Billy Bane nunca había creído en nada parecido al destino pero aquella noche, mientras se dirigía al Scottie Doom Doom, las manos embutidas en aquellos horrendos guantes verdes veteados por cientos de miles de copos de nieve, ojeando la biografía del eterno aprendiz de detective Collison Barrett Kynd y haciendo, a la vez, frente a todo tipo de abominables ventiscas, ventiscas como cuchillos que amenazaban, literalmente, con partirle en dos, se dijo que, después de todo, aquel encuentro con la pequeña Cats había sido, en cierto sentido, providencial. No sólo iba a darle algo de que hablar a aquella condenada Eileen, algo que alejase por un tiempo a todos aquellos cazadores de chismes, a todos aquellos depredadores, de aquel Stumpy MacPhail y sus (SOLUCIONES INMOBILIARAS MACPHAIL), sino también iba a permitirle desactivar aquel asunto del autobús. ¿Quién iba a pensar que en aquella ridícula porción de tiempo en la que nunca ocurría nada iba a aparecer uno de aquellos condenados autobuses repletos de lectores? Oh, Bill había sido todo lo precavido que podía ser, puesto que había esperado, pacientemente, el momento en el que era menos probable que nadie apareciese para salir a proponerle a aquel tipo, Stumpy MacPhail, que vendiese, sin que nadie se enterase, su casa. Pero la mala fortuna, aquella fortuna que debía llevarse demasiado bien con la señora Potter, había querido que primero una rueda, y luego otra, y luego otra más, se, simplemente, desinflasen, con el único fin de retrasar, se había dicho Bill, la llegada de aquel mastodonte repleto de, sobre todo, niños y profesoras, en el que también viajaba una extravagante pareja de taxidermistas de luna de miel, y una pequeña colección de ejecutivos que se habían conocido en un club de lectura por correspondencia para ejecutivos que, en realidad, era un club de lectura encubierto de citas, citas que iban a producirse aquella misma noche en el Dan Marshall, el motel en el que unos y otros no iban a tener otro remedio que pasar la noche porque el momento en el que distintas manos enguantadas, de tamaños muy diversos, habían probado fortuna (PLOC) (PLOC), habían hecho girar el picaporte y había (PLOC) (PLOC) (¡PLOC!) descubierto que (LA SEÑORA POTTER ESTUVO AQUÍ) estaba, inexplicablemente, cerrada, era ya un momento cercano al anochecer. ¿Cómo era posible que Bill hubiese pasado tanto tiempo (ALLÍ FUERA)? En realidad no había pasado tanto tiempo (ALLÍ FUERA) pero el tiempo a veces parece mucho tiempo cuando las cosas no ocurren como se espera. El señor Howling fue el primero en abordarle cuando regresó, le dijo (¿DÓNDE DEMONIOS TE HABÍAS METIDO, PELTZER?) y también (¿CÓMO SE TE OCURRE CERRAR EN MITAD DE LA TARDE?), y Bill no supo qué decir, Bill se quitó uno de aquellos guantes absurdamente veteados y se metió la mano en el bolsillo y sacó uno de aquellos avisos de la oficina postal que no dejaba de recibir, uno de aquellos avisos en los que se leía (PAQUETE) (REMITENTE: MADELINE FRANCES MACKENZIE). Lo hizo porque sabía que el señor Howling no iba a atreverse a decirle nada ante aquello, porque su madre, aquella enorme y extraña ausencia, era una especie de monstruo que hacía retroceder hasta al más vil de los villanos. Y efectivamente, así fue, Bill se limitó a murmurar algo sobre que tal vez (NO HABÍA SIDO UN BUEN MOMENTO) y que él mismo había sido consciente de que no lo era mientras caminaba en dirección a la oficina postal, y que por eso había vuelto, y que lo lamentaba, por supuesto, pero a veces ocurría, había dicho, a veces estaba allí