La única persona en Kimberly Clark Weymouth que sabía que Billy Bane Peltzer se había dirigido aquella mañana a (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL) era su mejor amiga, Sam. Sam era, como James Silver James, el aburrido novio tenista de la brillante aunque descuidada Connie Forest, una oveja negra. Y no lo era únicamente porque jamás se hubiese puesto un vestido, ni hubiese calzado nada que no tuviese aspecto de bota militar, ni siquiera lo era por no saber qué hacer con su pelo, ni por no haber tenido una sola amiga, ni por beber más de la cuenta casi cada noche. No. Lo era porque regentaba la única armería de aquella pequeña, triste y fría ciudad. Al contrario que James Silver James, Sam había seguido los pasos de su padre, que había sido un buen cazador, y había abierto, a su retiro, una pequeña boutique del rifle. Aunque también podría decirse que había seguido los pasos de su abuela, Beakie Breevort, que había sido la primera mujer en empuñar una escopeta en su familia, y, qué demonios, la primera mujer en hacerlo en todo el condado. Beakie acostumbraba a ser nombrada Miss Rifle en toda feria del condado en la que decidía, siempre acertadamente, participar. Llegaba hasta ellas a caballo, con un sombrero calado, un pañuelo al cuello, vaqueros, camperas, y la escopeta cruzada a la espalda. Beakie Scott Breevort creía haber nacido en el tiempo equivocado.
—Tengo el cerebro de un buscador de oro. No sé qué demonios hago en este mundo —solía decir. Aunque a veces no era un buscador de oro. A veces era un sheriff, a veces un cazarrecompensas, y otras, un mero forastero a caballo.
Sam aún conservaba uno de sus pañuelos. Era rojo. A veces se lo metía en el bolsillo y lo tocaba para recordar que, en cierto sentido, no estaba sola.
—¿Y no tienes nada más pequeño, querida?
La señora Russell, Glenda Calloway Russell, había decidido salir a cazar patos aquel fin de semana y, para ello, necesitaba una escopeta. Sólo que la señora Russell no se veía a sí misma empuñando nada que no resultase mínimamente coqueto. Y ninguna de las escopetas que le había mostrado Sam le parecían en absoluto coquetas.
Y eso no era lo peor.
Lo peor era que ni siquiera podía sostenerlas.
—¿No pesan demasiado? —le había dicho.
—Oh, no, señora Russell, no son de plástico.
—¿Disculpa?
—La tienda de disfraces está al final de la calle. ¿Conoce a Bernie Meldman?
La señora Russell frunció el ceño. El ceño de la señora Russell era un ceño empolvado y aburrido. Un ceño que no acostumbraba a llevarse bien con nadie que tratase de bromear respecto a algo que su propietaria hubiese dicho.
—Por supuesto que conozco a Bernie Meldman, querida, ¿a qué ha venido eso?
Sam había sonreído. Sam no tenía una sonrisa bonita. Aunque a Billy Bane se lo parecía. Digamos que Sam no tenía sonrisa bonita para la clase de persona que era la señora Russell. ¿Y por qué? Pues porque uno de sus colmillos estaba ligeramente desplazado hacia delante, y no podía evitar sobresalir ligeramente cada vez que su boca se alargaba en una sonrisa. A la señora Russell aquello no le parecía en absoluto coqueto, pero tampoco se lo parecía aquel horrendo gorro de cazador que llevaba puesto, ni todas aquellas pecas. La señora Russell aborrecía las pecas, quién sabía por qué.
—Oh, a nada, señora Russell.
