A Bill le hubiera gustado subir al pequeño Corvette al asiento del copiloto, y escucharle decir todo tipo de cosas (¿EZTÁ BIEN TU TÍA MACK?) (IBA A VOLVED y NO VOLVIÓ) (¿POR QUÉ NO VOLVIÓ, BILD?), en realidad, imaginar que lo hacía y que lo hacía a su lado, para poder responderle. Pero el pequeño Corvette era demasiado grande. Así que tuvo que instalar un gancho en aquella camioneta repleta de asientos, para poder arrastrar el remolque con aspecto de jaula de circo en el que el pequeño Corvette parecía pastar. (OH, EN REALIDAD ES UNA JAULA DE CIRCO, ALGUIEN DEL AYUNTAMIENTO LA COMPRÓ en UNA DE ESAS SUBASTAS DE COSAS INCREÍBLES, ¿HA OÍDO HABLAR DE ELLAS?), le había confesado aquella abogada, Trace, antes de tenderle las llaves de la jaula y decirle que le llamaría cuando la señora Mackenzie hubiese firmado los papeles, y que sólo le citaría si la señora Mackenzie quería luchar, dijo (LUCHAR), por el Hogar MacKenzie, y que lo haría para que él justificase su oposición, y diese comienzo la contienda. Y, puesto que cada vez que aquella mujer mencionaba a (LA SEÑORA MACKENZIE), de alguna forma, Bill desaparecía, se hacía diminuto, se perdía en las profundidades, Bill no decía nada, o decía la clase de cosas que podría decir un autómata controlado por un niño repelentemente obediente, decía (POR SUPUESTO) y (LO SÉ, SEÑORITA MAHONEY) y también (¿PUEDO IRME YA, SEÑORITA MAHONEY?), y oía al pequeño Corvette susurrarle que todo aquello era muy extraño, ¿y qué eran todos aquellos barrotes? El pequeño Corvette nunca había estado encerrado antes, y se sentía como, decía, (UN PÁJADO), pero no un pájaro corriente, sino uno de aquellos (PÁJADOS) que vivían con los humanos porque no sabían que podían vivir (ZIN ELLOZ), y ¿acaso era él un pájaro? ¿Y por qué, si lo era, no podía cantar? Oh, pensó Billy Peltzer, a lo mejor es porque tú tampoco (PEQUEÑO CORVETTE) eres un personaje principal, no eres (NATHANAEL WEST), sólo eres otro Billy Peltzer, le dijo. Pero se lo dijo a sí mismo porque el pequeño Corvette no estaba diciendo nada, sólo estaba esperando, y luego estaba contemplando cómo aquel sitio, Lurton Sands, se alejaba y él, quién sabe si feliz o asustado, barritaba, y Bill cambiaba de emisora a cada rato, no hacía más que apretar el acelerador y cambiar de emisora constantemente porque le parecía que al hacerlo se transportaba a otro mundo distinto, que oír a un u otro locutor era pertenecer a lugares que no estaban allí, que flotaban por encima de aquella carretera y de aquel mundo en el que Madeline Frances había vuelto a casa, aquel mundo que iba a dedicarle una retrospectiva, y todo porque él se había marchado, todo porque él había dejado de custodiar aquellos cuadros, los había abandonado, y al hacerlo, había abandonado la posibilidad de un mundo en el que Madeline Frances había dejado de existir, al desaparecer él, había desaparecido, se decía, la idea de su partida, como en un macabro rompecabezas que nunca le había tenido en cuenta. (¿A DÓNDE VAMOZ, BILD?), imaginó que le gritaba Corvette desde el remolque, y él no supo qué contestar, porque podría haber dicho (A CASA), pero aquella no era su casa, porque la casa de Corvette era la casa de tía Mack, la casa de Sean Robin Pecknold, aquel otro lugar horrible en el que Bill no iba a dejar de ser un personaje secundario, el (CHICO MACKENZIE), y a lo mejor, se decía, era una maldición, y no tenía sentido irse a ninguna parte, pero tampoco podía decir que estaba regresando a su casa porque ya no tenía una casa a la que regresar, había vendido la casa de Mildred Bonk, y por primera vez sintió que había perdido algo, y era algo enorme, algo sin lo que él no era exactamente él, y ese algo era su casa, todo lo que ella contenía, todo lo que, en realidad, había contenido, a su madre, a su padre, al pequeño Bill, no lo que pudo haber sido sino lo que había sido, y se maldijo, oh, golpeó el volante, lo golpeó con todas sus fuerzas, porque el vacío que había empezado a extendérsele por dentro era insoportable, ¿qué demonios había hecho? ¿Acaso había, de veras, creído que podía no ser igual en todas partes? ¿Qué podía borrar lo que había sido borrando aquella casa? Tuvo que detener la camioneta, la detuvo en el arcén porque no podía respirar, se estaba quedando sin (UUUUUUH-AH) (UUUUUUH-AH) aire, y en realidad lo que le pasaba era que iba a romper a llorar, y no había llorado desde niño, no había llorado desde el día en que supo que su madre no iba a volver, y casi había olvidado lo convulsivamente aparatoso del asunto, la batalla que, de alguna forma, constituía, porque había algo intentando salir, había algo queriendo tomar forma ahí fuera, pero era algo que nunca la tendría porque estaba roto, y era doloroso expulsarlo aunque también era, claro, liberador, porque, después de todo, se estaba deshaciendo de un algo sin forma que no había encajado en aquel basto espacio interior llamado William Bane Peltzer, y era un algo antiguo, porque todos los llantos contenían parte de todos los llantos anteriores, todos los llantos te contenían, de alguna forma, a ti.
