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En el que una mariposa aletea en algún lugar y 1) Stump recibe una llamada del fin del mundo 2) Frankie Benson vuelve a casa con un par de bloques de hielo por (PIES)
y 3) Ann Johnette MacDale, uhm, descuelga un teléfono

 

 

Decidido a impresionar por igual a aquel cerebro portentoso, el cerebro de la mil veces ganadora de cuantos Howard Yawkey Graham existían, Myrna Pickett Burnside, y a su madre, la fabulosamente engreída Lady Metroland, Stumpy MacPhail había gastado una pequeña fortuna en el remodelado de su diminuta oficina. Había sido colgarle el teléfono a Milt, y ponerse a buscar a un interiorista para que, urgentemente, transformase aquel polvoriento pequeño despacho en un salón alfombrado con ningún espacio para los anuarios de ventas de inmuebles del condado que habían atestado hasta aquella misma mañana las ahora desaparecidas estanterías. El único superviviente, por deseo expreso del propio MacPhail era, obviamente, su raído ejemplar de La señora Potter no es exactamente Santa Claus, que ocupaba un preeminente lugar en tan acondicionadamente moderno espacio. En él, además de la frondosa alfombra, apenas había una mesa, tan francamente estrecha que parecía algún tipo de delicado mostrador. Junto a la mesa, una cómoda y enorme silla giratoria de lo que parecía ante, y algunas butacas, butacas aquí y allá, de, como todo, desde las paredes hasta la frondosa alfombra, distintos tonos de verde, de manera que, admirándolo, se pensaba inevitablemente en un confortable fondo marino, débil y encantadoramente iluminado por lo que parecían bombillas desnudas también aquí y allá, bombillas que sujetaban troncos de árbol primorosamente tallados que recordaban a los troncos de árbol que adornaban a menudo los acuarios. De hecho, la sensación, al contemplar aquellas otras (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL) desde la calle era parecida a contemplar el interior de un enorme acuario en el que hubiese un único pez, un pez que, nervioso, tamborileaba sus esqueléticos dedos de pianista sobre la superficie de la mesa, admirando la vitrina en la que aquel extremadamente eficaz interiorista había introducido el ejemplar de La señora Potter no es exactamente Santa Claus.

Como transportado, a aquella, su (CIUDAD SUMERGIDA), y bajo el manto, siempre seguro, de un mundo en miniatura que no existía en realidad, Stump se había atrevido a llamar al todopoderoso Howard Yawkey Graham y exponer, ante lo que le habían parecido cientos de vigilantes ante cientos de puertas, en realidad, cientos de distintas voces al teléfono, su caso. Temiendo la inminente llegada de su madre para escribir sobre aquel milagro, el milagro de que su hijo no hubiese perdido nada, de que hubiese habido un desafortunado error, Stump había marcado el número del todopoderoso Graham, y se había topado con sus todopoderosas oficinas, que primero, se habían carcajeado (JEJI JEJI JO) de él, y luego, ante la exasperante insistencia de un francamente enaltecido MacPhail (¿DE VERAS ESTÁ DICIÉNDOME QUE VA A NEGARLE AL SEÑOR GRAHAM UNA PROVECHOSA CHARLA CON EL CONSIDERADO POR INFINIDAD DE PUBLICACIONES COMO EL ÚLTIMO AGENTE MILAGRO?) (¿CREE QUE PUEDE PERMITÍRSELO?) (OH, YO DE USTED NO ME LA JUGARÍA, PORQUE, OH, ¿Y SI ESA ESTATUILLA NO ESTUVIERA DONDE DEBERÍA ESTAR?) (¿QUÉ CREE QUE DIRÍA QUE NO LO HICIERA DEL JUICIO DEL PROPIO SEÑOR GRAHAM?) (¿HA OÍDO HABLAR DE WILBERFLOSS WINDSOR?) (¿HA OÍDO HABLAR DE SUS PERFECTAS HISTORIAS INMOBILIARIAS?) (LAS PERFECTAS HISTORIAS INMOBILIARIAS DE WILB PODRÍAN DESTRUIR SI QUISIERAN LA REPUTACIÓN DE SUS CONDENADOS PREMIOS) (¿Y CREE QUE NO LO HARÁN SI SE ENTERAN DE QUE USTED HA IMPEDIDO QUE HOWARD SE ENTERE DE QUE EL AGENTE MILAGRO LE HA LLAMADO PARA INDICARLE QUE PODRÍA HABER HABIDO UN ERROR EN SU JUICIO?), habían cedido.

—Cierre el pico.

—¿Disculpe?

—¿Quiere hablar con Howard?

—Uh, eh, .

—De acuerdo. Le pasaré con Howard. Pero a lo mejor Howard le parte el cuello.

—Yo, eh, señorita, me temo que, bueno, ¿cómo iba a partirme nada? ¿No estamos hablando por teléfono? Quiero decir, nadie puede partir nada por teléfono.

—Oh, no sabe de lo que Howard es capaz.

Stump se sentía tan diminutamente poderoso que le traía sin cuidado lo que pudiera hacerle Howard Yawkey. Se lo imaginó en su despacho. Era un despacho luminoso. Mascaba algún tipo de goma de mascar. Estaba descalzo. Era pequeño y de plástico, como los muñecos que habitaban su (CIUDAD SUMERGIDA). Dijo:

—Pásemelo de todas formas.

Y se hizo el silencio.

Y cosas de todo tipo ocurrieron en aquel silencio.

No eran cosas de las que Stumpy MacPhail pudiese tener aún noticia. Pero no tardaría en tenerla. Porque una mariposa estaba agitando las alas en algún puede que nada exótico lugar, y lo hacía desconsideradamente, porque no era más que una mariposa y tenía un par de alas y ¿qué podía hacer con ellas sino agitarlas?, y su ridículo golpeteo estaba cargándose todo lo que Stump había conseguido, estaba aniquilándolo todo como lo aniquilaban todo ciertos huracanes, y Stump ni siquiera estaba viéndolo venir. Pero, puesto que, mientras esperaba a que Ho­ward descolgase, no podía siquiera sospecharlo, Stump era ambiciosamente feliz, y contenía, a su manera, el planeta que una vez le había contenido a él, y que no iba a tardar en, oh, devolverle al lugar del que había venido, es decir, expulsarle, tirarle por la borda.

