Aquella mujer, su marchante, algo llamado Guy, Guy Hunnicutt, había querido saber la hora exacta de su llegada a Kimberly Clark Weymouth y también si disponía de ropa de abrigo suficiente para lidiar con el frío de aquel lugar. Madeline Frances, el billete de autobús recién comprado en una mano, el teléfono en la otra, le había confirmado una hora de llegada, una hora que iba a obligarla a viajar durante buena parte de la noche, y le había recordado que no estaba dirigiéndose a un lugar que no conociese sino a su ciudad. Aquella mujer, su marchante, le había dicho que por supuesto, pero que hacía demasiado que no pisaba su ciudad, y puede que las cosas hubiesen empeorado desde que ella se había marchado, y que de todas formas, sólo pretendía ser amable y prevenirla. Madeline la había tranquilizado asegurando que las cosas no podían haber empeorado tanto, porque tampoco hacía tanto que no pisaba su ciudad, ¿y acaso las ciudades cambiaban? ¿Se volvían, qué? ¿Más inclementes?
—Luego está ese otro asunto —había dicho aquella mujer, su marchante.
—¿Qué otro asunto?
—El asunto de su familia.
—Oh, ¿es un asunto?
—¿Cuándo va a solucionarlo?
Madeline Frances era incapaz de recordar en qué había consistido exactamente su vida en Kimberly Clark Weymouth, pero de todas formas había dicho que lo solucionaría. Luego había subido a un autobús en mitad de la noche, y llevaba consigo una maleta. Era una maleta pequeña. La había mirado, sentada en su asiento. La maleta ocupaba el asiento contiguo. No parecía la maleta de alguien que tuviese una familia. Pero ella tenía una familia. ¿Tenía una familia? El cerebro de Madeline parecía huir en todas direcciones, y en todas a la vez. ¿A dónde iba? Un día había estado pintando en aquel estudio, y la nada la rodeaba como un confortable manto, y la mecía, y los días, recordaba, eran siempre el mismo día, y si en algún momento algo le había resultado del todo dolorosamente insoportable, se había ovillado en el suelo enmoquetado y había cerrado los ojos y se había dicho que nada de aquello era cierto. No era cierto el recuerdo de las manitas del pequeño Bill y aquella descuidadamente noble, profunda devoción suya, ni era cierto Rand y su encantadoramente ingenuo entusiasmo, ni su sonrisa, tan curiosamente mágica, ni su incapacidad para hacer otra cosa que el bien, un distraído bien que se negaba a creer en la existencia de ningún tipo de mal. Proyecciones, se decía, cuando acudía a la oficina postal de aquel otro sitio, (WILLAMANTIC), en realidad, Lurton Sands, y escribía la dirección de su casa (MILDRED BONK, 39), en las cajas repletas de cuadros que enviaba, sabiendo perfectamente quién iba a recibirlas, pero pretendiendo que no lo hacía, pretendiendo que Randie y Billy habían existido, lo estaban haciendo o lo harían, en alguna otra dimensión en la que ella podía, a la vez, pintar y llevar la clase de vida que llevaba en Kimberly Clark Weymouth, es decir, la clase de vida que lleva una madre que no acaba de creerse que sea madre. Se había escrito a sí misma al menos dos cartas. También había imaginado lo que diría si un día llamaba por teléfono a casa. (SOY YO), diría, (ESTOY EN ALGUNA PARTE), diría también, (ESPERANDO). A lo mejor, había pensado, la que descolgaba era ella misma. ¿Podía ella misma descolgar en alguna otra parte si estaba allí? Por supuesto, pensaba. ¿Acaso iban a estar Bill y Rand solos? No podía haberlos dejado solos. No los había dejado solos, ¿verdad? No, no lo había hecho. Aquello estaba ocurriendo en alguna otra parte. Era un desvío. Y ella era una versión de sí misma, ¿no era una versión de sí misma? Entonces ¿qué ocurriría cuando regresase a Kimberly Clark Weymouth? ¿Se toparía con aquella otra Madeline Frances que no había ido a ninguna parte? Pero aquella Madeline Frances era también ella, así que no iba a toparse con nadie, volvería a casa y nada habría pasado, porque puede que hubiese pasado demasiado tiempo, oh, eso estaba dispuesta a admitirlo, pero aquella otra yo que no había ido a ninguna parte se había estado ocupando de su familia mientras ella pintaba, y los cuadros estarían por todas partes, y (KEITH) nunca habría existido, o lo habría hecho como aquel montón de intactas posibilidades en las que aún pensaba cuando pensaba en (KEITH).