dentro, en la tienda, solo, y miraba uno de aquellos avisos y se decía que a lo mejor, por una vez, el paquete no era únicamente un paquete, y contenía una (CARTA) y entonces, decía, no podía evitarlo, cerraba la tienda, colgaba aquel cartel que decía (ESTARÉ DE VUELTA EN MENOS DE LO QUE LA SEÑORA POTTER TARDA EN CONCEDER UN DESEO) y salía, y a veces, había dicho, no recorría más que un pequeño trecho, y volvía, porque sabía que aquel (PAQUETE) no contenía otra cosa que uno de aquellos cuadros, pero otras, como en aquella ocasión, recorría más trecho de la cuenta, y se apostaba ante la puerta de la oficina postal, y era allí donde se decía que (NO), que de (NINGÚN MODO), que aquello no era más que otro (PAQUETE), que ella no iba a escribirle (NINGUNA CARTA), y entonces regresaba. Si nadie lo había advertido hasta entonces era porque había tenido suerte y ningún autobús había decidido llegar a Kimberly Clark Weymouth en aquella minúscula porción de tiempo. Oh, Bill temblaba. Temblaba mientras decía todo aquello, porque el señor Howling fruncía el ceño, y sacudía la cabeza y decía (MUCHACHO), y colocaba una mano en su hombro, y lo apretaba con fuerza, y Bill pensaba que lo siguiente sería que diría que (LO SABÍA), que sabía que en realidad no había pensado que hubiese podido llegar ninguna carta de su madre porque la única carta que había llegado era la de la Oficina de Últimas Voluntades de Sean Robin Pecknold, ¿y tenía su visita a aquella oficina, (SOLUCIONES INMOBILIARIAS MACPHAIL), la oficina del nuevo, algo que ver con aquella otra carta? (¿NO ESTARÁS PENSANDO EN DEJARNOS, VERDAD, MUCHACHO?), diría a continuación. Oh, Bill estaba listo. Bill acababa de abrir la puerta de la tienda y aquel montón de propietarios de manos enguantadas estaba entrando en ella, y profiriendo los siempre absurdos gritos de júbilo que acostumbraban a proferir cuando cruzaban el umbral (¿HAS VISTO ESO, MARGE?) (¡NO!) (¿HAY UN MUÑECO DE CHESTER?) (¡EL NIÑO CHESTER ES MI FAVORITO!) (¿NO TE PARECE EL ÚNICO CUERDO, KURTIE?), y Bill seguía teniendo la mano del señor Howling en el hombro, y ¿a qué demonios esperaba? (SABES QUE PUEDES CONTAR CONMIGO, ¿VERDAD?), dijo la mano. Sorprendido, Bill alzó la vista, los ojos muy abiertos, y consiguió articular un (GRA-GRACIAS), y un (NO SE PREOCUPE), (ES, BUENO, YA SABE), a lo que él respondió (CLARO, HIJO), (LO SÉ), dijo, y palmeándole la espalda, añadió (TODOS ECHAMOS DE MENOS A RANDIE).
Por supuesto, no era cierto.
O lo era en la medida en la que, después de que aquella chica muriera, de que alguien la matara, había consentido incluso en fingir que Louise Cassidy Feldman hacía aquella cosa que decían que hacía. Dejarse caer de incógnito por la ciudad, cada cierto tiempo. Había empezado, Randal Peltzer, a hacer creer a sus clientes que había encontrado una de aquellas postales diminutas que eran supuestas pistas que la escritora dejaba a su paso en la mismísima tienda. Y eso quería decir que hacía no demasiado Louise Cassidy Feldman había estado allí, ¡y podía regresar en cualquier momento! ¿No iban a comprar una edición de La señora Potter no es exactamente Santa Claus por si se la encontraban? Debían estar atentos. Podían doblar una de aquellas esquinas nevadas y encontrárselas. Era así de sencillo. ¿Se lo dirían a sus amigos? Cuando volviesen a casa, ¿les dirían que era posible ver a Louise Cassidy Feldman si se dejaban, ellos también, caer por Kimberly Clark Weymouth? (OH, YO DE USTEDES LO HARÍA), les decía.
Bill había acabado con aquello.
Como había acabado con todo lo demás.