Lo curioso era que Bill, en aquel instante, lloraba por algo que, en realidad, aún era suyo. No tenía forma de saberlo, pero la casa de Mildred Bonk había vuelto a casa. Stumpy MacPhail había recibido las llaves. Esa era la forma en la que la casa estaba viniendo a su despacho, porque las casas no caminaban pero los que llevaban las llaves de un lado a otro sí lo hacían. Sumido aún en aquel sueño, aquel otro lado del espejo en el que acababa de internarse, aquel otro lugar en el que Ann Johnette existía y se interesaba por su (CIUDAD SUMERGIDA), y en el que su madre aseguraba recordarlo (TODO), y no parecía hacerlo para mal, en el que iba a perder todos y cada una de los muebles de aquella sumergible nueva (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL) porque iba a tener que empeñarlos para poder salir adelante, y luego iba a tener que convertirse en un auténtico agente milagro para hacer con todas aquellas casas aburridas lo que no había hecho con la casa de Mildred Bonk, pero tal vez lo conseguiría y tal vez no importaba que no lo consiguiera porque, después de todo, los cepillos a pilas podían servir para mucho más de lo que imaginaban que servían, y puede que no sólo hubiese otro Stumpy MacPhail, sino cientos de ellos esperando a que alguien los activase, y no importaba que aquello, su éxito, hubiese sido un espejismo, porque a veces el éxito no es más que eso, un espejismo y ¿no era estupendo aterrizar de nuevo en el nevado mundo real cuando el nevado mundo real era aquel otro planeta que él había elegido, el sitio en el que había vivido la señora Potter? Presuroso y feliz, se había, Stumpy MacPhail, dirigido a la boutique del rifle a entregar las llaves del 39 de Mildred Bonk, porque era allí donde debía dirigirse si ocurría (ALGO), cualquier tipo de (CONTRATIEMPO), tal y como había acordado con su cliente, William Peltzer, y había lamentado a su llegada, fingiendo una pesadumbre que, en parte, existía, pues, por más que Ann Johnette estuviese milagrosamente en camino, su obra, todo aquello de lo que hablaban todos aquellos (TITULARES), era historia, aquel inexplicable cambio de opinión de la pareja de escritores, y Sam había sacudido la cabeza y había dicho que no era posible, ¿cómo podía ser posible?
—Las casas no se desvenden —había dicho.
—Oh, lo, eh, lamento, señorita, pero me temo que esa gente puede hacer lo que le apetezca. Tienen su propio mundo.
—¿Su propio mundo?
Bill también querría tener su propio mundo, y era un mundo que le cabía en el bolsillo, era un mundo en una bola de nieve, y en él estaría solo con Sam, en aquella sala de estar, encendería el fuego y calentaría la cafetera, y Sam fumaría y dibujaría, y el enorme Jack Lalanne dormitaría sobre aquel montón de libros, ¿y existiría en ese mundo Madeline Frances? Oh, no, nada más existiría en ese mundo. Porque habría un exterior pero el exterior sería, de alguna forma, aquello que quisiesen imaginar que era, como había ocurrido con el niño Rupert cuando el niño Rupert había fantaseado con pedirle a la señora Potter lo que quería, porque lo que quería era exactamente eso, un mundo propio en el que sólo existiese aquello que le gustaba imaginar que existía, por ejemplo, clases sobre helados de vainilla y trineos, y clubs de lectura con sus peluches, peluches que no se limitarían a mirarle sin más sino que intervendrían porque habrían leído todos los libros que él había leído y tendrían sus propias opiniones y a veces serían opiniones airadas y otras opiniones divertidas. Padres que sonreían y madres que sonreían aún más. Alegres compañeros de clase tan entusiasmados como él por aprender. Profesores para los que enseñar era, literalmente, una aventura, y llegaban a clase cargados con todo tipo de utensilios, porque, pasase lo que pasase, iban a tener que enfrentarse a todo tipo de curiosísimos monstruos, aquí, allá, en todas partes. Una casa en el árbol. Un despacho de detective intergaláctico en esa casa en el árbol. Cientos de miles de cosas. Bill no necesitaba ya todas aquellas cosas, a Bill le bastaba con que fuera de aquella bola de nieve hubiese una Kimberly Clark Weymouth no despiadada, hubiese una ciudad no intratablemente indómita, poblada por no aspirantes a desesperadamente ridículos investigadores sino por, por qué no, amantes del hielo y la nieve, y el misterio del frío que a todo permitía permanecer pero que no les permitiría permanecer a ellos, porque ellos no podían congelarse, y a lo mejor, se decía Bill, podía llegar a imaginar que había quien se dejaba congelar para vivir en el futuro y no dejar sola a Kimberly Clark Weymouth, porque nadie, ni siquiera él, quería dejar sola a esa Kimberly Clark Weymouth, la Kimberly Clark Weymouth que, oh, sobrevivía a la tristeza de aquel frío, haciendo con él lo que podía cuando Bill era niño. En nada se parecía aquella Kimberly Clark Weymouth al neuróticamente explotado lugar que había abandonado, aquel sitio que parecía estar odiándose a sí mismo con todas sus fuerzas, y a la vez, protegiéndose de aquel montón de metomentodos que habían convertido a los demás en desalmado entretenimiento, obligándoles a no dejar jamás de ocupar un mismo lugar porque no hacerlo habría significado darles una razón para poder cazarlos, ¿y querían ellos ser cazados? ¿No temía, o debía hacerlo, cualquiera, ser cazado? ¿Y no hacía de ellos, ese temor, figurantes?
—No —diría Sam—. No estás aquí —diría a continuación.
Y él acariciaría a Jack Lalanne, y no sabría qué decir. Habría aparcado la camioneta en la puerta, y le habría dicho al pequeño Corvette que enseguida volvía, y habría entrado en la boutique del rifle, después de conducir el tiempo suficiente como para que nada de aquello le pareciese real, como para que el anuncio de la inminente retrospectiva de, sí, Madeline Frances, una Madeline Frances real (NO SE PIERDA LA PRIMERA Y ÚNICA RETROSPECTIVA SUBASTA DE LA ARTISTA MÁS PROLÍFICA DE ESTA CIUDAD) con la que podía toparse en cualquier momento, le pareciese algún tipo de extravagante souvenir de otra dimensión, una dimensión en la que su madre no sólo existía sino en la que era (LA ARTISTA MÁS PROLÍFICA) de aquella ciudad.
