5
La música en el
clasicismo: la vigilia de la
razón produce el equilibrio
LOS ORÍGENES DEL CLASICISMO
(HASTA APROXIMADAMENTE 1760)
Diálogo buffo:
las fuentes y el marco del clasicismo musical
Uberto y Serpina discuten en el escenario. Él desconfía de su actitud. Ella está urdiendo una treta para conseguir que se case con él. Ninguno de los dos es un héroe de la Antigüedad, un ser mitológico o un personaje bíblico. Uberto, rico comerciante, convive con Serpina, su criada, la cual se ha hecho con el mando de la casa. Musicalmente todo es directo, no hay ningún rastro de grandilocuencia: pocos personajes, frases musicales breves y repetitivas, ritmo armónico lento, canto silábico, anacrusas constantes y homofonía del continuo. En definitiva, se prima la acción y el diálogo a cuyo servicio están tanto el aria como el recitativo. Y sin embargo, todo ello ocurre en un marco operístico, prácticamente durante la misma época en la que Bach da a conocer su Pasión según san Mateo o en la que Haendel pone en escena algunas de sus mejores óperas en Londres. ¿Que está ocurriendo? Uberto y Serpina son los protagonistas, junto a Vespone, un personaje mudo, de La serva padrona de Giovanni Battista Per-golesi (1710-1736), estrenada en Nápoles en 1733, la que ha sido considerada primera obra maestra del género buffo. Realmente, esta pequeña ópera pertenece a un género preexistente, los intermedii, o pequeñas escenas cómicas que se intercalaban dentro de las representaciones de la ópera seria. La reforma y depuración de esta, que pudimos leer en la última parte del capítulo precedente, terminó por «expulsar» a estas piezas que acabaron por convertirse en un género independiente y de gran proyección hacia el futuro. Detrás de su éxito y capacidad para calar en la audiencia, existe un trasfondo social: la ópera bufa manifiesta, más allá de sus argumentos hilarantes, una nueva realidad social cercana a la nueva clase burguesa emergente, mostrando las novedades sociales, geográficas y profesionales, como el caso del comerciante Uberto. Sus frecuentes parodias del virtuosismo vocal ironizan sobre la artificiosidad de la ópera seria. En conjunto, la ópera buffa, también conocida como «ópera cómica», apunta maneras y formas que alcanzarán su plenitud en la segunda mitad del siglo xviii. Pero ¿es este «diálogo buffo» la única fuente en donde se apoyará el futuro de la música?
Evidentemente no. La primera cuestión que podemos formularnos es por qué hablamos de clasicismo, cuando, de una manera generalizada y no muy acertada, hemos asumido como clásica a toda una corriente de música que comienza en el Barroco y acaba en nuestros días, frente a otra que denominamos usualmente popular. Es indudable que a mediados del siglo xviii se revitalizó la mirada hacia la Antigüedad, la cual había tenido ya un primer capítulo en el Renacimiento. Pero ahora hay un nuevo componente que se puede calificar de arqueológico. Por ejemplo, es esta la época en la que se comienzan a hacer excavaciones, entre ellas la de una recién descubierta Pompeya, a lo que se suma un estudio científico y racional de historiadores y estetas como Johann Joachim Winckelmann que abordan las formas de la Antigüedad proponiéndolas como modelos para el propio arte de la época, que no por casualidad pasará a la historia con la denominación de Neoclasicismo. Así, si lo clásico pasa a ser sinónimo de equilibrio natural o justa proporción, la música pasa a asumir en buena medida este distintivo. De esta manera, pueden entenderse ideas como la de equilibrio entre secciones o entre tonalidades, las cuales buscan una claridad de la forma que capte la atención del oyente. Estas premisas encuentran su primera traducción musical en la órbita del término galant, que comienza a ser utilizado poco después del 1700, tomando especial carta de naturaleza hacia la década de los veinte con el apelativo completo de style galant. Musicalmente, se aplica a aquella música donde lo melódico fluye libre de las complejidades del contrapunto del último Barroco, con frases musicales sencillas, regulares y de pequeñas dimensiones, y apoyándose en ligeros acompañamientos. En este contexto, la voz humana gana terreno como instrumento ideal y, en cierta medida, la flauta travesera, la cual empieza a preferirse a la flauta dulce que poco a poco cede el terreno. La ópera buffa es uno de los flancos de penetración del style galant en el Barroco, pero no el único. Los gestos de esta nueva moda aparecen en autores del Barroco tardío, que realmente suponen un puente entre dos concepciones musicales, como son los casos de Giuseppe Tartini (1692-1770) o Georg Philipp Telemann (1681-1767). Incluso es posible rastrear algunos pasajes musicales con «galanterías» en las obras de Haendel o de Bach.