La única razón por la que abría cada mañana aquella ridícula tienda era porque no podía no hacerlo. ¿Puede un ayudante dejar de ser ayudante alguna vez? Su padre podía haber muerto, pero su trabajo no había muerto con él. Así que, a efectos prácticos, él seguía siendo el ayudante de su padre.
Su padre fantasma.
Hubiera sido más sencillo así.
Hubiera sido más sencillo si su padre hubiera sido un fantasma.
Podría haberle contado lo que estaba pensando. De camino a aquella cita que tenía con Cats McKisco, aquel providencial encuentro que, sabía, sería vigilado por todos, podría haberle dicho que creía que era cuestión de tiempo que todo el mundo supiera que su casa estaba en venta y que aquello sólo podía significar una cosa. Pero también le diría que si existía la más remota posibilidad de retrasar ese momento, iba a agarrarse a ella. Le diría (A LO MEJOR HA SIDO ELLA, PAPÁ), a lo mejor (HA SIDO LA SEÑORA POTTER), ella podía haberle enviado a Cats McKisco porque podía haber sabido que aquella cosa del autobús iba a ocurrir, ¿y quería eso decir que estaba echándole una mano?
Bill lo dudaba.
Pero iba a ceñirse al guión de todas formas.
Porque sabía que todo el mundo estaba al tanto de que aquella noche tenía una cita con Cats McKisco. Lo sabía incluso Eileen McKenney. Se lo había dicho ella misma. Aún cuando todo aquel contingente de niños y ejecutivos revoloteaban por el acogedor establecimiento, Eileen McKenney había abierto la puerta y había entrado. Se había, qué demonios, atrevido a entrar. ¿Se había atrevido antes? No. Era la primera vez que lo hacía. ¿Y por qué lo había hecho? Bill no daba crédito. (LARGO DE AQUÍ), había dicho Bill. Y ella había dicho que sólo quería confirmar que lo que los demás decían que había pasado era (CIERTO). (NO ERES BIENVENIDA AQUÍ, MCKENNEY), le había dicho Bill, sin responderle, mostrándole la puerta. Y entonces ella le había dicho que las cosas habían cambiado, le había dicho (HE DEJADO A JINGLE), y (VOY A DEJAR LOS CHISMES, BILL). Y Bill había sonreído. (CLARO), había dicho Bill, (POR ESO ESTÁS AQUÍ), había dicho, para (CONFIRMAR) que lo que dicen (AHÍ FUERA) es cierto, ¿y qué crees que es lo que dicen (AHÍ FUERA), McKenney? ¿No dirías que es un (CHISME)?
—No es exactamente un chisme, Bill —había dicho McKenney, y había sonreído.
McKenney no era especialmente bonita. Tenía los ojos pequeños, las mejillas ligeramente prominentes, y la clase de frente en la que podría instalarse un diminuto aeropuerto para diminutos aviones de mentira si fuese necesario. Pero cuando sonreía parecía capaz de cualquier cosa.
—No voy a escribir sobre ti, Bill —había dicho—. Voy a escribir sobre ellos. ¿Qué me dirías si te dijera que voy a empezar a escribir sobre esto que pasa?
—¿Esto que pasa?
—Su obsesión por todo.
—Oh, supongo que te diría que no vas a vender ni un solo ejemplar de esa cosa.
—No quiero estar en sus manos, Bill.
—Eres sus manos, McKenney.
—Ya no —McKenney se había sacado un cigarrillo de una pitillera. Se lo había llevado a los labios. Había repetido—: He dejado a Jingle. —Como si con dejar a Jingle pudiese dejar aquel condenado sitio, como si con dejar a Jingle pudiese borrar todo lo que había ocurrido hasta entonces, y luego había dicho aquello, luego había dicho (SÉ QUE ESTA NOCHE SALES CON CATS MCKISCO, BILL), y Bill había suspirado aliviado porque no había dicho nada de Stumpy, no había dicho (¿QUÉ HACÍAS EN LA OFICINA DEL NUEVO HACE UN RATO, BILL?), aunque no podía descartar que supiese que había estado allí, porque ¿no estaban aquellos malditos telespectadores de Las hermanas Forest investigan por todas partes, anotando todo lo que veían?