—Estoy aquí, Sam —diría Bill, y tomaría asiento y pensaría en aquella abogada, la abogada de Sean Robin Pecknold, y se diría que tenía razón cuando decía que la vida sería mucho más sencilla si pudieras despertarte cada mañana y tener un guión sobre la mesita de noche—. Y el pequeño Corvette también. Está ahí fuera.
Sam le miraría. Daría una vuelta alrededor de la mesa, taciturna, las manos a la espalda, aquella pequeña constelación de pecas apagada, las mejillas ruborosas. Iría diciéndose (CATS ESTUVO AQUÍ, BILL) (IBA VESTIDA DE QUIÉN SABE QUÉ, BILL) (¿CÓMO SE TE OCURRE PEDIRLE QUE CUIDE DE MÍ, BILL?) (¿QUÉ CREES QUE SOY?) (¿UNA TACITA DE TÉ?) (¿CREES QUE PUEDO ROMPERME, BILL?), y Bill diría que no, Bill murmuraría, avergonzado (LO, EH, LO SIENTO, SAM) y carraspearía (UJUM), y diría (¿SAM?), pero ella no contestaría, ella seguiría rezongando, diría (NO SÉ CÓMO DECIRTE ESTO, BILL), (LA VERDAD ES QUE NO LO SÉ), (PORQUE NO ES ALGO QUE ESPERASE QUE OCURRIERA) (NO ES ALGO QUE PUDIESE OCURRIR), diría, y Bill se metería la mano en el bolsillo y tantearía aquella bola de nieve en la que Louise Cassidy Feldman escribía en una libreta, y diría (PERO HA OCURRIDO), y ella asentiría, diría (SÍ), y Bill querría ponerse en pie y ¿qué? ¿Besarla? Cogería aire, y (UH) estaría a punto de hacerlo, pero entonces ella lanzaría sobre la mesa algo (¡CLANC!), metálico, un puñado de llaves, y diría (TU CASA HA VUELTO, BILL), y entonces él se pondría en pie, alarmado, porque ¿qué demonios era aquello? ¿No había estado, un segundo antes, diciéndose que no podía estar volviendo a casa porque no había ninguna casa a la que volver? ¿No había vendido aquel tipo de la pajarita (MILDRED BONK)? Entonces ¿cómo podía haber vuelto? (OH, AL PARECER, BILL, ALGUIEN APRETÓ UN BOTÓN y DEVOLVIÓ ESTE SITIO A ALGÚN OTRO MOMENTO), o, aún mejor, (LO TRASLADÓ) a alguna otra (DIMENSIÓN), diría Sam, y él querría saber a qué se refería, a qué se refería exactamente, porque no existían aquel tipo de botones.
No existían aquel tipo de botones pero, a veces, podía parecer que lo hacían. Porque nada más que la existencia de aquel tipo de botones podía explicar la forma en la que Madeline Frances parecía haber vuelto. Cuando su hijo, un hijo en el que durante demasiado tiempo no había creído, como si una existencia pudiera borrarse con otra, aparcó frente a la boutique del rifle, Madeline Frances, furibundamente desorientada, pensaba en ver arder todo aquello, ver arder los cuadros que colgaban tiránicamente de las paredes de aquel sitio, ver arder sus pinceles en el bolsillo, ver arder a la ridícula empleada de aquel ridículo museo que ni siquiera era un museo, ver arder a Mavis Mottram y a todas aquellas condenadas estúpidas que nunca harían nada que nadie hubiese hecho antes, ver arder a la señora Potter, y aquella maldita tienda, y el parque de atracciones en el que se había convertido la casa de Mildred Bonk, verse arder a sí misma, y acabar con lo que había sido y lo que podría haber sido, y lo que nunca había sido. Temblaba, Madeline Frances, de pie en un rincón, mientras Rosey Gloschmann hacía lo que aquella, su marchante, le había pedido que hiciera, hacer circular a todo el mundo por todas partes, y tomar nota de cualquier tipo de interés de compra. Lo hacía tratando de sonreír y no resultar tan funcionalmente decorativa como resultaba siempre porque estaba allí en calidad de improvisada responsable de lo que demonios fuese aquello, pero en realidad no podía pensar en otra cosa que en Louise Cassidy Feldman. La escritora, ferozmente incómoda en todo momento, le había parecido exactamente tan airadamente desagradable como la había imaginado siempre, lo que corroboró su teoría, aquella teoría que decía que uno podía, si leía con la suficiente atención, saberlo todo sobre el escritor, o, en su caso, la escritora a la que amaba, que incluso podía llegar a conocerla mejor de lo que ella misma se conocería jamás. Cuando descubriera, al día siguiente, leyendo el voluminoso Doom Post, que aquella mujer, la pintora, había protagonizado un pequeño altercado con ella, no habría, como el resto de los vecinos, creído que el fin estaba (CADA VEZ MÁS CERCA), porque (¿QUIÉN DEMONIOS SE HABÍA CREÍDO MACKENZIE?) (¿ACASO HABÍA VUELTO PARA ECHAR A LOUISE CASSIDY FELDMAN DE LA CIUDAD?), sino que habría vuelto entusiasmada a sus libros, diciéndose que aquella pieza, la pieza que Madeline Frances le había lanzado, aquel desprecio por el desagradecido monstruo creado, estaba allí, por todas partes, y se habría puesto a escribir su más, curiosamente, exitoso ensayo, el único exitoso en realidad, cuyo título no podía ser otro que El día en que Louise Cassidy Feldman regresó a Kimberly Clark Weymouth. Pero antes de que todo aquello ocurriese, le señalaría a Eileen McKenney el rincón en el que Madeline Frances, aquella mujer que había abandonado al hombre del que una vez había creído estar enamorada, se había apostado, y le diría (AHÍ).