Los intermedii cómicos de las óperas serias terminaron
desligándose hasta conformar espectáculos autónomos,
germen de la ópera buffa, donde un nuevo lenguaje y una
nueva temática resultaban más afines a la emergente clase
burguesa. En la imagen, uno de estos intermedii reflejado en
un óleo de la escuela de Pietro Longhi (1701-1785).
Las diferencias entre el estilo barroco y las nuevas tendencias
que progresivamente acaparan la creación musical de la
primera mitad del siglo XVIII se pueden apreciar sin ir mucho
más allá del seno de la familia de los Bach. Arriba, se observa
el intrincado contrapunto de Johann Sebastian Bach en
contraste con el estilo de su hijo Johann Christian, más abajo.
Este último evidencia rasgos del nuevo style galant en cuanto
a una ponderación de lo melódico con rasgos repetitivos
—señalados en los cuadros—, o en el uso de un «bajo de
Alberti» —resaltado en la voz inferior—, donde la armonía
no se plasma con notas simultáneas, sino que se despliega
sucesivamente aligerando el carácter del acompañamiento.
La edición se convierte en uno de los vehículos
principales para la expansión y conocimiento
de la música durante el siglo XVIII, además de
en un creciente negocio. Muchas firmas nacidas
durante este período aún están activas, como
Artaria, que publicó ya en 1785 los cuartetos que
Mozart dedicó a Haydn, cuya portada figura en la imagen.
Pero de una manera paralela a la plena integración del idioma de lo galant en la música, surge hacia los años sesenta del siglo xviii un fenómeno de apenas un par de décadas de duración que se centró principalmente en territorio germano y en la música instrumental. Se trata del empfindsamer stil (‘estilo sentimental’), en el que si bien, como en el style galant, se busca la potenciación de lo melódico, se hace de una manera personal y subjetiva a través de recursos como la ornamentación, el uso de los unísonos o la predilección por las tonalidades menores, primando un plano irracional y expresivo asimilable al coetáneo movimiento literario del Sturm und Drang (‘tempestad e ímpetu’): es como si un conato de romanticismo hubiese dejado la semilla para el siglo venidero.
Examinemos otros aspectos contextuales de la aparición del clasicismo. El clima intelectual de la época está marcado por el ánimo del movimiento ilustrado, que impregna a toda una manera de entender el conocimiento. Así, la música tendrá en los artículos elaborados por el filósofo y músico Jean-Jacques Rousseau (17121778) para la enciclopedia supervisada por Denis Diderot (1713-1784) y Jean le Rond d’Alembert (1717-1783) su particular espacio dentro del movimiento sistematizador, crítico e investigador que supone la Ilustración. Pero, además, conviene señalar que el fenómeno de la aparición de tratados y métodos a partir del 1700 se aceleró durante la época del clasicismo al abrigo de la consolidación de una industria editorial destinada a un público cada vez mayor, no necesariamente profesional, sino con gustos corrientes y con la intención de comprar música para la interpretación doméstica de un repertorio asequible e interesante. Telemann, quizá uno de los autores más prolíficos de toda la historia y enormemente popular en la Europa de entonces, editó a partir de 1728 su Der getreue Musikmeister, periódico quincenal en el que publicaba lecciones de música y composiciones propias y de otros autores. Algunas de estas obras aparecían incompletas, emplazando al comprador al siguiente número para conseguir las secciones restantes, creando de esta manera lo que hoy denominaríamos unafidelización de la clientela. También es la época en la que iniciaron su andadura editores como Bernhard Christoph Breitkopf (1695-1777) en Leipzig, cuya firma ha permanecido en activo hasta nuestros días, o se publicaron fundamentales manuales para instrumentos como el Versuch einer Anwisung die Flote traversiere zu spielen de 1752 cuyo autor fue Jo-hann Joachim Quantz (1697-1773). Todo este movimiento, cuyos frutos llegarán a su plenitud en el siguiente siglo, tiene lugar a la vez que el concierto público empieza a adquirir los parámetros de lo que hoy conocemos como tal. Si los conciertos de corte cada vez con más frecuencia abrían sus puertas al público en general —al fin y al cabo, era una manera de mostrar la magnificencia del poder—, la primera organización de recitales en un sentido moderno se debió al conocido como Concert Spirituel de París en 1725, que como su nombre indica, fue en primera instancia una institución destinada a la interpretación de música sagrada, pero que a lo largo del siglo fue modificando sus contenidos hasta albergar conciertos para solistas, sinfonías o sonatas. El concierto público supuso crear una audiencia que pagaba por asistir a las ejecuciones de la misma manera que se venía haciendo en la ópera. De este modo, y en conjunción con la extensión del mundo editorial, el compositor se puso en contacto con el público, lo que ayudó a conocer gustos y demandas, lo cual explica también en buena parte el porqué de la extensión de los principios del nuevo estilo musical, más acorde con los nuevos patrones sociales, y la aparición de un repertorio específico que se popularizó en la medida en que ciertas piezas se hacían favoritas del gran público.