—Estoy harta de este sitio, Bill —había dicho McKenney, y había fingido expeler una (FUUUUF) calada, aunque el cigarrillo estaba, inevitablemente, apagado—. Creo que este sitio está harto de sí mismo, Bill. ¿No crees que todas esas ventiscas son cada vez peores?
—No lo sé, McKenney.
—A veces —(FUUUUF)— creo que este sitio está —(FUUUUF)— tratando de decirnos que nos vayamos todos al infierno.
—No me gustas, McKenney.
—Oh, lo sé. Pero no te preocupes. —McKenney agitó aquel cigarrillo apagado en el aire—. He acabado con esa chiflada. Y estoy pensando en, por qué no, dejarme de titulares absurdos como (¡EL CHICO PELTZER Y LA AGENTE MCKISCO JUNTOS!) y empezar a escribir sobre la razón por la que no pueden dejar en paz a nadie —(FUUUUF)—. ¿No te parece que podría ser interesante? Creo que podría ser interesante, Bill.
A Bill nada le parecía interesante.
Lo único que Bill quería era largarse de allí.
Y para poder largarse de allí tenía que fingir que todo marchaba indeciblemente bien hasta el momento en el que pudiese (PLOP) desaparecer.
Así que, ciñéndose al guión, Bill recorrió la distancia que separaba aquella ya dormitante tienda de souvenirs del aborrecible Scottie Doom Doom, dispuesto a dejarse observar. Cuando alcanzó el lugar, empujó la puerta, se metió la bufanda en el bolsillo, esquivó a aquel camarero patinador, y se instaló en la mesa más alejada del reservado que solía ocupar Eileen McKenney quien, para su sorpresa, no estaba allí.
Y se dispuso a esperar.
No esperó durante demasiado rato.
Aunque esperó más de lo que debía porque Jingle Bates estaba reteniendo a Cats McKisco en aquella oficina postal con aspecto de sala de estar.
De camino al Scottie Doom Doom, Cats había tenido que hacer una parada para entregar el telegrama de su padre. A su llegada, Jingle Bates lo había depositado en la saca de (URGENTES), a petición de la agente, que no iba, evidentemente, de uniforme. Se había puesto, Cats, sobre aquel vestido de punto, decididamente ajustado, un abrigo rojo, también, decididamente ajustado. Jingle Bates no pasó por alto el detalle, aunque poco podía hacer con él. Poco podía hacer también con lo que la chica, harto nerviosa por lo que Bates, y el resto de llamantes de aquella condenada ciudad, sabía, esto es, el asunto de su cita con el (CHICO PELTZER), acababa de contarle. Lo que le había contado era aquel asunto del (MALENTENDIDO) entre Myrlene y su padre. Por un momento, Jingle se visualizó escribiendo una de sus exitosas columnas en el Doom Post. La columna podía titularse (FRANCIS MCKISCO ROMPE CON SU ADMIRADORA POSTAL).
Luego recordó que aquello no iba a ocurrir. Y su cara se arrugó en un mohín de disgusto. McKenney seguía sin descolgar el teléfono en ninguna parte.
—McKenney no aparece —le dijo entonces a la pequeña Cats.
—¿Cómo? ¿Quieres decir que (GLUM) ha desaparecido? —La agente en prácticas se imaginó, como hacía siempre que alguien le señalaba la posibilidad de que hubiese ocurrido algo horrible en la ciudad, el cuerpo de Polly Chalmers en aquel montículo que, en adelante, sería conocido como el montículo Polly Chalmers—. ¿Crees que podría estar muerta? —Ninguna de aquellas veces el cuerpo tenía cabeza.
—¡Oh, no! ¿Muerta, McKenney? ¡JA! McKenney está por todas partes. Pero no sé qué mosca le ha picado. No contesta mis llamadas.
—Ah, (FUF), lo, eh, siento, tal vez ha sido también un, eh, malentendido.
—Claro —dijo Jingle, y luego clavó sus diminutos ojos como cuentas de algún tipo de mineral en los ojos de la resueltamente ingenua agente, y dijo—: Imagino que estás al tanto del asunto del autobús porque, de alguna forma, estás en él.
—¿Yo?
