No había un sólo día, en aquella desapacible ciudad del demonio en la que había, lamentablemente, nacido, en el que a Francis Violet McKisco no le preguntasen por qué, si era escritor de novelas de detectives, no escribía una maldita historia para Las hermanas Forest investigan, y se hacía, de una condenada vez, famoso. Y a todo el mundo le traía sin cuidado que él sacudiera la cabeza, sin dejar de sonreír, todas y cada una de las veces en que aquella ridícula cosa ocurría, y dijera algo parecido a (OH, YO YA SOY FAMOSO, QUERIDA) o, cuando menos, (QUERIDO, TENGO TODA LA FAMA QUE NECESITO), porque lo que ocurría a continuación era que, quién quiera que le hubiese interpelado al respecto, sacudía a su vez la cabeza y se decía (NO TIENE REMEDIO) o, en el peor de los casos, susurraba un (DÉJEME DUDARLO, SEÑOR MCKISCO), y entonces, el escritor, que, ciertamente, era un buen escritor, se murmuraba un (ESAS CONDENADAS HERMANAS), y seguía su camino, preguntándose en qué momento su vida se había convertido en aquella cosa horrible. Oh, en otro tiempo, Francis McKisco había intentado mantenerse a flote en la exigente, bohemia y ciertamente deseable Terrence Cattimore y la cosa había funcionado hasta que había conocido a la también deseable Mina Kish Mastiansky, una dependienta de tabaquería, y la cosa se había torcido, se había torcido del todo, y Violet no había tenido otro remedio que regresar a casa, mientras la ex señora McKisco, que tras la ruptura había decidido convertir su vida en una obra de arte en marcha, amasaba su pequeña fortuna y dejaba que un encantador jovencito que pintaba unos ridículos cuadros en los que siempre aparecía un pájaro carpintero listo para casarse, ocupase la habitación que había dejado libre la pequeña Cats. Si la pequeña Cats había seguido a su padre hasta Kimberly Clark Weymouth era porque aborrecía todo aquel otro mundo. Y porque no resulta nada sencillo vivir en una ciudad en la que hay tipos cometiendo delitos con la esperanza de que una agente en prácticas les detenga y se case con ellos después de, evidentemente, perder la cabeza. Los tipos eran en realidad un solo tipo llamado Martin Wyse Cunningham.
—¿Catherine?
Francis Violet McKisco acababa de sobrevivir a otra de aquellas abominablemente frondosas visitas del alcalde Peterson, y estaba revisando el correo, estaba, de hecho, releyendo una inexplicable misiva de la encantadoramente enigmática Myrlene Beavers, una lectora exigente que, pese a su exigencia, seguía disfrutando de los casos de Stanley Rose y Lanier Thomas, su pareja de detectives, una pareja de detectives que vivía en una casa en las afueras y cada día, cada maldito día, tomaba el tren hacia la ciudad, la desapacible ciudad en la que habían decidido instalar su despacho, y discutían, discutían todo el tiempo, hasta que al llegar al despacho, cada uno se ocupaba de sus asuntos, cuando Cats pasó, como una exhalación, junto a la puerta abierta de su despacho, embutida en su uniforme de agente en prácticas.
—¿Ya es tan tarde? —preguntó, alzando la voz lo suficiente como para que su hija, ya en el piso de arriba, le oyera—. Jules ha estado aquí y he, ya sabes, perdido la noción del tiempo. Ese hombre, Cats, no puede dejar de hablar.
Jules, Abe Jules Peterson, el alcalde Kimberly Clark Weymouth, visitaba al menos una vez al mes la pequeña mansión de los McKisco. Y lo hacía porque se creía una pieza fundamental del proceso creativo de Violet McKisco. Abe estaba convencido de que alguien como McKisco no podía, de ninguna manera, tener tantas ideas, y, aterrorizado ante la posibilidad de que dejase de escribir, se sentaba cada noche, con su bigote ligeramente acaracolado y un tazón de café con leche que era en realidad una pequeña piscina de café con leche, pues se servía aquel brebaje en un cuenco para sopa que había moldeado él mismo cuando era un niño, ante el televisor, las piernas encogidas bajo la mesita de sillón, un pijama que era, invariablemente, un pijama abotonado y perlado de diminutos animales, y, por supuesto, un cuaderno, su cuaderno McKisco, y anotaba todo lo que creyese que podía resultarle útil a aquel, su ciudadano más ilustre, con el único fin de que no dejase de producir. Jules leía libros, libros que tomaba prestados de la biblioteca, y anotaba nombres, descripciones, diálogos, anotaba tramas, subtramas, problemas familiares, romances inesperados, y, de vez en cuando, levantaba la vista, y allí estaban, Jodie y Connie Forest, resolviendo un misterio.
