Cualquiera podría pensar que un agente inmobiliario de la talla del ilustre Howard Yawkey Graham dispondría, cuando menos, de una mansión, una mansión con jardines, en plural, pues una mansión rodeada de un único jardín no sería suficiente, puesto que se trataba de un ilustre agente inmobiliario, lo suficientemente ilustre como para organizar una entrega de premios. Y cualquiera podría pensar que en esos jardines habría fuentes, aquí y allá, y todo tipo de flores y plantas de lo más exóticas, y que aquella noche, la noche de los premios, habría camareros y carritos con bebidas, y canapés, y que sonaría algún tipo de música tranquila y elegante, tal vez, incluso, podría llegar a pensarse que el ilustre Howard Yawkey Graham contrataría, aquella noche, a una banda de jazz para que hiciese de aquella fiesta algo especial y único. Podría pensarse entonces que, en ese caso, se habría instalado un pequeño escenario, o cuanto menos, un pequeño púlpito, en el punto más visible del jardín principal, y que sería allí donde tendrían lugar los discursos de los ganadores, porque, después de todo, los ganadores habrían ganado y merecerían cierto respeto, cierto respeto y un par de minutos de una siempre apetecible gloria pasajera.
La orgullosa madre del nominado a Agente Audaz del Año, la reconocida articulista de la repelente Lady Metroland, la gran Milty Biskle MacPhail, no podía evitar imaginar que algo así iba a encontrarse el engreído ejemplar de columnista que había conseguido enviar allí con la excusa de que tendría la primicia mundial de aquellos prestigiosos premios inmobiliarios. Sin embargo, el pretencioso corresponsal, un tipo llamado Charles, Charles Master Cylinder, no iba a tardar en descubrir que la realidad era muy distinta. Le iba a bastar con poner un pie en el enmoquetado apartamento del ilustre agente para caer en la cuenta de que aquello no era más que una ridícula encerrona.
—Maldita arpía del demonio —se diría entonces.
Rezongaría, se bebería de un solo trago la copa que alguien le había servido y, camino de la puerta, se desharía de su corbata, de su libreta y de su zapato izquierdo, y ya en la calle, echaría a correr, sus rizos rubios aleteando, el pie descalzo, camino de su pensión, decidido a escribir una gran escena, la mejor escena que jamás hubiese escrito, una escena que arrancaría en aquel nido de perdedores, en aquel apartamento atiborrado de agentes, porque él no era sólo el columnista que aquella (MALDITA ARPÍA DEL DEMONIO) enviaba a toda clase de sitios horribles, sino un escritor, un gran escritor, y sabía reconocer una gran idea cuando la tenía delante.
En su huida se cruzaría con el aún desorientado Stump, que, le ocurría siempre aquellas noches, tardaba un buen rato en acostumbrarse al humo que había por todas partes. Porque en los Howard Yawkey Graham se fumaba.
Se fumaba muchísimo.
¿Y qué ocurre cuando llenas no una mansión sino un apartamento de diminutas habitaciones con una ni siquiera generosa terraza de agentes inmobiliarios que fuman muchísimo? ¿No se vuelve todo, de alguna forma, neblinoso?
—¿Has visto eso, Stu?
Stump miró alrededor. Todo lo que vio fue una montaña de humo. Y en mitad de esa montaña apareció un pijama. Era el pijama de Strunkie Durkheim.
Alice Strunk, también conocida como Strunkie Durkheim, era lo más parecido a una amiga, la única, en realidad, que Stumpy tenía en aquel nido de cuervos venenosos.
Pero también era un auténtico desastre.
Alice ganaba todos los años, sistemáticamente, y sin proponérselo, el Howard Yawkey Graham a Peor Agente del Año. Era experta en hacer francamente mal todo lo que podía hacerse francamente mal en cualquier transacción inmobiliaria. También era experta en vestir con descuido, en cepillarse el pelo una única vez por semana, y en olvidar citas, extraviar contratos, hablar más de la cuenta, coleccionar objetos robados de los bolsos o maletines de sus clientes, objetos que amontonaba en un rincón del garaje en el que vivía desde hacía tanto tiempo que a menudo se sentía incapaz de recordar que una vez había sido una niña y que alguien había cuidado de ella.
—No. ¿El qué?
—Ese tipo.
—¿Qué tipo?
—Ha perdido un zapato. Míralo. Está ahí. ¿Crees que deberíamos recogerlo?