—Billy Peltzer ha cerrado la tienda esta tarde. Y sé que te cruzaste con él camino de donde fuese que fuese. Lo sabe todo el mundo. Hace un rato me llamó Mavis. Os vieron charlar delante de la tienda de disfraces de Bernie Meldman. ¿Te dijo a dónde iba? Porque dicen que venía hacia aquí pero no podía estar viniendo hacia aquí. ¿Billy Peltzer cerrando su tienda en mitad de la tarde para recoger uno de esos paquetes que ya casi nunca recoge?
—¿Casi nunca los recoge?
Catherine Crocker estaba, como cualquier habitante de la fría Kimberly Clark Weymouth, al corriente de todo aquel asunto de los cuadros. Madeline Frances Mackenzie había abandonado a su marido y a su hijo, y, poco después, habían empezado a llegar todos aquellos paquetes a la oficina de correos de la ciudad, paquetes que contenían cuadros, cuadros que parecían postales, enviadas desde todo tipo de sitios, sitios de todo el mundo, y nadie podía dejar de pensar en lo que sentía Randal Peltzer cuando los recibía, porque ella no sólo se había ido sino que parecía encantada de haberlo hecho, y cualquier atisbo de culpabilidad que el mundo creyese que podía sentir por haber dejado a su marido y a su hijo, se volvía descarado desdén al obligarles a contemplar de qué manera su vida no sólo no se había detenido, como lo había hecho la de Randal Peltzer y el pequeño Bill, sino que no dejaba de moverse, cada día, llegaba más lejos, crecía, se hacía cualquier otra cosa. La sensación, al final, era la de que su madre, la madre de Bill, había vivido, estaba viviendo, mil vidas, mientras él, su hijo, y, aquel, Randal, su marido, se quedaban, para siempre, detenidos, allí, en aquel frío y despiadado lugar, contemplando cómo la vida seguía y ellos no podían aspirar a otra cosa que a verla pasar, mientras se preguntaban por qué no los había, ella, llevado consigo, por qué los había abandonado, y si era esa la razón de que su vida no fuera como la de nadie más, si había que destruir para construir, si eran ellos el sacrificio que el mundo necesitaba para que ella cumpliera su sueño, si es que su sueño consistía en dar la vuelta al mundo o fingir estar haciéndolo para pintar todos aquellos cuadros con aspecto de postales que no parecían provenir de ninguna parte.
—Casi nunca los recoge —dijo—. Por lo que deduzco que estaba dirigiéndose a otro lugar. El otro día le llegó una carta extraña. Opaca. No pude, bueno, ya sabes. A lo mejor tú puedes preguntarle por ella. Tal vez esté tramando algo. Pensé que por una vez podía haberle escrito. Pero no creo. La carta procedía de Sean Robin Pecknold, ya sabes, ese sitio soleado. Y ninguno de esos cuadros procede de Sean Robin Pecknold. No proceden, en realidad, de ninguna parte. Alguien garabatea un lugar en el remite. Pero yo sé que ese lugar no es el lugar del que proceden. No hay matasellos.
—¿Pueden enviarse paquetes sin matasellos? Quiero decir, ¿no es obligatorio?
—No si proceden de un lugar en el que a sus habitantes se les permite omitir el lugar desde el que escriben. ¿Has oído hablar de Lurton Sands?
—¿Lurton Sands?
—Es la localidad en la que se encuentra ese sitio.
—¿Qué sitio?
—Willamantic.
—Oh, ese sitio.
—Sí. —Jingle Bates se relamió. Imaginar a Madeline Frances en un lugar que no fuese todas partes sino aquella única parte limitante parecía abrirle el apetito.
—No —dijo Cats—. La madre de Bill está viajando por todo el mundo. Esos cuadros llegan de todas partes. Todo el mundo lo sabe.
—Oh, aquí todo el mundo lo sabe todo todo el tiempo, y eso quiere decir que lo que sabe puede cambiar. ¿O no cambian las cosas todo el tiempo?