La cosa que iba a acabar con todo se llamaba Frankie Scott Benson, y no era exactamente una cosa, por más que en aquel momento lo pareciese. Aún cubierto por aquel montón de plumas, su abrigo de hombre danzando a cada paso, se había detenido ante la puerta de la casa de los Beckerman y había, la maleta repleta de pijamas en una mano, y tres de aquellas novelas firmadas por Francis Violet McKisco en la otra, los pies congelados, tocado el timbre y (¡DING DONG!) había esperado durante lo que le habían parecido (OH, EL MUNDO SE ACABA, HEN) años, aquellos pies como bloques de hielo a punto de partirse allí abajo, oh, aquellos estúpidos pies que habían torpemente abominado de aquel par de minúsculas botas y habían preferido hundirse en la nieve prácticamente desnudos durante, oh, puede que decenas de años, ¿o no había pasado Frankie Benson decenas de años caminando? (OH, HEN, ESCUCHA), Frankie deliraba, aquellos pies le estaban matando, (¿HEN?) (¿SIGUES AHÍ, HEN?), había dicho, y la puerta se había abierto, y Rustan Claire, el señor Beckerman, había entrecerrado los ojos diciéndose que por más que aquello pareciese una cosa enorme, un insidioso montón de nieve de aspecto extrañamente antropomórfico, debía ser alguien, y supo, al instante, por el flash que relampagueó en la distancia, que sólo podía tratarse de aquel escritor.

—¿Señor, eh, Denson?

—(TO-TO-TO-TO) (TA-TA-TA-TA) (TU-TU-TU-TU) —Frankie Benson estaba diciendo (HOLA, QUÉ TAL, OH, ENCANTADO DE VOLVER A SALUDARLE) y (¿PUEDO PASAR?) (HACE UN FRÍO DE MIL DEMONIOS AQUÍ FUERA) (NO ME VENDRÍA NADA MAL UN CHOCOLATE CALIENTE) (¿SABE QUÉ?) (CREO QUE HE PERDIDO LOS PIES) (PERO NO SE PREOCUPE POR ELLOS) (¿SIGUE AQUÍ HEN?) (HE VENIDO A BUSCAR A HEN) (YA SABE, EL TIPO DE LA JAULA) pero todo lo que podía oírse era un castañetear de dientes, aquel—. (TO-TO-TO-TO) (TA-TA-TA-TA) (TU-TU-TU-TU) —Así que Rustan Claire se hizo a un lado y el tipo intentó moverse pero no pudo. Se miró los pies. Les dijo—: (¡TA-TA-TA-TA!) (¡TO-TO-TO-TO!)

Pero los pies no se movieron. Rustan Claire le preguntó si necesitaba ayuda. El tipo siguió rezongando en aquel extraño idioma de castañeteos, así que Rustan decidió llevárselo dentro. A buen seguro aquel (MANUAL DEL BUEN VECINO BENSON) decía que aquello era lo que debía hacerse. Si encuentra usted a un Benson en la calle y parece desorientado y congelado, no dude en dejarle entrar a su casa, y si no quiere o parece no poder entrar, fuércele o ayúdele a hacerlo, evite cualquier tipo de desgracia, sea un buen vecino Benson. ¡Vaya! ¡Rustan nunca había creído que pudiese dársele bien redactar manuales del buen vecino!

—¿Es la señora Potter? —preguntó el pequeño Rustie cuando le vio entrar con aquel montón de plumas y nieve—. No tiene barba, ¿verdad? —El pequeño Rustie creía que la señora Potter no podía tener barba. Después de todo, era una señora. ¿Y desde cuándo las señoras tenían barba?

—(TO-TO-TO-TO) (TA-TA-TA-TA) (TU-TU-TU-TU) —seguía ametrallando Frankie Benson, dejándose arrastrar por Rustan Claire, que si no resollaba era porque había sido un buen luchador en el instituto, y aún, de vez en cuando, seguía levantando pesos muertos, y manteniéndose discretamente en forma—. (¡TA-TA-TA-TA!) (¡TU-TU-TU-TU!) —No es la señora Potter, hijo, es ese escritor, le dijo al pequeño Rustie, y luego le pidió que se hiciese (¡AUMPF) a un lado para poder dejarlo caer sobre el mullido sofá—. (¡TA-TU-TO!)

—¿Qué idioma habla, papá? —preguntó el niño.

—Ninguno —dijo el padre—. Creo que está congelado.

—¿Eso quiere decir que está muerto pero sigue vivo?

—No, eso quiere decir que necesita un baño caliente, ¿verdad, señor Denson?

El tipo negó con la cabeza. La sacudió de lado a lado y dijo (TA-TA-TA-TA-TO-TO). Creo que no quiere, papá, dijo el niño. Oh, por supuesto que quiere, hijo, dijo el padre. Lo que no quiere, dijo a continuación, es morirse de frío, ¿verdad, señor Denson?

Lo cierto era que Frankie Benson no sabía lo que quería. En realidad, lo sabía muy bien pero no acababa de decidir en qué or­den lo quería. Es decir, sabía que quería volver a casa y que quería un bill y que quería unos pies como los que había tenido hasta entonces, unos pies que le obedecieran y que no fuesen un par de estúpidos bloques de hielo. También quería que Becks le perdonara y ponerse las gafas para dejar de ver el mundo como lo vería si estuviera dentro de un vaso cristalinamente opaco. Y que­­ría recuperar a Henry Ford Crimp y sus zapatos, y su jersey, y sus pantalones. Quería estar en casa, pero no en aquella casa encantada que estaba tan lejos de casa sino en la mansión Benson, sentado ante su escritorio, tecleando, un relámpago estallando en alguna parte, aquel par de siamesas investiga muertos topándose con su primer muerto muerto en una de las cabañas repletas de esquiadores de aquellas famosas pistas de esquí fantasma. También quería un osito de peluche, y un plato de cortezas, y un buen guiso, y meterse en la cama, y dejar de pasar frío, pero lo que no sabía era en qué orden lo quería.

Por eso sacudía la cabeza.

Sí, está bien, no quiero morirme de frío, se decía Frankie Benson, pero no sé si eso es lo que quiero en realidad ahora mismo, porque ¿no preferiría que llamase a la puerta un pequeño ejército de bills y me sacase de aquí? Lo preferiría, sin duda, pero ¿y qué había de aquellos pies? ¿No quería que aquellos pies suyos volvieran? Si aquellos pies volvían, a lo mejor podía ir él mismo en busca del ejército de bills, o simplemente regresar a casa. Aunque nada de aquello iba a pasar en ningún tipo de orden si no podía comunicarse. Y lo que ocurría en aquel instante era que no podía comunicarse. Todo lo que decía era incomprensiblemente malinterpretado por aquellos Bettermans.

