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En el que aparece uno de los protagonistas principales de esta historia, que no es otro que un periódico llamado (SCOTTIE DOOM POST), tan en guerra consigo mismo como su redactora jefa, su redactora estrella, su única redactora en realidad, Eileen McKenney

 

 

El (SCOTTIE DOOM POST), también conocido simplemente como Doom Post, se llamaba así porque se producía, por entero, en el propio Scottie Doom Doom. El Scottie Doom Doom era el centro neurálgico de Kimberly Clark Weymouth, una suerte de posada en la que no existía la posibilidad de quedarse a dormir porque no era más que un montón de mesas y un montón de sillas y algún reservado, como el reservado en el que Eileen McKenney, la redactora jefa, la redactora estrella, la única redactora en realidad de aquel papelucho, producía aquella cosa del demonio, el propio Doom Post, una cosa que parecía una revista hecha de pedazos de otras revistas, un algo en cierto sentido monstruoso, que fotocopiaba en el almacén de la oficina postal de la ciudad, ante la atenta mirada de su responsable, la aparentemente inofensiva Jingle Bates.

Jingle Bates era, a la vez, la corresponsal principal del Doom Post y su única columnista. Y por supuesto, estaba al frente de la pequeña y acogedora oficina postal de Kimberly Clark Weymouth. La oficina era tan acogedora que incluso tenía chimenea, una chimenea en la que ardía la leña que, una vez por semana, entregaba en persona el silencioso y feliz Archie Krikor, el jefe de leñadores, buen amigo del alcalde Jules y proveedor del ilustre Francis Violet McKisco, y la no menos ilustre Kirsten James, quienes, sin saberlo, compartían una desmedida pasión por ver arder aquellos desdichados pedazos de madera que, también en persona, les entregaba, una vez por semana, el silencioso y feliz Archie Krikor. A Jingle Bates no le interesaba tanto ver arder como estar al tanto de todo lo que ocurría en aquella fría ciudad. Por ello se había suscrito a aquella en apariencia inofensiva gaceta que dirigía Eileen McKenney, gaceta que la concienzuda periodista, llegada, cómo no, de la bohemia y repelente Terrence Cattimore, había heredado de Natalie Edmund, la redactora jefa, y única redactora en realidad, del ilustre antepasado del Doom Post, otro panfleto de producción artesanal llamado Weymouth Nickel.

La historia del Weymouth Nickel había sido una historia tormentosa, y había acabado a pocas semanas del asesinato, aún por resolver, de Polly Chalmers. El asesinato de Polly Chalmers era el único asesinato que se había cometido en aquella ciudad repleta de detectives aficionados que, sin embargo, parecían haber rehuido la idea de investigar algo tan poderosamente turbio. La propia Natalie Edmund lo había hecho, convencida de que, en cierto sentido, sus artículos habían tenido la culpa de lo que fuese que hubiese pasado con la chica. En cualquier caso, a su partida, la poco ortodoxa periodista, que había tendido más a tratar de buscarle, astutamente, las cosquillas a la Intelligentsia de aquella gélida ciudad que a recopilar la clase de ridículos montones de chismes que parecía recopilar su predecesora, había legado a Eileen su fotocopiadora y una pequeña colección de cajas con toda la documentación que estimó necesaria para que continuase con tan ingrata tarea. Eileen, que por entonces vivía en una habitación repleta de humo en un apartamento compartido con un puñado de patinadores que trabajaban para Dan Lennard, el propietario del Lago Helado Dan Ice Lennard, había decidido instalar su oficina, la redacción, que de aquel, su entrometido diario, en el Scottie Doom Doom.

El Scottie Doom Doom era tan enorme que podía considerarse a sí mismo una ciudad dentro de la ciudad. Su único camarero, el misteriosamente voluble y omnipresente Nathanael West, se movía, grácilmente, entre sus mesas, sobre un par de patines que nunca se quitaba. En sus ratos libres, Nathanael, según había informado el propio Doom Post, redactaba interrogatorios y ratos en la morgue del forense ficticio Simon Raymonde. Como Nathanael, Raymonde iba a todas partes patinando. Y, como a Nathanael, nada le gustaba más que contar historias. Sólo que él se las contaba a su vieja grabadora. Después de decirle lo que pesaba el corazón del difunto, lo que había cenado y si se mordía o no las uñas, inventaba una historia, convertía al difunto en personaje y le hacía pasar alguno de los malos tragos que sus a menudo infructuosas citas le provocaban. Sí, podría decirse que, al igual que Nathanael West, Simon Raymonde tendía a no distinguir la ficción de la realidad o, más bien, que hacía encajar esta última en un relato hecho a su medida tal y como había revelado el Doom Post.