—¡No!
—¿Por qué no? Podría ser su princesa. Él podría ser mi ceniciento. Podría ir por ahí con el zapato. Les pediría a todos los hombres que se quitasen los zapatos para probárselo. Podría ser divertido. Aunque también sería de lo más humillante. ¡Dios mío, nunca había pensado en lo humillante que es! ¿Te das cuenta? Oh, no. Fíjate en lo que les estaba diciendo ese maldito cuento a todas esas niñas. Les decía que ella tenía que encajar. Porque el zapato era su mundo, el mundo del príncipe, ¡y ella tenía que encajar! ¿No te parece lo más humillante que has oído jamás?
—¿De qué demonios estás hablando, Al?
—De ese maldito cuento del zapato, Stu.
Stump suspiró. Se toqueteó la pajarita. Se restregó los ojos. Todo lo que alcanzaba a ver eran formas. Formas que se movían en aquel ectoplasma humeante.
—Estás nervioso.
—No estoy nervioso.
—Te restriegas los ojos.
—Me pican los ojos.
—Deberías empezar a fumar.
—No pienso empezar a fumar.
—¿Has visto a Maureen?
—No.
—Ahora se hace llamar señor Solomon.
—¿Señor Solomon?
—Lleva bigote.
—¿Maureen Campbell?
—Ahora es el señor Solomon.
—¿Por qué?
Alice se encogió de hombros.
—Voy a recoger el zapato.
—No, Al.
—Si no lo recojo, Renzi lo pisará. Míralo. Lo tiene justo detrás. Si da un paso hacia atrás, lo pisará y entonces todo el mundo descubrirá que alguien ha perdido un zapato y ya no podré quedármelo.
—Al. No tienes por qué quedártelo.
—¿Por qué no? Espérame aquí. Vuelvo enseguida.
Al se fue. Stump se acarició la pajarita. Miró alrededor. Le pareció ver a Brandon Jamie Pirbright charlar animadamente con una pareja. Brandon, el otro nominado en su categoría, también iba acompañado. Le acompañaba una chica menuda y rubia, parecida a una muñeca rusa: oronda, profunda. Brandon había abierto una oficina aquel mismo año, y era una oficina dedicada exclusivamente a la compra, venta y alquiler de un único tipo de casas, las casas desmontables que diseñaba Clovis Digby Fox. Conocidas popularmente como Digby Foxes, las casas que diseñaba Clovis Fox eran tan sencillas de montar que podían enviarse por correo. Todas ellas se parecían, eran, en realidad, idénticas, a la casa en la que Clovis había pasado su infancia, una casa victoriana de dos plantas y desván, con ventanas guillotina y número dorado en la puerta. Lo único que los propietarios podían elegir, en realidad, eran los colores en que querían cada uno de los acabados. Por supuesto, las casas eran de madera, y se enviaban en una colección de camiones, desmontadas, o, en los casos que así lo requerían, ya montadas, remolcadas, a la vista de todo el mundo. Aquellas casas que viajaban tenían aspecto de casas caminantes, de casas que habían salido de casa para ver mundo. Casas a las que no le iba nada mal, a juzgar por el mastodóntico reloj de oro que lucía el hasta entonces desconocido Brandon Pirbright.
Stump sacudió la cabeza.
No tenía nada que hacer.
Mamá, se dijo Stump, estoy tirando mi vida por la borda.
—Sé lo que estás pensando —dijo, en un susurro, Maureen.
—Oh, yo, eeeh, vaya, ¿Maureen?
—Ahora soy el señor Solomon.
—Oh, claro, encantado. —Stump le tendió la mano. Maureen se la estrechó. La mano de Maureen era una mano delicada, de uñas cortas y decididamente bien cuidadas—. Señor, eh, Solomon. Es un, uh, placer.
—Puedes llamarme Gregor.
—Oh, así que Gregor Solomon.
—Sí. Pensé en hacerme llamar Imogen pero habría sido demasiado, ¿no crees?
Maureen acababa de divorciarse. Su marido se llamaba Imogen. Imogen Hermes Gowar. A Imogen no le gustaba considerarse un mero agente inmobiliario, Imogen se consideraba una especie de Dios del Hogar. Tenía en sus manos cientos de miles de propiedades y, con ellas, cientos de miles de vidas, las de sus propietarios e inquilinos.
