Cuando se acabara el tazón de leche, su tazón de leche con cereales, aquellos cereales que eran los cereales que habían matado a Randal Zane Peltzer, aquellos condenados Dixie Voom Flakes, Bertie Smile Smiling saldría de casa y caminaría, en mitad de una de aquellas ventiscas del demonio, hasta Frigoríficos Don Gately, su lugar de trabajo. Pasaría, Bertie Smile, con su abrigo azul, aquel abrigo azul de rayas amarillas y casi inexistentes que lo cruzaban, aquí y allá, fingiendo, todas ellas, que iban a alguna parte pero no yendo en realidad a ninguna, ante Trineos y Raquetas Howling y, cuando lo hiciera, apretaría el paso. Porque Bertie Smile sabía lo que hacía el señor Howling allí dentro. Como todas aquellas líneas prácticamente inexistentes que cruzaban su abrigo, el señor Howling fingía. No fingía, como todas ellas, ir a alguna parte, sino estar ocupándose de sus cosas, consultaba libros de cuentas y marcaba números de tipos que se dedicaban a desastillar trineos y afilar cuchillas, cuando en realidad estaba espiando.
El señor Howling era, con toda probabilidad, el mejor activo de que disponía la desarticulada Intelligentsia de Kimberly Clark Weymouth, aquella suerte de organización no organizada que mantenía a sus agentes alerta, libreta en mano, todo el tiempo. Vivían, buena parte de los habitantes de tan desapacible ciudad, dedicados al noble y del todo ridículo arte de la guardia, esto es, la vigilancia, en muchos casos, indiscriminada, en un lugar en el que ni siquiera se producían con demasiada frecuencia aventuras, es decir, en un lugar en el que ni siquiera se producía con demasiada frecuencia algún tipo de relación extramatrimonial, algo que no ocurría, en parte, por temor a protagonizar una pequeña investigación, con tantas ramas como familias. Y, sí, podría decirse que la familia que representaba el señor Howling era un buen activo, el mejor activo para todo aquel que no supiera lo que Bertie Smile Smiling escondía en el que había sido, en otra época, el oscuro hogar de sus muñecas, un viejo baúl de madera que seguía presidiendo su cuarto, aún de adolescente. ¿Y qué era lo que escondía aquel baúl? Oh, aquel baúl escondía a todos los habitantes de Kimberly Clark Weymouth.
Por supuesto, no los escondía a ellos. Ni siquiera escondía una versión diminuta de ellos mismos. Lo que escondía eran cuadernos que se llamaban como ellos. Es decir, se llamaban MERIAM COLD y HARRIETT GLICKMAN, SAMANTHA BREEVORT, HOWIE HOWLING. Todos tenían el mismo aspecto. Eran cuadernos negros y el nombre del personaje que contenían estaba impreso en el lomo, de manera que, cuando se abría aquel baúl, la sensación era la de contemplar un montón de vidas en marcha a la espera de que aquella narradora permitiese que continuasen. Pero ¿acaso no estaban continuando? Oh, por supuesto. A cada momento. Pero no allí dentro. Allí dentro esperaban. Y sólo Bertie sabía que lo hacían. De haber existido, como existía en el competitivo sector inmobiliario, una especie de Howard Yawkey Graham a Mejor Agente de la Intelligentsia Kimberly Clark Weymouthiana, o, simplemente, a Mejor Sabueso del Lugar, sin duda, el preciado galardón habría recaído, año tras año, en sus manos de niña que jamás crecería a menos que abandonase el pequeño infierno de comodidades en el que vivía.
La Mansión Smiling.