El errante semanario nunca tenía la misma cantidad de páginas, pues éstas dependían por completo de los chismes que la periodista, cada vez más poderosamente meditabunda, oh, tan, siempre, rabiosamente desesperada, lograba cazar. Eileen pasaba las tardes acodada a una mesa del Scottie, respondiendo llamadas y hurgando en todo lo hurgable entre los lugareños, para redactar todo tipo de artículos en los que descubrir a sus cada vez más numerosos suscriptores algo que aún no supiesen de lo que fuese que estuviese ocurriendo en la ciudad. El asunto era que no había demasiado ocurriendo en la ciudad. O sí, pero nada de lo que ocurría estaba a su alcance, pues aquellos, sus lectores, eran también sus, en todos los casos, protagonistas, y celosos de una intimidad que sabían altamente rentable, tendían a no mover un dedo, es decir, a no tener ningún tipo de intimidad, temerosos de convertirse en un bocado degustable por sus inquisitivos vecinos. De ahí que, cada vez más frecuentemente, McKenney se viese obligada a revisitar ciertos artículos, ciertos, en realidad, momentos históricos de Kimbery Clark Weymouth, y asegurarse de que no se parecían en absoluto a los originales, pensando en aquellos de sus lectores que lo advertirían al instante, tratándose como se trataba, en todos los casos, de investigadores en potencia, investigadores que tenían en gran estima sus archivos, vecinos investigadores que etiquetaban y catalogaban cada artículo y que tendían a compararlos, como comparan los profesores los exámenes de los compañeros de pupitre en busca de las respuestas robadas, con el fin de encontrar las vergonzantes simili­tudes.

Al respecto, entre los suscriptores del Doom Post figuraban desde el señor Howling, aquella suerte de director en la sombra de aquel enjambre de detectives aficionados, hasta la señora Russell, la mujer que aquella tarde le había comprado a Sam un rifle Jacob Horner, pasando, por supuesto, por Archie Krikor, Rosey Gloschmann, Meriam Cold, la poderosa Mildway Reading, los Glickman, propietarios de la mutante Utensilios Glickman, y el señor Meldman. Randal, el padre de Bill, había estado, también, suscrito, hasta que Eileen le había dicho a todo el mundo, a través de aquella cosa del demonio, que su mujer no pensaba volver, que, en realidad, no había pensado hacerlo nunca, que el día en que cogió aquel autobús y se alejó (PARA SIEMPRE) de Kimberly Clark Weymouth, lo había hecho, sí, (PARA SIEMPRE). Aquel día, Randal Peltzer, golpeado, dolido, desapareció. Su relación, hasta entonces en exceso cordial con el resto de los habitantes de aquella ciudad, se enfrió hasta tal punto que se dio por extinguida.

Y a nadie pareció importarle.

No le importó a la ciudad, tan absorta como parecía estar siempre en tratar, por todos los medios, de huir de sí misma, ni tampoco a los vecinos, que pasaban más tiempo en la ciudad televisiva en la que las hermanas Forest resolvían misterios que en la propia Kimberly Clark Weymouth. Lo único que importaba más a unos que a la otra era que la tienda que Randal Zane Peltzer regentaba siguiese abriendo su encantadora puerta cada mañana, y recibiendo a aquellos lectores capaces de recorrer, en ocasiones, el mundo entero, para fingir poder enviarle una postal diminuta a la señora Potter. Eileen McKenney solía entrevistar al menos a uno de ellos cada semana.