La señora Russell había seguido frunciendo el ceño mientras examinaba las tres escopetas que Sam había colocado sobre la mesa. Sam no tenía un mostrador en la tienda, tenía una mesa. Era una mesa vieja y enorme. Cuando no colocaba allí ninguna escopeta, se sentaba y tomaba café y leía, los pies cruzados sobre ella, un cigarrillo apagado en la boca. Cuando había tenido suficiente, sacaba su cuaderno y dibujaba. Dibujaba osos. En una ocasión, hacía mucho mucho tiempo, tanto tiempo que Sam a menudo se preguntaba si realmente aquella ocasión había existido, había perdido la cabeza por un oso. Oh, bueno, no era exactamente un oso. Era un tipo que vestía como un oso, que cargaba, en realidad, con una piel de oso. El único que sabía que había pasado semanas sin dormir pensando en él era su buen amigo Billy Peltzer.
—No sé, chica, ¿no es todo demasiado grande?
—Un poco, sí —había dicho Sam.
Era entonces cuando la señora Russell había dicho:
—¿Y no tienes nada más pequeño, querida?
Sam aborrecía a casi todos sus clientes porque casi todos sus clientes eran tan engreídos como la señora Russell. Casi todos sus clientes creían estar haciéndole un favor a Sam pasándose por allí. Y no podían entender por qué el mundo no se ajustaba exactamente a sus necesidades. Después de todo, le estaban haciendo un favor al, en muchos sentidos, maldito mundo del rifle, como para que éste se comportase como si le trajese sin cuidado que por fin alguien de su condición, una condición decididamente superior, se hubiese dignado a tomarlo en consideración y a incluirlo, quién sabe con qué fin, en su vida. Oh, todas aquellas señoras Russell eran decididamente aborrecibles. Sam cruzaba los dedos cada mañana para que en la pequeña expedición de seguidores de aquella escritora que le había hecho la vida imposible a su mejor amigo hubiese al menos un amante de los rifles, o si no un amante, sí un curioso de los rifles, y que se dejase caer por allí. Cuando eso ocurría, y no ocurría a menudo, Sam preparaba café para dos y se disponía a mostrarle hasta el último de sus ejemplares, y si el tipo, o la tipa, le caía bien, le invitaba, o la invitaba, a disparar con ella en el bosque.
Sí, Sam disparaba con sus clientes.
Y a veces incluso hacía otras cosas con sus clientes.
Pero antes de hacer esas otras cosas, cosas que Sam había hecho en tan sólo dos ocasiones aquel año, con dos tipos distintos, uno de los cuales aún le enviaba postales, que eran siempre la misma postal, y que llegaban desde un lugar llamado Knocka Maroon, disparaban. ¿Y a qué disparaban? Oh, a botellas, por supuesto.
Sam les prestaba a aquellos tipos, o a aquellas tipas, uno de sus gorros de cazador y salían, juntos, o juntas, en su vieja camioneta Portbane Lanoir, y en algún momento se detenían, en mitad del bosque, aquel bosque poderosamente nevado, y disparaban. Antes de disparar, Sam hacía salir de la camioneta a su viejo bobtail, y colocaba un puñado de botellas en el tronco de un árbol caído que era siempre el mismo árbol caído. Luego servía un par de tazas de café, oh, Sam jamás salía de la boutique del rifle sin su termo, un termo de latón rojo abollado, y empezaba a tirarle a Jack Lalanne, su viejo bobtail, un palo que era siempre el mismo palo, y Jack Lalanne iba y volvía con aquel viejo palo entre los dientes, mientras el quién sabe si futuro cliente probaba a derribar, a hacer (CHAS) estallar, alguna de aquellas botellas, disparando, mientras Samantha Jane se abstraía, anotaba cosas en su cuaderno, esperaba a Jack, y bebía aquel café recalentado. Había quien aseguraba, en la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth, que lo único que consumía la hija de Lacey Breevort eran filtros para el café, cigarrillos, café molido y, por supuesto, cerveza, la cerveza que tomaba cada noche en el Stower Grange con su amigo Bill. Para cuando Sam tomaba aquellas cervezas con Bill en el Grange, Jack Lalanne, que debía su nombre a un personaje de Las hermanas Forest investigan, uno con el que Sam se identificaba especialmente, un desnortado dependiente de una tienda de municiones y uniformes a la que las hermanas acudían a hacer sus compras, ya se había dormido. En secreto, aquel otro Jack Lalanne, estaba perdidamente enamorado de Connie, pero nadie más que él y Sam lo sabían, porque Jack no había tenido una sola línea de diálogo en la que no tratase de vender algo a alguien, pero a Sam le bastaban con sus miradas, las miradas que, por otro lado, no sabía si estaban en el guión o eran simples miradas de amor real, para saber que, cuando las luces se apagaban y Jack Lalanne le decía adiós a otro día, en lo único en lo que podía pensar era en Connie Forest.
