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¿No han oído hablar aún del (GRAN) Bryan Stepwise? Ufine visita la tienda de disfraces del señor Meldman para convertirse en él y, de paso, convertir su vida en noticias, ¿y lo consigue?

 

 

Incómodo por la estrechez de aquel abrigo, el abrigo entallado que le había prestado Eileen, pero sobre todo por la irritabilidad de sus fosas nasales, oh, aquel condenado catarro no pensaba dejarle en paz, por más que él fuese el gran U. E. Starkadder, el tipo que había puesto aquel sitio patas arriba con una, ¡sólo una!, entrevista, el autor de la columna Casi Todos Mis Hijos Son Gramatólogos, y camino de todas partes, pues, oh, el trabajo se multiplicaba, aquel lugar era una fría fábrica de noticias, no tenías más que abrir un ojo, estando aún metido en la cama, para toparte con una de ellas, ¿o no había ocurrido exactamente eso? ¿No estaba Urk Elfine aún en la cama cuando, oh, Eileen, acompañada de Janice Terry McKenney, aquella pelota de golf, había entrado en su cuarto y le había dicho que se vistiese, y saliese cuanto antes hacia el Dan Marshall, porque aquella escritora, la escritora de La señora Potter no es exactamente Santa Claus, había llegado, y el señor Howling y el alcalde Jules iban a recibirla, y a suplicarle que entretuviese a sus lectores a las puertas, cerradas, de la tienda de los Peltzer? Lo había estado, por supuesto, y luego simplemente había estado dentro de aquel abrigo, con, aún, su viejo y enorme y manchado traje debajo, y había logrado un majestuoso primer plano de aquella escritora, en el momento exacto en que el alcalde Jules, oh, aquel deprimido tipo del montón que parecía estar pensando en otra cosa, ¿en qué demonios pensaría? Tenía delante a aquel marciano, aquel ser de otro planeta que acababa de aterrizar en su ciudad y parecía por completo ido, estiraba el brazo y estrechaba manos pero no parecía estar presente, y toma buena nota, Urkie, esto es lo que luego escribirás en tu columna, Un día con Urkie Elfine, ¿no podía cambiarle el nombre? Un día con Urkie Elfine le gustaba, el caso era, decíamos, que iba camino de todas (AH-ah-AH) (¡CHÚS!) partes, porque, por supuesto, debía hacer seguimiento de su entrevistado, y de aquella otra pareja de escritores que había llegado al pueblo, ¡y nada menos que en diligencia!, aquella pareja que había traído consigo a una pequeña colección de reporteros de todo el mundo, oh, Urk Elfine nunca había hablado en otros idiomas de su trabajo, Urk Elfine no conocía, en realidad, ningún otro idioma, así que lo que había hecho había sido sentarse en un taburete, en aquel pub que aquellos otros periodistas parecían haber traído consigo, y escuchar a toda aquella gente hablar de lo que se suponía era su trabajo en otros idiomas, y había fingido estar entendiéndolo todo mientras pensaba en el señor Sneller preparando el baño de sus hijos, en el señor Sneller dándoles la cena, en el señor Sneller maldiciéndole por haberle dejado solo con aquel batallón de impertinentes Starkadder, en el señor Sneller abandonando a su mujer, abandonando a sus hijos, harto, harto de tener que ocuparse solo de aquel montón de niños metomentodo, y entonces había empezado a beber, y había bebido más de la cuenta, y había olvidado llamar a casa, y se había metido en la cama de aquella nada silenciosa casa de huéspedes, y se había dormido, había dormido profundamente, y cuando había despertado, oh, tenía tanto trabajo, tenía, de hecho, delante mismo a aquella mujer, Eileen, la dueña del periódico, ¡el periódico para el que trabajaba!, pidiéndole que se vistiese, que lo hiciese cuanto antes, y que saliese hacia aquel sitio, el Dan Marshall, porque había llegado La Escritora, y, oh, ¿no era increíble? De repente, el Doom Post, había dicho, tenía redacción, y las noticias, había dicho también, simplemente aparecían, se multiplicaban, y ¿no era eso maravilloso? El caso era que Urk Elfine no había llamado a casa. Le había escrito un telegrama a Wilber la noche anterior, y no recordaba con exactitud qué le había dicho, pero estaba convencido de no haber dado ninguna pista de su paradero, porque si lo hubiera hecho, en aquel momento, prácticamente mediodía, con el estómago rugiendo, camino de la tienda de disfraces de Bernie Meldman, con la intención de encontrar en ella algún tipo de atuendo periodístico, Lizzner ya le hubiese atrapado, Lizzner hubiese dejado todo lo que fuese que estaba haciendo, todo lo que fuese que hacía todos los días con aquellos barcos, y se habría desplazado hasta allí, con toda probabilidad acompañada de sus cinco hijos y, por supuesto, el señor Sneller, y le habría metido en el coche, aquel deportivo familiar, y él no iría camino de ninguna tienda de disfraces sino de aquella maldita mesita de noche.