De hecho, existía, en el Doom Post, una sección fija dedicada a coleccionar seguidores de aquella novela de Louise Cassidy Feldman. Puede que a sus suscriptores les trajese sin cuidado cuándo habían dado con aquel clásico y de qué forma les había cambiado la vida, pero sin duda tenían interés en saber qué les había parecido el resto de Kimberly Clark Weymouth, si hacían bien cubriéndola de aquel montón de engalanados abetos, y si habían echado de menos algo, es decir, si habían esperado encontrar algo que no habían encontrado, y también si habían considerado afortunada a la señora Potter por veranear en un lugar como aquel, que disponía de, pongamos, un lago helado. Aquella obligada pregunta del cuestionario con el que Eileen McKenney elaboraba, cada vez, el perfil de un lector de Louise Cassidy Feldman, había puesto en marcha una carrera no oficial entre los comercios de la ciudad, y también, aunque en menor medida, entre los lugares de interés de la misma. Ni que decir tiene que el Lou’s Café figuraba, siempre, invariablemente, en el primer puesto de la lista, y también que, invariablemente, nadie lo tenía en cuenta, tan relacionado como estaba con la novela de aquella escritora que no había consentido en volver a poner un pie en la ciudad. ¿Por qué no lo había hecho? Al parecer, porque ella era la primera que no soportaba lo que había pasado con aquella novela. Decía que aquella novela había acabado con el resto de sus novelas. Que nada de lo que había escrito a partir de entonces había parecido existir, ¿y no era aquello horrible? Eileen dormitaba en el sofá de aquel apartamento que compartía con un montón de patinadores cuando la había oído decir aquello. La radio estaba encendida. Era de noche, tal vez algún momento de la madrugada. Louise Cassidy Feldman hablaba con alguien dentro de aquel chisme. ¿Era ella? Era ella. El presentador la llamaba por su nombre. La llamaba Louise. Ella le llamaba Eugene. Era tarde. ¿De qué demonios hablaban? Eileen no lo entendía demasiado bien. Era como si hablasen de la vida en otro planeta. Un planeta en el que la señora Potter no existía y en el que sin embargo existían otros libros de Louise Cassidy Feldman. ¿Era aquello posible? Por supuesto que era posible. Aquella mujer escribía, ¿no? Los escritores no escribían un único libro. Pero tampoco escribían libros como aquel. Porque la sensación era, y el tal Eugene estaba de acuerdo, que aquel libro no parecía haber sido escrito por nadie sino haber estado allí siempre. Oh, aquello había violentado de tal manera a Louise Cassidy Feldman que su voz aterciopeladamente salvaje se había vuelto, en un instante, fiera. (¡OH, MALDITA SEA!), había bramado, y (¡OJALÁ NUNCA HUBIESE PUESTO UN PIE EN ESE CONDENADO SITIO, EUGENE!).

Ese condenado sitio era, por supuesto, Kimberly Clark Weymouth.

Aquella semana, Eileen había publicado un artículo al respecto. En él citaba a la escritora y se preguntaba qué habría sido de la ciudad sin ella. El artículo, titulado (¿PODRÍA, KIMBERLY CLARK WEYMOUTH, NO HABER EXISTIDO?) había, evidentemente, enfurecido a la Intelligentsia del lugar que, aún sabiendo que aquella cosa no era posible, que no podía viajarse al pasado para borrar nada, que Louise Cassidy Feldman no iba a desaparecer y tampoco lo haría la señora Potter y por lo tanto no tenían nada que temer, no sabía cómo encajar aquella impudorosa afrenta. Habían sospechado desconsiderada a la autora, a la que, en una ocasión, el alcalde Jules había llamado en nombre de la ciudad. La llamada había durado exactamente seis minutos, seis minutos en los que la escritora había dejado claro que le traía sin cuidado lo que hiciesen con (AQUELLA COSA), y cuando se refería a (AQUELLA COSA) se refería, evidentemente, a la señora Potter. Si no fuera porque la novela no había interesado verdaderamente jamás a casi ningún habitante de Kimberly Clark Weymouth, se diría que en aquel momento había nacido la animadversión, el, en realidad, impasible desprecio hacia ella. Pero aquel desprecio era antiguo. Era el mismo desprecio, en realidad, que sentían por Connie Forest, o por todo aquel capaz de ver algo distinto en aquello que ellos llevaban contemplando demasiado tiempo sin ser capaces de ver nada en absoluto.