—Señora Russell, no existe nada más pequeño —dijo entonces Sam.
El ceño de la señora Russell volvió a encogerse de aquella manera en que se encogían los ceños, empolvados y aburridos, de quienes no podían creerse que el mundo no fuese exactamente como ellos esperaban.
—¿Y cómo demonios caza la maldita Kirsten James todos esos patos?
Kirsten James era, con toda probabilidad, la mujer más admirada de Kimberly Clark Weymouth. Tenía una pequeña legión de seguidoras de las que, que Sam supiera, la señora Russell no había formado parte hasta entonces. Kirsten James había sido Miss Kimberly Clark Weymouth en hasta dieciséis ocasiones, nueve de las cuales se había clasificado para el campeonato nacional, ganándolo en tres ocasiones, lo que le había reportado, en primer lugar, un puesto en la cadena nacional como (CHICA DEL TIEMPO), en segundo, un buen puñado de papeles en todo tipo de películas, y un matrimonio con un famoso actor, un tal (DANSEY DOROTHY SMITH), y en tercero, una fugaz carrera política, a la que había dado pie su aventura con un senador, al que había cambiado por su secretaria en la tercera cita. En todo ese tiempo, además, Kirsten no había dejado de hacer nada que se le hubiera ocurrido, y se le habían ocurrido cosas como dar la vuelta al mundo en submarino.
En cualquier caso, desde que la aventura con la secretaria del senador, aquella tal (RENNIE MORGAN), había llegado a su fin, y lo había hecho a los pies del Misti, un aparentemente dormido volcán con vistas a la ciudad tristemente salvaje de Arequipa, Kirsten James había vuelto a Kimberly Clark Weymouth y se había instalado en una cabaña algo perdida en mitad del bosque en el que Sam solía disparar, con un poeta llamado Johnno, Johnno McDockey, y todo lo que había hecho desde entonces era salir a cazar patos que en realidad no eran patos corrientes sino patos de goma que expedía una máquina que en otro tiempo había expedido pelotas de tenis.
Porque sí, Kirsten James también había coqueteado con la posibilidad, del todo factible, de convertirse en jugadora profesional de tenis y tratar de escalar puestos en la lista de (LAS MEJORES JUGADORAS DE TENIS DEL MUNDO), pero había acabado desestimando la idea. Para entonces ya había empezado a verse con aquel tal (JOHNNO) y su vida se había vuelto ligeramente más intelectual que física puesto que, aunque Johnno había sido nadador, en aquel momento se dedicaba por completo a la poesía. De hecho, todo lo que hacía el tal Johnno era sonreír, leer, escribir, vestir enormes jerséis de lana y fumar en pipa. Oh, por supuesto, también comía y dormía, y a veces incluso hacía otras cosas con Kirsten James, la clase de cosas que Samantha Jane había hecho con aquel par de tipos aquel año, pero eso se daba por supuesto.
—Kirsten James es una profesional —fue todo lo que dijo Sam.
La señora Russell asintió, estaba de acuerdo, pero luego sacudió la cabeza y trató de coger uno de aquellos rifles, se dijo (SI TODAS LAS DEMÁS PUEDEN HACERLO) (YO TAMBIÉN), lo agarró con ambas manos, lo levantó y, oh, temiéndose lo peor, lo abrazó, lo abrazó para que no cayera al suelo, y dijo:
—Me lo llevo.