La Mansión Smiling no era en realidad una mansión. Era poco más que una vieja casa victoriana semiderruida, la vieja casa victoriana semiderruida en la que vivía con su madre, Bertie Madre. Bertie Madre una vez había sido Bertie Rickles Kellaway pero luego fue Bertie Rickles Smiling porque conoció a un tal Norris y perdió la cabeza. En realidad, la cabeza de Bertie Madre nunca había llegado a estar del todo en ninguna parte, pero Bertie Smile creía que el tiempo que había pasado con su padre, el tal Norris, había supuesto un pequeño descanso para aquel cerebro suyo, a la vez poderosamente destructivo y absurdo. Bertie Madre era el clásico monstruo de dos cabezas de los suburbios, esto es, podía emplear una tarde entera en preparar una deliciosa tarta para Mildway Reading, por más que Mildway Reading, la impertinente bibliotecaria, jamás hubiese intercambiado con ella más que gruñidos de desaprobación, y a la vez atacar ferozmente a su única hija diciéndole que jamás dejará de ser una inútil y desgarbada y ridícula adolescente, fea e insoportable, condenada a pasar sola el resto de su triste vida.
Bertie Madre, pensaba Bertie Smile, no tenía la culpa de todo aquel odio. Aquel odio venía de algún otro lugar. Tal vez, sólo tal vez, se gestó el día en que su padre decidió no volver a casa, aunque Bertie Smile sospechaba que era precisamente todo aquel odio lo que había hecho que su padre decidiera no volver a casa aquel día. Pero no tenía forma de saberlo. Porque su padre había muerto. O eso decía Bertie Madre. Bertie Madre insistía en que, en algún lugar, su padre había muerto, y por eso estaban condenadas a convivir con su fantasma. Bertie Madre hablaba con el fantasma de su padre aunque, en realidad, con quien hablaba era consigo misma porque Bertie Smile sabía que su padre no había muerto. En una ocasión le había enviado una postal.
Había sido él, en aquella postal, quien había llamado Mansión Smiling a la casa semiderruida en la que vivían. Su padre había escrito (ESPERO QUE SIGAS A SALVO EN LA MANSIÓN SMILING). A Bertie aquello le había gustado. Le gustaba pensar que vivía en una vieja mansión.
Que era, de alguna manera, un viejo personaje.
Que había existido siempre y que siempre existiría, como el niño Rupert.
—Jodd, ¿te ha contado ya mi pequeña lo que hizo anoche?
Bertie Madre revoloteaba a su alrededor en aquel momento, mientras ella intentaba acabar aquel tazón de Dixie Voom Flakes para poder dirigirse, apresuradamente, bajo una de aquellas ventiscas del demonio, a Frigoríficos Don Gately, apretando el paso cuando pasase ante Trineos y Raquetas Howling para intentar evitar que el señor Howling la interceptase y le preguntase por el nuevo, aquel tal Stumpy MacPhail.
—Mamá.
—¿Qué, pinchoncito? ¿No se lo has contado?
Bertie Smile sacudió la cabeza.
No era con su padre supuestamente muerto con el único con quien Bertie Madre hablaba. Bertie Madre también hablaba con Jodie Forest. Como cualquier vecino que se preciase de aquel maldito pueblo helado, Bertie Madre empleaba buena parte de su tiempo en ver capítulos de Las hermanas Forest investigan, y, evidentemente, detestaba a Connie Forest, porque lo suyo no era nada del otro mundo, porque el talento era (PUAJ), un asco, porque la verdaderamente incomprendida era la hermana en absoluto dotada para nada que no fuese elaborar listas de sospechosos.
—Bertie salió a investigar, Jodd —dijo Bertie Madre, divertida. Se había detenido junto a ella y había empezado a trenzarle el pelo—. Es una buena chica, mi Bertie, Jodd. Hacía un frío de mil demonios, pero ella salió de todas formas.
Aunque Bertie Madre había empezado a hablar con Jodie, Jodd, Forest mucho antes de que su padre se fuera, su relación, si es que lo que tenían podía considerarse una relación, había ido a más desde que se había ido. Si antes de su partida había una única fotografía de la actriz en la casa y Bertie Madre sólo la interpelaba durante la cena para recordarle que ella también había cenado lo que fuese que estuviesen cenando en uno de los capítulos de la serie, al poco de la partida, la casa había empezado a llenarse de absurdos retratos de la actriz, de aquella tal Vera Dorrie Wilson.