Sin embargo, fingían no dejar de esperar su regreso. Incluso mentían, a menudo, sobre lo que había y no hecho a su paso por aquella ciudad, con el único fin de que aquellos turistas lectores se interesasen por todo lo que aquel helado y, en muchos sentidos, perdido lugar, podía ofrecerles. Había quien aseguraba que ella volvía cada cierto tiempo. Sólo que nunca se dejaba ver. Lo único que dejaba eran pistas, decían. Pistas que siempre tenían aspecto de diminutas postales de esquiadores. Así, un avispado bartender podía recomendar a una pareja de aquellos lectores foráneos una determinada mesa en su restaurante y susurrarles (¿QUÉ ME DIRÍAN SI LES DIJERA QUE EN ESA MESA SE SENTÓ HACE MENOS DE UNA SEMANA LA MISMÍSIMA CASSIDY FELDMAN?), oh, sí, les diría a continuación, (¿NO HAN OÍDO HABLAR DE ESA COSA QUE HACE?) (SE DEJA CAER POR AQUÍ CADA CIERTO TIEMPO) (NO DICE NADA A NADIE) (PERO LUEGO NOS DEJA UNA PEQUEÑA POSTAL) (UNA POSTAL DIMINUTA) (¿QUIEREN VERLA?). Aquellas postales diminutas habían sido distribuidas por el alcalde Jules, a petición de Howie Howling. Los mostradores de todos los establecimientos de Kimberly Clark Weymouth tenían al menos un cajón repleto de ellas.

A excepción del mostrador de la tienda de Randal Peltzer.

El mostrador de la tienda de Randal Peltzer no tenía ningún cajón repleto de ellas.

A Randal Peltzer no le gustaba mentir.

Cuando uno de aquellos clientes que abarrotaban a menudo el establecimiento le preguntaba por la posibilidad de que (LOUISE) hubiese estado allí hacía menos de una semana, como había oído decir al dueño de aquella tienda de raquetas en la que habían comprado un par de aquellas oportunas (RAQUETAS POTTER), Randal respondía que no era en absoluto probable, porque (LOUISE) aborrecía Kimberly Clark Weymouth.

Y aquello no gustaba nada al resto de las tiendas.

El Doom Post lo había dejado bien claro.

En determinado momento, la gaceta que dirigía Eileen McKenney había publicado un artículo firmado por la mismísima Kimberly Clark Weymouth que llevaba por título (¿ACASO QUIERES VERME DESAPARECER?). El artículo lo había escrito el señor Howling, oh, y lo había escrito torpe y horriblemente, porque así era, decía, como debían escribir las ciudades. La cosa en sí era una huracanada diatriba contra aquella (MANÍA) de, decía, (EL SEÑOR PELTZER), de (FASTIDIARLO TODO), ¿era sólo ella, o parecía que (EL SEÑOR PELTZER) no hacía otra cosa que contentar a la señora Potter fastidiándolo todo (TODO EL TIEMPO)? A lo mejor aquel era su único secreto. Porque ¿no era aquella mujer que no era exactamente Santa Claus una especie de bruja que concedía deseos a los niños, y no tan niños, que se portaban, de alguna forma, mal? ¿Y qué podía desear sino su éxito aquel hombre que, a todas luces, había incluso fastidiado su propio matrimonio en pos de no dejar nunca de ser quien era, aquel atractor de autobuses de lectores de una novela estúpida e infantil? Oh, el señor Howling había sido cruel, francamente cruel, y lo había sido aún más cuando había deslizado un ejemplar en el buzón de la tienda, doblado de tal manera que aquel artículo fuese lo primero que leyese.

Y lo fue.

Sólo que el que lo leyó no fue Randal, sino Bill.

Bill, que en aquel momento no era más que un adolescente triste y aburrido al que nada le gustaba más que leer biografías, biografías de ayudantes de todo tipo que jamás habían sido otra cosa que ayudantes de todo tipo, había leído aquel desconsiderado ataque y había cubierto con, sus entonces, aún infantiles raquetas, la distancia que separaba la tienda de su padre del Scot­tie Doom Doom y, sin pensar en nada más que en lo que haría uno de aquellos ayudantes sobre los que leía al toparse con semejante injuria, (DEJAR CLARO QUE NO LE GUSTABA) (QUE NO LE GUSTABA NADA), había entrado en el local con el ejemplar ardiendo en la mano, y mirando alternativamente a Eileen McKenney y al propio Scottie, lo había dejado caer, y lo había pisado, y había dicho:

—Ojalá desaparecierais. No ella. Todos vosotros. Ahora.