—¿Señora, eh, Mackenzie?
Madeline miraría a la, oh, ahora flamante directora de aquel floreciente periódico con desbordada redacción, y se diría que le parecía algún tipo de agente, porque llevaba una libreta en la mano, y ¿sería usted tan amable de decirme qué hace aquí?, imaginó que le diría. Porque, sabe, no debería estar aquí. No es usted más que un (FANTASMA).
—Deténgame —diría Madeline.
—Oh, yo no detengo gente, señora Mackenzie. Yo hago preguntas. Dirijo un, ehm, periódico. Mi nombre es Eileen. Eileen McKenney. ¿Podría hacerle unas preguntas?
Eileen sonreiría.
De repente, no estaba en la aburrida y pérfida y horrible Kimberly Clark Weymouth sino en la elegantemente intelectual Terrence Cattimore y vestía algún tipo de atuendo del todo intelectual y se había alborotado también intelectualmente el pelo, y estaba ante la famosamente desaparecida artista del momento. Se atenuaron las luces, aquella horrenda y fría casa de invitados sin luz ni cuarto de baño, con aspecto de oxidado cobertizo, se convirtió en una discretamente distinguida galería de arte.
—¿Unas preguntas?
—Oh, sí, nada preocupante. Hablaremos únicamente de su obra. De sus postales. —Eileen volvería a sonreír, anotaría (POSTALES)—. ¿Las llamaría usted así?
—¿A qué se refiere?
—Bueno, a que, veamos —Eileen se imaginaría sosteniendo un cigarrillo y no de pie ante aquella esquiva y sin duda complicada artista, sino sentada en algún tipo de humeante reservado, en un rincón de aquella mundialmente admirada galería, manteniendo la clase de íntima conversación que había hecho de sus entrevistas brillantes ejercicios de esgrima narrativa reconocidos, también, mundialmente—, parecen haber sido pintadas, ehm, en partes del mundo muy distintas. —Ajá, (FUUUUUUF)—. ¿Quiere eso decir que ha pasado todo este tiempo de veras ahí fuera, viajando?
Madeline Frances frunciría el ceño.
El ceño de Madeline Frances prefería pintar a hacer cualquier otro tipo de cosa, pero como no era más que un ceño tenía que contentarse con imaginar que pintaba.
—En realidad, no.
—Claro, no. Estuvo usted en alguna parte que siempre fue la misma parte. ¿En qué clase de lugar del mundo puede alguien crear todos los lugares del mundo a la vez?
Madeline volvería a fruncir el ceño.
—No he estado en ningún lugar.
—¿Diría entonces que esas postales han sido, de alguna forma, anclas? Quiero decir, ¿que ha sido usted, señora Mackenzie, un barco, puede que incluso un barco a la deriva, y que esas postales la han devuelto a tierra firme?
—No, esas postales no me han devuelto a ninguna parte.
—Pero está usted hoy aquí.
—Sí.
—¿Por qué ha tardado tanto en volver?
Madeline Frances se encogería de hombros.
Se le empañarían los ojos.
Rodaría una lágrima, luego otra, y Eileen no se apresuraría a consolarla, porque Eileen estaría pensando en su relato de aquel encuentro, en de qué manera aquel montón de lágrimas dirían más que cualquier cosa que Eileen pudiese haber dicho sobre la partida y no regreso de Madeline Frances. Sería el momento perfecto, cuando se pusiese a escribir, en aquella, su envidiada redacción de Terrence Cattimore y no aquel cuartucho repleto de estornudos de la casa de huéspedes de la señora Raddle, para recordar su historia, así, que, oh, bueno, (FUUUUUUF), ¿por qué detenerla?
—Lo siento —diría Madeline Frances.
—¿Qué siente exactamente?
Madeline se restregaría los ojos como una niña pequeña, sonreiría, sacudiría la cabeza, y diría que no lo sabía. (NO LO SÉ), diría.
—¿Quiere decir que no supieron dónde estaba? ¿Durante todo este tiempo?
Madeline sacudiría la cabeza y diría que no, que ella creía que seguía aquí, que, de alguna forma, no se había ido a ninguna parte, pero sólo estaba tratando de disculparse, y ahora Rand había muerto, y ella no podría disculparse nunca, y tampoco podría volver.
—¿Y qué me dice de los cuadros?
—Los cuadros no son más que cuadros.
—Pero ¿no se fue por ellos?
—¿Por los cuadros? —Madeline se enjugó otra lágrima, sorbió—. No, es, bueno, sólo me subí a aquel autobús y de repente era una idea camino de alguna otra parte.
—¿Una idea, señora Mackenzie?
—No trate de entenderlo.
—¿Por qué no?
—No tiene ningún sentido.
Oh, no, por supuesto que lo tiene, se diría Eileen. Está usted dentro de mi historia, está usted dentro de una de mis famosas entrevistas, porque yo estoy escribiendo para algún tipo de envidiado suplemento artístico de Terrence Cattimore, ¿lo recuerda? Así que necesito un sentido, ¿de acuerdo? Necesito un maldito sentido, se diría.
Así que
dígame
—¿Por qué se fue, señora Mackenzie?
—No fui exactamente yo la que se fue.
—¿No?
—No.
—¿Cómo, eh, je, pudo no ser usted, señora Mackenzie?
—Ninguno de nosotros es exactamente el mismo todo el tiempo, ¿es usted la misma todo el tiempo? Diría que no. Diría que ni siquiera es la que era hace un momento.
—Oh, eso es, bueno, quiero decir, ¿cree que eso la disculpa?
—No estoy intentando disculparme, pero ¿no echa de menos nada?
¿Echaba Eileen McKenney de menos algo?
Oh, por supuesto que lo hacía.
Eileen echaba de menos a sus padres.
Pero no echaba de menos a sus padres tal y como habían sido siempre.
Echaba de menos a sus padres tal y como habían sido en la época en la que iban a aquel campo de minigolf con aquella otra pareja con la que bebían y se reían sin parar.