Era un tipo francamente aborrecible.
—Sí, habría sido demasiado —dijo.
—¿Qué te parece mi bigote?
—Es, uh, ¿frondoso?
(JA JA), rio Maureen.
—Siempre me has caído condenadamente bien, MacPhail —dijo Maureen—. Lástima que ese Pirbright vaya a quedarse con tu premio, querido. No es —Maureen le dio un sorbo a su copa. Tenía una copa en la mano. Stump se preguntó si se la acababa de sacar del bolsillo. No parecía haber estado allí un segundo antes— justo.
—¿Va a quedarse con mi premio? —titubeó el pequeño agente.
—No. Bueno, supongo que, maldita sea, he bebido más de la cuenta. —Maureen le alargó la copa a Stump—. Llévatela lejos. —Hizo ademán de sacar algo del bolso, y se dio cuenta de que no había ningún bolso de donde sacar nada—. Lo siento —dijo.
—Entonces no, eh, yo no voy a, vaya.
—Oh, joder. Lo siento. Supongo que el bigote no me sienta tan bien. He tenido que charlar con Howard antes. Y es tan horrible. La forma en que se pavonea cuando eres un tipo es casi peor de la forma en que lo hace cuando eres una tía, MacPhail. No sé, creí que, oh, sólo estaba intentando que todo fuera más sencillo, pero en realidad todo es igual de complicado, sólo que de una forma distinta.
—Lo sé.
—Ha estado pavoneándose todo el tiempo. ¿Cómo lo soportáis? Quiero decir, ¿ser un tipo es tener que soportar también todo eso?
Stump asintió. No sabía bien qué hacer con todo aquello. Iba a tener que irse a casa y esperar la llamada airada de su madre. Querría saber por qué no había ganado aquel condenado premio, y por qué seguía, en consecuencia (TIRANDO SU VIDA POR LA BORDA) en aquel ridículo lugar del demonio.
—Supongo que, eh, sí.
—Déjame decirte algo, MacPhail.
Maureen se acercó a él. Se acercó tanto que, cuando empezó a hablar, sus labios rozaban los labios de Stump. Quién sabía en qué estaba pensando.
—Nada de lo que sea que tienen esos tipos vale la pena —dijo.
—No, eh, claro.
El bigote de Maureen le hacía cosquillas en la nariz.
—Tú merecías ese maldito premio.
—No, eh, Maureen.
—Es la verdad, Stump. Aquí, MacPhail, se está confundiendo la audacia con el éxito. Y la audacia —Maureen le arrebató la copa. Le dio un trago. Se la devolvió— no tiene nada que ver con el éxito. Es, quiero decir, a veces, no tiene nada que ver con el éxito.
—¿No?
—No. Tú, Stump MacPhail, eres audaz. Te has ido a ese sitio y —(HIP)— no te ha importado lo más mínimo el mundo. Quiero decir, la forma en que el mundo funciona te dice que no deberías irte a un sitio así y tú, MacPhail, te has ido. He ahí —(HIP)— la audacia. Lo único que ha hecho ese tal Brandon ha sido subirse al carro de las Clovis Foxes.
—Digby Foxes —la corrigió MacPhail.
—Lo que sea. En cualquier caso, eso no es audacia, MacPhail, eso es suerte.
—No, eh, je, Maureen, supongo que él también hizo una, eh, apuesta.
—Oh, vamos. Bébete eso, MacPhail, y lárgate de aquí. Toda esta gente no te merece. Ni siquiera me merece a mí. Pero antes de irte, acércate a —(HIP)— Howard, MacPhail, y dile que deje de comportarse como un bebé, dile que —(HIP)—, por favor, la próxima vez, no confunda tu audacia con la suerte de nadie.
—No, eh, Maureen, yo…
—Díselo, MacPhail.
MacPhail sonrió. Se miró las manos. Eran sus manos. Las había hecho su madre. No le soportaban. No soportaban que estuviera tirando su vida por la borda. Por eso querían irse. Querían irse de allí. No querían sostener ninguna copa. Querían largarse.
Maureen se mesó su frondoso bigote.
—Ya estoy aquí —informó Alice. La puntera del zapato de Charles Master Cylinder le sobresalía del bolso—. ¿Ha llegado ya todo el mundo?
—Me temo que sí —dijo Maureen, dirigiendo la mirada al único lugar en el que se servían bebidas—. Todo el mundo ha llegado hace exactamente tres minutos.