Y los teléfonos habían empezado a sonar en todas partes y se había dicho, aquí y allá, que el (CHICO PELTZER) acababa de lanzarles una (MALDICIÓN), que había maldecido al pueblo (ENTERO), que si era cierto aquello que decía el artículo, a lo mejor tenían los días contados, todos ellos, tenían los días contados.

Pero el único que había tenido, en realidad, los días contados había sido el propio Randal Peltzer. Una mañana ridícula y, del todo desapacible, como solían ser las mañanas en aquella ciudad agresivamente blanca, Randal Peltzer se había levantado, se había servido, como era habitual, un tazón con cereales, y al poco estaba muerto. Nada había cambiado y todo lo había hecho en realidad, porque una de aquellas cucharadas que daba a diario con la clase de descuido con la que se hacen las cosas que no pueden salir mal, lo había, simplemente, matado. Un momento antes (CRUNCH) había estado (CRANCH) masticando un montón de aquellos absurdos cereales azucarados de colores que eran sus favoritos, los Dixie Voom Flakes, y al momento (CRUNCH) siguiente, se había (PLAM) desplomado en la mesa de la cocina, muerto.

Eileen McKenney se había apresurado a publicar un número especial. Aquel número especial había enfurecido a Bill pero ¿qué otra cosa podía hacer? En tanto que pequeña celebridad, a su pesar, de la siempre desapacible Kimberly Clark Weymouth, Randal Zane Peltzer era siempre bienvenido en las páginas del Scottie Doom Post. Después de todo, su obsesión por aquella escritora había hecho célebre el lugar, lo había hecho célebre hasta el punto de disponer de una guía local, la presuntuosa señora MacDougal, que, asesorada por la patológicamente tímida Rosey Gloschmann, la mayor experta (DEL MUNDO) en la obra de Louise Cassidy Feldman, había diseñado un sugerente tour por aquella tan poco sugerente ciudad. Aquella celebridad les había permitido a todos quedarse, les había permitido vivir de sus ri­dículos negocios, y hacerlo razonablemente bien, tratándose como se trataba de un infierno helado, ¿y qué sabían, todos ellos, de aquel hombre, más allá de que su obsesión por aquella novela le había llevado a orquestar el negocio perfecto, el negocio ideal, convencido de que otros, como él, iban a enamorarse de ella, y que jamás dejarían de hacerlo, por más tiempo que pasase, y que todos, por igual, sentirían la necesidad de viajar hasta allí para habitar la ficción, para perseguir el fantasma de aquella tal señora Potter que no era exactamente Santa Claus?

Nada, absolutamente nada.

Randal Zane Peltzer era un misterio.

¿Y qué adoraban los habitantes de Kimberly Clark Weymouth, tan amantes como eran de Las hermanas Forest investigan, sino el misterio?

Aquel número especial había sido un éxito.