Cats dijo algo más, y luego salió. Corrió, sintiéndose observada por cientos de ojos que fingían no observar nada, como ocurría siempre en aquella maldita ciudad, en dirección al Scottie Doom Doom. Se decía mientras corría que no estaba, en realidad, nerviosa. Era algo que había aprendido en la Academia de Policía de Terrence Cattimore. Había aprendido a decirse que no estaba nerviosa. La manera en la que lo hacía era la siguiente. Imaginaba la palabra (NERVIOSA) y luego la tachaba.
No servía de mucho, pero le gustaba pensar que sí.
Cuando llegó al Scottie Doom Doom saludó, aquí y allá, a los habitantes del resto de las mesas, porque, claro, aquel sitio era como una ciudad dentro de una ciudad, y ella era la agente en prácticas McKisco. Todos, sin excepción, tenían sobre la mesa una libreta. ¿Qué anotarían? (LA PEQUEÑA MCKISCO ENTRA EN EL LOCAL) (SON LAS NUEVE DE LA NOCHE) (EL CHICO PELTZER LA ESPERA EN LA MESA TRESCIENTOS TRES) (SE SALUDAN). ¿Por qué no simplemente vivían su vida? Catherine Crocker se sentó. Bill le dio un trago a su cerveza. Dijo:
—Hola, agente McKisco.
Ella se sonrojó. Sonrió. Dijo:
—Hola, ciudadano Peltzer.
Él hizo un gesto a Nathanael, y Nathanael se aproximó a ellos.
—¿Una cerveza?
—Claro.
—Que sean dos.
Nathanael se fue por donde había venido.
—No nos quitan ojo de encima —dijo Bill.
Cats miró por encima del hombro, dijo:
—Ya veo.
Se restregó la nariz. Apenas podía oír lo que Bill decía. Todo lo que oía eran los latidos de su corazón. No parecían latidos. Parecían los pasos de un gigantesco animal (PUM) (PUM) (PUM) que hacía mucho que había dejado de acercarse, que estaba allí, y parecía estar yendo a algún lugar sin moverse del sitio (PUM) (PUM) (PUM).
—¿Sabes que este es el único lugar en el que Las hermanas Forest investigan se sigue viendo aún a todas horas? Se rumorea que la serie está a punto de cancelarse.
—¿Quién lo rumorea?
—Oh, bueno, Sam dice que lo ha leído en alguna parte. Sam lee cosas que llegan de otros sitios. Su padre estaba suscrito a un montón de revistas.
Cats cogió aire, suspiró, dijo:
—Claro. Sam.
Nathanael regresó. Dejó el par de cervezas sobre el pegajoso reservado. Bill apuró la anterior. Cats le dio un sorbo (PUAJ) a una de las recién llegadas.
—Odio este sitio —dijo Bill, cuando Nathanael se fue.
En realidad, a quien Bill odiaba era a Nathanael.
Odiaba la manera en que todo parecía traerle sin cuidado. Todo le traía sin cuidado porque era un personaje principal, la clase de personaje que no tiene que cargar con nada ni nadie más que consigo mismo, se decía Bill.
Pero no iba a decirle eso a Cats.
¿Qué podía decirle a Cats?
Por fortuna, fue ella quien habló. Acababa de caer en la cuenta de que no se había quitado el abrigo, así que se levantó, se lo quitó, y dijo:
—Hacía tanto que no salía que no sabía qué ponerme.
—Oh, en este sitio no importa lo que te pongas, acabarás en el papelucho de Eileen de todas formas.
—¿Por eso odias este sitio?
—No. Supongo que en realidad no estás a salvo en ninguna parte.
—No, supongo que no.
Se hizo el silencio.
Fue un silencio incómodo.
Lo rompió Bill.
Bill dijo:
—¿Sabes algo de lo que se dice? Yo nunca sé lo que se dice. ¿Qué se dice del nuevo, por ejemplo? Ese tipo. El de la inmobiliaria.
—Oh, ayer recibí una llamada.
—¿Te llamó?
—No, no me llamó él. Me llamó la señora MacDougal. Ya sabes. Me dijo que tiene la basura repleta de botes de cola.
—¿Botes de cola?
—Botes de cola.
—¿Y qué piensan hacer con eso?