—Me temo que se equivoca usted, señor —había dicho aquella escritora, que había resultado no ser escritora, después de todo, tenía bigote, y era un bigote frondoso, un bigote como el que jamás luciría Urk Elfine—. Está hablando con Nicole Flattery Barkey, su editor. —Había dicho también, y Elfine lo había anotado, y a la vez que lo anotaba pensaba en su columna, la columna que debería llamarse Un día con Urk Elfine, y se decía que en aquel momento el punto de vista de su columna debía cambiar, el punto de vista debía quedárselo Josephine Matthews, su pelota de tenis, que hablaría desde su bolsillo, aquel bolsillo que estaba a punto de ser otro bolsillo, de ser el bolsillo de un verdadero periodista, se dijo un por entonces al fin en su lugar Starkadder, mientras empujaba la puerta de aquella tienda, Disfraces Meldman, y decía (BUENOS DÍAS, SEÑOR MELDMAN), (OH, ESTO, BUENOS DÍAS, SEÑOR), recibía como respuesta de aquel tal señor Meldman, que hizo ademán de pretender retirarle el abrigo, aquel abrigo entallado que era, claramente, un abrigo de chica, ligeramente peludo, negro, ridículo. (OH, YA VEO), dijo Urk, dejándose hacer, gustoso, porque, ¿cuándo, por todos los dioses tecleantes, había dejado que alguien le retirase un abrigo? (ES UN BONITO ABRIGO, SEÑOR), dijo aquel tipo menudo y astutamente sonriente, tan parecido a un castor, a juzgar por sus afilados y diminutos dientes, que podría haber pasado por el primero que había logrado regentar una tienda de disfraces.

—Oh, sé lo que está pensando. Es prestado. —Urk Elfine sonrió. A continuación, (ah-AH-ah) (¡CHÚS!) estornudó—. Vaya, lo siento —dijo. Se llevó la mano a uno de los bolsillos de aquel traje inmundo. Sacó un pañuelo. Se (BRRRR) sonó. El hombre, Bernie, sonrió, y colgó el abrigo del perchero que había junto a la puerta. Además del perchero, junto a la puerta había un árbol de Navidad iluminado y un orondo maniquí disfrazado de Santa Claus. A su alrededor había menudos muñecos disfrazados de lo que parecían carteros de orejas extragrandes. Llevaban zurrones repletos de postales, y sonreían de una forma un tanto siniestra. Sin saber qué otra cosa hacer, Urk Elfine se metió las manos en los bolsillos, y empezó a deambular por la tienda, convencido de que había cometido un error, un error terrible, que debía salir de allí cuanto antes porque, oh, lo que buscaba no era un disfraz de reno sino uno del gran Bryan Tuppy Stepwise, ¿y de qué forma podía el gran Bryan Stepwise encajar en aquel ambiente navideño?

—Estoy buscando algo, pero no sé si va a poder ayudarme. —Urk metió la mano en un cajón repleto de orejas extragrandes. Eran, efectivamente, (OREJAS EXTRAGRANDES) de (DUENDE VERANEANTE), según indicaba el cartel. Sacó una, la observó—. Lo cierto es que, bueno, no necesito exactamente nada navideño, sino más bien algo ligeramente intelectual, ¿ha oído hablar de Bryan Stepwise?

—Oh, ¿ese reportero?

—No es exactamente un reportero. Lo que Stepwise consigue es convertir su vida en noticias —se aprestó a indicar Urk Elfine. No dijo que lo más probable es que aquel tipo no existiese. Que tal vez hubiese existido en algún momento, pues alguien se había disfrazado de él por primera vez en alguna parte, pero lo que había ocurrido a continuación era que aquel tipo había pare­cido estar en todas partes, y la leyenda decía que en realidad aquel tipo eran un montón de otros tipos que jamás llegarían a ser nadie, o que creían no poder llegar a serlo nunca, y fingían ser el gran Bryan Tuppy Stepwise mientras tanto. Urk Elfine era uno de ellos. Había despertado aquella noche empapado en sudor cientos de veces y se había dicho que si estuviera allí el gran Bryan Tupps todo aquello le parecería más sencillo. Oh, aquel disfraz iba a ser una especie de trampolín. Se lo pondría, saltaría, y luego, luego ¿qué?—. Quién sabe cómo, está en todas partes y en todas a la vez.