Primero el padre le arrastró hasta el sofá. Lo dejó caer y Frankie recordó el horror de la noche anterior, el miedo a acabar encima de aquella mujer desnuda, pero no abrió el pico porque la mujer, la señora Betterman, estaba allí y le miraba con los ojos muy abiertos y una mano en la boca. Parecía aterrada. Frankie Scott intentó sonreír, intentó decirle que no se preocupara, que todo había ido bien, dijo (TODO HA IDO BIEN) y (VOY A VOLVER A CASA), pero sonó de aquella castañeteante manera (TA-TA-TA) (TO-TO-TO) (TU-TU) (TA-TO-TU) (TA-TA-TA-TA), y la mujer tironeó del brazo de su marido, el señor Betterman, y el señor Betterman se puso en pie, asintió y le arrastró escaleras arriba. No se atrevieron a desnudarle. Le quitaron el abrigo y lo metieron en la bañera. El agua estaba ardiendo. El cuerpo de Frankie Benson chisporroteó (FIIIIIIFUUUUU) al caer en el agua y el cuarto de baño se llenó de una extraña neblina, y Frankie Scott aulló (OH-OH-AH-UUUUH), porque la piel le picaba, le picaba horrores, y a lo mejor era cosa de toda aquella ropa, se la quitó, se quitó una a una aquellas condenadas plumas, y todo lo demás, y se miró los pies, los tocó pero seguía sin sentir nada, nada en absoluto, ¿eran aquellos sus pies? Cuando salió de la bañera pudo articular palabra, dijo (GRACIAS) y (¿PODRÍA AYUDARME A SALIR, SI ES USTED TAN AMABLE, SEÑOR BETTERMAN?) porque no podía tenerse en pie, y aquel hombre que, por fortuna, seguía levantando pesos muertos en su tiempo libre, le ayudó a salir, aquel hombre le tendió una toalla y le envolvió en ella, y luego lo llevó hasta una habitación, y le dio un montón de ropa de abrigo, y dejó que Frankie Scott se vistiera, y aquel hombre no era un bill, se dijo Frankie Scott, pero lo parecía, y, oh, qué bien, se dijo, aquello era como estar otra vez en casa, por­­que no había nada como dejar que te cuidasen, ¿y no era eso lo que siempre había deseado? ¿Y por qué había sido entonces tan estúpido? Oh, ¿acaso no sabía lo que era dejar que los demás escribiesen por ti lo que podías haber escrito ? ¿De veras aquel peso que creía haberse quitado de encima al salir de casa pesaba? ¿No era un privilegio? Feliz porque aquello no podía ser sino un nuevo principio, Frankie Scott silbeteó una ridícula melodía mientras aquel tipo le tendía un par de espumosos calcetines, que le sentaron bien a aquellos pies que no eran suyos pero que llevaba encima de todas formas.

—Le llevaré al sofá, luego podrá llamar a su mujer. Aún tiene que recuperar la sensibilidad en esos pies. Le calentaré agua y la pondré en la bolsa de agua caliente. Tienen mal aspecto pero no el suficiente. Quiero decir que no tendrán que quitárselos ni nada por el estilo, ¿pero cómo se le ocurre caminar descalzo por la nieve, señor Denson?

—Si quiere que le diga la verdad, señor Betterman, no tengo ni la más remota idea. Pero supongo que me dolían los pies en esos zapatos de su mujer. No sé qué hacía con ellos puestos. Le seré sincero: creo que perdí la cabeza y luego la recuperé. Y cuando la recuperé, sólo quería volver a casa y me dolían los pies y me quité los zapatos porque pensé que no sería para tanto, pero ha sido bastante para tanto, ¿verdad?

Debidamente instalado en el sofá más tarde, Frankie Benson descolgó un teléfono y llamó a su mujer. El niño y el conejo miraban la televisión. Rustan Claire acariciaba la rodilla de la señora Betterman. La señora Betterman parecía admirarle como se admiran ciertas obras de arte. ¿Le había admirado Becks así alguna vez? Frankie Scott se preguntaba a menudo qué había visto Becks en él y si había visto algo más que una pared contra la que hacer rebotar sus historias, porque eso le había dicho en alguna oca­sión que era lo único que necesitaba, alguien que le devolviese el golpe, o que se limitase a estar allí para que fuese ella quien se de­volviese a sí misma el golpe.

—Residencia de los Benson, ¿en qué puedo ayudarle?

—¡BILL! —gritó Frankie Benson—. ¿ERES ? ¿ERES UN BILL? OH, OS ECHO DE MENOS, AMIGOS, ¿CÓMO ESTÁIS? —Es un bill, informó a los Beckerman—. ¿YO? OH, NO DEMASIADO BIEN, AMIGO, NO DEMASIADO BIEN. —Sabe que soy el señor Benson, es un buen chico, les dijo a los Beckerman—. A LO MEJOR PIERDO UN PIE O LOS DOS PERO NO ME IMPORTARÁ LO MÁS MÍNIMO SI PUEDO VOLVER A CASA, ¿CREES QUE PODRÉ VOLVER A CASA? —Oh, dice que la señora está empaquetando las cosas—. ¿VAMOS A IRNOS A CASA, BILL? —Tendré que llamar a Mary Paul—. OH, CLARO, NO , ¿PODRÍAS PASARME CON BECKS, BILL? QUIERO DECIR, ¿PODRÍAS SOSTENER EL TELÉFONO JUNTO A SU OREJA? —La señora Benson y yo no acostumbramos a hacer demasiadas cosas, a veces ni siquiera sujetamos los teléfonos—. NO PUEDO CREERME QUE ESTÁ EMPAQUETANDO ELLA MISMA LAS COSAS. —Oh, dice que Dobbs está en casa, y que Becks está gritando—. CLARO, BILL, ESPERO. —Ahora me pide que espere, va a buscar a Becks, aunque no me promete nada, creo que tiene miedo.