Desbordada como había llegado a estar Eileen por el desmedido interés que su cada vez más amarillista publicación había despertado entre aquellos vecinos que parecían coleccionar detalles escabrosos, la única redactora de aquella cosa no había tenido otro remedio que ceder terreno a la aparentemente inofensiva responsable de la oficina postal, Jingle Bates, que primero se había propuesto como responsable de aquella sección, la sección dedicada a la correspondencia y llamada, simplemente, (CORRESPONDENCIA), y luego había empezado a dirigir desde aquel, su acogedor lugar de trabajo, lugar en el que había instalado un sillón orejero en el que invitaba a la propia Eileen a, decía, descansar, mientras ella tomaba (EL MANDO), y (ji ju ji) bromeaba al respecto, pero no era en realidad ninguna broma, porque con el paso del tiempo, era ella y no Eileen la que tenía el control de la publicación, era ella y no Eileen la que les había dicho a sus suscriptores, a través de aquella sección, la sección de (CORRESPONDENCIA), lo que contenían todos aquellos paquetes que no dejaban de llegarles a los Peltzer y que siempre eran paquetes remitidos por (MADELINE FRANCES MACKENZIE). ¿Y era aquella mujer, (MADELINE FRANCES MACKENZIE) en realidad (MADELINE PELTZER)? Oh, lo era, había dicho Jingle Bates, sólo que no le gustaba llamarse así, que fingía, como había fingido todo el tiempo que había vivido en aquella horrible ciudad, que la cosa Peltzer no iba con ella. Que aquel chiflado que le escribía, cada noche, una carta a Louise Cassidy Feldman, no era, en realidad, su marido, y que el chico Peltzer, Bill, sólo era un niño al que, de vez en cuando, llevaba al colegio, y al que sólo recogía cuando había tenido un buen día y había pintado quién sabía qué, y parecía feliz. ¿Y quería aquello decir que había perdido la cabeza? Oh, no, decía Jingle Bates, aquello quería decir que simplemente no estaba lista, que nunca lo había estado en realidad, ¿y quería ella, Eileen, que averiguara por qué no había estado nunca lista? Porque podía hacerlo, si ella quería, podía hacerlo, y aquello no era lo único que podía averiguar porque ¿acaso sabía cuánto información pasaba cada día por sus manos? Era por aquello que podía decirse que la sonriente y a menudo ridícula única empleada de la oficina postal, que se trenzaba el pelo cada mañana y se lo destrenzaba cada noche, y que una vez se lo había destrenzado, escribía en su diario, escribía cosas como (DÍA SIN SOBRESALTOS. NO LLEGÓ NADA PARA JOHNNO. ME PREGUNTO SI JOHNNO PODRÁ ESCRIBIR AHÍ ARRIBA CON KIRSTEN. A VECES ME SORPRENDO PENSANDO EN ELLOS DOS, EN LA CAMA. ¿POR QUÉ NO PUEDO DEJAR DE PENSAR EN ELLOS DOS, EN LA CAMA? OJALÁ YO PUDIERA ESTAR CON ALGUIEN EN LA CAMA ALGUNA VEZ, JACK. TODO ES DEMASIADO ABURRIDO POR AQUÍ, ¿POR QUÉ ES TODO TAN ABURRIDO POR AQUÍ, JACK?), era una de las más valiosas corresponsales del Doom Post.

Porque no era que únicamente se ocupase de los Peltzer, era que filtraba todo tipo de información. Así, por ejemplo, los suscriptores estaban al corriente de la relación que existía entre la tal Myrlene Beavers y Francis Violet McKisco, e incluso, habían conjeturado al respecto. Aquella tal Myrlene podía ser, se decían unos a otros en aquellas cartas que Bates consentía en recopilar, desde un viejo profesor de instituto cuya vida se limitaba a la lectura concienzuda de la obra de McKisco hasta una de las verdaderas hermanas Forest, en concreto, la verdadera Jodie Forest, que buscaba en sus novelas la respuesta a su irremediable y devastador fracaso. Oh, ¿de veras? ¿Acaso podía una hermana Forest adorar a McKisco? Ajá, se decía Jingle Bates, tan al corriente como estaba de todo lo que de verdad sucedía en las vidas de Vera Dorrie Wilson y Jams Collopy O’Donnell, las actrices que interpretaban a las hermanas Forest que no, no eran gemelas sino apenas un par de actrices que se parecían más de la cuenta. Al parecer, al menos en una ocasión, una de ellas había hablado, jocosamente, de Stanley Rose, uno de los detectives discutidores de Francis Violet McKisco. ¿O había escrito sobre ello? ¿Era cierto que al menos una carta procedente del (ESTUDIO) en el que se grababan los capítulos de Las hermanas Forest investigan había llegado, en una ocasión, a Kimberly Clark Weymouth, y que se dirigía a casa de los (MCKISCO) pero que esa carta había sido (SABIAMENTE) desviada por la autoridad local, quién sabía con qué intención?

Oh, Eileen estaba harta.

Estaba harta de transcribir lo que aquella chiflada le contaba.