—Oh, no, señora Russell.
—Por supuesto que sí, niña.
¿Qué demonios creía aquella maldita vieja que iba a pasar si se llevaba aquel rifle? ¿Acaso creía que iba a poder cambiar a su aburrido marido por un poeta que fumaba en pipa y leía periódicos viejos y, a veces, se bañaba desnudo en el río, pese a todo aquel frío de invierno que reinaba siempre, en todas partes, en aquella desapacible ciudad? ¿Creía acaso que aquel poeta iba a follársela cada noche (ENCANTADO) y que luego iba a escribir un puñado de cientos de versos (¡CIENTOS DE VERSOS!) sobre los patos que habían cazado juntos y sobre lo adorable que le resultaba su destartalada (CONVIVENCIA)?
Era lo más probable.
Y si no creía algo así, creía algo parecido.
Tal vez, que su marido no iba a irse a ninguna parte, pero sí que iba a empezar a interesarse por la poesía y el tabaco, que iba a ponerse en forma, que iba a ponerse (MUY EN FORMA), y que cada noche, (CADA NOCHE), la esperaría junto al fuego, junto a la crepitante chimenea, completamente desnudo.
Sólo algo así podía explicar la del todo irracional necesidad que la señora Russell sentía en aquel momento.
Sam se encogió de hombros y esperó a que la señora Russell maniobrara con su bolso y le tendiera el dinero, aún abrazada a aquel Jacob Horner que, Sam sospechaba, jamás iba a ser disparado, aunque quizá tuviera una confortable existencia, puede que incluso una popular existencia, porque nunca podía descartarse que alguien como la señora Russell, decidida a presumir de haber seguido los pasos de Kirsten James, hiciese colgar el rifle de alguna de las paredes de su casa, con toda probabilidad, una de las paredes del salón de su casa, y lo mostrase, con orgullo, a todo aquel que osase pisarla.
—¿No quiere que le explique cómo se dispara?
—Oh, no, querida, le preguntaré a Mavis.
Mavis era Mavis Mottram, la líder de aquella pequeña congregación de seguidoras de la que la propia Kirsten James apenas tenía noticia.
—Está bien —dijo Sam, que a continuación informó a la señora Russell de lo que costaba aquel ejemplar de Jacob Horner, y la señora Russell seguía maniobrando con aquel (CONDENADO BOLSO) cuando el teléfono
(RIIIIIIING)
sonó.
—Oh, si es Donald dile que estoy de camino —dijo la señora Russell.
—¿Donald?
—El señor Russell.
Sam frunció el ceño. El ceño de Sam era un ceño al que a veces le gustaba que le llamasen Jane y otras veces prefería que le llamasen Sam, pero que casi siempre prefería estar en cualquier otro lugar a estar en el que estaba.
Descolgó.
—Rifles Breevort —dijo.
—Sam.
—Bill.
—Adivina qué.
—Qué.
—He ido a ver a ese tipo.
—¿Qué tipo?
—El tipo de la inmobiliaria.
Sam sonrió en dirección a la señora Russell, que por fin había accedido a devolver el Jacob Horner a la mesa y a maniobrar con aquel bolso como era debido, y dijo:
—¿Por qué no me lo cuentas esta noche en el Grange, Bill?
Se produjo un silencio al otro lado.
—¿Bill?
—Esta noche no puedo.
—¿Cómo que no puedes? Siempre puedes, Bill.
¿Cuándo había sido la última vez que Billy Bane Peltzer no había podido hacer algo? ¿Nunca? ¿Acaso podía, Billy Bane, tener algún tipo de planes? ¿Planes que no incluyeran a Samantha Jane, su única amiga?
—Ya, pero esta noche no.