Porque no eran exactamente sus padres.
Quién sabía lo que eran.
Estaban ahí y no estaban en realidad.
Eran sus padres y a la vez eran algo poderosamente inalcanzable.
—Sí —diría Eileen McKenney, y desaparecería Terrence Cattimore, y aquel reservado, el cigarrillo que no había encendido, y la redacción de la envidiada revista que jamás la contrataría porque jamás oiría hablar de ella. Reapareció la habitación en la casa de huéspedes de la señora Raddle, aquel extrañamente desaliñado redactor acatarrado salido de ninguna parte, la vieja pelota de golf, Janice. Nathanael, la pegajosa mesa del Scottie Doom Doom en la que había empezado todo, y las tardes en la acogedora oficina postal sintiéndose parte de algo que le recordaba ligeramente a aquel viejo campo de minigolf abandonado en la época en la que no estaba abandonado, sintiéndose a la vez dentro de lo que demonios fuese Eileen McKenney, y fuera, en algún lugar, también, inalcanzable, y diría—: Creo que entiendo a qué se refiere —y Madeline asentiría, y luego se dirigiría a uno de aquellos cuadros y lo miraría y se sacaría un pincel del bolsillo y susurraría (LLAMAS), y nada estaría pasando en realidad a su alrededor, aquellas mujeres estarían yendo de un lado a otro apenas contemplando los cuadros, preguntándose dónde estaría Kirsten James, y diciéndose que alguien debería llamar a Howie Howling, y no advirtiendo de qué forma todo iba a empezar a arder aquí y allá en aquellos cuadros por los que nadie estaba pujando porque Kirsten se había, convenientemente, retirado a sus aposentos, y estaba tendida junto a Johnno parloteando, diciéndole que iba a dejar de cruzar ríos, ridículos ríos, y Bill habría vuelto a sentarse y estaría mirando las llaves de (MILDRED BONK) y diciéndose que no podía ser posible, ¿cómo era posible?
—No sé, Bill, pero tampoco sé si importa demasiado, ¿importa demasiado?
—Supongo que no.
—Joder, Bill.
Sam se sentó. Dijo (VALE), pero no se lo dijo a nadie en particular, se lo dijo a sí misma. Luego miró a Bill, le miró directamente a los ojos, y Bill estuvo a punto de plantar aquella bola de nieve sobre la mesa y decirle que lo había estado pensando, (LO HE ESTADO PENSANDO, SAM), le diría, que no le importaba si ella no le quería, (NO ME IMPORTA SI NO ME QUIERES, SAM), le diría, pero él iba a quedarse, le traía sin cuidado no llegar a ser nunca el (NATHANAEL WEST) de aquel sitio porque a lo mejor no estaba tan bien ser (NATHANAEL WEST) porque (NATHANAEL WEST) no salía con ella, (NATHANAEL WEST) no podía llamarla en cualquier momento para hablar de cualquier cosa y oírla despotricar sobre aquel montón de ridículas seguidoras de Kirsten James, ni sobre la mismísima Jodie Forest, (NATHANAEL WEST) no brindaba cada noche con ella en el Stower Grange, ni podía contarle que aborrecía aquel sitio y que había aborrecido a su padre por haber perdido la cabeza por aquella escritora que jamás le había contestado una maldita carta y que odiaba a la señora Potter y que echaba de menos a su madre y a veces, como su padre, también olía sus cuadros buscándola, y que los miraba, por las noches, viéndose aquí y allá, y viéndola a ella también, y viendo a su padre, y nunca eran ellos en realidad, a veces eran un buzón, otras, una nube, o tres lápices de colores perdidos. No, no iba a irse a ninguna parte. Y menos ahora que ella también había vuelto.
—¿Sam?
—No, vale, lo siento, Bill. No sé por qué lo hice pero lo hice.
Bill frunció el ceño.
—No sé de qué me hablas, Sam.
—De ese otro sitio, Lurton Sands.
—¿Qué pasa con Lurton Sands?
—Estuve allí, Bill.
—¿En Lurton Sands?
Sam no podía mirarle. Desviaba la mirada, se retiraba el pelo de la cara, hundía las yemas de sus dedos entre aquel montón de pecas, y miraba al techo, y cogía aire, y (BUF), empequeñecía, se hacía diminuta, repitió:
—Lo siento, Bill.
Y luego dijo que simplemente había probado suerte, que puede que todo hubiera empezado como un juego, (YA SABES), le dijo, (LA MALDITA CONNIE FOREST), dijo. Que había seguido una pista, y había sido una pista ridícula, y aquella pista ridícula la había llevado hasta ella. (ME APUNTÉ A CLASES, BILL), (CLASES DE PINTURA POR CORREO, BILL), le dijo, y (CONOCÍ A UN CHAVAL, SACKS), y no, ese chaval no iba a clases con su madre, pero sabía de qué lugar procedían los lienzos que llegaban, (BILL), (ECHÉ UN VISTAZO A LOS LIENZOS, BILL), dijo Sam, (Y ENCONTRÉ UN LUGAR), dijo, y luego sólo tuvo que esperar. Esperó, y ella apareció.
—Pensé en decírtelo pero luego pensé que me odiarías por ser tan estúpida como los demás con ese asunto de los detectives y no quería que me odiaras, Bill. Tendría que habértelo dicho. No sé, Bill, a lo mejor no me perdonas nunca pero te juro que ahora mismo daría cualquier cosa por tener una máquina del tiempo y viajar al día en el que di con la maldita tienda y contártelo todo. Podríamos haber ido juntos. ¿Hubieras venido conmigo? Tenía miedo de que no quisieras saber nada. Tenía miedo de que no quisieras venir conmigo. Y de que me odiaras. Pero sobre todo tenía miedo de lo que podríamos encontrar. ¿Y si lo que encontrábamos era algo horrible? Supongo que quería encontrarlo yo primera por si era algo horrible. Y que cuando lo encontré no supe cómo decirte que había necesitado hacerlo sin ti porque yo también creo que alguien como Cats McKisco debería cuidar de ti porque no eres una tacita de té pero puedes romperte igualmente.