La gota que había colmado el vaso había sido una llamada telefónica. Una de las cientos de miles que Jingle hacía a diario y que tenían, como única interlocutora, a la siempre atareada, y atareada precisamente por todas aquellas llamadas, Eileen McKenney. Eileen estaba, de hecho, en el Scottie Doom Doom, cuando el teléfono había sonado aquella tarde, la tarde de hacía un par de días, y era Jingle Bates, cómo no, y quería saber si ella, Eileen, estaba sentada, porque tenía algo (GORDO), algo (MUY GORDO), que contarle, y Eileen le había dicho que se dejase de (ESTUPIDECES), le había dicho (DÉJATE DE ESTUPIDECES, BATES), porque estaba harta, porque llevaba un tiempo desencantada con aquel, su diario, porque llevaba, en realidad, demasiado tiempo desencantada con él, porque a veces le costaba encontrarle sen­tido a todo aquello, a aquella suerte de ficción absurda en la que era (ALGUIEN), alguien que dependía, en realidad, de una empleada de oficina postal, una mujer solitaria y claramente majara que le hacía llegar, de vez en cuando, Eileen estaba convencida de que era ella, extractos de su diario personal fingiendo que eran intentos de relato, pedazos de vida, una vida interesante en la que nunca ocurría nada, y había colgado, no se lo había pensado dos veces, había colgado, y el teléfono había vuelto a sonar, pero Eileen le había hecho un gesto a Nathanael para que no descolgara y Nathanael no había descolgado.

—Esa chica, Nath —había dicho entonces Eileen, y había expelido una (FUUUF) bocanada de humo— ni siquiera está en este mundo. Creo que —(FUUUF)— no sé, ¿crees que es por su culpa que aborrezco lo que hago, Nath? ¿Por qué demonios cree que dependo de ella? —Se miró las uñas, el esmalte del índice de la mano izquierda era historia, casi todo era, en realidad, historia—. Ella ni siquiera existiría, si yo no descolgara ese teléfono. ¿Crees que tiene alguien más a quien llamar? —(FUUUF)— A veces tengo la sensación de que —(FUUUF)— ni siquiera sale de esa oficina. A veces —(JE)— la imagino levantándose cuando llega la hora de cerrar, la imagino apagando las, uhm, luces, y regresando a su puesto, sentándose allí, y esperando a que —(FUUUF)— vuelva a amanecer. Nath, a veces —(FUUUF)— creo que Jingle Bates es un fantasma.

McKenney había dicho aquello y luego había bajado la vista y había pensado otra cosa, quién sabía qué, y al cabo, había recogido sus cosas, había recogido su máquina de escribir, la maqueta del próximo número, sus lápices, todo lo que había en aquella diminuta y pegajosa mesa del reservado siete y tres cuartos, considerado así porque se cerraba sobre sí mismo confiriendo a su ocupante aspecto de secretaria, de cajera, de cualquier cosa decidida a controlar lo que fuese que pasase allí dentro, y se había ido. Había dicho (HASTA OTRA, NATH) y se había (FUUUF) ido.

Y esa era la única razón por la que los suscriptores del Doom Post no sabían nada aún de la carta de la Oficina de Últimas Voluntades que había recibido Bill aquella semana. Pero, de todas formas, era cuestión de tiempo que no sólo el señor How­ling, y la discretamente astuta Bertie Smile, sospechasen que algo andaba cocinándose en Mildred Bonk, porque la señora Raddle, propietaria de la única casa de huéspedes de la ciudad, acababa de (TOC) (TOC) golpear la puerta tras la que Eileen McKenney escondía, desde que había dejado el Scottie, su máquina de escribir, su montón de cola para papel, y todo aquel papel recortado en columnas que debían llenarse con palabras que nunca importarían lo más mínimo pues no habían sido escritas por alguien que verdaderamente importase ni tampoco iban a cambiar, de ninguna manera, el mundo, y había dicho:

—Se ha liado una buena en esa tienda del demonio, Leen. He pensado que a lo mejor te gustaría ir a echarle un vistazo. Al parecer, ha llegado uno de esos autobuses de chiflados y la tienda estaba cerrada.

Eileen, que había estado observando cómo un enorme saltamontes se tostaba al sol en el moribundo geranio que alguien ha­bía colocado en el alféizar de la ventana, tardó en caer en la cuenta de que sólo podía referirse la tienda del (CHICO PELTZER) y que, por una vez, iba a volver a ser (ELLA), la mismísima Eileen McKenney, y no aquella condenada telefonista, quien contase a sus lectores lo que demonios fuese que hubiese pasado, y no debía tratarse de cualquier cosa porque ¿acaso había cerrado aquella tienda alguna vez antes? ¿O no era que ni siquiera tras la muerte de Polly Chalmers, su, durante un tiempo, empleada, había consentido en tomarse un respiro?