—¿Es el tipo que va con un micrófono a todas partes, verdad?

Aquel tipo, Bryan Stepwise, el Bryan Stepwise original iba, efectivamente, a todas partes con un micrófono de reportero. Retransmitía cada minuto de su vida. En realidad, jugaba a hacerlo, y mientras lo hacía, le ocurrían todo tipo de cosas apasionantes, cosas que luego contaba en aquellas columnas suyas que estaban por todas partes, o eso se decía de ellas, y que eran lo más parecido a un diario que Urk Elfine había leído jamás.

—Exacto. El caso es que salí de casa, como le decía, inapropiadamente, es decir, inapropiadamente vestido, en realidad, y no veo la manera de, bueno, seguir los pasos del gran Bryan Step­wise así, ¿diría usted que tiene algo que pueda convertirme en él?

Oh, ¿así que era un disfraz de Bryan Tuppy Stepwise lo que buscaba? (¡VAYA! ¡ME HA LEÍDO USTED LA MENTE!), espetó, estúpidamente Urk, pues ¿no era aquello lo que acababa de decirle? (OH, JI JO, ACOMPÁÑEME), remató el menudamente peludo Meldman, guiándole hasta un mostrador y poniendo ante él un gorro que era una réplica exacta del gorro que lucía el reportero y que, después de todo, sólo era un gorro horrible. (¡VAYA!) (¿CÓMO HA HECHO ESO?) (¿ACASO TIENE A UN FABRICANTE DE STEPWISES AHÍ DENTRO?), había bromeado Elfine, al comprobar que, milagrosamente, el tal Meldman, sacaba sin demora, de debajo del mostrador, una versión acolchada, y por lo tanto apta para el frío de Kimberly Clark Weymouth, de los acostumbrados pantalones grises de Stepwise, y por supuesto, otra de su jersey de nudos calabaza, y de la camisa azul de cuello vuelto que llevaba el día en que le hicieron la fotografía que acompañaba a su columna. (UN MOMENTO) (¿ESO DE AHÍ SON SUS GAFAS?), (¿LAS QUERRÁ?), (CLARO, ¿NO?) (QUIERO DECIR, ¿QUÉ CLASE DE BRYAN STEP­WISE SERÍA SIN SUS GAFAS?). Sumido en una especie de trance, Urk se probó las gafas. Eran extrañamente idénticas a las del gran Stepwise, y ¿no parecía todo más sencillo con ellas?

—¿Querrá peluca?

—¿Peluca?

—Ya sabe, el pelo rizado del señor Stepwise.

Urk Elfine no recordaba haber visto a Stepwise sin aquel gorro con orejeras, por lo que no recordaba qué aspecto tenía su pelo, pero ¿acaso iba a decirle que no a convertirse plenamente en Bryan Stepwise? Oh, no, por supuesto que no. Así que dijo:

—Claro, el pelo rizado de, ehm, (AH-ah-AH-¡CHÚS!).

—Vaya, veo que ha pillado usted un buen catarro, señor Star­kadder. ¿Le pongo también un pañuelo con sus iniciales? Porque lo tengo, ehm, justo aquí.

—¿Lo tiene justo ahí?

—Sí.

—¿Está diciéndome que tiene un pañuelo con las iniciales de Bryan Stepwise?

—Sí.

—¿Por qué?

—¿No lo quiere?