Sam frunció el ceño, aquel ceño que a veces querría que le llamasen Jane, y dijo:
—¿Por qué no?
Otra vez aquel condenado silencio.
Sam se temió lo peor.
¿Le habría escrito ella? ¿Le habría escrito tan rápido? Sam había estado ensayando, Sam había ensayado delante de Jack Lalanne. Le había dicho a Jack Lalanne (BILL, TENGO QUE DECIRTE ALGO) y (ES ALGO IMPORTANTE). Y luego, una de aquellas noches, había estado a punto de hacerlo. Había estado a punto de decírselo. Tenía que decírselo. Pero ¿y si jamás volvía a dirigirle la palabra?
—¿Bill?
—He quedado con alguien, Sam.
De repente, fue como si una diminuta Sam se lanzara al vacío desde su hombro y lo que sintiese, todo aquel vértigo de una caída absurdamente ficticia, pues (JAMÁS) iba a existir una pequeña Sam que se dedicara a saltar al vacío desde el hombro de la auténtica Sam, lo sintiese su estómago, que, por un momento, pareció haber sido propulsado hacia arriba y abandonado a su suerte al momento siguiente.
—Claro —dijo Sam, y a continuación dijo algo parecido a (UN MOMENTO, BILL), o puede que fuese (UN SEGUNDO, BILL), porque la señora Russell estaba tendiéndole un cheque, y la miraba con ojos impacientes porque ya había tomado una decisión y no tenía por qué esperar, así que Sam dejó el auricular sobre la mesa, cogió el cheque, dijo algo parecido a (ESTUPENDO, SEÑORA RUSSELL) y (¿QUIERE QUE LE ECHE UNA MANO Y LA ACOMPAÑE HASTA EL COCHE?), algo a lo que la señora Russell accedió, puesto que no se veía capaz de llevar aquel condenado chisme hasta su pequeño Rob Jones. Así que Sam la ayudó a cargar el Jacob Horner hasta el coche y le aconsejó que se anduviese con cuidado con todos aquellos patos y que si tenía (ALGUNA DUDA) por (PEQUEÑA) que fuese, no dudase en volver a (PREGUNTAR), porque puede que Mavis Mottram supiese (DEMASIADO) sobre cómo debían funcionar las cosas, pero de ahí, dijo Sam, a que supiese cómo funcionaban en realidad esas mismas cosas, había un pequeño trecho que la señora Russell no podía correr el riesgo de (RECORRER) desarmada.
—Oh, querida, gracias, pero me temo que no será necesario —dijo la señora Russell, ya sentada en el asiento delantero de su Rob Jones, con las manos, aquellas manos enguantadas y decididamente cursis, sobre el volante.
—Estupendo —dijo Sam, y luego, cuando el pequeño Rob Jones arrancó, le dijo adiós, pero no se lo dijo en realidad a la señora Russell, sino a su Jacob Horner, que, Sam sospechaba, no iba a ser disparado en ninguna ocasión, sino que iba a colgar de alguna de las paredes de la casa de los Russell para que la señora Russell pudiera presumir ante sus visitas de su otra vida, una vida que jamás había tenido ni jamás tendría, pero de la que podría presumir, porque, en otro tiempo, diría la señora Russell, ella, (COMO KIRSTEN JAMES), había cazado patos, y, oh, había sido peligroso y estupendo, y puede que para corroborarlo se hiciese con una cabeza de pato, o con algo menos macabro, un título, un trofeo, y lo mostrase a continuación, pero, quién sabe, quizá le daría por ir a disparar un día, aunque si quería hacerlo iba a tener que regresar a Rifles Breevort, porque había olvidado comprar munición.
—¿Bill? ¿Sigues ahí?