Colocando las bases de lo que sería posteriormente el
clasicismo, se expandiría el principio del concierto público
como forma de conocimiento y popularización de los
autores de la época. En esta pintura de mediados del
siglo XVIII, atribuida a Johann Rudolf Dalliker (1694-1769),
aparece un concierto celebrado en la sede del Gremio
de los Zapateros de Zúrich.
Por último, examinemos una geografía musical que se transforma. Italia sigue siendo el gran suministrador de músicos y compositores, pero a mediados de siglo, Francia con París e Inglaterra con Londres, se convierten en polos de atracción, no como en el pasado, por ser meros centros musicales, sino por poseer un tejido organizativo en cuanto a producción ideológica y mercantil que favorece la circulación de música. Esta estructura podemos encontrarla en lugares como Lisboa, Madrid, Potsdam, Praga y, muy especialmente, Viena. Incluso Europa ya no es suficiente: ciudades como las norteamericanas Boston o Philadelphia poseen su vida concertística. La consecuencia es que cualquier novedad musical acaecida en uno de estos centros pasa a ser conocida con relativa presteza en cualquiera de los otros.
EL ASENTAMIENTO DEL ESTILO (H. 1750- H. 1780)
La sonata como forma constructiva
La llamada forma de sonata se convirtió en el auténtico «flujo sanguíneo» de toda la música de esta época, alcanzando, como veremos, el siglo xix. La configuración de buena parte de la música tendió a encuadrarse dentro de este andamiaje de la forma de sonata, la cual, lejos de lo que había sido la sonata barroca, pasó a ser básicamente una estructuración interna del discurso musical. Resumidamente, consistía en una primera sección o «exposición» en donde había un tema en la tonalidad principal que, seguidamente, tras unos pasajes llamados cadenciales, era replicado por otro tema diferente en la dominante, es decir, sobre el quinto grado. Tras esta «exposición», se desplegaba una sección central de «desarrollo» donde se desenvolvían algunos de estos temas, para terminar el esquema tripartito con una sección final o «reexposición» que repetía la primera, con la salvedad de que el segundo tema ahora aparecía en la tonalidad principal. Esta manera de proceder afectó a diferentes géneros, oberturas, sinfonías, cuartetos de cuerda, o conciertos para instrumentos solistas, y fundamentalmente a los movimientos externos, es decir al primero y al que cierra la obra. La aparición de esta organización no fue inmediata. Fue un proceso paulatino, con muchas ramificaciones y variantes, como en las obras de Haydn, donde muchas veces sólo se usa un tema, siendo ese mismo el que se lleva a la dominante. En el fondo, en la génesis de la forma de sonata se aúnan la forma de la aria da capo en tres partes con repetición de la primera, los pasos de la tonalidad principal a la dominante típicos de la fuga o de las sonatas de Scarlatti o la capacidad de desarrollar un tema principal que aparecía en las formas de concierto. Pero, además, mencionar esta forma al referirnos a la música de esta época tiene algo de verdad a medias: nadie habla de forma de sonata en el siglo xviii. Las primeras menciones aparecen hacia principios del siglo xix con autores como Anto-nin Reicha (1770-1836), que no estaban interesados en una explicación del pasado, sino en proponer un modelo ideal de composición. En cualquier caso, la forma de sonata unificó de tal manera la música de la época que se ha hablado de una «expansión del sonatismo y del tematismo» en cuanto al uso de la forma y de los temas como cimientos de esta arquitectura musical.