De repente, Frankie Benson deseó estar en casa. Y no porque desease que le cuidasen aquellos bills sino porque no quería perderse la furia de Becks. Adoraba aquella furia desatada. Adoraba ver estrellarse libros y platos y hasta armarios contra las paredes. De alguna forma, verla batallar hacía que se le hinchase el pecho de orgullo. Becky Ann era una fiera, y le había elegido a él, ¿y cómo era eso posible? La imaginó tirando abajo la puerta de los Beckerman al descubrir que era allí donde se escondía. La imaginó topándose con aquella escena de sofá y abominando de ella. (¿QUÉ ERES AHORA, SCOTTIE?), le diría, (¿UNA MUÑECA AFELPADA?) (¿QUÉ ES ESTE SITIO, MALDITO ESTÚPIDO?) (¿TU CASA DE MUÑECAS?), y él se apresuraría a intentar ponerse en pie, y no sonreiría como lo estaba haciendo en aquel momento sino que le respondería de alguna manera, diría (¡JA! ¿ES ENVIDIA ESO, BECKS? ¡ES ENVIDIA, BECKS!), y caería al suelo, porque aquellos pies no le harían ni caso, aquellos pies querrían seguir cubiertos con aquella manta, y entonces ella la emprendería con ellos, les diría (¡MALDITOS PIES RIDÍCULOS!) (¿QUERÉIS HACER VUESTRO CONDENADO TRABAJO?) (¿DESDE CUÁNDO UNOS PIES CREEN QUE PUEDEN LARGARSE SIN MÁS?), y entonces Frankie Scott le diría que no se habían ido a ningún sitio, que seguían allí, pero que no eran ellos exactamente, y ella querría saber lo que había ocurrido con aquel tipo, y con el vestido, y con su maleta repleta de pijamas y con Henry Ford Crimp, le diría (¿TE HAS DESHECHO DE HEN?) (NO LO VEO POR NINGÚN SITIO, SCOT­TIE) (¿TE HAS DESHECHO POR FIN DE ESA COSA?), y, oh, Frankie la adoraba, y haría lo que ella le pidiese, quería volver a formar parte de aquel espectáculo, ¿no era un espectáculo? Su vida era un espectáculo, y aún podía responderle las cartas a aquel tipo, no tenía por qué dejar de ser Myrlene Beavers, ¿y no era todo absurdamente divertido? ¿En qué demonios estaba pensando?

—No sé en qué demonios estaba pensando, Becks —le diría, cuando ella acercara su oreja al teléfono que sostendría aquel bill—. ¿Puedo volver ya a casa? —Porque, le diría, él nunca había querido irse a ninguna parte, pero no imaginó que ella reaccionaría tan mal a su pequeño asunto con Violet McKisco, jamás pensó que le daría la más mínima importancia porque no la tenía, lo único que Frankie había querido era divertirse, le había parecido que podía ser divertido salir con aquel tipo y luego contárselo, ¿no podría haber sido divertido? Tal vez si aquel par de hermanos quionofóbicos no lo hubiesen fastidiado todo, nada de aquello habría pasado, y a Becks, la Becks aún apasionadamente ilusa que reaparecía en aquellas casas encantadas en las que escribían, le habría parecido una buena idea, tal vez incluso le habría acompañado, oh, sí, ¿por qué no? Podría haberle llevado del brazo, como una concubina que no se fiase de aquel escritor del demonio que había conquistado a ¿quién? ¿Su hermana? ¿Su querida hija? ¿Su madre?

—No deberías haber pensado nada en absoluto, Scottie. ¿Desde cuándo pensar se te ha dado bien, Scotts? —le diría ella, y luego le perdonaría, porque no podía no perdonarle, ¿qué haría ella sin él? ¿Contra quién haría rebotar todas aquellas ideas?

—No tengo pies, querida, pero deja que esos bills recojan nuestras cosas y volvamos a casa, Becks. Llamaré a Mary Paul. Mary Paul nos recogerá. Uno de esos bills puede subirme a la diligencia. Nos iremos de aquí, Becks. Y a lo mejor, he pensado que, bueno, ¿no podríamos escribir, por una vez, la historia de las siamesas esquiadoras en casa? Tal vez podamos pedir a Dobbs que encante nuestra casa, ¿y no sería estupendo, Becks? A lo mejor podríamos fingir que es cualquier otro lugar, o a lo mejor podríamos, por una vez, fingir que nosotros somos otros, ¿y si fuéramos otros, Becks?

—¿Y por qué iba a querer ser otra, Scott? ¿Qué clase de cosa le ha hecho a tu cerebro ese estúpido vestido, Scotts? ¿Han sido todas esas plumas?

Puesto que no había forma de que Becky Ann supiera que el vestido de Frankie Benson era un vestido emplumado, Frankie le preguntaría cómo lo había sabido, le diría (¿CÓMO DEMONIOS LO HAS SABIDO, BECKS?), y entonces ella se pondría hablar de Dobson Lee. Le diría que Dobson Lee les había estado tomando el pelo, porque aquellos fantasmas no existían, no habían existido (NUNCA), que aquel tipo, oh, aquel tipo engreído que no hacía más que regurgitar cereales, ni siquiera era (RANDAL PELTZER), sino un tipo cualquiera con un mecanismo accionable que le convertía en fantasma, en realidad, lo atenuaba ligeramente, porque uno podía atenuarse si quería, o al parecer, eso había ocurrido todo el tiempo, ¿y las puertas y las ventanas, y todos aquellos golpes, los movimientos de las sillas y la cubertería, la caída de los libros de las estanterías? Más mecanismos, Scotts. (OH, ¿DE VERAS, BECKS?), repondría Frankie Scott, y luego querría saber cómo lo había descubierto y entonces le hablaría del miedo, el horror, que había visto en los ojos de aquella mujer de nombre estúpido, Dob-son, cuando había abierto la puerta, en realidad, cuando uno de aquellos bills la había abierto, y le había dicho que (LO SENTÍA), que (LO SENTÍA MUCHÍSIMO), pero que ella iba a arreglarlo, que hubiese pasado lo que hubiese pasado entre ellos, ella lo arreglaría, pero le temblaba la voz, (¡ESTABA MUERTA DE MIEDO, SCOTTIE!), y Becks había querido saber cómo pensaba hacerlo, cómo pensaba arreglarlo porque ¿acaso podía hacer que el tiempo fuese al revés, que empezase a correr hacia atrás para que nada de aquello hubiese pasado?

No, no podía, claro.