—¿Puedes creértelo, Abe? El asesino ha llamado a Jodie y la ha invitado a tomar una copa y ella ha aceptado sólo porque por una vez quiere llegar antes que su hermana, pero apuesto a que Connie ya se lo ha follado.
—Doris, ¿no ves que estoy ocupado?
—Seguro que se lo ha follado y ese James Silver James no se ha enterado de nada. Ese James Silver James nunca se entera de nada. ¿Qué clase de alguien se llama James Silver James, por todos los dioses galácticos, Abe?
Cuando no estaba conduciendo en dirección a remotas estaciones de servicio, Doris Peterson estaba viendo un capítulo de Las hermanas Forest investigan. Y aunque Abe Jules tendía a no prestarles atención, lo cierto era que en más de una ocasión había anotado episodios al completo. De manera que, aunque Violet no tenía forma de saberlo, pues se negaba a ver ni un sólo capítulo de Las hermanas Forest investigan, sus novelas, al menos las que había escrito desde que el alcalde Jules había empezado a visitarle, tenían, aquí y allá, ideas basadas en episodios de aquella serie que había hecho perder la cabeza a toda Kimberly Clark Weymouth. De ahí que no pudiese entender la última carta de la misteriosa Myrlene Beavers en la que, claramente, le acusaba de haber utilizado piezas de aquel, dijo, «abominable chicle teledramático», refiriéndose, claro, a Las hermanas Forest investigan, para construir su, decía, «sólo en apariencia, prometedora» última novela, La dama del rifle. De hecho, en el momento exacto en el que su hija entró por la puerta de aquella, su pequeña mansión de las afueras, el escritor estaba gritándole a la carta de Myrlene Beavers, (¿PIEZAS?) (¿QUÉ CLASE DE PIEZAS, MYRL?).
—¿Papá?
—No vas a creértelo, Cats.
Catherine había subido a su cuarto, se había quitado el uniforme y se había puesto un vestido. Luego se había puesto un jersey de lana porque el vestido era un vestido de la época en la que habían vivido en Terrence Cattimore y no había forma de salir con aquello a la calle sin congelarse. También se había puesto un par de botas que jamás podría haber llevado a comisaría porque eran unas botas de tacón. Se había pintado los labios y se había recogido el pelo. Lo primero que hizo Francis al verla fue fruncir el ceño, aquel ceño que era el ceño de un escritor que aún, de vez en cuando, hablaba con un pingüino de goma, el pingüino de goma que había sido su muñeco favorito y que había derrotado, verbalmente, al resto de sus muñecos. Para entonces ya había dicho (NO VAS A CREÉRTELO, CATS).
—¿Por qué te has, qué, uh, Cats? ¿Ha pasado algo?
—No, sólo he quedado con alguien.
—¿Con alguien, Cats? ¿Qué alguien, Cats?
Puesto que Billy Peltzer era, a su pesar, una pequeña celebridad, lo más probable es que Violet McKisco supiese quién era, por más que no hiciese otra cosa que dar vueltas por su despacho y ojear sus cientos, sus miles, de libros, y sentarse, de vez en cuando, a escribir, a ratos en una raída libreta, a ratos en su máquina de escribir, a ratos, también, en las últimas páginas de cada capítulo de los cientos, miles, de libros que tenía, páginas en las que invitaba a los protagonistas del capítulo en cuestión a tomar un desvío y, casi siempre, ser asesinados por un tipo llamado Charley Stoppler, y lo más probable también, teniendo en cuenta que Bill no era un reputado detective, y tampoco un aprendiz de detective, teniendo en cuenta que ni siquiera era un agente de la ley, que no era nada que jamás fuese a resolver un asesinato, no le pareciese una buena idea. Así que Cats decidió esquivar el golpe, Cats dijo:
—Danny, papá.
—¿Danny?
—La jefe Cotton, papá.
—Un momento, que has, je, disculpa, ¿qué, Cats?
—Oh, vamos, papá.
—Te dije, ¿qué te dije, Cats?