—No, ehm, claro que. —¿Lo quieres, Urk? ¿Para qué demonios quieres un pañuelo con las iniciales de ese otro tipo? ¿Acaso eres ese otro tipo? ¿No está todo esto, Urkie, volviéndose un tanto, cómo decirlo, siniestro? ¿Qué será lo siguiente, su anillo de casado con las iniciales también grabadas? ¿Su cartera? ¿Y dónde quedarás tú, Urkie, cuando seas ese tipo? ¿No era esto un juego? ¿No iba a ser divertido? ¿Por qué ya no parece divertido?—. Es, bueno, verá, lo cierto es que, ¡vaya!, todo esto es (AH-ah-AH-¡CHÚS!), es demasiado, quiero decir, no creo que vaya a necesitar nada con iniciales para, eh, je, ya sabe, después de todo, se trata de, bueno, vestir un poco más apropiadamente, no de, ya me entiende, ser ese otro tipo, así que supongo que será suficiente con —Urk Elfine apartó los pantalones, el jersey, la camisa, el gorro, aquellas gafas, y los cogió en volandas, los abrazó— esto, señor Meldman. Aunque cree que, cree, bueno, si no es molestia, ¿cree que podría llevármelo puesto? —Oh, no, (STARKIE), oyó que decía la voz de Eileen McKenney en su cabeza, ¿acaso vas a pasar un minuto más ahí dentro?—. Lo cierto es que, ¿sabe qué? Mejor lo mete todo en una bolsa y saldré de aquí cuanto antes porque, bueno, ya sabe, hay demasiado trabajo ahí fuera hoy como para, eeeh, llevarme nada puesto. —Urk devolvió aquel montón de cosas al mostrador, y esperó, y Bernie Meldman sacó de allí debajo un par de bolsas de lo que parecía un papel nada resistente, y fue colocando, con una calma desesperante, aquella suerte de despedazado Bryan Stepwise dentro, mientras Urk Elfine pasaba el peso de un pie al otro y luego al otro y luego al otro, nervioso, histérico, y decía (ESTUPENDO) y (ASÍ ESTÁ BIEN) y (¿CUÁNTO LE DEBO?) y también, cuando le hubo tendido el puñado de billetes, un puñado cualquiera, (QUÉDESE CON EL CAMBIO), y después, las bolsas crepitándole en las manos, trataba de ponerse el abrigo, aquel peludo abrigo entallado, incomodísimo, y caía en la cuenta de que no iba a poder ponérselo cuando llevase encima el jersey de nudos Stepwise, y, de todas formas ¿qué clase de Bryan Tupps iba a parecer con aquel abrigo de chica?—. No tendría usted un, esto, ¿abrigo?

Más tarde, cuando hubiese, con aquel par de bolsas mojadas, alcanzado el refugio de una cabina de teléfono, el teléfono en una tiritante mano, y el abrigo, aquel abrigo de un blanco escandalosamente anaranjado, arrastrándole, limpiando el suelo de aquella en absoluto limpia cabina, le diría a Eileen que había cometido un error, y era un error horrendo porque era un error que podía haber evitado.

—¿Qué demonios hacías en la tienda de disfraces?

—No, es, supongo que —Urk se rascó la barbilla, se quitó las gafas, estaban tan condenadamente empañadas que apenas podía completar el aspecto de la calle— creí que, bueno, en realidad —¿Qué, Urk?—, ¿has oído hablar de Bryan Stepwise, Leen?

—¿Ese tipo que no existe?

—¡Claro que existe!

—¿No son una horda de reporteros que jamás tendrán un nombre?

—¡No! Eh, quiero decir, ¿lo son?

—Es lo más probable.

—Pero también podría ser alguien que está en todas partes y en todas a la vez, ¿no? Quiero decir, Leen, ¿y si pudiéramos contar con él?

—Oh, ¿no me digas que te has encontrado con uno de ellos en la tienda de disfraces? ¿Estaba ya disfrazado? ¿O le has pillado comprándose el disfraz?

—No, eh, yo, ¿qué?

—Lo que quiero decir en realidad es que cortes el rollo, Starkie.

—No es ningún, JE, rollo, Leen, es sólo que…

—Jingle ha estado aquí.

—¿Jingle? ¿Quién es Jingle?

—Oh, es cierto. A veces creo que te he inventado y que por eso no tengo por qué darte explicaciones. Pero ¿no estás en mi cabeza, verdad?

Urk miró el par de bolsas de papel de en extremo horrible calidad instaladas entre sus pies, aquel par de pies aún enfundados en unos zapatos de ante marrón congelado, y dijo que no, dijo que (OJALÁ LO ESTUVIERA), porque si lo estuviera no tendría por qué sentirse estúpido por llevar aquellas gafas, no sería más que alguien en la cabeza de otro alguien y no importaría lo que hiciese porque la cabeza de cualquier alguien era la clase de lugar en el que todo era posible.

—Jingle dice que el matrimonio no está solo.

—¿El matrimonio?

—Esos Benson.

—¿No están solos?

—No, una tal Myrlene Beavers ha venido con ellos.