Con todo el mundo, evidentemente, no se referían exactamente a todo el mundo. Con (TODO EL MUNDO) se referían a Myrna Pickett Burnside, la puede que mil veces ganadora del Howard Yawkey Graham a Mejor Agente del Condado. De ella se decía que en su cerebro existía un futuro propietario para cualquier casa. Porque su cerebro era un cerebro decididamente dotado para el negocio inmobiliario. Actuaba, más que como un cerebro, como el asistente perfecto. Un asistente capaz de conceder deseos que siempre consistían en deshacerse de casas.
A Stump le hubiera gustado tener un cerebro así.
Si Stump tuviera un cerebro así no tendría que invertir en anuncios en revistas literarias a los que nadie nunca prestaría atención porque ¿acaso alguien que pretendiese mudarse compraba una revista literaria? No, por supuesto que no. ¿Y acaso la clase de gente que se compraba esa clase de revistas podía mudarse a menudo? ¿No era gente que acumulaba demasiadas cosas, acumulaba demasiados libros, los, en realidad, atesoraba, y no concebía la idea de hacerles perder la cabeza llevándolos, todo el tiempo, de un sitio a otro? ¿Acaso leía alguien una revista literaria, una revista literaria sobre Louise Cassidy Feldman, para comprarse una casa? Nah, ¿en qué demonios estaba pensando?
Cuando Stump le había dicho a Al que tenía que vender una casa que ni siquiera podía poner en venta, Al le había dicho que la cosa, fuese lo que fuese, era pan comido.
—Habla con Myrna —le había dicho.
Pero ¿acaso podía hablar con Myrna?
¿Qué iba a decirle?
—Hola, Myrna. Soy una mota de polvo. Me llamo Stump. Aunque puedes llamarme MacPhail. Me he mudado a un lugar horrible y tengo que vender una casa que ni siquiera puedo poner en venta. Siempre me ha gustado tu peinado. Aunque en realidad lo que me gustaría es tener un cerebro como el tuyo, pero no puedo robártelo, porque para robártelo tendría que matarte, y, en realidad, no serviría de nada, porque nadie podría transplantármelo. En cualquier caso, me gustaría preguntarle, ahora que te tengo, por fin, delante, qué crees, qué cree él, en realidad, que puedo hacer con esa casa porque lo que se me ocurre es tan disparatado y tan absurdo que no tiene ningún sentido.
Oh, vamos, MacPhail.
No te tomes el condenado pelo.
—Piensa bien qué clase de carta quieres jugar, Stu.
—¿Qué clase de carta quiero jugar, Al?
Volvían a abrirse camino entre la gente. Stump sacó su pañuelo y se enjugó las lágrimas. Tosió (COF) (COF). Todo aquel humo del demonio lo estaba matando.
—No sé, ¿qué es lo que quieres exactamente? Myrna es como un, uh, no sé, dios, ya sabes, y no hay que acercarse a ella a menos que se tenga algo que ofrecer.
—¿Algo que ofrecer? Yo no tengo nada que ofrecer, Al. A menos que sea aficionada al modelismo y pueda ofrecerle una casa en mi ciudad de juguete.
—Oh, vamos, Stu. No seas llorón. Siempre puedes invitarla a salir. Creo que no ha salido con nadie desde, uh, déjame pensarlo —Alice hizo una pausa dramática—, nunca.
—¿Salir, Al? ¿Salir yo con Myrna Burnside? ¿Salir Míster Don Nadie con la Chica Más Popular de Todas las Fiestas? ¿Estás intentando tomarme el pelo?
—No estoy intentando tomarte nada, Stu. Todo el mundo sabe que Myrna no hace otra cosa que trabajar. Cualquiera que se tenga por un triunfador en esta fiesta, Stu, sólo es un niño en pañales al lado de Myrna. Así que dudo mucho que nadie la invite a salir —(¡UOP!) (¡MÍA!) Alice acababa de cazar una copa—. Sé que Imogen tuvo un pequeño desliz con ella poco después de, ya sabes, lo que pasó con Maureen, y la cosa acabó francamente mal. —Alice bajó la voz. Le dio un sorbo a aquella copa que parecía una copa de champú—. Parece ser que se mordieron.
—¿Se mordieron?