Bill sacudió la cabeza.
—Joder, Sam.
—Ya. Es, ¿quién iba a decirlo? Sam Breevort siguiendo los pasos de Jodie Forest. Porque, oh, bueno, a Connie le hubiera bastado con chasquear los dedos para tener claro que únicamente podía esconderse en ese sitio.
Bill no dijo nada. Sam alargó el brazo y posó con cuidado una de sus manos sobre una de las nudosas manos de Bill. Pensó que él la apartaría, pero no lo hizo.
—Estás helado —dijo.
Bill no dijo nada, se apartó ligeramente, retiró las manos de la mesa, susurró (NO SÉ, SAM) y luego la miró a los ojos, y dijo (¿CÓMO ERA?), dijo:
—Has dicho que tenías miedo de que fuera horrible, pero ¿era horrible?
—Ha llamado, Bill.
—¿Aquí?
—Ha estado en Mildred Bonk. No tenía ni idea de lo de tu padre. Estaba temblando. Quería saber si seguías aquí.
—¿Si seguía aquí?
—Creo que tenía miedo de que tú también estuvieras muerto.
—¿Por qué iba a estar muerto?
—¿Y por qué iba tu padre a estarlo?
—¿Qué aspecto tiene?
—El mismo de siempre.
—¿Quieres decir que no ha envejecido?
—Oh, claro que ha envejecido, pero sigue pareciendo, oh, bueno, Madeline Frances. Ya sabes, la chica de los pinceles en el bolsillo.
Bill no dijo nada, pero luego dijo aquello que le había pasado de pequeño, aquello en lo que había pensado más de una vez, porque, después de todo, era (SAM) y no importaba lo que hubiera hecho porque era (SAM) y a veces había hablado como debía con ella y no sabía por qué no lo había hecho. Parecía más sencillo no hacerlo. Parecía más sencillo decir que le traía todo sin cuidado. Que no le importaban aquellos cuadros, que no le importaba ella, que se había ido, que a lo mejor ni siquiera había existido. ¿Y no había tenido él la culpa de que (SAM) no le hubiera dicho nada? A lo mejor si no hubiera sido tan estúpido, si le hubiera dicho lo que estaba a punto de decirle, habrían ido juntos a verla, y ella le habría cogido de la mano, cuando él hubiera tocado el timbre, ella le habría cogido de la mano, y a lo mejor ya hubiesen estado en aquella bola de nieve juntos, y nada habría importado demasiado. Dijo (CUANDO SE FUE, SAM, HABRÍA DADO CUALQUIER COSA POR SER UNO DE ESOS PINCELES), y ella dijo que lo sabía, dijo (LO SÉ, BILL).
—No, no lo sabes, Sam. La habría dado de verdad. Quería ser una cosa muerta. No quería estar vivo, Sam. Quería estar con ella, no importaba cómo.
—Bill.
—No sé por qué no te lo dije. No sé por qué nunca te dije nada. No sé por qué nunca le dije nada a nadie. Ni siquiera a mi padre. Ni siquiera cuando era un niño. No le dije que la echaba de menos. Que la he echado de menos. Cada día, Sam.
—Bill.
—Y ahora está aquí y yo no sé si yo estoy aquí, Sam, ¿estoy aquí?
—Bill, escucha. Me ha dicho que te diga que estará en la puerta de la tienda de tu padre, Bill. Que no va a moverse de allí. Ha dicho papá, Bill. Ha dicho, Dile que le espero en la puerta de la tienda de papá, como me esperaba él cuando era niño después del colegio. Que no le importa si nunca apareces. ¿La esperabas en la puerta, Bill?
—A veces sí.
—¿Y a dónde ibas con ella?
—A todas partes.
Iban, se decía Bill, a todas partes porque todo, de la mano de su madre, era posible, que la nieve amontonada les devolviese el saludo, que una merienda en el atestado (LOU’S CAFÉ) se volviese un viaje a quién sabía qué planeta en una en extremo frecuentada nave cafetería, que unas zapatillas le suplicasen desde el escaparate de la única zapatería de la calle principal que las sacase de una vez de allí porque ninguno de los otros zapatos podía soportarlas porque eran, decían, demasiado divertidas. La calle principal y las calles que les devolvían a casa eran, a veces, pequeños túneles del tiempo, y ella preguntaba a dónde quería él mudarse, y él no sabía demasiado de ningún tiempo, y entonces ella decía que podía elegir también un lugar, pero que tenía que ser un lugar nevado, o un lugar cubierto de harina o azúcar, y él inventaba todo tipo de nombres de sitios que no existían y ella señalaba los negocios y decía (OH, ALLÍ ES DONDE VENDEN EL FAMOSO TREN HELADO DE ESTE SITIO, ¿CÓMO HABÍAS DICHO QUE SE LLAMABA? ¡OH, SÍ! ¡MINNA LOOMIS LANSING!) y puede que en realidad aquello hubiese ocurrido sólo en una ocasión, o que el propio Bill hubiese imaginado que lo hacía, pero de todas formas iban a todas partes porque su mundo era pequeño, su mundo era apenas una cafetería y tiendas como territorios repetidamente conquistados, y él no era más que un niño de la mano de su madre, y su madre a veces hablaba sin parar, y otras veces se ensimismaba y era como si no estuviera, era como aquellos días en la piscina en los que parecía olvidar que él existía y murmuraba cosas y hasta caminaba deprisa, y le dejaba atrás porque le soltaba la mano y sacudía la cabeza y metía la mano en el bolso y sacaba una libreta y anotaba algo, o se detenía en mitad de la calle y pasaba un buen rato dibujando y no le miraba y él a veces se preguntaba si seguía existiendo, la miraba y decía (MAMÁ), y tironeaba de su mano, o tironeaba de su chaqueta, y ella, molesta, salía de su ensimismamiento y le miraba y fruncía el ceño como si no le reconociera y Bill pensaba cada vez que una de aquellas veces no le reconocería, que le diría (¿QUIÉN ERES TÚ?) y echaría a andar con el ceño aún fruncido, empezaría