—¿Otra escritora?

Peor. La, con casi toda seguridad, única lectora de Francis McKisco. ¿Sabes? Este sitio aborrece a los escritores porque aborrece a Louise Cassidy Feldman.

—Oh, eh, yo, claro.

—¿Puedes encargarte?

—¿Yo?

—No sabes lo que es esto, Stark.

—Oh, no, cla-claro, pero yo, eh, yo creí que tenía que en­cargarme de (AH-ah-AH-¡CHÚS!) Feldman, y los (AH-ah-AH-¡CHÚS!), oh, Dios, esos, esos Benson, y el pub de, bueno, mi columna, Leen, no sé si, bueno, ¿no son de-de-de-demasiados escritores?

—¿Qué demonios te pasa?

Nnnaddda.

Urk estaba congelándose, Urk iba a congelarse, se congelaría sin saber qué sería de aquel agente inmobiliario, se congelaría sin saber por qué demonios eran tan famosos los Benson, se congelaría sin preguntarle a Louise Cassidy Feldman en qué pensaba cuando escribió aquella novela que había convertido en esclavos de su protagonista a, primero, aquel sitio helado, y luego, sus habitantes, que la aborrecían hasta el punto de aborrecer a todos los escritores que habían existido y existirían jamás.

—Bien, porque tienes que volver a Mildred Bonk.

—…

—Jingle dice que hubo una pelea anoche.

—¿Una pelea?

—Los Benson podrían haberse ido al infierno, Stark.

—¿Al infierno? —Urk Elfine imaginó a aquel fantasma siendo una especie de demonio, un tipo al que no le había sentado nada bien la muerte y que, además, como la gente de aquel sitio, aborrecía a los escritores por el mero hecho de serlo—. ¿Ha sido ese, ese, uh-uh, (AH-ah-AHCHÚS!), fantasma?

—No, creo que ha sido Harriett Glickman. Habla con ella. Y encuentra a Beavers. Y trata de que el fantasma te reciba. ¿No pensaba recibir a esos tipos del pub?

Oh, no, la cosa era que ellos creían que podía recibirles, la cosa era que se jactaban de que iban a conseguir, por una vez, una entrevista con el fantasma de los Benson, como la había conseguido en el pasado un tal Steph, pero no tenían ni la más remota idea de si podrían hacerlo, y Urk trató de explicárselo a Eileen pero fue complicado porque no podía evitar tartamudear, todo aquel condenado frío, y aquel maldito tiritar, él intentaba hablar y lo hacía pero sólo emitía sonidos inconexos y traqueteantes y escuchaba a Eileen decir (CREO QUE TE PIERDO, STARK), y también (NO TE PREOCUPES, YO ME OCUPARÉ DE MADELINE), y Urk Elfine no sabía quién era Madeline ni tampoco quién era Johnno, porque ella también dijo que iba a ocuparse de (JOHNNO), dijo, (NO VAS A CREÉRTELO) y (KIRSTEN LE HA PLANTADO), (MADELINE ESTÁ EN CAMINO) y (¿RECUERDAS CUANDO PUBLICAMOS AQUEL ARTÍCULO SOBRE MADELINE? LO ILUSTRAMOS CON UNO DE SUS CUADROS, Y KIRSTEN PERDIÓ LA CABEZA) (OH, ¿CÓMO VAS A RECORDARLO?) (¡NI SIQUIERA ESTABAS AQUÍ!), dijo, y también (EL CASO ES QUE JOHNNO NO DEJA DE LLORAR PORQUE KIRSTEN LE HA PLANTADO POR ESE CUADRO, Y A LO MEJOR LE HA PLANTADO POR MADELINE, ¿CREES QUE PUEDE HABERLE PLANTADO POR MADELINE?), y Urk Elfine no dijo nada porque no sabía quién era aquel tipo y porque ¿qué podía decir? Oír que alguien había (PLANTADO) a otro alguien le devolvió a aquella mesita de noche. ¿Por qué le parecía que nunca había existido? ¿Acaso no era aún padre? ¿Por qué parecía haberlo olvidado? Él era, pensó, peor que aquella (KIRSTEN), porque él no sólo había plantado a (LIZZNER), también había plantado a sus hijos, y había plantado al señor Sneller, y ¿para qué? Oh, os planté para (CONGELARME), podría decirles, a su vuelta, si es que regresaba. Por si no lo hacía, escribiría una carta, la guardaría en el bolsillo, les diría (LIZZ, HIJOS, SEÑOR SNELLER, OS PLANTÉ PARA CONGELARME EN UN SITIO LLAMADO KIMBERLY CLARK WEYMOUTH. LO SIENTO. NO VOLVERÁ A OCURRIR. OS DESEO LO MEJOR EN EL FUTURO. DADLE RECUERDOS A ESA MESITA DE NOCHE).