—Oh, supongo que no pudieron el uno con el otro. Debieron estar hablando de sí mismos hasta que se sacaron de quicio y entonces se lanzaron el uno contra el otro para intentar hacerse callar.
A Stump nunca le había gustado Myrna. No era sólo que hablase de sí misma más de la cuenta, y que hablase de sí misma como si no hubiera nadie más en el mundo, como si el mundo se hubiese creado únicamente para que ella hiciese lo que le gustaba, que era alquilar y vender casas, bloques de apartamentos, compañías, estadios, cualquier cosa que alguien hubiera construido, o estuviese aún construyendo, y que pudiese albergar a una sola o a cientos de miles de personas, es que Myrna, bajo su apariencia de mosquita muerta era un poderoso halcón. Vestía demasiado amplias camisas de hombre e inquietantes y también, demasiado grandes, chalecos, a menudo con decididamente poco apropiados flecos, y seguía llevando aquellas gafas, las gafas que había llevado de niña y, más tarde, había llevado de adolescente, y a las que no había querido renunciar porque, decía, le recordaban de dónde venía. ¿Y de dónde venía Myrna Pickett Burnside exactamente? Sin duda, de la mesa del rincón más apartado de la clase, del lugar en el que se podía ser cualquier cosa menos popular. Sí, Myrna Pickett Burnside tenía un cerebro privilegiado, era una veterana nerd orgullosa de serlo, una intelectual que había escapado a un destino cruel, alguien que, pudiendo haber elegido interpretar el papel de heroína, se había decantado, no le había quedado otro remedio, la vida había sido dura con ella, y sobre todo lo habían sido los demás, por el de una, a ratos, incomprensiblemente tímida villana. A Stumpy siempre le había parecido que Myrna Pickett Burnside era tan milagrosamente hermosa y destructible como una pompa de jabón.
—No voy a ganar el premio, Al.
—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?
—Me lo ha dicho Maureen.
—Oh, ¡qué sabrá Maureen Campbell!
—Ahora es uno de esos tipos.
—¿Y qué tiene eso que ver?
—No voy a ganar el premio, Al.
—Oh, Stu.
—Mi madre va a enfadarse. Me dirá que estoy tirando mi vida por la borda y yo empezaré a pensar que tal vez tenga razón. Es algo que pienso todo el tiempo. ¿Estoy tirando mi vida por la borda, Al?
—No lo creo, Stu. ¡Estás siguiendo los pasos de Louise Cassidy Feldman!
—No es verdad. Louise Cassidy Feldman nunca se mudó a ese lugar.
—¡Pero tú lo has hecho! ¡Y lo has hecho por ella! ¿No crees que estaría orgullosa de ti? Yo creo que estaría orgullosa de ti, Stu.
—¿Quién quiere que una escritora que ni siquiera conoce esté orgullosa de él? Tal vez debería volver a casa. Debería empaquetar todas mis cosas y volver a casa.
—Oh, vamos, Stu, ¿todo esto por ese condenado premio?
—No voy a ganarlo, Al.
—Oh, no puedo creérmelo, ¿aún no sabes cómo funciona esto, Stu?
Stumpy sacudió la cabeza. Pensó en el hombro de su madre. Le habría gustado que el hombro de su madre le dijera (VEN AQUÍ, PEQUEÑO). Pero el hombro de su madre no iba a abrir el pico. Si pudiera abrirlo, le diría (¿QUIERES DEJAR DE PERDER COSAS?).
—Oh, ahí está Myrna.
—Oh, no, Al.
—¡MYRNA!
Myrna estaba mordisqueando algo con aspecto de haber tenido cabeza, ojos, y un cerebro en el que quién sabe si se podría haber compuesto un pequeño, diminuto, poema, de haber sido el primer ser diminuto inteligente de la historia.
—Oh, vaya, Curkheim, ¿qué tal?
—Es Durkheim, Myrna.
—Claro, Curkheim, ¿cómo marcha todo por ese garaje?
—Oh, eh, francamente mal pero ¿qué más da?
—Myrna Burnside. —Myrna le tendió la mano a Stumpy. Stumpy se la estrechó. Su mano, que era una mano que había fabricado la mismísima Milty Biskle MacPhail, notó una pequeña descarga eléctrica al hacerlo. Después de todo era la mano de alguien que podía dar pie a una infinidad de titulares.
—Stumpy MacPhail.
—Oh, el nominado —dijo Myrna.