Pero lo arreglaría de todas formas, había dicho.

—Oh, me temo que no hace falta, querida nombre estúpido Lee No Sé Cuántos porque estás maldita y condenadamente DESPEDIDA —había dicho Becks, y lo había dicho disparando su dedo índice en dirección a Dobbs—. Pero antes vas a tener que deshacerte de este sitio. —El dedo había dibujado un pequeño círculo, abarcando la estancia en la que se encontraban—. Vas a tener que DESVENDERLO, querida No Sé Cuántos, porque has estado tomándonos el pelo durante el tiempo suficiente como para que lo hagas, si es que te queda, o has tenido alguna vez, algo de decencia.

Y entonces había sido cuando Dobbs se había arrodillado, se había arrodillado y había suplicado clemencia, como si fuese su cabeza y no su contrato lo que estuviese en juego, había (BUAAAAAAA) llorado, y había dicho que no había sido su intención la de tomarles ningún tipo de (PELO), que simplemente no era (SENCILLO) encontrar casas (ENCANTADAS) y que en cualquier caso la del fantasma profesional era una práctica del todo (LÍCITA) porque los fantasmas (NO EXISTÍAN), así que no había forma de encontrarlos de ningún modo, y ¿no habían escrito de todas formas ellos todas aquellas novelas? ¿Por qué tenía aquel ridículo fantasma de la claramente torpe Un Fantasma Para Cada Ocasión que fastidiarlo todo? ¿No era injusto? ¡Era condenadamente injusto!

LARGO DE AQUÍ —había dicho Becks, y entonces Dobson Lee se había abrazado a sus piernas y había dicho (NO) y Becks había gritado (¡BIIIIIIIIIIIIIILL!) y un puñado de mayordomos habían rodeado a las dos mujeres y habían arrancado a la agente de allí, y luego habían querido saber qué debían hacer con ella y Becks había dicho que quería que la devolvieran a su oficina, y se asegurasen de que (JAMÁS) volvía a acercarse a ella ni a su, había dicho, marido. (¡OH, BECKS!) (¿QUIERE ESO DECIR QUE PUEDO VOLVER A CASA YA?), no lo sé, (SCOTTIE), respondió Becky Ann, creí que preferías a ese tipo.

—Oh, Becks, yo no podría preferir a nadie antes que a ti.

—Estabas obsesionado con ese condenado vestido, Scotts.

—¡Sólo creí que sería divertido! ¡Pero los hermanos Clem lo fastidiaron todo, Becks!

—Ese par de estúpidos, ¿cómo dices que se llaman?

—Clem.

—¿Clem? ¿Qué clase de nombre es ése?

—No sé, Becks, ¿me perdonas?

—No.

—¿No?

—No. Pero puedes llamar a Mary Paul.

—¿Volvemos a casa?

—No sé si tú vuelves a casa, Scotts.

—¿Por qué no, bizcochito?

—No me llames bizcochito, Scotts.

—Oh, Becks, ¿por qué no?

—Porque no me gusta.

—Quiero decir, ¿por qué no puedo volver a casa contigo?

—Porque no sé si puedo perdonarte, ridículo montón de ideas, ¿has visto todos esos periodicuchos? ¿Qué vamos a hacer con ellos?

—Oh, ¡podemos invitarles a casa!

—¿Invitar a casa a ese montón de, qué, flashes, Scottie?

—¿Por qué no, Becky? Podemos invitarles a casa y servirles esa tarta que hace esa cosa con la comisura de tus labios y dejar que escriban terroríficas historias sobre lo que sea que se les ocurra, porque seguro que se les ocurre algo, y ¿no olvidarán todo lo que ha pasado aquí si lo hacemos? Yo creo que lo olvidarán todo, Becks.

Y no se equivocaba.

Lo olvidarían.

Pero para que aquello sucediese aún debían suceder un montón de otras cosas. La primera de las cuales tenía que ver con Stumpy MacPhail, claro. Stumpy y aquella llamada en espera a las oficinas del todopoderoso Howard Yawkey Graham.

—(FZZZZZZZZZZZZ)…

—¿Se-se-se-ñor Graham?

—(FZZZZZZZZZZZZ)…

—¿Está usted ahí?

—(FZZZZZZZZZZZZ)…

—¿Es usted eso que oigo, se-se-señor?

—Oh, eh, (FZZZ) (BOP) sí, disculpe, estaba, uhm, contemplando mi cepillo de dientes. Es uno de esos cepillos que funcionan solos, ¿sabe? Es portentosamente ridículo. Lo que hace lleva puede que miles de años haciéndose sin él pero a él le trae sin cuidado. ¿No es un poco como nosotros? Usted y yo, ya me entiende, enseñamos casas, pero ¿acaso necesitan las casas que alguien como usted y yo las enseñe? No lo necesitan en absoluto. A veces me imagino a esas casas contemplándonos como yo contemplo ese estúpido cepillo. Ahí está ese tipo, se dice la casa. No sabe lo inútil que es en realidad.

Stumpy frunció el ceño. ¿Estaba Howard Graham chiflado? ¿Qué sabía en realidad de él? Nadie hablaba nunca de él. ¿Por qué nadie hablaba nunca de él? A lo mejor estaba chiflado y todo el mundo le decía que sí a todo para que no dejase de organizar aquellos premios porque ¿no eran aquellos premios lo único que les mantenía a flote? Es decir, podían venderse casas pero ¿acaso tenía alguna importancia hacerlo si nadie se la daba?

—Claro, señor Graham, somos, eh, intercambiables —dijo Stump, pensando en aquella estatuilla, en lo bien que quedaría en su nuevo despacho, aquella oficina con aspecto de algún tipo de fondo marino—. Y hablando de intercambios, tal vez no me, eh, recuerde, pero soy (UH-JUM) uno de sus agentes audaces de este año

—El mundo funcionaba estupendamente sin nosotros.

—Claro, señor Graham, pero ¿no funciona también estupendamente con nosotros? Quiero decir, lo único que hacemos es ayudar a la gente.

—Enseñamos casas.

—Exacto, ¿y tiene eso algo de malo?

—No es gran cosa.

—Oh, yo creo que lo es, señor.

—Rachel no cree que lo sea y a lo mejor yo tampoco. ¿Ha pensado usted alguna vez en dejarlo? Yo estoy pensando en dejarlo. Rachel quiere que cojamos un avión y salgamos de aquí. Quiere ir a un lugar en el que no haya enseñado jamás una casa.