—¿Stark?

—Eh, sí, eh, ¿Leen?

—Recuerda que el cierre de la edición es a las seis.

Urk Elfine consultó su reloj, la esfera estaba empañada, colgó el teléfono, miró las bolsas, sacó una por una las prendas de ellas, las colocó sobre el teléfono. Bien, allá vamos, se dijo, y se quitó el abrigo, y luego (AH-ah-AHCHÚS!), se quitó la americana de aquel traje horrible, y la camisa, ¿por qué tenía que quitarse la camisa? Oh, no, iba a morirse, le faltaba el aire, (AAAH-FUUU-AAAH-FUUUU), oh, iba a morir, moriría desabotonando una camisa, el muy estúpido, ¿por qué no la habría desabotonado antes? Oh, ridículo imitador de Tupps Stepwise, prepárate para lo peor, (AAAH-FUUU-AAAH-FUUUU) (AH-ah-AHCHÚS!), morirás y a nadie le importará, alguien te enterrará en este sitio, y dirán que fuiste, ¿qué? El tipo que entrevistó a ese otro tipo, el agente inmobiliario que había vendido la casa de Mildred Bonk y había acabado con la idea misma de Kimberly Clark Weymouth, oh, la gente te odiará, Urk Elfine, la gente escupirá sobre tu tumba y dirá (ADIVINA QUÉ) (QUÉ) (CUANDO LO ENCONTRARON ESTABA DESNUDO) (¿DESNUDO?) (AJÁ, DESNUDO EN UNA CABINA) (¿POR QUÉ IBA A ESTAR DESNUDO EN UNA CABINA?) (OH, QUIÉN SABE, LO MÁS PROBABLE ES QUE FUESE UNO DE ESOS PERVERTIDOS) (¿UN PERVERTIDO CON HIJOS GRAMATÓLOGOS?) (OH, ¿ERA EL DE LOS HIJOS GRAMÁTOLOGOS?) (¿NO TENÍA UNA COLUMNA QUE SE LLAMABA ASÍ?) (VAYA, EL MUNDO ES CADA DÍA MÁS EXTRAÑO, JEFF). Oh, no, iba a conseguirlo, lo conseguiría, no iba a morir, tenía que escribir otra columna, no podía pasar a la posteridad como el autor de aquella cosa llamada Casi Todos Mis Hijos Son Gramatólogos porque aquella cosa no tenía nada que ver con sus hijos, aquella cosa era sólo cosa suya, apretó los dientes, eso es, Urk (APRIETA LOS DIENTES), se dijo, y sorbió y estornudó, y sintió congelársele el sudor en la frente pero lo logró. Vio parte de su vida pasar ante sus ojos mientras lo hacía. Su vida era un montón de escenas domésticas en las que miraba a sus hijos aburrido, ¿por qué se aburría tanto? Al fin, se puso la peluca, y luego aquel gorro con orejeras, y su par de ridículos mocasines, ¿por qué no le había pedido a aquel tipo un par de botas de agua? No recordaba con exactitud qué calzaba Bryan Step­wise, pero en aquel momento le traía sin cuidado. Se abotonó la camisa bajo el jersey, metió aquel ridículo traje manchado y el incómodo y peludo abrigo de Eileen en aquel par de montones de papel con cada vez menos aspecto de bolsas, y salió de allí.

¿Que a dónde se dirigió?

Por supuesto, a la casa de Mildred Bonk.

¿Y a quién se encontró en la puerta?

Oh, no era exactamente la puerta. Al menos, no era la puerta principal, porque la puerta principal estaba repleta de aquel montón de otros periodistas que habían traído consigo su propio pub. Era algún tipo de puerta. Estaba en uno de los extremos de la casa. En concreto, estaba en el extremo que conectaba con el telesilla. Urk Elfine se aproximó a ella. Estornudó. Se metió la mano bajo la peluca. Se rascó. Dijo:

—Disculpe, ¿eso de ahí es una puerta?

—Eso creo, sí —dijo el tipo al que se dirigía.

Urk Elfine dio por hecho que era uno de aquellos otros periodistas.