Dormitaba Madeline, su peludo abrigo colgando del compartimento superior, ningún pincel aquella vez en el bolsillo de la camisa, un nudoso cárdigan marrón encima, cuando el autobús pasó junto al Lou’s Café y se adentró en Kimberly Clark Weymouth. Fue hacerlo, y como si alguien le hubiera susurrado un (DESPIERTA), Madeline abrió, descuidadamente, los ojos, vio algo parecido al sol brillar ligeramente por entre aquel montón de copos de nieve, lo vio brillar sobre la fachada de Frigoríficos Gately, y por un momento era otra vez aquel otro día, y estaba alejándose de allí, y aún no era una idea, aún era Madeline Frances. (¡WEYMOUTH!), vociferó el conductor, y no estaba yéndose, estaba llegando, había llegado, el autobús iba a detenerse en la estación, y ella iba a encontrarse con su marchante, porque tenía una marchante y era una marchante que quería vender sus cuadros, que había, incluso, conseguido un lugar en el que poder hacerlo y obvió, aquella idea de sí misma, que todos aquellos cuadros que iban a formar parte de (¡LA PRIMERA Y ÚNICA RETROSPECTIVA SUBASTA DE LA ARTISTA MÁS PROLÍFICA DE KIMBERLY CLARK WEYMOUTH!) (¡POSTALES DEL MUNDO!) (¡GRAN EXPOSICIÓN!) (¡PASE, VEA Y PUJE!) (¡NO TODOS LOS DÍAS SE TIENE LA OPORTUNIDAD DE DECIDIR HASTA DÓNDE PUEDE LLEGAR UN SIMPLE CUADRO!) debían haber sido sacados por ella misma del número 39 de Mildred Bonk, y ¿acaso podía existir alguna otra ella misma que hubiese cerrado el trato? (¡WEYMOUTH!), repitió el conductor, y el autobús se detuvo al fin, y Madeline se apresuró a recoger sus cosas, y observó, antes de poner un pie en aquel gélido lugar, a dos mujeres en el andén. Una de ellas llevaba un rifle, la otra era aquella mujer, su marchante. Detrás de ellas, a escasos metros, lo que parecía un pequeño ejército de otras mujeres, ataviadas en su mayoría con lo que parecían trapos, en realidad, un montón de jerséis y abrigos viejos, de colores nauseabundamente pardos, y también, rifles, no perdía detalle de la pareja. Madeline se puso su gorro rojo, y decidida a reencontrarse con lo que fuese que había quedado de ella allí, bajó del autobús, y fue ampulosamente recibida por Guy, mientras se preguntaba si no podía ocurrir que aquella idea que había sido ella misma hasta entonces, la idea que había vivido en aquel pequeño estudio de la calle Ottercove, estuviese ocupando en aquel preciso instante su lugar, superponiéndose a aquella otra Madeline Frances que no había ido a ninguna parte, y a nadie, ni siquiera al pequeño Bill, le extrañase volver a verla.
Evidentemente, la respuesta era no.
Algo así no podía ocurrir.
Pero el cerebro de Madeline estaba demasiado solo allí dentro, y era un cerebro terco y en cierto sentido estúpido, ilusamente ridículo, y siguió diciéndose que nada de aquello estaba pasando como lo hacía en realidad, y por eso saludó, ella también, tan efusiva y ampulosamente como le fue posible a aquella mujer, su marchante, y a aquella otra mujer, la mujer del rifle, las abrazó, estrechó luego sus manos enguantadas con sus manoplas, sonrió, y dijo (ENCANTADA) y (ES UN PLACER) y cuando preguntó por aquella pequeña troupe de mujeres que parecían estar siguiéndolas, que, de hecho, en aquel momento, habían empezado a fotografiarlas y agitaban en sus manos lo que parecían pañuelos, en realidad, hojas en blanco que esperaban ser autografiadas, Kirsten James, embutida en un velludo mono de cuero, sólo quiso saber si seguían ahí.
—Oh, sí, ahí siguen, querida y van armadas —dijo Gayle Hunnicutt, a quien no le había gustado en absoluto el asunto del rifle, ¿por qué demonios tenía que salir armada? (OH, NO VOY ARMADA), le había dicho ella, (SÓLO ES UN COMPLEMENTO) (¿NO HAS OÍDO HABLAR DE LOS COMPLEMENTOS?) (POR SUPUESTO QUE HE OÍDO HABLAR DE LOS COMPLEMENTOS, PERO SIEMPRE QUE PIENSO EN UN COMPLEMENTO, PIENSO EN UN PAR DE PENDIENTES) (OH, NO ME GUSTAN LOS PENDIENTES, O NO ME GUSTAN TODO EL TIEMPO) (PERO CON ESTO ME SIENTO COMO CUANDO ERA NIÑA) (CUANDO ERA NIÑA TENÍA UNA ESCOPETA DE JUGUETE Y ME CREÍA INVENCIBLE CUANDO LA LLEVABA ENCIMA Y LO HABÍA OLVIDADO HASTA QUE EMPECÉ A CAZAR PATOS) (¿CAZAS PATOS?) (PATOS DE GOMA)—. Como tú.
—Oh, ya te he dicho que yo no voy armada, Hunnicutt.
—Claro, tú sólo estás siendo niña.