—¿Rach-qué? —Stump estuvo a punto de atragantarse con su propio aliento—. No no no, señor Graham, usted no puede ir a ninguna parte.

—¿Por qué no?

—Porque es el señor Graham.

—¿No diría que puedo hacerlo precisamente porque soy el señor Graham?

—Claro, pero ¿qué iba a ser de nosotros?

—Me trae sin cuidado.

—No es cierto.

—No soy más que un cepillo a pilas.

—Le entiendo —dijo Stump—. Yo también he pensado en tirar la toalla más de una vez, pero ¿a quién trataba de engañar? No creo que exista otro Stumpy MacPhail.

—¿A qué se refiere?

—A que no podría hacer nada más, en realidad.

—Oh, eso no es cierto. Piense en los teléfonos. Puede usted afinar una guitarra con ese molesto (TUT-TUT-TUT) que escucha al descolgar, ¿y cree que el teléfono sabe que podría cobrar por ofrecer ese servicio?

Stump no creía que el teléfono supiera nada, pero se hacía tarde y aquello que veía fuera parecía una sombra, y a lo mejor era la sombra de su madre, que se aproximaba, y ¿qué iba a decirle? Oh, mamá, ¿recuerdas el asunto del premio? Al final hubo un malentendido y nadie lo ganó, porque ¿sabes? Howard Yawkey está chiflado. Cree que es un cepillo a pilas. Ajá. Está pensando en irse a alguna otra parte y dedicarse a cualquier otra cosa porque dice que todo le trae sin cuidado.

—No, no lo sabe.

—Exacto.

—Pero yo no le llamaba por eso.

—Claro que no ¿por qué lo ha hecho? A lo mejor no sabía que iba a hablar con un teléfono a pilas, quiero decir, un cepillo a, ya sabe.

—Mi madre está a punto de llegar —confesó MacPhail—. Mi madre quiere que yo sea un buen cepillo a pilas. El mejor cepillo a pilas. Y ¿sabe? Alguien ha dicho hoy que yo soy un cepillo a pilas milagro, y he pensado que a lo mejor podría usted reconsiderar lo que pasó con Pirbright. Quiero decir, a mí nunca me importó lo más mínimo la forma en que funciona el mundo. Simplemente cogí un avión y me fui a un lugar en el que no había enseñado jamás una casa. Corrí el riesgo, ¿sabe a que me refiero? —(FZZZZZZZZZ) Sí, eh, sí—. El caso es que me nominó usted al Howard Yawkey Graham a Agente Audaz por hacerlo. De repente me pareció que todo había merecido la pena. ¡Loado sea Neptuno! ¡Todos aquellos años oyendo a mi madre decir que había tirado mi vida por la borda iban a esfumarse! Pero en el último momento, señor, alguien confundió audacia con suerte y le entregó mi estatuilla a Brandon Pirbirght.

—Bonita historia.

—No es una historia.

—Me ha parecido una historia.

—He vendido una casa aburrida en un sitio helado en el que nadie en su sano juicio compraría una casa y mucho menos una casa aburrida. He tenido que encantarla para venderla. Me han hecho cientos de miles de entrevistas hoy. En algunas de ellas he dicho que usted cometió una equivocación al no concederme el Yawkey Graham porque cuando me mudé a aquí estaba siendo audaz, y a lo mejor, he pensado, podría usted rectificar, por una vez, y concederme esa estatuilla para que mi madre deje de atormentarme.

—(FZZZZZZZZZ)…

—¿Señor Graham?

—Rachel está a punto de llegar.

—¿Ha oído lo que he dicho?

—No me parece una idea descabellada.

—Oh, ¡loado sea Neptuno!

—¿Cepillo milagro, ha dicho?

—¿Cómo?

—Le diré a Wilkes que lo anote. Puede ser una buena idea. Quiero decir, si el año próximo sigo aquí, ya sabe. Porque Rachel quiere que, oh, bueno, ya lo sabe.

—¿El año próximo? No, eh, je, yo me refería a este año. ¿No podría usted rectificar y decirle a Pirbright que cometió un lamentable error?

—Me gusta —dijo Howard Graham, claramente pensando en cualquier otra cosa.

—Oh, loado sea Neptuno otra vez, ¿quiere eso decir que lo hará?

—Por supuesto, acabo de decírselo. El año próximo, si sigo aquí, habrá una categoría para usted. Quiero decir, una categoría en la que puede competir.

—¿Una categoría en la que puedo competir?

—Claro, muchacho, ¡el Yawkey Graham a Agente Milagro!

Oh, no no no, aquello no podía estar pasando, Stumpy cerró los ojos, los cerró con fuerza y dijo (NO PUEDE HACERME ESTO), se masajeó una sien y luego la otra, y aquel tipo decía (¿A QUÉ SE REFIERE?) (¿NO LE GUSTA?) y él decía que no, que no podía gustarle porque él lo que quería era aquella estatuilla, se la había ganado y no era justo, oh, no era nada justo, y entonces Howard Graham repuso (SI LA VIDA FUERA JUSTA, MUCHACHO, LOS CEPILLOS A PILAS NO EXISTIRÍAMOS), y Stumpy estrelló el teléfono contra la horquilla. Se puso en pie y dio una vuelta por aquella esponjosa alfombra, y apenas había dado un par de pasos en una dirección y otro par de pasos en otra, cuando los nudillos enguantados de alguien (mop-mop-mop) golpearon el cristal de su verdosamente submarina oficina.

—¿RALPH? —articuló, aún en mitad de la ventisca, Myrna Pickett Burnside, agitando una de aquellas manos enguantadas y sujetando una agenda abierta con la otra. Alguien que no era Stump le abrió la puerta. Era un alguien atareado, con demasiados teléfonos sonando a la vez—. Oh, Ralph, ¿es esta tu oficina? ¿No parece un acuario? Desde fuera parece un acuario, Ralph, ¿no tienes miedo de helarte aquí dentro? —Myrna caminaba resueltamente por la estancia, con aquella agenda abierta ante sí. Iba diciéndole cosas a aquel alguien que había entrado con ella. Aquel alguien seguía atareado con todos aquellos teléfonos que parecían sonar a la vez. Eran teléfonos diminutos, que se sacaba de los bolsillos—. Yo tendría miedo de helarme aquí dentro.