—¿Y a que no sabes con qué regresó mi pichoncito, Jodd?
A Bertie Smile le hubiera gustado decir, imitando la voz de Jodie Forest:
—No tengo ni la más remota idea, Bert.
Pero, de haberlo hecho, su madre habría perdido la cabeza y la habría abofeteado y la habría llamado estúpidanorrisdeldemonio y habría empezado a discutir con el supuesto fantasma de su padre. Bertie Madre no desaprovechaba una oportunidad de meterse con él. Siempre que podía le pedía que dejase de meterle cosas en la cabeza, porque eso hacía él, en opinión de su madre, meterle cosas en la cabeza. Bertie Smile estaba convencida de que su madre creía que su padre pasaba las noches en su cuarto, acostado en el suelo, junto a la cama, susurrándole todo tipo de cosas horribles sobre ella.
—Ese tipo, Jodd, el nuevo, juega con muñecos —le susurró Bertie Madre a la fotografía de Jodie Forest que le quedaba más cerca—. ¿Y no es extraño, Jodd, que juegue con muñecos? Oh, apuesto a que si pudieras dejarte caer por aquí, tú misma lo investigarías, ¿verdad? Porque ¿no hacen eso los asesinos en serie? ¿No juegan con muñecos cuando hace demasiado que deberían haber dejado de hacerlo?
No, mamá, pensó en decir Bertie Smile, pero sabía que lo que dijese le traería sin cuidado, y de todas formas, tenía prisa, y lo que importaba era que aquel cuaderno, el cuaderno del nuevo, el cuaderno FORASTERO STUMPY MACPHAIL, parecía, desde el descubrimiento de su (CIUDAD SUMERGIDA), algo más que un cuaderno de carácter relativamente impersonal. Porque, aunque Bertie Smile llevaba un tiempo observando al agente, no era mucho lo que había descubierto. Le había visto recorrer, las manos en los bolsillos de su peludo abrigo de quién sabía qué tipo de piel de animal sintético, la distancia que separaba su despacho de la esquina de Robin Chaphekar con Dibbick Brockton, y esperar allí, aterido de frío, a una esquina del lugar en el que se encontraban las oficinas de Ray Ricardo y su sobrina Wayne, las otras dos únicas oficinas inmobiliarias de Kimberly Clark Weymouth, la llegada de cualquier posible cliente. Su intención parecía ser la de interceptar a cualquiera que pudiese estar dirigiéndose a las oficinas de la competencia. Bertie, evidentemente, había anotado aquello en su cuaderno. Y había seguido observándole. Le había visto esperar. Esperar pacientemente. Un día, dos, tres. Dieciséis. Frotándose las manos, atusándose la pajarita bajo la bufanda, sonriendo, diciéndose (NO ESTÁS TIRANDO TU VIDA POR LA BORDA, STUMP) y (ES CUESTIÓN DE TIEMPO, STUMP), (SÓLO ES CUESTIÓN DE TIEMPO, STUMP), pidiendo café para llevar, bebiéndose el café para llevar en mitad de la calle, en aquella esquina del demonio.
Aquel tipo, el nuevo, había esperado hasta que la fortuna, oh, amante de los agentes audaces, quiso entregarle a su primera clienta, nada menos que la aspirante a maga Elizabeth Maynooth Lee, una ex atareada ama de casa que había abandonado a su marido por la magia en el mismo momento en que él la había abandonado a ella por una paleontóloga. Camino de las oficinas de los Ricardo, la mujer, que había cerrado una increíble colección de actuaciones en pequeña salas de cientos de sitios y debía salir cuanto antes de aquel desapacible lugar si quería llegar a tiempo a todas partes, había chocado con Stumpy en la esquina de Robin Chaphekar con Dibbick Brockton y, al disculparse, había dicho que no era cosa suya, que eran aquellos (MALDITOS NERVIOS) porque a lo mejor se estaba (PRECIPITANDO) pero que no creía que lo estuviese haciendo porque aquella gira por todas partes podía no acabar (NUNCA) ¿y no creía él que debía (ALQUILAR SU APARTAMENTO) si aquella gira por todas partes podía no acabar (NUNCA)?