Gayle Hunnicutt había tratado con todo tipo de artistas engreídos, y también, con todo tipo de compradores engreídos, pero jamás se había topado con algo parecido a aquello porque jamás se había topado con alguien que fuese tan admirablemente enorme sin tener la más remota idea de estar siéndolo. Para aquella, en todos los sentidos, descuidada y tosca estrella, aquel montón de mujeres que la seguían a todas partes no eran más que un montón de mujeres que la seguían a todas partes. En ningún momento se había preguntado por qué ni había tenido la sensación de ser ni lo más remotamente importante para ellas. Es decir, ella las miraba, veía todos aquellos rifles idénticos al suyo, veía aquel montón de ropa con aspecto de trapos que era lo que aquellas mujeres entendían por ropa de caza, y no entendía que lo único que pretendían aquellas mujeres era gustarle, ser aceptadas por aquel, oh, Gayle Hunnicutt tenía que decirlo o ardería, (ENGENDRO) de mujer, porque ¿no llevaba ella misma un buen rato pensando en que debería dar la vuelta e irse por donde había venido si no quería acabar siendo el hazmerreír de aquella fábrica de marchantes de la que procedía? Porque a Gayle Hunnicutt le gustaba su trabajo en la medida en que no sólo le permitía cazar todo tipo de suculentas piezas que, allá en la ciudad de la que venía, eran sumamente apreciadas, sino que también la colocaban, durante los días en que la obra de aquel tal artista engreído estaba siendo despedazada, en el mundo, astronómicamente opulento, de sus futuros clientes, los verdaderos cazadores de aquellas piezas, los que presumirían de ellas en adelante, y las exhibirían en las paredes de sus ostentosas mansiones, pero ¿acaso había algo de que disfrutar en el universo, minúsculo y bruto, de aquella supuesta celebridad? ¿Era posible que ni siquiera tuviese agua corriente?
—Oh, ¿no? Vaya —diría Mavis Mottram, si se enterase. Lo siguiente que haría, por supuesto, sería dejar de tener agua corriente en casa—. Supongo que eso quiere decir que van a volver a llevarse los depósitos, ¿sabe usted si van a volver a llevarse los depósitos?
—¿Qué depósitos? —diría una perpleja Gayle Hunnicutt cuando Mavis Mottram se enterase. Sería la propia Gayle quien se lo contase. Iría hasta allí y se lo diría. Le diría que aquella mujer ni siquiera tenía agua corriente y ella empezaría a hablarle de depósitos.
—¿No se almacena el agua en depósitos cuando no se tiene agua corriente?
—¿De veras piensa almacenar agua en depósitos para no tener agua corriente?
—Por supuesto.
—¿Por qué? Quiero decir, ¿qué les pasa? ¿Por qué la siguen? ¿Por qué harían algo tan horrible como dejar de tener agua corriente para acercarse más a ella? ¿Con qué fin? ¿Qué demonios les pasa? ¿Es algún tipo de encantamiento?
—Oh, JO JO JOU, ¿encantamiento, dice?
La admiraban, decía, porque no era como ninguna de ellas. Decían, (OH, ELLA NO ES COMO NINGUNA DE NOSOTRAS) (LE TRAE TODO SIN CUIDADO), decían, así que compraban rifles y vestían aquella ropa que era un montón de trapos y fingían cazar patos de goma para dejar de ser lo que eran, para liberarse.
—¿No teniendo agua corriente?
(NO TIENES MÁS QUE DECIR QUE HAS OLVIDADO HACER UNA LLAMADA) (CUANDO HAGAS LA LLAMADA, ALGO IMPORTANTE HABRÁ OCURRIDO EN ALGUNA OTRA PARTE Y TENDRÁS QUE IRTE) (TE IRÁS Y NO VOLVERÁS) (PUEDES LLAMAR A ESA TAL GLOSCHMANN) (LA ENCARGADA DEL MUSEO) (Y PEDIRLE QUE TE SUSTITUYA), exacto, eso haría, pensó Gayle, le pediría a aquella tal Gloschmann que la sustituyera en la subasta, le daría alguna que otra indicación, y volvería a casa, volvería a casa y aquello nunca habría pasado, cuando alguien le hablase alguna vez de Kirsten James, ella diría (¿KIRSTEN QUÉ?), porque, después de todo, ¿acaso eran aquellos cuadros algo del otro mundo? ¿Cómo podían serlo si la única persona que parecía haberse enamorado de ellos vivía en una cabaña inmunda sin agua corriente?
—He olvidado hacer una llamada —dijo Gayle.
—Yo también —dijo Kirsten.
—No, tú no.
—¿Por qué yo no?
—Porque tú tienes algo que decirle a Madeline, Kirsten.