No era que Violet McKisco impidiese a su hija tener un idilio con la jefe Cotton, de hecho, en ningún momento se le pasó por la cabeza al célebre escritor de whodunnits que su hija pudiese aspirar a tamaña hazaña, sino más bien era que llevaba meses pidiéndole que intercediera por él en comisaría para conseguirle una cita. La sola idea de anotarse aquel tanto ante Katie Simmons, la máxima autoridad en (WHODUNNITSLANDIA), experta en citas con auténticos detectives, la volvía inexplicablemente atractiva a sus ojos. Si Catherine no había movido un dedo al respecto era porque daba por hecho que la jefe Cotton aborrecía a su padre. En comisaría no hacía otra cosa que mofarse de sus personajes, (OH, NO ME SEAS STAN ROSE), decía, cuando alguien estaba tratando de escurrir el bulto, o resultando incomprensiblemente cobarde, o (PODRÍA DARLE TU PUESTO A LANIER THOMAS PERO SI LO HICIERA ESTARÍAMOS PERDIDOS), y cosas por el estilo, lo que demostraba que, después de todo, leía sus novelas, aunque el hecho de que hubiera empezado a leerlas de forma compulsiva cuando el alcalde Jules la había obligado a admitir a Cats como agente en prácticas, por orden y deseo expreso de su padre, hacía sospechar a la aspirante a detective que si lo hacía era, en realidad, porque quería, de alguna forma, destruirle, localizar un punto débil para después, en cualquier momento (¡ZAS!) tumbarle. Pero ¿acaso no necesitaba una cita para poder tumbarle? ¿Y se atrevía Catherine a pedírsela? No, si no quería que le soltase algo parecido a (¿ME TOMAS EL PELO, STAN?) o (DÉJAME LLAMAR A LAN THOMAS PARA QUE TE INVESTIGUE, QUERIDA, Y ASÍ DESAPARECERÁS).
—Es, no puedo hablar con ella en comisaría, papá.
—¿No?
—No.
—¿Insinúas, uhm, insinúas entonces que has quedado esta noche para pedirle una cita? ¿Una cita para mí?
Catherine asintió, ¿qué otra cosa podía hacer? Su padre dio una ridícula palmada y dijo (ESTUPENDO), dijo (OH, QUERIDA), y (NO SABES LO QUE ESO SIGNIFICA PARA MÍ), y se puso a canturrear, canturreaba y daba vueltas por su despacho, aquel despacho atestado de libros que, sin embargo, estaban rigurosamente bien ordenados, columnas de libros que ascendían, como lo hacían las diminutas ventanas de los rascacielos, hasta perderse de vista. Daba vueltas, canturreaba, y se preguntaba qué debía ponerse y si debía llevar consigo su maletín, cargado de libretas y libros, y mostrarle, oh, todo lo que había hecho, todo lo que hacía, porque puede que él no hubiese metido a nadie entre rejas de verdad, como sin duda lo habría hecho ella, pero lo había hecho figuradamente, había metido a todo tipo de asesinos entre rejas.
Así que tendrían mucho de que hablar.
—Claro, papá —dijo Catherine.
—Apuesto a que es una mujer maravillosa —dijo su padre.
Danny Cotton era, ciertamente, una mujer maravillosa, aunque no era la clase de mujer maravillosa que Violet McKisco esperaba. Su atractivo era un atractivo descuidado, pues Danny Cotton no iba a molestarse en cuidarse, pero no importaba lo que no hiciese, seguía siendo la mujer más poderosamente atractiva de Kimberly Clark Weymouth. Y la única que se comportaba como un perfecto caballero.
—Lo es, papá.
—No como esa maldita Myrlene Beavers.
Aunque Catherine no tenía tiempo para escuchar a su padre desmadejar por completo la última carta de aquella chiflada que se dedicaba a leer, obsesivamente, sus libros, y a escribirle, después, inteligentes y abundantes misivas en las que analizaba el porqué de hasta la última discusión de sus protagonistas, supo que no tenía otro remedio que hacerlo si quería que no acabase frunciendo el ceño y preguntándose, por qué, después de todo, si sólo iba a tomar una copa con su jefa, se había puesto aquel vestido.
—¿Habéis discutido? —preguntó la joven agente en prácticas.
—Aún no —dijo su padre—. Pero estamos a punto de hacerlo. Estamos a punto de hacerlo, Cats. ¿Puedes creerte —Violet McKisco estaba enfureciéndose. Resopló (FUUF). Se tironeó de la barba, su tupida barba entrecana. Se desajustó la bufanda. Violet McKisco escribía con bufanda—, puedes creerte que diga que La dama del rifle le parece una abominación? ¡Una abominación! ¿Cómo es posible, Cats? ¿Cómo es posible?