—¿Ha intentado llamar?

William Butler James, el fantasma profesional Eddie O’Kane, se llevó el cigarrillo a los labios, le dio una larga calada, y negó con la cabeza. Luego dijo:

—¿Quiere que le cuente algo divertido?

Urk Elfine trató de asomarse a un pequeño ventanuco que ha­­bía junto a la puerta. Todo lo que vio a través de aquellas gafas de falsos cristales empañados fueron siluetas, y una luz amarillenta. Se bajó del estribo del telesilla.

—Voy a casarme —disparó O’Kane.

—Oh, eh, enhorabuena —dijo el columnista.

—Me gusta mi trabajo.

—Oh, ya, claro. —Urk Elfine tomó nota del color de los asientos del telesilla, y de la manera en que encajaba en aquella cabaña. Había oído decir que acababan de instalarlo—. ¿Y va a tener que, esto, dejarlo?

—Eso me temo. Ella dice que podría trabajar en su tienda. Pero, no sé, ¿encantar una tienda? ¿Para siempre? —Urk Elfine tragó saliva con un sonoro (GLUM), se volvió, ¿había dicho encantar? ¿Acaso era él? ¿Desde cuándo los fantasmas fumaban? ¿Y por qué podía verlo? ¿Por qué lo veía como habría visto al señor Sneller? ¿Eran aquellas gafas? ¿Eran las gafas de Bryan Stepwise? ¿Había conseguido convertir al fin su vida en noticias? ¿Noticias enormes?—. He llamado a mi jefe —prosiguió el ¿qué? ¿Fantasma?—. Le he dicho, Señor Alvorson —FUUUUUUF, expulsó un buen montón de humo. Era humo de fantasma. ¿Acaso era siquiera posible? ¿Tenían pulmones los fantasmas?—, creo que he metido la pata —dijo después—. Él se ha temido lo peor. Pero es que el señor Alvorson siempre se está temiendo lo peor. Parece mentira que dirija la clase de negocio que dirige. ¿Tengo que hacer las maletas, Ed?, me ha preguntado. El señor Alvorson cree que un día alguien nos descubrirá y no le bastará con que —FUUUUUUUF— le mostremos ese montón de papeles que firma el cliente y que eximen a la empresa de, ya sabe, cualquier tipo de culpa respecto a lo que pueda pensar de nuestros servicios. —¿Había dicho empresa? ¿Tenía el fantasma una empresa? Oh, no, ¿quería eso decir que los fantasmas también trabajaban? ¿Que no iba a poder descansar ni estando muerto? Oh, apostaba a que a Lizz no le costaría nada montar otra de aquellas flotas de cruceros en el Otro Lado, ¿y qué haría él? ¿Iba a quedarse en casa con los niños? ¿Tenían otra vez niños los fantasmas?—. Le he dicho que —FUUUUUF— no, por supuesto, porque la cosa no tiene nada que ver con esa chiflada, aunque no deja de lanzar cosas contra las paredes y romperlas y hay un —FUUUUUUFejército de gente rodeándola todo el tiempo, recogiendo los pedazos de las cosas y a veces metiéndole en la boca una cucharada de caldo porque es lo que necesita, (OH, SEÑORA BENSON), dicen, (NECESITA USTED UN POCO DE ESTE MARAVILLOSO GUISO), y también, (CON UN POCO DE ESTE GUISO NADA LE PARECERÁ TAN HORRIBLE), y parecen, cada uno, distintas versiones de una madre atenta y a la vez desconsiderada, una madre que sólo quiere que dejes de quejarte, porque esa mujer no hace otra cosa que quejarse, ¡ni siquiera me presta la más mínima atención! Lo único que hace es hablar con una cabeza que tiene metida en una jaula, como si en vez de una cabeza fuese un pájaro. El marido se ha esfumado, ¿sabe? Se lo he dicho a Alvorson y el señor Alvorson se ha puesto —FUUUUUUF— frenético, me ha gritado que era una buena cuenta, (¡LA MEJOR!), y que ¿cómo podíamos haberlo fastidiado todo de tal manera? Yo le he dicho que la culpa no ha sido mía sino de su par de asistentes personales, al parecer un par de hermanos quionofóbicos, que han desequilibrado al matrimonio hasta tal punto que Penacho cree que no volverán a escribir —FUUUUUUFnunca.