Oh, así había sido como el nuevo había dado con su primer inmueble.
El tipo al que pensaba alquilárselo, según había podido saber Bertie Smile, era un tipo alto y desgarbado que trabajaba como contable para un puñado de pequeños comerciantes del lugar. Tres de ellos formaban parte de la pequeña red de comerciantes dedicados al negocio de los productos navideños que, en Kimberly Clark Weymouth, no eran la clase de productos estacionales que eran en el resto del mundo, pues se vendían a diario y, de hecho, eran el principal reclamo de la ciudad después de, evidentemente, todo lo relacionado con La señora Potter no es exactamente Santa Claus. Podría decirse que la novela de Louise Cassidy Feldman era el cebo, el reclamo, lo que llevaba a todos aquellos autobuses repletos de seguidores a dejarse caer por aquel helado agujero, y que, una vez allí, todos ellos, sin excepción, acababan comprando todo tipo de productos navideños supuestamente fabricados por aquellos duendes veraneantes que llevaban impreso el lema (YO TAMBIÉN SOBREVIVÍ A LA HELADA KIMBERLY CLARK WEYMOUTH).
Bertie Smile se preguntó si aquel tipo, el nuevo, estaría fabricando aquel tipo de objetos para incluirlos en su (CIUDAD SUMERGIDA). Bertie imaginó diminutos abetos a los que se les había grabado, de alguna diminuta forma, aquel lema (YO TAMBIÉN SOBREVIVÍ A LA HELADA KIMBERLY CLARK WEYMOUTH), y habían sido fingidamente puestos a la venta en alguna de las diminutas tiendas que abarrotaban el enorme tanque de agua que el agente tenía en el sótano de su casa. Tumbada en el suelo boca abajo aquella noche, su abrigo azul empapándose sobre la nieve, los prismáticos pegados al disimulado único ventanuco que había a los pies de aquella casa de las afueras, Bertie Smile había visto al nuevo trabajar en lo que le había parecido, precisamente, un pequeño apartamento aterciopelado. Un pequeño apartamento aterciopelado que colocaría en su lugar una vez terminado. Su lugar estaba en algún lugar de aquella inquietante (CIUDAD SUMERGIDA) que parecía una versión a escala y acuática de Kimberly Clark Weymouth. Una Kimberly Clark Weymouth aún en construcción. Lo más fascinante de todo era el efecto de los copos de nieve. Había una cúpula de quita y pon sobre el enorme tanque de agua y algún tipo de mecanismo interno hacía que cuando la cúpula se cerraba, un travieso ejército de lo que parecían copos de nieve recorriese las calles.
—¿Bertie? —había dicho alguien sobre su cabeza.
—Oh, eh, no es lo que, no —Bertie se había puesto en pie apresuradamente, se había guardado los prismáticos en el bolsillo—, no es lo que parece, ehm, ¿Meriam?
—¿Qué demonios hacías ahí?
—Nanada.