Violet McKisco estaba especialmente orgulloso de La dama del rifle. La crítica se había encogido unánimamente de hombros al respecto, pero hacía demasiado que la crítica se encogía de hombros respecto a cualquier cosa que Violet McKisco publicara. La crítica había asumido que Violet McKisco no iba a irse a ninguna parte, que iba a seguir escribiendo sobre detectives discutidores hasta que, quién sabe, el sol devorara la Tierra, o los dinosaurios regresasen de donde demonios hubiesen estado todo aquel tiempo, así que, ante cada nuevo lanzamiento, se decía a sí misma, y le decía a todo el mundo (OH, AHÍ TIENEN OTRA NOVELA DE ESE CHIFLADO), y, (LÉANLA SI LES APETECE) (SEGURO QUE NO ESTÁ NADA MAL), después de todo, (TODOS SOMOS STANLEY ROSE), (PERO SÓLO HAY UN LANIER THOMAS) (¿VERDAD?). De ahí que Violet no tuviera forma de saber si había metido la pata o no.
Y si Myrlene Beavers no se equivocaba, y nunca lo había hecho, al parecer, acababa de hacerlo. Había metido la pata. Porque, decía, había «abusado» de su «enfermiza afición» a aquel «abominable chicle teledramático», (LAS HERMANAS FOREST INVESTIGAN), y había convertido La dama del rifle en una «abominación» hecha de «pedazos» (¡PEDAZOS!), de «piezas» (¡PIEZAS!), extraídas, «sin demasiado sentido», de aquella cosa del demonio. ¿Y era cierto? ¡POR SUPUESTO! Pero ¿tenía Violet forma de saberlo? ¡POR SUPUESTO QUE NO! Porque Violet McKisco no había visto ni un solo capítulo de aquel (ABOMINABLE CHICLE TELEDRAMÁTICO), pero el alcalde Jules sí, el alcalde Jules los había visto todos, aunque había fingido no hacerlo, había fingido estar anotando cosas, y buena parte de las cosas que anotaba eran cosas que las hermanas Forest habían dicho.
—No puede ser cierto, papá —dijo Catherine, después de escucharle bramar todo aquello—. Escríbele y dile que ha debido ser un malentendido, que tú nunca has visto esa condenada serie.
A Catherine le encantaban las hermanas Forest, pero sabía que, en presencia de su padre, era (ESA CONDENADA SERIE), (ESA COSA DEL DEMONIO).
—Oh, es una buena idea, es una idea estupenda, cariño —Violet sonrió—. Le escribiré y le diré que ha debido haber un malentendido, que ella ha debido malinterpretarme. —La cara poderosamente peluda del escritor se relajó. Volvió a ajustarse la bufanda. Rodeó su escritorio. Se sentó. Puso papel en la máquina—. Por un momento he pensado que no iba a poder pegar ojo esta noche, Cats. ¡Oh, esa mujer, esa mujer maravillosa, creyendo que La dama del rifle está hecha de pedazos de esa cosa! Le enviaré un telegrama. Se lo enviaré ahora mismo —dijo, y empezó a dictarse a sí mismo el telegrama a medida que lo iba escribiendo en aquella máquina que (TAC TAC) hacía un ruido del demonio—. QUERIDA. STOP. MALENTENDIDO. STOP. MCKISCO. STOP. NO SOPORTA. STOP. HERMANAS. STOP. FOREST.
Catherine no tenía del todo claro que hiciesen falta tantos (STOP), pero no quería empezar a discutir. Lo único que quería era irse.
—Papá.
—STOP.
—Tengo que irme.
—Claro, eeeeh —(MCKISCO. STOP. PIDE DISCULPAS. STOP), prosiguió, y luego, alzando la vista, recordando algo, añadió un— ¿Cats?
—¿Sí, papá?
—Dile a la jefe Cotton que nada me gustaría más que invitarla a cenar mañana. Y, oh, ah. —Poniéndose en pie, sacando el telegrama recién mecanografiado y tendiéndoselo a su hija, añadió—: ¿Podrías pasarte por la oficina de Jingle, querida? —Jingle era Jingle Bates, la única empleada de la oficina postal de Kimberly Clark Weymouth—. Necesito que envíe esto cuanto antes.