Aquello podía haber tenido algo de excéntrico y, sin duda, en un primer momento, cuando aún no había puesto un pie en aquella casa sin agua corriente, llegó a creer que no haría sino aumentar el valor de aquellos cuadros, porque, después de todo, se trataba de Kirsten James, y, bueno, puede que no estuviese dejando en aquel momento a un senador por su secretaria, como había hecho en el pasado, provocando un revuelo de proporciones bíblicas, pero estaba dejando a un francamente atractivo poeta nadador por una pintora maldita y chiflada que bien podría haber sido su madre. Es decir, estaba dejándose llevar por uno de aquellos arrebatos James que volvían majara a la prensa. ¿Y podía aquello ayudar a que el precio de sus cuadros fuese aún más elevado de lo esperado? Sin duda, se había dicho entonces. Pero luego había entrado en aquella cabaña y Kirsten estaba entusiasmada, Kirsten gritaba y daba vueltas por la casa feliz porque aquella chica había desbloqueado la subasta, y por fin conseguiría a Keith, y Johnno podía irse al infierno porque a lo mejor ella era como aquella ardilla y debía atreverse a cruzar el maldito río, ¿no era ella como aquella condenada ardilla? Ella cruzaba el río, había dicho, lo cruzaba todo el tiempo, pero parecía que lo único que importaba era aquel estúpido río, es decir, parecía que lo único que importaba era lo que hacía, sus, oh, chifladuras, ¿y no la había comprendido aquel cuadro mejor de lo que nadie la había comprendido jamás? ¿No estaba, Maddie Mackenzie, oh, Frances Mackenzie, describiendo, con aquel cuadro, la tragedia de su vida? ¿Y cuál era ésta, si podía saberse? ¡La tragedia de su vida era que ella no existía! ¡Lo único que existía era ese maldito río! Kirsten James consideraba que eran sus brutales y nada meditadas, sus salvajes decisiones, lo único que el mundo sabía de ella. Es decir, el mundo conocía a Keith, el río que ella, esa ardilla estúpida que ni siquiera importaba en el cuadro que, sin duda, protagonizaba, pensaba cruzar, pero ¿acaso sabía algo de ella? ¿Qué sabía de ella? Oh, todas esas cosas que hago, se había dicho, ni siquiera sé por qué las hago, se había dicho también, y luego ¿lo sabrá esa mujer? ¿Lo sabrá Frances Mackenzie? Gayle no había sabido qué responder a aquello así que le había preguntado por el cuarto de baño, quería lavarse las manos, había dicho, porque le había parecido que había tocado algo que no debería haber tocado y Kirsten le había señalado un cubo en el suelo y había dicho (AHÍ), y Gayle había metido una mano y luego la otra y había echado de menos la ciudad, y el nido de arpías de la fábrica de marchantes y su vida, ¡su vida!, y se había dicho (LARGO DE AQUÍ, HUNN).
—Lo he pensado mejor —dijo Kirsten. Parecía nerviosa. Se tocaba el labio inferior. Se ceñía la escopeta a la espalda. Irradiaba algún tipo de extraña fuerza y a la vez parecía estar a punto de evaporarse—. He pensado que no voy a volver a cruzar nada, Hunnicutt.
—¿Cómo?
—¿Va todo bien? —Ésa era Madeline. Sonreía y miraba a aquella mujer, su marchante, y luego miraba a Kirsten James, y no podía evitar escuchar el murmullo de aquel batallón a sus espaldas, (OH, MIRA, ¿NO ES MADELINE?) (¿MADELINE FRANCES?) (¿HA VUELTO?) (NO PUEDE SER ELLA) (¿QUÉ DEMONIOS HACE AQUÍ?) (¿CÓMO SE ATREVE?) (¿CÓMO QUE CÓMO SE ATREVE, NO HABÍA MUERTO?) (¡SE FUE DE CASA!) (¿A DÓNDE?) (CONOCIÓ A UN TIPO) (¿LA MUJER DE RANDAL PELTZER?) (OH, ESE POBRE TIPO) (¿CUÁNTO HACE QUE MURIÓ?)—. No —dijo, y pareció que ella misma se respondía, pero en realidad respondía a lo que había oído, y ¿de veras habían dicho lo que habían dicho? Randal no había muerto, ¿cómo podían ser tan condenadamente crueles?—. Disculpad —dijo, apartando a las dos mujeres, abriéndose camino entre ellas, ni un solo copo de nieve cayendo del cielo hasta cierto punto de un blanco azulado aquella mañana, las caras de Mavis Mottram, Glenda Russell, y todas las demás, incluida una desorientada Bertie Rickles, desfigurándose a medida que se acercaba, empalideciendo como si, en vez de una mujer que acabase de bajar de un autobús con una pequeña maleta y manoplas fuese un fantasma, y uno airado y terrible, uno monstruoso, y empezaron, los rifles a la espalda, a retroceder, pero Madeline apretó el paso, apretó el paso, y dijo, gritó (¡UN MOMENTO!) (¡QUIETAS!)—. ¿Mavis?
—Oh, ¿Madeline?