a alejarse cautamente, temerosa de lo que aquel niño podía significar, y miraría atrás, mientras se alejaba y aceleraría el paso porque él la estaría siguiendo, él seguiría y ella querría saber por qué la seguía, ella diría (¿POR QUÉ ME SIGUES?) (¿QUIÉN DEMONIOS ERES?) y él le diría (ME ESTÁS ASUSTANDO, MAMÁ) y ella sacudiría la cabeza y echaría, inevitablemente, a correr y correría más que él y desaparecería, desaparecería para siempre, y él volvería a casa y le diría a su padre que lo sentía, le diría (LO SIENTO, PAPÁ), le diría, (LA PERDÍ DE VISTA), como si ella fuese algo que no iban, de ninguna manera, a poder conservar, un animal salvaje no del todo consciente de estar siendo domesticado que, en cualquier momento, podía descubrir el engaño y huir, irse lejos. Pero ocurría que siempre le reconocía, le reconocía y decía (OH) (MALDITA SEA, BILL) (¿PUEDES CALLARTE UN MOMENTO?), o simplemente, (¿PUEDES PARAR UN MOMENTO?) aunque él no había estado hablando, ni había estado moviéndose, pero de todas formas obedecía, no abría el pico, no se movía, porque seguía temiendo que ella se fuera, porque pensaba que era (CUESTIÓN DE TIEMPO), porque nada había sido nunca suficiente para ella, porque siempre estaba y no estaba a la vez, de alguna forma, parpadeaba, como no lo hacía su padre, como no lo hacían las otras madres, y a veces Bill pensaba que con cada parpadeo, con cada intermitencia, era una madre distinta y puede que no fuese la señora Potter, se decía, pero a lo mejor era como ella, es decir, venía del mismo sitio, era la protagonista de un famoso libro, y un error en el sistema de reparto de, quién sabía, habitantes del mundo, la había extraviado en aquella ciudad, y durante mucho tiempo después de su partida, Bill se dijo que eso había sido lo que había pasado, y se había sentido igualmente afortunado por todo aquel tiempo que habían pasado juntos, el tiempo que había permanecido fuera de aquel libro famoso al que indudablemente debía haber vuelto. En parte había sido, se decía, como si aquel libro al que pertenecía se hubiese instalado a su alrededor, como si le hubiese dicho (ESTÁ BIEN, PASARÉ UN TIEMPO POR AQUÍ) y hubiese hecho de aquel pequeño y desapacible lugar algo mejor. ¿Podía, entonces, aquel libro haber vuelto también con ella? Porque si algo notó Bill cuando salió de la boutique del rifle, cuando decidió que tenía que irse pero que volvería, que volvería para decirle a Sam, oh, no podía mirarla sin sentir una presión insoportable en el pecho, algo ardía, ardía, y, se dijo, iba a arder siempre, pasase lo que pasase, porque no importaba que ella nunca le quisiese, él no pensaba irse a ninguna parte, fue que, aunque empezaba a anochecer, brillaba, moderadamente, el sol. Y Bill no recordaba un tiempo en el que en Kimberly Clark Weymouth hubiese brillado de ninguna forma el sol. A menos que se tratase de un tiempo en el que ella aún no había desaparecido. El frío era un frío apacible, un frío por primera vez no revuelto por ningún tipo de ventisca. Bill pensó en subir a la camioneta pero luego pensó que prefería caminar porque las calles estaban vacías, ¿y no era extraño que las calles estuviesen vacías? ¿No era extraño que nadie pareciese estar acechando a nadie en ninguna parte? Oh, Bill no tenía forma de saberlo pero en aquel momento Kimberly Clark Weymouth no era exactamente Kimberly Clark Weymouth, era, más bien, una pequeña colección de ellas, una imparable fábrica de titulares y, por lo tanto, proporcionaba el suficiente entretenimiento a sus atareados inspectores, es decir, a sus metomentodos vecinos, como para que no quisieran ninguno más. No se atrevían a separarse del teléfono porque el teléfono no dejaba de sonar, y separarse de él podía significar perderse algo, ¿y acaso quería alguno de ellos perderse algo? Hasta el mismísimo Howie Howling había vuelto a Trineos y Raquetas Howling para, de alguna forma, centralizar aquel alud de rumores, entre los que se contaba la del todo improbable pero ya ostensiblemente documentado paso de, oh, demonios, Vera Dorrie Wilson y Jams Collopy O’Donnell, es decir, Jodie y Connie Forest, por la ciudad, y de todas formas, todo aquello a Bill le traía sin cuidado, Bill estaba haciéndose pequeño, Bill empequeñecía camino de (LA SEÑORA POTTER ESTUVO AQUÍ), las mangas de la chaqueta crecían, las perneras del pantalón también, de manera que tenía que pisarlas, las pisaba y se detenía y miraba a su alrededor y todo parecía estar engrandeciéndose, y a lo mejor para cuando llegase a la tienda sería otra vez el pequeño Bill y todo lo que había pasado no habría pasado en realidad y él extendería la mano y ella se la cogería y echarían a andar sin mediar palabra porque tenían prisa, tenían mucha prisa, era tarde y tenían que llegar (A TODAS PARTES), y él llevaría, como siempre, su trotado ejemplar de Vida de Bill Bill, el conejo payaso que nunca llegó a ser payaso bajo el brazo, y tres muñecos en el bolsillo, y el tiempo no existiría porque no tenía por qué existir, ¿acaso no estaban allí, otra vez, los dos? ¿Por qué no podían hacer como si nada de aquello hubiera pasado aún? Oh, Bill, (BUM) (bum-bum) (BUM) (bum-bum), arrastraba al pequeño Corvette, lo llevaba consigo, y cuando dobló la