El fantasma apuró el cigarrillo y lanzó la colilla lejos. Observó por primera vez con detenimiento a Urk Elfine. Urk Elfine parecía un jovencísimo esquimal con pelo de muñeco y gafas de montura dorada. Si hubiera estado trabajando de verdad, no en un caso perdido como aquel, sino en un verdadero caso en marcha; si no tuviera demasiado en que pensar en aquel instante, oh, aquella boda del demonio, ¿por qué iba a casarse?, ¿de veras quería casarse?, ¿quién sería después de casarse?, ¿un fantasma de tienda? Ed O’Kane ofrecería a aquel esquimal sus servicios a cambio de su silencio, le haría firmar uno de aquellos contratos de confidencialidad que llevaba consigo a todas partes, doblados en cuatro en el bolsillo interior de su americana, y pagaría con más trabajo su pequeño desliz. Pero aquel asunto se había acabado, o estaba a punto de hacerlo, y después de todo, Urk Elfine no parecía más que un ridículo chaval, con toda probabilidad, disfrazado de esquimal, así que se limitó a decir:

—Supongo que no es tan divertido como pensaba.

—Oh, no, eh, je, lo es, por supu, por supuesto que lo es, claro, yo, eh, ¿quiere usted decir que, bueno, es usted un, ya sabe, es el fantasma?

—Me gusta mi trabajo, ¿y no podría ella viajar conmigo? A lo mejor ella podría viajar conmigo, ¿no cree? Oh, no sé, a lo mejor ustedes, los esquimales, no tienen tantos problemas, ¿no pasan todo el tiempo en el iglú? ¿Hay iglús por aquí? ¿Alguna vez ha pensado en, bueno, creen en los fantasmas? Voy a darle mi tarjeta, puede llamar al señor Alvorson si en alguna ocasión, ya sabe, nos necesita. Espero seguir por aquí.

Urk Elfine cogió la tarjeta. Leyó (WILLIAM BUTLER JAMES, FANTASMA PROFESIONAL), y olvidó lo que iba a decirle, iba a decirle algo relacionado con el matrimonio, por supuesto, y con la posibilidad de convertirse en un objeto de mesita de noche, y lo olvidó porque en su camino se cruzó aquello (WILLIAM BUTLER JAMES, FANTASMA PROFESIONAL), y era, pensó, un titular estupendo, el titular con el que toda aquella colección de pretenciosos otros periodistas llegados de todas partes, con sus estúpidos idiomas incomprensibles, soñaba, y lo tenía él, lo tenía, físicamente, en la mano, mano que se metió raudo al bolsillo de aquel horrendo abrigo que parecía más un batín que un abrigo. Luego, impostando ligeramente la voz para que no fuese su voz sino la voz de Bryan Tupps, dijo (LO SEGUIRÁ, NO LO DUDE) y también (ES MÁS SENCILLO DE LO QUE PARECE), porque uno sólo tenía que seguir su camino, pasase lo que pasase, seguir su camino, dijo y el fantasma fue a decir algo, pero entonces aquella puerta que no parecía una puerta se abrió y se asomó por ella una chica de gesto solemnemente divertido, y dijo (ED, HA LLEGADO UNA ESCRITORA y QUIERE VERTE).

—¿Otra escritora?

—Es esa escritora famosa.

—¿Qué escritora famosa?

—Becky Ann le ha lanzado ya dos cuchillos.

—¡Vaya!

—Por suerte, no ha tardado en desmayarse. Al parecer, el guiso de esos bills no es un guiso corriente.

—¿Le has dicho que me espere en la biblioteca?

—No, le he dicho que te espere en la cocina.

—Oh, sí, claro.

—Evidentemente, no quiere hablar contigo, sino con Randal Peltzer.

—Por supuesto.

—Al parecer, le escribió un montón de cartas.

—¿Ese tipo?

—Está todo el mundo aquí, Ed.

Se oyó un bramido dentro, y luego un montón de pasos, y luego un arrastrar de lo que parecían cientos de sillas, y puede que muebles, y hasta cortinas, estruendos a los que acompañaban los deslizantes, los escurridizos, los hasta cierto punto irritantes (FLASH) (FLASH) (FLASH) de las cámaras de aquellos periodistas, y apagaron el rugido de las tripas del gran U. E. Starkadder, que, de repente, recordó que una vez había tenido un par de pies no congelados y cayendo en la cuenta que se había prometido dar con un par de botas de agua para ellos, preguntó:

—¿No tendrían ahí dentro un par de botas de agua que pudiesen prestarme?