Mavis Mottram podía haber fingido no saber de qué le hablaba. (¿QUIÉN ES USTED?), podría haber dicho, y (ME TEMO QUE NO NOS HAN PRESENTADO), después de todo, había pasado demasiado tiempo, y Madeline Frances no era exactamente Madeline Frances, oh, bueno, puede que mantuviese intacto su atractivo bohemio, aquel desencaje que la había mantenido al margen de todas sus reuniones, aquellos improvisados encuentros en los que no hacía otra cosa que hablar de Kirsten James, pero sin duda había perdido parte de su encanto lo que, para Mavis Mottram, equivalía a decir que había envejecido. Pero ¿acaso quería perder la oportunidad de, no sólo apropiarse de aquel suculento bocado, nada menos que el regreso de la ingrata Madeline Peltzer, sino, en algún sentido, acercarse a Kirsten? Pues ¿no acababa de recibirla? ¿No parecía que había estado esperándola? ¿Y por qué, por todos los dioses congelados, aquella espantosa mujer tenía a Kirsten comiendo de su mano? ¿Estaba Kirsten comiendo de su mano? Si quería descubrirlo no podía fingir que no sabía con quién hablaba.
—He oído lo que has dicho.
—Oh, ¿qué? —Mavis miró a su pequeño batallón. Se colocó una mano enguantada bajo el mentón. Volvió a mirar a Madeline—. Me temo que no sé a qué te refieres. Quiero decir, las chicas y yo estábamos preguntándonos si eras tú. ¿Cuánto tiempo hacía que no pasabas por aquí? Por un momento nos ha parecido imposible.
Mavis Mottram estaba acostumbrada a gustar. Parpadeaba coquetamente sin descanso, parpadeaba coquetamente hasta en un momento como aquel, que nada tenía de coqueto. Su sonrisa era, de alguna forma, exclusiva. Te excluía. Te decía (OH, LARGO DE AQUÍ, ¿QUIERES) (NUNCA VAS A BRILLAR TANTO COMO YO).
—No me ha parecido que fuese eso lo que discutíais.
—¿No? —Mavis parecía estar, hasta cierto punto, mofándose de la mirada airada de Madeline—. ¿Y qué te ha parecido que discutíamos?
—Dejad a Randal en paz.
—¿Randal? Chicas, ¿acaso hemos discutido sobre Randal?
Las chicas sacudieron la cabeza.
—A lo mejor se nos ha escapado que le hubiese encantado estar aquí hoy. No levantó cabeza cuando te fuiste, Madeline. Casi tuvo un lío pero acabó en asesinato.
—¿Qué asesinato?
—Esa chica, Polly Chalmers.
—¿Cómo?
—A todas nos extrañó no verte en el entierro, Madeline.
—¿Os extrañó no verme en el entierro de una chica que no conocía?
—No, nos extrañó no verte en el entierro de Randal, Madeline.
Una mano enorme, gigantesca, cogió a Madeline y se la llevó a alguna otra parte. No se limitó a sujetarla, apretaba, y ella no podía respirar. Seguía allí pero estaba a la vez lejos y todo era calor. De repente, las mejillas le ardían, le ardía el estómago, perdió el aliento.
—Randal no está muerto.
Mavis miró a las chicas, las chicas fruncieron el ceño.
—No es posible que no lo sepa, ¿verdad?
—Randal no está muerto —repitió Madeline.
—Oh, Maddie, querida. —Mavis hizo amago de abrazarla, Mavis hizo amago de pasarle un brazo por la espalda y abrazarla, pero Madeline se zafó del intento—. ¿No lo sabías? —Los ojos de Mavis parecían encantados, acababan de toparse con un tesoro—. Creí que lo sabías, ¿cómo puedes no saberlo?
—Randal no está muerto.
—Randal murió, Maddie.
—No.
—¿Dónde estabas?
—Randal no —dijo Madeline, y se dio la vuelta. Se dio la vuelta y empezó a alejarse. Oyó a Mavis decir (¿DÓNDE TE METISTE?) y (¿ES VERDAD QUE TE ESCAPASTE CON UN TIPO, MADDIE?) (¿MADDIE?) y pensó (NO PUEDO RESPIRAR) y (NO PUEDE ESTAR MUERTO) (RAND, NO PUEDES ESTAR MUERTO) (¿QUÉ HA SIDO DE BILL, RAND?) (¿CÓMO PUEDES ESTAR MUERTO?) (NO HA PASADO TANTO TIEMPO) pero ¿y si había pasado tanto tiempo? (NUNCA HA HABIDO OTRA MADELINE, ESTÚPIDA) (NO PUEDES CONVERTIRTE EN UNA IDEA) (¡MALDITA SEA, FRANCES!) (¡NUNCA HAS SIDO UNA IDEA!), oh, no, no no—. ¿RAND? —gritó—. Tengo que ir a ver a Rand —dijo, cuando pasó junto a Gayle y Kirsten—. Tengo que ir a ver a mi marido —dijo, y no se atrevió a mencionar a Bill, el pequeño Bill, ¿qué habría sido de él?