esquina, las enormes y batallantes perneras de aquel viejo pantalón de pana dificultando cada paso, los ojos empañados y, pese a todo, (BUM) (bum-bum) (BUM) (bum-bum), una calma indefiniblemente extrema, una calma inexplicablemente calma, después de todo podía no ser más que un niño aún, un niño haciendo algo acostumbrado mientras tironeaba de un viejo pequeño elefante al que no le gustaba estar solo, la calle se estrechó y sólo pudo verla a ella, ella, como una enorme y desgarbada mota sobre la nieve, la luz aún imposible del sol, aquel sol que brillaba, apenas ligera, sonrosadamente, por primera vez desde hacía demasiado, un copo de nieve, otro, la ciudad, oh, aquel pérfido y desapacible lugar susurrando (VAMOS), y (ACABEMOS CON ESTO DE UNA VEZ), como si en vez de una ciudad fuese algún tipo de atareado productor en mitad de una escena, la escena más inimaginablemente esperada que se había rodado jamás ante él, y después de todo, ¿no era, (BUM) (bum-bum) (BUM) (bum-bum), algo así? Bill trató de apresurar el paso, la mano con la que sujetaba la correa del pequeño Corvette cubierta con la manga de su cazadora, aquella cazadora que parecía cubrirle por completo, las luces de colores encendiéndose aquí y allá, ella agitando un guante, disparando primero, (¿BILLY?) (¿ERES TÚ?), aquel jersey de cuello alto azul descuidadamente esponjoso bajo el abrigo, los, a buen seguro, pinceles en el bolsillo del pecho de aquella camisa de hombre, lo que parecía un lienzo bajo el brazo, (¿CARIÑO?), y Bill, aquel par de horrendos guantes verdes veteados por cientos de miles de copos de nieve, que inexplicablemente habían adoptado el tamaño de sus diminutas manos de niño, no dijo nada, Bill caminó hasta ella y se detuvo, y el pequeño elefante enano de su tía no lo hizo, el pequeño Corvette caminó un poco más, caminó lo suficiente como para dejarse saludar por su madre, la reconoce, pensó Bill, y ella dijo (OH, ¿LA ECHAS DE MENOS, VERDAD?), y Bill la contempló y tenía el mismo aspecto, y había envejecido pero tenía el mismo aspecto, y le brillaban los ojos, pero lo hacían como entonces, y parecía feliz, y en realidad se estaba ahogando, allí dentro, Madeline Frances se ahogaba, imaginó una calle, allí dentro, y una tienda en esa misma calle, imaginó, Madeline Frances, a una pequeña familia de tres observando esa tienda y diciéndose que nunca nada debería haber importado tanto, o todo debería haberlo hecho en realidad, porque la tienda no había fastidiado nada, la tienda se había limitado a estar, todo aquel tiempo, se había limitado a quedarse, y nunca en realidad había intentado apartarla, pero ella había preferido pensar que lo había hecho, que lo estaba haciendo, de la misma manera que Bill había preferido, todo aquel tiempo, creer que había sido ella, la señora Potter, la que lo había fastidiado todo, que había sido aquella ridícula obsesión de su padre, aquella estúpida tienda, la que se había llevado a su madre, pero en realidad se había acabado y Madeline no quería que se acabara y a lo mejor si hacía como si nada hubiera existido aún no se acabaría.
Sam le había dicho antes de salir que su madre no era horrible.
Él le había preguntado si era horrible y ella le había dicho que no.
—No era horrible, Bill. Ni siquiera recordaba por qué estaba allí, pero no creía que tuviese que volver a ninguna parte. Hablaba como si nada existiera aún.
Pero había existido.
Existía.
—Lo siento, dientecitos —dijo su madre.
Él no dijo nada, él sacudió la cabeza, se metió una mano en el bolsillo, se miró las botas y pensó en las botas fluorescentes que ella le había comprado una vez y en lo que le gustaría que pudiera volver a comprárselas.
—No sé por dónde empezar, Bill. No sé. Ojalá pudiera no haberme ido nunca. Todo este tiempo ni siquiera he tenido la sensación de existir, cariño. Pequeño. Billy.
Bill no dijo nada.
Aunque podría haber dicho (YO TAMPOCO, MAMÁ).
(YO TAMPOCO).
Lo único que existía, mamá, era la condenada tienda, podría haber dicho.
Esa maldita tienda, mamá.
Tú te habías ido pero ella no iba a irse a ninguna parte.
—¿Y no es eso bueno, cariño? —imaginó que podría haberle dicho ella—. Pequeño. Billy. ¿No cuidó de ti? Cuidó de tu padre, Bill.
—No, mamá, mi padre cuidó de mí. Perdió la cabeza, y ni siquiera sabía quién era pero cuidó de mí. Olía tus cuadros, mamá. Te estaba buscando. Yo también, mamá. Yo te busqué en esos estúpidos cuadros. Los envidiaba, mamá. Porque sabían dónde estabas. Estaban contigo, mamá. Y yo no —podría haberle dicho.
—Oh, Bill.
—Empecé a coleccionar esos libros, mamá. Libros escritos por ayudantes que nunca van a dejar de ser ayudantes porque por las noches me metía en la cama y me decía que si volvieras no volverías a irte sin mí porque podría ayudarte, sabría cómo hacerlo. Yo sería Bill Bill y tú serías el gran Vanini Von Hardini.
—¿El gran Vanini?
—No te irías sin mí porque el gran Vanini Von Hardini no era nadie sin Bill Bill.
—Oh, Bill.
—Iríamos a todas partes, mamá —podría haberle dicho.
(¿BILL?), dijo su madre.
(SOB) (SOB) (SOB), Bill había roto a llorar, y Bill era enorme y a la vez era pequeño, era un niño de siete años que nada en el mundo querría más que que su madre no le dejase de abrazar nunca.
(VEN AQUÍ, BILL).
(VEN AQUÍ, PEQUEÑO).