—Ahórrate el gesto, Myrn. Sabemos que Stu no tiene ninguna opción —interrumpió Al—. Apuesto a que nadie votó por él.
—Oh, no tengo entendido eso, Curk.
—Es Durk, Myrn, Alice Durkheim.
—Oh, lo siento, Alice, lo cierto es que la candidatura de Brandon era un pequeño bombón, si sabes a lo que me refiero.
—Yo no sé nada, Myrn.
Stump estaba en un callejón sin salida. Podía simplemente echar a correr hacia la puerta y escapar. O podía quedarse allí y fingir que sabía lo que se traía entre manos por mucho que no lo supiera. Optó por lo segundo. Dijo:
—Siempre puedo fingir que lo he ganado.
—¿Fingirlo? —Myrna parecía interesada.
Lo que ocurrió a continuación fue lo que Maureen Campbell habría considerado un golpe de suerte. Un golpe de suerte al que, en realidad, había dado lugar la audacia, una francamente ingenua.
—Oh, Stu tiene una ciudad de mentira —informó Al.
La cara de Myrna Pickett Burnside se iluminó.
—¿Modelas? —preguntó.
Stump asintió. Logró balbucir algo relacionado con su (CIUDAD SUMERGIDA) y con la tienda de Charlie Luke Campion, llamada simplemente Modelismo Charlie Luke Campion. Era, decía, una tienda especializada en (OTROS MUNDOS).
—¡Oh, Charlie Luke! ¿Qué haríamos sin él, verdad? —dijo Myrna.
Resultó que Myrna Burnside tenía una pequeña ciudad similar a la pequeña ciudad de Stumpy, sólo que la pequeña ciudad de Myrna no era una pequeña ciudad sumergida.
Stump no daba crédito.
Al sacó aquel zapato de su bolso. Lo olió. Hizo una ridícula mueca. Miró hacia todas partes. Fingió que todo le traía sin cuidado. Jugueteó con el zapato durante un buen rato. Lo devolvió, finalmente, a su bolso. Y durante todo ese tiempo, Myrna estuvo hablando sin parar de su pequeña ciudad, comprobando que Stump recogía, como se recogen las pelotas de tenis una vez golpeadas, todos sus comentarios, y que lo hacía como debe hacerse, con el conocimiento que da disponer de uno de aquellos improbables y, sin duda, exóticos, otros mundos creados por agentes inmobiliarios que habían crecido pero no lo suficiente como para dejar de jugar con muñecos.
—Está bien. Creo que he tenido suficiente. Stu, ¿no vas a hablarle nunca de tu casa aburrida? Porque para eso estábamos aquí, ¿no? Stu tiene una casa aburrida, Myrn.
En el idioma de todo agente inmobiliario que alguna vez hubiera pisado el sin duda decepcionante apartamento del ilustre Howard Yawkey Graham, una casa aburrida era una casa con la que se estaban teniendo serios problemas.
—Vender una casa aburrida es complicado y aburrido —dijo Myrna.
—Y yo diría más en este caso, Myrn, también es imposible —dijo Al.
—Oh, nada es imposible, Alice.
—¿Quieres oír algo divertido? Ni siquiera puede plantar un cartel en el jardín.
Myrna frunció el ceño. El ceño de Myrna era, sin duda, un ceño superior. Después de todo, era el ceño que obedecía a un cerebro capaz de encontrar a cualquier futuro inquilino de cualquier hogar sin inquilinos.
—No, eh, mi cliente no, eh, quiere. Tiene un problema con, uh, los vecinos.
—Querido Dan. —La mano de Myrna se posó en su hombro.
—Stump.
—Querido Dan. —La mano de Myrna seguía en su hombro—. Vas a plantar ese cartel y vas a vender esa casa porque eres un agente y eso es lo que hacen los agentes. Tu cliente, sea quien sea, debe tener un buen trabajo, y ¿estás tú opinando sobre lo que debería o no debería estar haciendo en su trabajo? No, ¿verdad?
Stump sacudió la cabeza.
—Por supuesto que no. Así que ¿quién es él para opinar sobre cómo debes hacer el tuyo? Repite conmigo, Dan: nadie. Ese tipo no es nadie.
—Claclaro.
—Repítelo.
—Oh, es, je, ese tipo no es, uh, nadie.
—Eso es.
—Ya, eso está muy bien, Myrn, pero Stu no tiene tu cerebro. Háblale a tu cerebro de sitios horribles relacionados con libros a ver qué se le ocurre.