—. Lo siento —dijo, y siguió caminando, y notó que le costaba caminar, no tenía sus raquetas pero igualmente le costaba caminar mucho más de lo que le había costado caminar antes, y a lo mejor era porque había pasado demasiado tiempo y sus piernas no eran tan fuertes, ella había corrido por aquellas calles inundadas de nieve, las botas hundidas en aquella frondosidad blanca, y, pese a todo, corría, pero ¿acaso podía correr ahora? Tal vez fuese aquella cosa, aquella mano enorme que seguía, parecía, sujetándola, y que apretaba, y apretaba, (¿MADELINE?), un brazo le salió al paso, la sujetó, era un brazo corriente, era el brazo de aquella mujer, la mujer del rifle, decía algo de (KEITH) y de cómo (KEITH) le había cambiado la vida, y le daba las gracias, decía (GRACIAS), y (HA SIDO USTED LA ÚNICA QUE ME HA ENTENDIDO) y (LO HA ENTENDIDO TODO), y Madeline no sabía a qué podía referirse, Madeline sólo podía pensar en el pequeño Bill, y en Randal, (KEITH), decía aquella mujer, Kirsten, Madeline la recordaba, había ganado demasiados concursos de belleza y luego se había escondido allí, se había escondido en un lugar desapacible como aquel porque tal vez era así como se sentía, desapacible, y a lo mejor pensó que la ciudad podía protegerla, porque la ciudad era como ella y sabía cómo cuidar de sí misma, pero en realidad era ella la que se protegía, se protegía todo el tiempo, y lo hacía siendo todo lo que nadie esperaba, cogiendo sin dudar hasta el más desaconsejable de los desaconsejables desvíos, sin poder evitar al hacerlo que todas aquellas mujeres que jamás se hubiesen atrevido a ser otra cosa que lo que se esperaba que fuesen se liberasen adorándola, porque lo único que veían, había dicho, era aquel condenado río, ¿y acaso podían siquiera sospechar que había una ardilla, una ardilla asustada, tirándose una y otra vez al caudal nada amigable de aquel río? (OH, SI PUDIERAS VERLO, EN REALIDAD), le había dicho entonces Madeline, contemplando un salpicadero, el salpicadero de lo que parecía una acogedora camioneta, ¿y qué hacía en aquella camioneta? Su cerebro parecía estar expandiéndose allí dentro, en realidad, lo que parecía era estar golpeándose contra (¡AH!) (¡UH!) (¡NO!) (¡MALDITA SEA!) todo tipo de cosas allí dentro, había estado dormido, había estado ovillado, y despertaba y decía cosas como (LLÉVAME A MILDRED BONK, POR FAVOR), y luego no recordaba haberlas dicho porque estaba reencontrándose con lo que había más allá de aquel salpicadero, estaba diciéndole a aquella mujer (OH, SI PUDIERAS VERLO, EN REALIDAD), refiriéndose a todos aquellos barcos que ni siquiera dejaban a (KEITH) respirar, la flota de cruceros que dirigía la mujer de Urk Elfine Starkadder, el jovencito cuya mano enguantada golpearía (TAM) (TAM) (TAM) la empañada ventanilla del asiento del copiloto en cuanto la camioneta se detuviese ante el número 39 de Mildred Bonk.
—¿Qué demonios es eso? —se preguntaría Kirsten.
—Parece un parque de atracciones —diría Madeline.
Y luego aquel tipo (TAM) (TAM) (TAM) golpearía la empañada ventanilla y Madeline no se limitaría a bajarla, Madeline saldría de la camioneta y le daría las gracias a Kirsten James, y le diría que cuidase de Keith, y antes de cerrar la puerta, Madeline añadiría (DEJE DE CRUZAR TODOS ESOS RÍOS SÓLO PORQUE SE SUPONE QUE DEBE HACERLO) (OLVIDE LO QUE SE SUPONE QUE DEBE HACER) (NO ES USTED DISTINTA A ELLAS SI NO LO OLVIDA), (OH), y (UNA COSA MÁS), dijo Madeline, de repente por completo despierta en aquel otro mundo, (ES EL RÍO EL QUE SE LLAMA KEITH PERO ES LA ARDILLA LA QUE IMPORTA EN ESE CUADRO), y cerró la portezuela. (¿QUÉ ARDILLA?), quiso saber aquel tipo, aquel sucedáneo de Bryan Tuppy Stepwise, y ella dijo (NINGUNA ARDILLA), y él quiso saber quién era ella, él dijo (EH, UH, DÍGAME, ¿QUIÉN ES USTED?) (QUIERO DECIR, ¿TIENE ALGO QUE VER CON LO QUE ESTÁ PASANDO AHÍ DENTRO?), pero ella no dijo nada, ella echó a andar, decidida, hacia la pequeña multitud que se arremolinaba a las puertas de su casa, diciéndose que Randal iba a estar allí dentro porque no podía estar en ningún otro lugar, porque Randal no estaba (MUERTO), y Bill (TAMPOCO), Bill estaba allí dentro, y ella iba a ¿qué? Ella iba a pedirles disculpas, ella les pediría disculpas y querría abrazarles, les abrazaría, si dejaban que lo hiciese, y a lo mejor después se iría, a lo mejor tendría que irse porque ninguno de los dos querría saber nada de ella, porque no había habido ninguna otra ella allí durante todo aquel tiempo, porque les había abandonado y no había sido sencillo a principio pero luego sí fingir que no era más que una idea en su propio cerebro ¿y cómo había sido posible? Madeline había estado, sin saberlo, en su propia diminuta cabaña, la diminuta cabaña que aparecía en aquella postal que había cambiado el destino de aquella ciudad, la postal en la que tres diminutos esquiadores descendían por la blanquísima ladera de una montaña. Sólo que su diminuta cabaña había existido de verdad. Ella no se había limitado a hacer viajar a una idea de sí misma al sillón afelpado que imaginaba allí dentro, junto a la chimenea, sino que había necesitado que el sillón, y todo lo demás, existiese. Por eso, cuando al fin tuvo delante a Louise Cassidy Feldman, lo primero que quiso saber fue cómo lo había hecho.