Sam había pasado un rato en la puerta, había encendido un cigarrillo, le había dado tres caladas y había dejado que sus dedos se congelaran, preguntándose a qué había venido aquello, a qué había venido el salto de la diminuta Sam, si Bill no era más que Bill, y las únicas veces que había pensado en besarle eran las veces que había bebido más de la cuenta porque se había sentido más sola de la cuenta, y él, con todo aquel silencio, con toda aquella tristeza, su rabia contenida e infantil, le había parecido un lugar seguro, el único lugar seguro que quedaba en la desapacible y fría Kimberly Clark Weymouth.
—No —dijo él, y su voz le pareció distinta, tan distinta que, ¿qué demonios era aquello? ¿Un escalofrío? Oh, ¿de veras, Sam Breevort? ¿Billy Bane te provoca escalofríos? ¿Qué será lo siguiente? ¿Vas a tartamudear? ¿Va a ponerte nerviosa? ¿Por Billy Bane?
—Lo siento, Bill. Yo, eh, la señora Russell quería un rifle.
—¿La mujer de Donald Russell?
—Sí. Adivina qué, Bane —Sam llamaba a Bill por su segundo nombre a menudo. Bill en cambio no solía llamarla Jane nunca, aunque a Sam le hubiera encantado que lo hiciera—. Quiere sumarse al Club Kirsten.
—No.
—Sí.
—Pues adivina qué. El poeta de Kirsten quiere instalarse aquí.
—Nah, ¿el gran Johnno McDockey?
—Ajá. —Hubo una pequeña pausa. Sam imaginó a Bill cambiándose de mano el teléfono. Sonreía, ligeramente divertido—. El gran Lo Que Sea. Dice que quiere escribir sobre la señora Potter y que quiere hacerlo desde aquí.
—No puedo creérmelo.
—Es ridículo. Le he dicho que se instale en una mesa del Lou’s, que es allí donde esa chiflada escribió su estúpida novela. Pero se queda ahí riéndose, mirando alrededor, como un estúpido, con las manos en los bolsillos de su chaquetón. ¿Has visto el chaquetón que lleva? ¿Qué demonios se ha creído que es esto? ¿Terrence Cattimore?
—Apuesto a que no es con él con quien has quedado esta noche.
—No. —¿No había sonado aquel no como si lo dijese desde quién sabe qué profundo lugar?—. Es con Katie Crocks.
¿Katie Crocks?
¿La pequeña McKisco?
—Nah, Bill, ¿en serio?
—Y aún no sabes lo peor.
—Oh, ¿hay algo peor que salir con la pequeña McKisco?
Fue entonces cuando Bill le contó que el tal MacPhail, el tipo de la inmobiliaria, era un auténtico chiflado. (QUIERE VENDERLE LA CASA A UN LECTOR DE LOUISE CASSIDY FELDMAN, SAM), le dijo. (ES UNO DE ESOS RUPERTS), le dijo también. Pero Sam estaba pensando en Jack Lalanne y en aquel (BILL, TENGO QUE DECIRTE ALGO) y (ES ALGO IMPORTANTE) porque había algo mucho peor que salir con la pequeña McKisco o que aquel condenado agente fuese un rupert, y ese algo era saber exactamente dónde estaba Madeline Frances, saber exactamente dónde estaba la madre desaparecida de tu mejor amigo, y no abrir el pico. ¿Cuántos miles de años llevaba Bill sin saber nada de ella? ¿Por qué no abría Sam el pico de una maldita vez? Oh, pero ¿y si Bill no quería saber nada de ella? ¿No decía eso todo el tiempo? ¿No decía que no quería saber nada de ella? ¿No decía que por él podía estar pintando desde el mismísimo (INFIERNO)? ¿Y no lo fastidiaría todo Sam si abría el maldito pico y le decía que no había podido evitar ella también investigar, como si no fuese otra cosa que una ridícula aspirante a hermana Forest, como el resto de habitantes de aquel estúpido lugar?
Oh, lo fastidiaría, sin duda.
Así que todo lo que dijo fue:
—Condenados ruperts.