—Oh, n-no, yo, eeeh, este sitio es un sitio frío pero no hace frío aquí dentro. —Stump sonrió. Se acarició la pajarita. Debía aproximarse a ella y ofrecerse a retirarle el abrigo. El abrigo era un abrigo de todo tipo de pieles. Tenía al menos tres bocas repletas de afilados dientes—. Déjame que te retire, eeeeh, eso.

—Eres muy amable, Ralph, pero no te entretendré demasiado.

—¿No?

—Me temo que he vendido dieciséis casas cuando veníamos hacia aquí. —¡Diecisiete!—. Oh, ya son diecisiete. Estupendo. ¿No es estupendo, Ralph?

—Claro, pero ¿no pueden esperar?

Myrna sacudió la cabeza, (NAH, LAS CASAS NO ESPERAN, RALPH), dijo, y dejó sobre el escritorio de Stumpy su agenda abierta y curioseó entre sus cosas hasta que dio con el pequeño mueble bar. Se sirvió una copa. Se la bebió de un trago (¡AH!), se sirvió otra. Dijo (¿QUIERES, RALPH?). Y antes de que él pudiera responder le dijo al alguien de los teléfonos que se fuera. Le dijo (ENSEGUIDA ESTOY CONTIGO). Y el alguien asintió, sumiso, y se dirigió a la puerta. Antes de salir, gritó (¡DIECIOCHO!).

—¿No es horrible, Ralph?

—¿Vender, eeeeh, casas?

—Vender tantas casas, Ralph. Es horrible. A veces me parece que ni siquiera existo. Mírame. Estoy aquí pero no lo estoy en rea­lidad. Yo no pedí tener a todo el mundo y todas esas casas en mi cabeza, Ralph. No pedí saber emparejar a esa gente con esos sitios. Pero no puedo evitar hacerlo. Todo el rato. ¿Y qué ha hecho eso conmigo, Ralph?

—No, eh, nono no lo sé, Myrn, eh, señorita Burnside. —¿Había llegado Stump a tutearla? En aquel momento no tenía forma de saberlo, así que prefirió no hacerlo. Le preguntó qué había hecho—. ¿Qué ha hecho?

—Creo que me ha borrado, Ralph.

—¿A qué se refiere?

—Me refiero a que a veces preferiría ser, no sé, , Ralph. Tener este despacho, y, bueno, salir ahí fuera y tocar puertas y no tener suerte y a veces tenerla pero no saberlo todo, Ralph. —Se bebió la tercera copa de un trago. Estaba mirando afuera. El alguien le estaba haciendo señas—. Tengo que irme.

Perplejo, Stumpy cogió el abrigo y se lo devolvió. ¿Aquella era la mujer que había mordido a Imogen Hermes Gowar? No era posible, ¿cómo era posible? Había dicho que tenía que irse pero se había arrodillado en el suelo con la copa en la mano. No hacía más que beber y acariciar la alfombra como acariciaría a un perro ridículamente enorme y murmuraba (NO QUIERO IRME, RALPH, ¿POR QUÉ TENGO QUE IRME?) (NI SIQUIERA SI EXISTO, RALPH), y Stumpy se contemplaba la manga derecha de la chaqueta de aquel esmoquin con el que, había decidido, impresionaría a Myrna Burnside, y pasase lo que pasase, se había dicho, el esmoquin hablaría por él, cuando Myrna le mirase no vería a aquella mota de polvo que había sido en otro tiempo sino a un acaudalado y exitoso agente del que apenas se había oído hablar aún pero del que no tardaría en oírse hablar. Aquel esmoquin estaba orgulloso de Stump, y haría que Myrna también lo estuviese, pero ¿acaso podía siquiera imaginarse que la mil veces ganadora del Howard Yawkey a Agente del Condado, tan poderosamente totalitaria como solía mostrarse rodeada de gente, no era nadie cuando estaba a solas con alguien? ¿Por qué parecían Stumpy y ella, de repente, dos motas de polvo, dos cepillos a pilas, de especies distintas?

—Vuelve a explicarme ese asunto del cepillo, Stump.

Milty Biskle dejaría caer su desgarbada figura sobre una de aquellas butacas verdosas poco después de la partida de Myrna. Le haría saber que aquel lugar le parecía aún más horrible de lo que había imaginado. ¿Cómo era siquiera posible que existieran casas en un sitio tan condenadamente frío? (SI NO FUERA POR ESE PREMIO, STUMP, DIRÍA QUE NO SÓLO ESTÁS TIRANDO TU VIDA POR LA BORDA, SINO QUE LO ESTÁS HACIENDO A ALGÚN TIPO DE SUPERFICIE HELADA QUE DEBIÓ ACABAR CON ELLA EN CUANTO TE MUDASTE, PORQUE, DIME, HIJO, ¿TIENES ALGÚN TIPO DE VIDA AQUÍ? ¿ES SIQUIERA POSIBLE TENERLO?), le diría, a lo que Stumpy respondería con evasivas, después de todo, la visita de Myrna le había deprimido, le había deprimido profundamente, porque ¿acaso había querido decir que el éxito podía ser, de alguna forma, un fracaso? ¿Que podía acabar contigo? ¿Devorarte? ¿Qué era, el éxito, una especie de tiburón mental del que nadie hablaba porque, oh, nadie quería admitir que había dejado de existir cuando había alcanzado la cima? Así que sin saber exactamente por qué, había empezado a hablarle a su madre del asunto de los cepillos a pilas y ella había sacado una libreta, y había empezado a escribir, y miraba alrededor y parecía gustarle lo que veía pero no iba a decírselo, hablaría del infierno que se había desatado en la redacción después de que él em­pezase a (PERDER) cosas, y le diría que por fortuna aquello había (ACABADO) y entonces sonaría el (¡RIIIIIIIIING!) teléfono y Stump diría (UN MOMENTO, MAMÁ), porque querría evitar volver a hablarle del asunto del cepillo porque hacerlo significaría confesarle que no había ganado el Yawkey Graham a Agente Audaz, que, en cualquier caso, podía ganar el Yawkey Graham a Agente Milagro, pero para eso tendrían que cruzar los dedos para que una tal Rachel no se llevase a Howard a donde fuese que no hubiese enseñado jamás una casa, y descolgaría aquel maldito auricular con la esperanza de que fuese el mismísimo Howard Graham, resuelto a rectificar.