La forma de sonata se convierte en una manera de construir
la música ampliamente expandida durante todo el período
clásico. Se ha hablado de sonatismo, dada la enorme
repercusión de sus principios, así como de tematismo,
por apoyarse en la elaboración y desarrollo de temas —
melodías— musicales. Sin embargo, este esquema no fue
unívoco, sino que albergó distintas variantes.
A su vez, otros fenómenos generales también caracterizaron la composición en combinación con la mencionada estructura. Se extendió la práctica del «bajo Alber-ti», que consistía en que los acordes se «plasmaban» no con todas las notas a la vez, sino en arpegio, aligerando el peso de los acompañamientos. Por otro lado, frente a la colocación más o menos libre de los movimientos de mucha de la música barroca, el clasicismo tendió en un principio hacia una estructura a tres: allegro-andante-allegro. Hacia mediados del siglo empiezan a concretar su comportamiento interno, acogiéndose, en términos generales, a la descrita forma de sonata el primero, el andante a una forma ternaria ABA y a una danza el último movimiento, que termina tomando cuerpo en el minueto. Pronto se añadió un final más elaborado, con otro movimiento rápido donde suele aparecer otra vez la forma de sonata o variaciones de la misma como el rondó-sonata. La consecuencia final es que esta estructura cuatripartita afectó a sonatas, cuartetos o sinfonías, que junto a la forma de sonata supuso la aparición de una sintaxis musical común que simplificó la variedad de formas barrocas.
Hacia el pianoforte
El siglo xviii tiene en el teclado un referente capital como lugar apropiado para la experimentación. Es asimismo el siglo del surgimiento del piano, que terminará barriendo antiguas tipologías. Hacia 1700, Bartolomeo Cristofori (1655-1731) construyó el grave cembalo col piano e col forte. Esta denominación manifiesta la novedosa capacidad para realizar dinámicas, esto es, la posibilidad de realizar diferentes gradaciones de volumen desde piano hasta forte, lo que lo singularizaba frente a otros instrumentos de tecla coetáneos. En los títulos de las ediciones de música para estos instrumentos se puede observar cómo el piano desbanca progresivamente a otras familias: hacia 1770 se habla de clave o piano, hacia 1780 los términos se invierten y una década después el término clave comienza a desaparecer. En el fondo, los títulos son un síntoma de cómo la escritura se vuelve más pianística, con un característico uso de crescendos y diminuendos o de ligaduras de expresión, todo en aras de una expresividad de la que fue un buen seguidor el hijo de Bach, Carl Philipp Emanuel Bach (1714-1788), cuya obra está ampliamente unida al espíritu del empfindsamer stil, potenciando la ornamentación y la preferencia por las tonalidades menores. Es quizá el primer compositor del siglo cuyo corpus de obras se centra en el teclado, con más de trescientas composiciones, que abarcan la tríada clave-piano-clavicordio. Este último instrumento poseía una gran capacidad expresiva puesto que permitía realizar, gracias a su mecanismo, efectos de vibrato muy similares a los instrumentos de cuerda frotada. Las sonatas de Carl Philipp Emanuel poseen un aire improvisatorio, con frecuentes multiplicidades rítmicas y una ausencia del bajo Alberti que las hacen poseedoras de una cierta atmósfera preromántica. Formalmente, todavía usa tres movimientos en sus sonatas, y carece de la clara caracterización de los temas que, sin embargo, sí encontramos en su hermano Johann Christian Bach (1735-1782). Johann Christian desarrolla buena parte de su carrera en el Londres posterior a Haendel. Aunque compuso ópera, su producción se centra en la música instrumental, especialmente en el teclado. Este hijo de Bach es portador de un lenguaje muy avanzado para sus coetáneos. Así, utiliza los elementos de la forma de sonata claramente desplegados, agrandando el segundo tema y por tanto caracterizando fuertemente el principio bitemático de la forma. Además, exhibe una preferencia por las tonalidades mayores y por el uso del minueto o rondó para inalizar sus conciertos para piano y arcos. Precisamente fue uno de los primeros en utilizar el invento de Cristofori dentro del concierto público. Escuchar esta música, como mucha de la escrita por Mozart y Haydn, en estos primeros pianos o pianofortes nos proporciona una sonoridad muy característica, lejana del piano moderno al que estamos acostumbrados.