—¿Cómo lo hizo? —le preguntó.
Pero antes tuvo que abrirse camino por entre aquella multitud de tipos con cámaras y libretas y micrófonos, periodistas, decían, llegados de todas partes, para (DISCULPE) (¿ES USTED FAMILIA DE BECKY ANN BENSON?) (¿PODRÍA CONFIRMARNOS SI ES CIERTO QUE FRANKIE SCOTT LA HA DEJADO?) (¿SABE SI HA SIDO ELLA QUIEN LE HA PEDIDO QUE SE MARCHE?) (¿CREE QUE ESTE ES EL FIN DE LOS BENSON?) (DISCULPE, SEÑORA) (¿SEÑORA?) (¿QUÉ SABE DE LA BODA DE ESE FANTASMA CON ALGUIEN LLAMADA, UN MOMENTO, PENACHO?), averiguar quién sabía qué relacionado no sólo con aquella tal (BECKY ANN) y aquel tal (FRANKIE SCOTT) sino también con (LOUISE FELDMAN), oh, ¿con Louise? ¿Cómo era posible?
—¿A qué Louise Feldman se refieren? ¿Se refieren a Louise Cassidy Feldman? —había preguntado Madeline, cuando logró poner un pie en el felpudo de su casa, encarándose con los periodistas que aguardaban en primera línea, y observando que aquello que parecía surgir de uno de sus extremos no era en realidad una montaña rusa sino una especie de telesilla—. ¿La escritora?
—¿Piensa llamar? —Fue toda la respuesta que recibió. Había al menos una docena de temerosos ojos mirándola. ¿Qué demonios temían? ¿Y qué era todo aquello? ¿Cómo podía haberse convertido su casa en el epicentro de quién sabía qué cosa relacionada con nada menos que Louise Cassidy Feldman?—. No creo que sea una buena idea.
—Por supuesto que es una buena idea. Es mi casa. Necesito hablar con mi marido, y quiero ver a mi hijo. ¿Qué demonios hacen ustedes aquí? ¿Acaso ella está ahí dentro? ¿Qué hace ahí dentro? ¿Ha venido a ver a Randal?
Aquel montón de ojos se miró sin comprender. Pertenecían a todo tipo de abrigados hombres y mujeres con sombreros, gorros y libretas, que parecían haber construido un pub para ellos solos a su llegada a aquel escandalosamente hostil lugar. Es decir, eran ojos de hombres y mujeres que habían hecho frente a todo tipo de cosas hasta el momento, pero que no entendían exactamente a qué se estaban enfrentando en aquel preciso instante.
—¿Se refiere al fantasma? —dijeron un par de aquellos ojos.
—¿Qué fantasma? —preguntó Madeline.
—El fantasma de Randal Peltzer.
—¿Cómo?
—¿Es su marido?
—¿Quiere decir que está muerto?
—¿No sabía que su marido está muerto? —preguntaron unos de aquellos ojos.
—¿Estaba usted casada con Randal Peltzer? —preguntaron otros.
—Oh, ¿y no sabe que va a volver a casarse? —Oh, aquellos ojos eran todo preguntas.
—¿Quién? —atajó Madeline.
—¡Randal Peltzer! —respondieron al unísono cuatro de ellos.
Madeline estuvo a punto de lanzarles su pequeña maleta. ¿Qué era todo aquello? ¿A qué clase de mundo había vuelto? ¿Dónde se había metido Randal? ¿Y Bill? Si Randal era un fantasma, ¿cuidaba Bill de él? ¿Cómo podía Randal ser un fantasma? ¿Acaso los muertos no se iban a ninguna parte? ¿Y por qué había muerto? ¿Y qué hacía toda aquella gente allí? ¿Estaban allí por ella? ¿Era ella con quien Randal iba a casarse?
Oh, si era ella no iba a permitirlo. Le había ignorado durante demasiado tiempo. ¿Quién demonios se había creído durante todo aquel tiempo? Madeline llamó al timbre. Aquel montón de hombres y mujeres guardaron silencio, y se hicieron a un lado. Parecieron afilar sus lápices. Extendieron sus micrófonos. Esperaron. Contaron hasta tres (UNDOSTRES) y la puerta se abrió. Pero no apareció Randal, ni tampoco Bill. Apareció un tipo vestido de blanco. Madeline quiso saber quién era. Dijo:
—¿Quién es usted?