Cats se encogió de hombros.
A Cats no se le daban bien las citas. A Bill tampoco se le daban bien las citas. En cierto sentido, uno y otro no eran más que un par de niños jugando a ser adultos todo el tiempo. ¿Y qué hacían los niños que jugaban a ser adultos todo el tiempo? No acertar nunca. Volver a casa y encerrarse en su habitación a, en el caso de Bill, leer una de aquellas biografías de ayudantes que nunca dejaban de ser ayudantes, y en el de Cats, ensayar un interrogatorio, la pistola sobre la mesa, el uniforme puesto, la lámpara apuntando en la dirección en la que se encontraba el sospechoso, que era cada vez alguien distinto, en realidad, la fotografía de alguien distinto, arrancada de la página de una revista de famosos cualquiera. Cats imaginaba el revuelo a las puertas de la comisaría, cada vez, las cámaras, los periodistas, esperando a que el interrogatorio terminara. Cats se imaginaba a sí misma siendo entrevistada por el atractivísimo presentador de algún tipo de programa de máxima audiencia, en un mundo en el que los detectives podían llegar a ser famosos, y lo eran, en un mundo en el que su trabajo importaba.
—No lo sé.
—¡JA! —Bill, la mirada perdida, bebía, un trago tras otro, y después de cada trago, sonreía, y a Cats le encantaba (PUM) (PUM) (PUM) aquella sonrisa, quién sabía por qué, y a ratos le fastidiaba que le encantara—. ¿Puedes detenerle por coleccionar botes de cola?
Se está comportando como si fuéramos amigos, se dijo Cats. Se está comportando como si yo fuera esa tal Sam. ¿Por qué? ¿No cree que esto sea, acaso, una cita?
—No, claro —dijo Cats.
—¿Tampoco podrías detenerme a mí, verdad? Quiero decir, imagina que hago algo que no gusta nada a nadie aquí. Como, no sé, cerrar la tienda.
Bill pidió otra cerveza. Bill estaba bebiendo más de la cuenta.
Pero iba a ceñirse al guión.
¿Y en qué consistía exactamente el guión?
¿Iba a tener que besarla?
Oh, no.
Aquello daría pie a quién sabía qué otra cosa y Bill no podía permitirse aquella otra cosa en aquel momento. Ni siquiera podía permitirse que aquel tipo, el agente inmobiliario, visitase su casa como era debido, así que ¿cómo iba a poder permitirse aquello? ¿No estaba a punto de largarse? Y, después de todo, ¿a quién intentaba engañar? Lo único que quería era llegar a casa y llamar a Sam. Quería llamarla para decirle que (LAS HERMANAS FOREST) habían descubierto que su agente inmobiliario coleccionaba botes de cola. Bill y Sam llamaban (LAS HERMANAS FOREST) al ejército de investigadores de Kimberly Clark Weymouth. Les parecía divertido.
—No —dijo Cats, y trató de (PUM) (PUM) (PUM) mirarle invitándole a algo. Bill siguió bebiendo y sonriendo. Ella también (PUAJ) bebía y (HIP) no le estaba sentando como era debido pero le estaba permitiendo flotar ligeramente. Flotar y decir cosas como—: Pero a lo mejor podría detenerte por no recoger tus paquetes.
—¿Por no recoger mis, eh, JE, paquetes?
Cats rodeó su pinta de cerveza con las dos manos, se la llevó a la boca y lamió el borde, en lo que consideró un ridículo gesto lascivo. Las cosas habían empezado a dejar de importar. Cats no acostumbraba a beber, Cats no bebía, en realidad, nunca, de ahí que se sintiese, habiendo apurado apenas una pinta de cerveza, lejos de sí misma, en alguna otra parte en la que todo parecía, y era, posible.
—Ajá —dijo.
—¿Te ha dicho Jingle que no recojo mis paquetes?
—Ajá —repitió Cats, devolviendo el vaso a la (PUM) (PUM) (PUM) mesa—. No sé —dijo. De repente no podía dejar de pensar en todo lo que deberían estar haciendo ya en cualquier parte, sin parar—. A lo mejor podría hacerlo. A lo mejor podría (HIP) detenerte. Imagina que dejas de recoger tus paquetes y tus paquetes inundan la oficina postal y no cabe nada más. ¿Te gustaría que te detuviera, Bill?