Arriba, detalle del mecanismo de un clave donde se
puede apreciar el plectro o púa que puntea las cuerdas del
instrumento. Abajo, mecanismo de macillo de un pianoforte
que golpea las cuerdas para conseguir su vibración; su
capacidad expresiva hizo que el clave no pudiese competir
y desapareciera en favor del pianoforte, nombre que reciben
las primeras tipologías de piano del siglo XVIII.
El sinfonismo: la locomotora Mannheim
La transición de concepto que subyace en el cambio del clave al piano tiene su paralelismo en la transformación de la orquesta hacia un organismo más integrado, en términos generales «más sinfónico», habida cuenta de la intensificación que del género de la sinfonía se produce hacia la década de los sesenta. Baste como dato que se han contabilizado alrededor de diez mil sinfonías entre los años 1740 y 1810. ¿En qué se trasluce esta nueva concepción orquestal? El orgánico barroco tendía a poner y quitar masas sonoras, como por ejemplo el contraste entre el tutti y los solistas que se producía en el estilo de concierto. Sin embargo, el empuje de la orquesta sinfónica se dirigirá hacia la realización de arcos de incremento o descenso de la dinámica. Si la orquesta barroca se apoyaba en la cuerda, en la nueva concepción orquestal los instrumentos de viento irán cobrando cada vez más protagonismo, incluyendo entre ellos a un recién llegado: el novedoso clarinete. Todo ello se produce en el contexto de la asunción de la forma de sonata y del desarrollo del tematismo, aspectos que la orquesta puede proyectar con amplitud, gracias a sus recursos de variedad tímbrica y gradación de intensidades y dentro de la mencionada expansión del fenómeno del concierto público.
El precedente del sinfonismo tal vez haya que buscarlo en la obra del milanés Giovanni Battista Sammartini (1700-1775), maestro de Johann Christian Bach. Aunque muchas de sus obras, que denomina sinfonías, atienden más bien a los principios del concierto del Barroco tardío, en su última etapa, el autor apunta hacia aspectos más modernos, como la ampliación de los movimientos externos, la presencia de rasgos del style galant en sus andantes, o una mayor caracterización de los dos temas propios del fenómeno sonatístico. Pero existe otro importante polo en cuanto al desarrollo de la sinfonía anterior a Haydn. El propio historiador Charles Burney lo describe así hacia 1773: «es un ejército de generales» o «aquí vieron la luz el crescendo y el diminuendo; aquí se descubrió el piano [...], lo mismo que el forte eran colores musicales con sus sombras, como el rojo y el azul en la pintura». Lo que nos está transmitiendo son las impresiones que producía la orquesta de la corte del príncipe elector del Palatinado, Karl Theodor de Mannheim (1742-1778), cuya disciplina y capacidad de cohesión provocaban el asombro a lo largo de toda Europa. La orquesta obtenía frecuentes permisos para dar conciertos fuera de la corte, en especial en el activo centro parisino, lo cual fue clave para la extensión de su fama. Este conocimiento y valoración de la orquesta, que el historiador transmite al decir que su oído «no fue capaz de descubrir ninguna otra imperfección en la orquesta durante la ejecución», nos ofrece una novedosa manera de valorar la música como un arte en sí mismo: la orquesta de Mannheim es de dominio público. Si hay una figura ligada a esta formación es la del bohemio Johann Wenzel Anton Stamitz (17171757), director y compositor de abundantes conciertos y sinfonías. En estas últimas, apunta elementos realmente modernos que armarán el futuro del género: la articulación en cuatro movimientos, la inclusión de clarinetes, el progresivo valor de la viola más allá de un mero acompañamiento o una caracterización contrastante de los temas de la forma sonata a la manera de uno rítmico frente a otro más melódico. La figura de Stamitz tuvo inmediata repercusión en autores como Franz Richter (1709-1789), en el mismo Mannheim, o Franeois-Joseph Gossec (1734-1829) en París.
Izqda.: grabado de un clarinetista en la portada del
manual conocido como The clarinet instructor de 1780,
publicado por Longman & Broderip. Dcha.: un clarinete
de cinco llaves muy similar a los que se utilizaban en
época de Mozart. Este instrumento, procedente del antiguo
chalumeau, se asentó dentro del instrumentario
del siglo XVIII tanto en su papel de solista como de miembro
relevante de la nueva orquesta clasicista.