Pero no era Howard Graham.

Era el fin del mundo.

—Ralph —dijo el fin del mundo—. Voy a tener que (¡SNIF!) devolverle la (¡SNIF!) casa. —¿Qué casa? ¿Con quién hablo?—. Me han (¡SNIF!) despedido, Ralph. La fastidiamos, Ralph, ese maldito fantasma era (¡SNIF!) —¿Señorita Wishart?— oh, aborrecible, ¡ha confesado! ¿Puede (¡SNIF!) creérselo? —Oh, no, no no no, ¿está diciendo lo que creo que está diciendo?—. ¿Por qué concedió usted esa (¡SNIF!) entrevista? ¿Cómo se le ocurrió decirles (¡SNIF!) que amaban algo que ellos no habían escrito? ¿Acaso no sabe cómo funcionan los escritores? —¿Cómo funcionan? No entiendo, yo no, eh, ¿se refiere a la señorita Feldman? Yo, eh, je, ¡hablé de mí!—. Se acabó, Ralph, y, oh, no, (¡SNIF!), parecía que no podía hacerlo, ¿verdad? ¿No éramos (¡SNIF!) afortunados? —No, escuche, señorita Wishart, yo lo arreglaré, quiero decir, les pediré disculpas, llamaré a esa televisión, les diré que mentí, que sólo estaba tratando de darme importancia—. La transacción está anulada, Ralph, la diligencia de Mary Paul está en camino, y yo, eh, (¡SNIF!), creo que voy a echarles de menos, Ralph, porque podían ser estúpidamente aborrecibles pero (¡SNIF!) también eran lo único que parecía tener sentido, lo único que brillaba, Ralph, ¿no brillaban, Ralph? ¿Dónde voy a encontrar a otros Benson, Ralph? —No va a tener que encontrar nada, vamos a recuperarlos, señorita Wishart, ¿por qué no me da su número de teléfono?—. ¡MALDITA SEA, RALPH! (¡SNIF!) ¿Es que no me escuchas? ¡La casa va camino de tu oficina ahora mismo! ¡Nadie va a hablar con nadie, estúpido! ¡Se acabó! (¡SNIF!) ¡Tú también estás despedido! ¡Es el fin del mundo, joder!

—Oh, no no no. No es el fin de nada, señorita. —Clic—. ¿Wishart? —(TUT-TUT-TUT)—. Oh, no no no no. —Stumpy miró el auricular del teléfono. Tocó la horquilla (TAP-TAP)—. No estoy, eh, despedido. No puedo estar despedido. No. Ja ja —rio. Seguía con auricular en la oreja. Milty Biskle frunció el ceño. El ceño de Milt era un ceño famoso y en extremo celoso de su vida privada. No le gustaba estar allí, sólo estaba haciéndole un favor a Milt—. Voy a ser el próximo Agente Milagro, Wishart, me lo ha dicho el mismísimo Howard Graham, así que ¿cómo voy a estar despedido? —Milt se puso en pie—. Y, por si no lo sabías, Wishart, la casa no puede estar viniendo hacia aquí ahora mismo porque es una casa y las casas no caminan. —Stump alzó la vista, Milty acababa de quitarle el auricular, dijo—: ¿Verdad, mamá? —Maldita sea, Stump, dijo Milt, ayudándole a levantarse—. Lo arreglaré, mamá, voy a arreglarlo, no estoy tirando mi vida por la borda. —Lo sé, hijo—. ¿Lo sabes, mamá? —Mira este sitio—. ¿Qué pasa con este sitio? —Me gusta, Stoppie—. Es el sitio de la señora Potter, mamá, ¿recuerdas cuando me compraste la señora Potter, mamá? —Lo recuerdo todo, Stopps, dijo Milt, y se puso el abrigo y le tendió el abrigo a su hijo—. ¿Hasta los libros para colorear?

—Esto no es un libro para colorear, Stump.

—¿No?

La acorazada Milty Biskle parecía, como Myrna Pickett Burnside, haberse rendido al encanto esponjosamente acuático de aquella oficina sumergida como si, en vez de en el pérfido y abominable mundo real, estuviese en algún otro mundo, el mundo de, por qué no, su (CIUDAD SUMERGIDA). Como si, por una vez, él fuese a la vez el minorista superior y el muñeco que decidía recolocar en una flamante nueva oficina en la que las cosas podían fastidiarse pero nunca iban a hacerlo del todo, porque a veces tenerlo todo era, como decía Myrna, haberlo perdido, de alguna forma, todo, y ¿no quería eso decir también que al perderlo todo, podías, de alguna otra forma, tenerlo todo? ¿Cómo podía explicarse si no lo que ocurrió a continuación?

Fascinada por lo que había entrevisto en televisión, oh, nada le gustaba más a la reconocida periodista de miniaturas que los chismes de aquel metomentodo televisivo, Carlton Wynette Morton, una parte de la majestuosa (CIUDAD SUMERGIDA), Ann Johnette MacDale había estado tratando de localizarle, llamando a todas las atracciones turísticas del lugar en el que había dicho vivir. En el Lago Helado Dan Ice Lennard había dado con el mismísimo Dan Ice Lennard que no había tenido ningún problema en proporcionarle el teléfono de (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL). Dan Ice había recibido una de aquellas cartas que había enviado Bertie Smile, y se había dicho que había llegado el momento de dejar en paz a aquella condenada ciudad. Ann Johnette, los dedos cruzados sobre la mesa, había marcado el número, y aunque habían tardado en descolgar, al fin lo habían hecho, y lo primero que había dicho ella había sido:

—Gracias a Neptuno, ¿es usted?

—¿Disculpe? —Era la voz de un hombre, así que podía ser él.

—¿Señor MacPhail? —se aventuró Ann Johnette, el par de trenzas cayéndole junto a uno y otro hombro—. Soy Ann Johnette MacDale, siento molest…

—¿Ann Johnette? ¿Es una… broma?

—No, señor MacPhail. Le llamo de Mundo Modelo, la revista. Vi por televisión lo que parece una impresionante (CIUDAD SUMERGIDA) en miniatura y, no sé si conoce Mundo Modelo, pero nos dedicamos a hablar de ese tipo de sitios, y me preguntaba si podría visitarla y escribir sobre ella, ¿cree que podría, señor Mac­Phail?

Oh, aquella condenada mariposa.

¿No podría haber aleteado antes?