Bill sacudió la cabeza.
—A veces me pregunto qué haces con todos esos cuadros, Bill.
—No hago nada.
—¿Cómo no puedes hacer nada? ¿No crees que ella está intentando comunicarse contigo? Quiero decir, a lo mejor es, bueno, complicado.
—¿Sabes? Ni siquiera he hablado de esto con Sam, pero hay una, bueno, ¿cómo se llaman? ¿Marchantes? Hay una marchante que quiere montar una exposición, una, dijo, retrospectiva. La contrató Kirsten James, ¿puedes creértelo?
—¿Kirsten James?
—Sí. Dije que no porque no quiero oír hablar de nada que tenga que ver con esos malditos cuadros. A veces me digo que ojalá no existieran. Si no existieran todo sería más sencillo. No sé. Podrías quedártelos. ¿Los quieres, Cats?
Cats. Ha dicho Cats. ¿Es una señal? ¿Debería alargar el brazo y tocarle la mano, debería, como en todas esas películas de citas, posar mi pequeña mano sobre la suya? ¿Aunque ni siquiera se haya quitado sus ridículos guantes?
¿Por qué no se había quitado los malditos guantes?
—¿Por qué no te has quitado los guantes, Bill?
De repente, Cats parecía enfadada. Había alargado a mano, la había posado sobre una de aquellas manos enguantadas, y no podía creérselo.
—No lo entiendo, Bill. ¿Qué se supone que estamos haciendo? Yo me he puesto un maldito vestido y estoy, eh, imaginando todo tipo de cosas, Bill, oh, maldita sea, Bill ¿y tú ni siquiera te has quitado esos malditos guantes?
—¿Los guantes?
Bill se miró las manos. Efectivamente. Sus guantes seguían ahí.
—Oh, supongo que pensé que iba a ser, bueno, pensé que sería rápido.
—¿Rápido, Bill?
—Ya te he dicho que odio este sitio.
—Oh, no puedo creérmelo.
—¿Qué?
—Que estoy borracha, Bill. Y yo nunca me emborracho, Bill. Yo nunca hago nada mal, Bill. Esa señora Potter no tendría nada que hacer conmigo. Este sitio es horrible. ¿Y qué dirán de nosotros? Dirán que ni siquiera te quitaste los malditos guantes.
Cats se puso en pie. Se tambaleó ligeramente. Bill trató de sujetarla.
—No.
—Cats.
—Dirán (LA CHICA MCKISCO HACE EL RIDÍCULO). Puedo imaginármelos escribiendo en sus libretas. Deben estar haciéndolo ahora mismo. Oh, la muy estúpida, se dirán. ¿Sabes qué, Bill? Jingle quería que te sonsacara qué demonios has recibido en ese sobre opaco. Pensaba decirte que te anduvieses con cuidado. Creí que podíamos ser amigos. En realidad creí que podíamos ser otra cosa, Bill. Pero supongo que no ha sido una buena idea. No sé en qué estaba pensando, aunque en realidad sí lo sé, Bill.
—Un momento, Cats, ¿sabes si todo el mundo lo sabe ya?
—¿El qué, Bill? ¿Que esto no era una cita?
—Esa cosa del sobre opaco, Cats, ¿sabes si lo saben?
Cats parecía a punto de echarse a llorar.
—¿Por qué no se lo preguntas a toda esta (HIP) gente, Bill? —Señaló las mesas ocupadas de aquella posada interminable—. Todos saben más que yo, y no son tan estúpidos como para (HIP) creer que pueden salir contigo.
—¿Qué demonios está pasando, Cats?
—Me gustas, Bill —dijo la chica, y ella misma casi no pudo oírlo, de tanto como (PUM) (PUM) (PUM) su corazón insistía en llamar la maldita atención.
(OH, NO), se dijo Bill.
(ESTÚPIDO).
(ESTÚPIDO, ESTÚPIDO, ESTÚPIDO).