La ópera seria: la reforma que no cesa
Ópera seria y ópera buffa caminarán juntas a lo largo del siglo xviii, llegando a intercambiar planteamientos entre ambas. Al fin y al cabo, la segunda era, en cierto sentido, hija «ilegítima» de la primera. Pero a pesar del progresivo éxito del espectáculo cómico, la ópera seria seguirá siendo el género de prestigio por excelencia durante toda la centuria, el lugar donde el compositor adquiere un auténtico renombre. Posee una clara continuación con el esquema barroco de usar lo mitológico como base argumental, con un contenido en el cual se ensalza lo sublime y los valores intemporales. No obstante, a pesar de la reforma auspiciada por Zeno y Metastasio, a la cual dedicamos una sección en el capítulo anterior, el abuso del virtuosismo centrado en el aria como centro de exhibición siguió siendo una constante irresoluta. Así, a lo largo del siglo, se vuelven a acometer pequeñas reformas que en general buscaban dar una expresión «más natural», una mayor flexibilidad y continuidad en la narración. De esta manera, sin abandonar el aria da capo, se exploraron otros modelos, se reaccionó contra las exigencias arbitrarias de los solistas, se usó el recitativo acompañado, más propio de lo buffo, o se recuperó el valor de los coros para la ópera italiana, algo que realmente había quedado inédito desde tiempos de Monteverdi. Detrás de ello se esconde el creciente peso de la música instrumental y del sinfo-nismo, la frase regular y simétrica que ya anunciaba el style galant, el contraste de tonalidades del empfindsa-mer stil y, en general, las posibilidades dramáticas de la orquesta ya desde la obertura.
Christoph Willibald Gluck (1714-1787) es la gran figura de
la ópera seria de mediados del siglo xviii. Sus principios,
expresados en buena parte en el prefacio de su ópera Alceste
—a la derecha— ejercieron una notable influencia en el
melodrama de la segunda mitad de la centuria.
La consumación de este estilo operístico fue la obra de Christoph Willibald Gluck (1714-1787). En el prefacio de su ópera Alceste (1767), redactado con toda seguridad en colaboración con el poeta y libretista Raniero Calzabigi (1714-1795), se exponen las ideas acordes con los cambios pretendidos: «Pensé restringir la música a su verdadero oficio de servir a la poesía, [... ] sin interrumpir la acción y sin enfriarla con adornos superfluos e inútiles...». En cuanto a la obertura: «He imaginado que la sinfonía tiene que prevenir a los espectadores de la acción...». Gluck, con obras como Orfeo ed Euridice (1762) o Iphigénie en Aulide (1774), ejemplifica lo que se entenderá a lo largo del siglo como ópera en su estilo internacional, donde, de alguna manera, el mito clásico aparece revisado respecto a la utilización que se hacía del mismo en el Barroco, esto es, a la luz del conocimiento más directo de la Antigüedad que proporcionaban los estudios arqueológicos y de la literatura de autores clásicos como Sófocles. El panteón divino clásico adquiría un nuevo rostro, más sometido a la emoción humana. El estilo de Gluck será extendido por sus seguidores, especialmente por Antonio Salieri (1750-1825), autor que posiblemente simbolice la transición de la época en la cual los compositores italianos «enseñaban» desde el escenario, a aquella en la que se convirtieron en auténticos pedagogos, en especial de la futura generación alemana del siglo xix: Salieri instruyó, entre otros muchos, a renombrados músicos como Beethoven, Czerny o Schubert.
Ópera buffa: al calor de la querella
Paralelamente, la ópera buffa se desarrolla con fortuna merced a la obra de autores como Niccoló Jommelli (1714-1774), Baldassare Galuppi (1706-1785) o Niccoló Piccini (1728-1800). El éxito del género se apoya en buena medida en la posibilidad de concitar la atención de un nuevo público con nuevos temas. Literariamente, uno de sus principales soportes es la obra del escritor y libretista Carlo Goldoni (1707-1793) que caracteriza lingüísticamente a los personajes, introduce las novedades geográficas y de oficios del momento, y ahonda en la clara definición de los protagonistas a partir de los arquetipos de la comedia dell’arte, como por ejemplo el amo y su criado, Magnifico y Zanni, precedentes de don Giovanni y Leporello de Mozart. También lo buffo «informa» sobre lo exótico, en especial sobre lo «turco», siempre idealizado, o el serrallo como lugar de enredo, que utilizará Mozart en su obra El rapto en el serrallo. Incluso no serán infrecuentes las alusiones al mundo de la masonería.