Georgie Mason, o Mason George, aquel engreído mastín, la había olisqueado, y como era tarde, y a lo mejor tenía frío, quién sabía qué clase de cosas sentía aquel mastín engreído, había ladrado, y Meriam Cold había susurrado (MALDITO CHUCHO DEL DEMONIO), y alguien, a sus espaldas, había colocado, sin demasiado cuidado, la tapa sobre el cubo de basura en el que había estado hurgando, y había provocado un pequeño estruendo, y la luz del sótano se había apagado de repente, y Meriam Cold había empezado a alejarse distraídamente tironeando de aquel perro sabelotodo, y Bertie Smile no había tenido otro remedio que echar a correr. Y no habría querido tener que hacerlo. Habría preferido quedarse a contemplar cómo lo hacía. Cómo colocaba aquel apartamento aterciopelado que sin duda debía ser el apartamento aterciopelado de Elizabeth Maynooth Lee en aquella otra Kimberly Clark Weymouth que, como cada uno de los personajes que habitaban sus cuadernos, escapaba al control del señor Howling. Y fuese cual fuese el caso, Bertie Smile trataría, como aquel tipo, el nuevo, de apagar la luz que podía, de alguna forma, iluminar, ante el señor Howling, la estancia en la que se encontraba el viejo baúl que contenía todos aquellos cuadernos, los cuadernos dedicados a cada uno de los habitantes de Kimberly Clark Weymouth, temerosa, como lo hacía siempre en su presencia, de que pudiese verlo. Porque sabía que podía verlo. Que si, cada vez que la veía pasar ante su tienda, no dudaba en fingir algún tipo de tarea que implicase salir fuera para tratar de sonsacarle lo que fuese que pudiese haber descubierto, era porque, sospechaba, la tenía por una especie de milagrosa Connie Forest, pues de ninguna otra manera, debía pensar, podía vivir al margen, como lo hacía, de la maquinaria de chismes de aquella, en muchos sentidos, horrenda ciudad en la que vivían, condenada a no ser nada más que lo que todos ellos querían que fuese.
Aquella mañana no sería una excepción. En parte, porque el señor Howling iba a tener un buen motivo para estar fuera de Trineos y Raquetas Howling.
Uno de aquellos autobuses de seguidores de la señora Potter acababa de detenerse ante la tienda de los Peltzer, como hacía siempre, y sus pasajeros, abundantes, se habían detenido primero a contemplar, pellizcándose ante la incredulidad del momento, el abarrotado escaparate de aquel pequeño santuario, y luego, cayendo en la cuenta de que todo aquello era real y podía ser suyo, y estaba allí mismo, se habían abalanzado, roto el espejismo, sobre la puerta, y una a una, distintas manos enguantadas, de tamaños muy diversos, habían probado fortuna (PLOC) (PLOC), habían hecho girar el picaporte y nada había (PLOC) (PLOC) (¡PLOC!) ocurrido porque, inadmisiblemente, la tienda estaba cerrada. ¿Y acaso sabía ella, Bertie Smile, algo que él no supiera? Debía llamar a la señora MacDougal, la llamaría y le diría que se apresurase, que dejase lo que estuviese haciendo y se acercase a entretener a toda aquella gente mientras daban con el (CHICO PELTZER) porque Kimberly Clark Weymouth no podía permitirse aquello, ¿acaso podía permitírselo? ¿Cuándo había sido la última vez que la tienda había cerrado? La tienda ni siquiera había cerrado cuando aquella chica había muerto, ¿verdad? Oh, maldita sea, rezongaría el señor Howling, y volvería dentro, y Bertie Smile contemplaría aquel montón de lectores desesperados recién llegados a un lugar que sólo habían concebido como escenario, para siempre esclavo de una despiadada mujer barbuda, y se preguntaría si no sería aquel tipo, el nuevo, el que, de alguna forma, estaba redirigiéndolo todo. ¿Habría cerrado él la tienda del (CHICO PELTZER) Allí Abajo y había acabado el (CHICO PELTZER) cerrándola Allí Arriba? Oh, querida Kimberly, pensaría entonces Bertie Smile, (A LO MEJOR LOGRAS SALIR DE AQUÍ), a lo mejor todos ellos tienen los días contados.
Y aquel todos ellos incluía, por supuesto, a Eileen McKenney, y aquel contenedor de chismes del demonio, el (SCOTTIE DOOM POST).