—¿Yo? —dijo el tipo. Parecía haber olvidado por completo quién era. Parecía haber olvidado el hecho mismo de que pudiera ser alguien—. Yo no. —Sonrió—. Quiero decir que yo, eeeh, yo, bueno, yo sólo soy un, je, bill.
—¿Un bill? ¿A qué se refiere con que es un bill?
—Un, bueno, yo me dedico a, es, ¿conoce a los Benson?
Madeline puso una mano en la puerta, la empujó, y gritó (¿BILL?), miró al tipo, y dijo (¿QUÉ CLASE DE BROMA ES ESTA?), a su alrededor los lápices corrían por un puñado de libretas, (ABRA LA MALDITA PUERTA, ¿QUIERE?), (NO, EH, UN MOMENTO, ¿SEÑORA?), Madeline se zafó de aquel bill y entró en lo que nada tenía que ver con su casa, ¿qué era aquella enorme biblioteca? ¿Y la chimenea? ¿Y toda aquella madera en las paredes? Llamó a Randal, llamó a Bill, aquellos bills la rodearon, decían (NO PUEDE ESTAR AQUÍ, SEÑORA) y ella decía que por supuesto que podía estar allí porque aquella era su casa, ¿y dónde estaba su marido?
—¿Quiere un marido? —preguntó la mismísima Becky Ann Benson, aquel par de gafas enormes, su americana de pana, el cuello alto, el rictus de despedazaniños intacto, cerrando la puerta a sus espaldas—. ¡JA! —prosiguió—. Le regalaría el mío si supiese dónde está, aunque podría estar aquí ahora mismo y tampoco sabría dónde está. ¿Le ocurrió alguna vez? Supongo que a mí me ocurrió todo el tiempo pero ¿acaso podía sospecharlo? Yo no hacía más que cazar ideas ridículas mientras él escribía todas esas cartas estúpidas. ¡Telegramas! ¿Puede creérselo? No hubo otra mujer porque la otra mujer era él. Oh, maridos, ¿quién sabe qué hacen todo el tiempo en esa cabeza suya, verdad? Fingen estar aquí, pero quién sabe dónde están. Quién sabe dónde están.
—No sé de qué me habla.
—Oh, no importa, ¿quiere una copa?
—No, quiero saber quién es usted y qué hace en mi casa. En realidad, quiero saber dónde está Randal Peltzer.
—Oh, ¿el fantasma? Está arriba, con Penacho y esa arpía. —Becky Ann parecía relajada porque lo estaba. Con el único fin de que dejase de destrozar cosas, aquellos bills le habían suministrado una pequeña cantidad de tranquilizantes que la habían sumido en un prodigioso ensueño. Becky Ann había empezado a verse desde fuera, se veía, Becky Ann, como una especie de personaje secundario en algún tipo de estúpida película sin importancia, y era, de alguna forma, extrañamente feliz—. ¿Ha dicho su casa? ¿Quiere usted decir que ese fantasma ha vendido la casa sin contárselo? ¿Me está usted diciendo que hasta después de muertos siguen haciendo quién sabe qué tipo de cosas?
—Randal no estaba muerto cuando me fui y, si está muerto ahora, no puede estar ahí arriba porque los fantasmas no existen —aseveró Madeline, y se dispuso, aún con su pequeña maleta en la mano, a subir al piso de arriba, el piso en el que había estado la habitación del pequeño Bill, el piso en el que estaba también su habitación, la habitación que había compartido con Randal, y que ahora era un irreconocible despacho repleto de cosas tras otro, y (¿MADELINE?), ¿qué hacía allí el alcalde Jules? (¿MADELINE FRANCES?) y ¿qué hacía allí el señor Howling? (¿CUÁNDO HAS VUELTO?), quisieron saber, y no he vuelto, estuvo a punto de responderles Madeline, tan sólo soy una idea, soy la idea de Madeline Frances volviendo a casa, paseándose por un lugar que no conoce y abriendo una puerta tras otra hasta toparse con lo que busca, y lo que busca ya no es a Bill ni es a Randal, es a un tipo evanescente que dice ser Randal y que es en realidad un tal Eddie O’Kane, o un tal William Butler James, que finge, ante la grabadora de Eileen McKenney, (¿MADELINE, ERES TÚ?), haber escrito todas aquellas cartas que Randal había escrito, porque tiene delante nada menos que a Louise Cassidy Feldman, la mujer por la que su marido había perdido la cabeza—. Pierde el tiempo —dijo entonces—. Ése de ahí no es Randal Peltzer —dijo también, y a continuación quiso saber cómo lo había hecho, dijo (¿CÓMO LO HIZO?), y fue el revueltamente encantador y feroz ceño de la escritora, aquel ceño que había sido una vez el ceño de una niña descuidadamente feliz, el que contestó. Dijo (NO LO SÉ), y también (A LO MEJOR NO FUI TAN VALIENTE), dijo, porque (NUNCA HE SIDO TAN VALIENTE) y (EN ESO CONSISTE SER ESCRITOR, ¿SABE?) (EN NO SER VALIENTE EN ABSOLUTO).