—¿Es un sitio horrible?
—Yo no lo llamaría así —dijo Stump.
—Oh, a él le encanta, pero nosotros no contamos, ¿verdad, Myrn?
—¿Qué tiene de horrible? —inquirió Myrn, ignorando el comentario de Al.
—Hace frío —dijo Stump.
—Nieva todo el rato, Stu.
—Esquiadores —dijo Myrna.
Estaba comunicándose con aquel cerebro suyo.
Miraba hacia ninguna parte.
Parecía ida.
—No, demasiado horrible para esquiar. Hay tiendas de esquís, ¿verdad, Stu? Pero no hay ninguna estación lo suficientemente cerca. Hay un lago, eso sí.
—¡Patinadores!
—Nah. No sé si el lago es lo suficientemente imponente como para mudarte. Aunque quién sabe. ¿Patinadores, Stu?
—Libros. Has dicho libros. Hace sólo un segundo. ¿Has dicho libros, Alice?
—Sí, Myrn. Stu, cuéntale todo ese asunto de la escritora.
—Oh, es, bueno, el lugar es algo así como un lugar mítico —dijo Stu.
—¿Mítico para quién? —quiso saber Myrn. Acababa de salir de aquella especie de trance. Era claramente ella quien hacía la pregunta. Su cerebro parecía a la espera.
—Para los, eh, lectores de Louise Cassidy Feldman.
—¿La autora de La señora Potter no es exactamente Santa Claus?
—¿La conoces? —espetó, ilusionado, Stumpy.
—¡Por supuesto! ¡Tengo hasta una pequeña miniatura suya en una de mis ciudades! Le vendí una casa en una ocasión. Una mujer difícil, Dan. ¿Sabías que escribe siempre al aire libre? No puede hacerlo, dice, encerrada. Habla con su coche. Le llama Wayne.
—Jake —la corrigió Stump.
—Eso he dicho, Wayne.
—Myrn, nos trae sin cuidado esa mujer, lo que Stu quiere es vender esa casa. ¿Por qué no le pides a tu cerebro una pista? Sólo necesitamos una pista.
Por un momento, Stumpy se vio propulsado en el tiempo. Se visualizó en un futuro muy lejano. Fumaba. Estaba en aquel mismo apartamento y fumaba. Tenía el pelo blanco. Llevaba una pajarita negra. Ni siquiera se había puesto chaqueta. Llevaba la pajarita, pero su camisa estaba cubierta de manchas. Quién sabía de qué eran las manchas. Parecían de sangre. Stump fumaba y tosía. Se había dejado crecer la barba, descuidadamente. Era, la suya, también, una barba blanca. Estaba solo en mitad de una de aquellas habitaciones del ridículo apartamento de Howard Yawkey Graham. A su alrededor, otros agentes charlaban. Stump no parecía Stump. Parecía alguien que hubiera ido al infierno y hubiera vuelto y al que jamás se le pasaría por la cabeza contar lo que allí había visto. Stump era su padre. Tenía incluso su enorme lunar junto al ojo derecho. Se lo rascó. El Stump del futuro se rascó aquel lunar, y el Stump que había perdido el contacto con el mundo que le rodeaba hacía tan sólo un segundo, el segundo en que había sido propulsado en el tiempo hasta quién sabía qué momento futuro, volvió a recuperarlo, y lo hizo llevándose también la mano al costado derecho de la cara y rascándose el punto exacto en el que se encontraba el lunar de su padre en aquella otra cara que no era la suya, que era la cara de su padre.
—Los Benson —oyó que decía Myrna.
—Oh, no, ¿esa pareja de chiflados aún busca casa? —oyó que decía Al.
—Querida, esa pareja de chiflados siempre está buscando casa —oyó que decía Myrn.
—¿Y crees que podría interesarles? —oyó que decía Al.
Stump estaba presente, pero no podía tocar aquella escena. No podía intervenir en ella. Era un mero espectador. Quién sabía lo que le estaba pasando. La vivía desde dentro de su propio mundo, desde dentro de, quién sabe, su propia ciudad sumergida. Parecía que una pared de cristal le separaba del mundo que en aquel momento constituían Alice Strunk y Myrna Burnside. No dijo nada, sólo escuchó. Myrna dijo:
—Lo único que necesitas, Dan, es un fantasma.