fantasma, hasta puede que alguien logre entrevistarle, ¿se imagina, una entrevista a un fantasma? Oh, ese Gallantier, su agente, es capaz de cualquier cosa, ¡cualquier cosa! Ji ji ji jo.

—¿QUÉ CLASE DE RISA ES ESA, FLATT? —Oh, Louise había vuelto. Le miraba fijamente, con aquel ridículo cigarrillo en la boca. ¿Dónde demonios había estado? ¿Por qué ella podía irse de aquella manera en que lo había hecho y él tenía que quedarse?

—Oh, Louise, no es ninguna risa.

—A ME HA PARECIDO UNA RISA, FLATT.

—Pues no, eh, no lo era, Louise.

A partir de entonces la cosa se había complicado. Louise se había puesto en pie y había empezado a recoger sus bufandas y había dicho que Alice Potter tenía razón y que era cierto que podías tener una vida y luego tener otra vida y que por eso iba a dejar de ser ella mientras estuviera allí, (OH, LOU, ¿CÓMO?), había dicho Nicole, y Louise le había dicho que cerrase el pico, (CIERRA EL PICO, FLATT), lo que quería decir era que, mientras estuviera allí sería aquella otra Louise Cassidy Feldman, la Louise Cassidy Feldman que todo el mundo creía que era, la Louise Cassidy Feldman que sólo había escrito aquella novela, oh, aquella endiablada novela, y luego había desaparecido, porque eso debía ser para toda aquella gente, incluidos todos aquellos ruperts, alguien que sólo había existido antes y que había desaparecido después, y ¿acaso no podía su fantasma encantar la ciudad? Por supuesto que podía, lo haría y acabaría con los Benson, porque aquella, decía, era la única manera de acabar con los Benson, iría a ver a ese tipo, el tipo Peltzer, y le diría que podía firmarle sus propias servilletas, que podía firmarle todo lo que hubiese en aquella tienda, ¿y no era maravilloso el solo hecho de que aquella tienda existiese? ¿Acaso tenía algún otro escritor una tienda repleta de, bueno, qué exactamente? ¿Qué demonios había en aquella tienda? Oh, muñecos, dijo Alice, figuritas, dijo también, cosas navideñas. (CLARO), dijo Louise, (COSAS NAVIDEÑAS), dijo, y estalló en (JA JA JA JA) carcajadas, y Nicole trató de apaciguarla, Nicole dijo que no tenía por qué acabar con nadie, que lo que ocurría con los Benson era que vivían en una especie de realidad paralela, que, cada vez, allá donde iban ocupaban su propio espacio, y nadie, a excepción de sus vecinos, que habían sido siempre antes debidamente adiestrados, y, por supuesto, la prensa, era consciente de su presencia, de manera que, cuando desaparecían, todo desaparecía con ellos, incluido su paso por la ciudad, de manera que la señora Potter no tenía nada que temer porque lo que los Benson harían en Kimberly Clark Weymouth sería escribir una novela y, cuando la acabasen, se irían y se llevarían su fama con ellos y nada habría terminado para nadie allí.

Fue entonces cuando la camarera dijo que no estaba hablando de aquella otra pareja de escritores, dijo (NO HABLO DE ESA OTRA PAREJA DE ESCRITORES).

¿No?

No, ella hablaba de la tienda.

¿La tienda? ¿Qué demonios le pasaba a la tienda?

Iba a cerrar, y si cerraba, aquellos ruperts iban a dejar de llegar, y si dejaban de llegar, ella dejaría de poder contar historias de la señora Potter, y todo se acabaría. Se acabarían aquellos días que eran los mejores días porque ella no era exactamente Alice Potter y entonces ya nada tendría sentido, y, mientras servía un poco más de aquel café recalentado en el par de tazas, distraída y fríamente, se preguntó si no podía ella, ahora que había vuelto, evitar, de alguna manera, que el chico Peltzer se fuese.

Louise había querido saber por qué aquel tipo iba a querer irse.

—¿Ese TIPO, Randal, PIENSA irse? ¿Por QUÉ iba a querer IRSE? —había dicho.

—Oh, no, Randal no puede irse a ninguna parte porque está muerto.

—¿MUERTO? ¿Cómo puede estar muerto?

—Se atragantó con un puñado de cereales hace un tiempo. Pero tal vez pueda usted hablar con él y tratar de convencerle para que convenza a su hijo. Dicen que está ahí aún.

—¿Ahí DÓNDE? —había querido saber la escritora.

—En su casa.

Así había sido cómo habían descubierto que la casa encantada de los Benson estaba encantada por nada menos que Randal Peltzer y Louise había dicho que entonces no tenía de qué preocuparse, había dicho, que sería pan comido, acabar con los Benson sería (PAN COMIDO), había dicho, pero Nicole no quería que acabase con nadie, Nicole no podía permitirse que acabase con nadie, ¿qué iba a hacer si acababa con los Benson? Pero ¿de qué forma podía acabar con ellos? (HABLARÉ CON ESE TIPO), había dicho Louise, y luego, mirando a aquella camarera, había dicho (NADA VA A TERMINARSE PORQUE LA SEÑORA POTTER NO VA A TERMINARSE), y, antes de marcharse, se había prestado a firmarle servilletas, y todas aquellas postales de esquiadores y, mientras lo hacía, Wicksey Binfield, que había tomado buena nota de todo, y no veía el momento de, oh, contárselo al señor Howling, porque sabía que iba a estar orgulloso de él, muy orgulloso de él, había apurado su vaso de leche y sugiriendo el Dan Marshall como único posible destino de la pareja, pues era, sin duda, el mejor motel de la ciudad, había salido del (LOUS CAFÉ) y había recorrido, ansioso, los escasos metros que le se­paraban de Trineos y Raquetas Howling, y había despertado a Howie, y luego Howie había despertado al alcalde Jules, y en rea­lidad no lo había despertado porque el alcalde no podía dormir, no hacía más que pensar en Mildway Reading, y en lo sencillo que sería decirse que no había sido él quien había consenti­do en casarse con Doris, que alguien había decidido por él como deci­dían los escritores por sus personajes, porque a veces eso era todo, pero no podía hacerlo, lo único que podía hacer era de­cir­le a Howie que le vería a primera hora en el Dan Marshall, que aquella era una excelente noticia, la (MEJOR) noticia, porque cuando llegase el autobús repleto de lectores de La señora Potter no iba a encontrar aquella tienda abierta, pero encontraría algo mejor, encontraría a aquella mujer, y a lo mejor aquello podía salvarles, porque nada más podría salvarles, y, a la mañana siguiente, mientras Nicole aún se preguntaba de qué forma podía ser ningún tipo de batalla (PAN COMIDO), el alcalde Jules lla­mó, equi­vocadamente, a la puerta de su cuarto, y cuando el editor abrió, dijo (¿SEÑORITA FELDMAN?) y alguien (FLASH) disparó una cáma­ra y, oh, era aquel tipo que había pasado demasiado tiempo en la mesita de noche, Starkadder, porque (Dawnie, cariño), había escrito Alice Potter aquella noche, dejando constancia de lo que había hecho a la partida de Louise Cassidy Feldman, (cuando se fue llamé a Eileen y le dije, Eileen, ha estado aquí esa mujer, la escritora, y me dijo, ¿Estás segura, Al?, Recuerda lo que pasó la última vez, me dijo, y yo le dije que sí porque, bueno, a lo mejor me lo imaginé, Dawnie, cariño, pero, durante un momento, me pareció que había dejado de nevar, miré fuera y no había un solo copo cayendo de ninguna parte, y supe que aquella vez iba en serio).