El estreno en 1752 de La serva padrona en París por parte de la compañía Cambini desató un episodio con bandos enfrentados a favor y en contra del espectáculo buffo, dando lugar a lo que se conoció como querella de los bufones. Realmente, el suceso acontecía sobre suelo abonado para la confrontación, puesto que previamente se había producido un enfrentamiento entre seguidores de Lully, que era presentado como emblema de la tradición, y partidarios de Rameau, que personalizaba las novedades del último Barroco. La facción defensora de la ópera italiana, en este caso en su versión cómica, encontraba en ella una expresión natural y de espontaneidad que contrastaba vivamente con el rígido, aristocrático y estatal espectáculo de la ópera francesa. Este bando italianista estaba abanderado principalmente por ilustrados y enciclopedistas, con Rousseau a la cabeza, el cual, siguiendo dichos principios de naturalidad, compuso su sencilla pero exitosa Le devin du village (1752), obra que inspiraría a un joven Mozart su Bastien und Bastienne (1768). Con el tiempo, la querella operística fue enfriando sus disputas, en la medida en que ambos bandos convergían en la necesidad de reformar los excesos y frivolidades del espectáculo dramático. Como vimos más atrás, la reforma tiene su culminación en la obra de Gluck, de ahí que la última querella que se estableció entre partidarios de Gluck por un lado y partidarios de Piccini por el otro significó una suerte de superación de tantas disputas: el compositor de Alceste salió triunfante gracias a su imponente y acreditada personalidad musical.
Otros géneros vocales
La expansión y éxito de la ópera buffa afectó a otros géneros escénicos de carácter cómico que se hallaban extendidos por toda Europa, y que vieron de esta manera aupada su popularidad. Su denominador común era la inserción de partes dialogadas, de canciones a veces, muchas de ellas de éxito, populares o de extracción folclórica, y de otro tipo de números musicales. Era el caso de la opera-comique en Francia o la ballad-opera en Inglaterra. La ballad-opera era un vehículo de sátira de la ópera seria, siendo su mayor éxito The Beggar’s Opera (1728), reunida por el libretista John Gay (1685-1732), la cual ha sido representada con continuidad hasta hoy en día. En una órbita parecida estarían la tonadilla escénica española, intermedio cómico con aires populares de tipo andaluz, que con Blas de Laserna (1751-1816) introduciría influencias italianas; o el singspiel germano, especialmente en su rama vienesa, afecto a argumentos fabulosos. En buena medida, singspiel será La flauta mágica de Mozart.
Y mientras se produce el enorme empuje del sinfo-nismo, de la ópera y sus querellas, en un contexto de afirmación del iluminismo laico, la música sacra parece convertirse en un campo poco activo para proporcionar sus propias soluciones. Como había acontecido al principio del siglo xvii, se vuelve a plantear la dicotomía de posturas entre los defensores de un lenguaje melodramático al estilo de la ópera seria y los partidarios del estilo polifónico-imi-tativo «a lo Palestrina» que eran, en gran porcentaje, estudiosos del pasado como los ya citados Giovanni Battista Sammartini, compositor, Johann Joseph Fux, estudioso y experto en contrapunto, o el historiador Charles Burney. El compositor en un plano práctico utilizaba un lenguaje que lograba amalgamar de alguna manera ambas tendencias, como se puede observar en la música sacra del hermano menor de Haydn, Michael Haydn (1737-1806).
EL CLASICISMO EN SU PLENITUD (H. 1780- H. 1800)
«Un cuarteto de cuerda es una conversación entre cuatro personas razonables»
La frase del escritor e intelectual alemán Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) nos transmite una sensación musical bastante generalizada hacia finales del siglo. Como si la historia se repitiese, el músico en las postrimerías del xviii redescubre el contrapunto y lo aplica a su lenguaje, sin los retardos y anticipaciones del Barroco, considerando cada una de las partes como una división independiente que dialoga en plano de igualdad con las otras. Al fin y al cabo, los principales impulsores de la música de esta época serán las figuras de Haydn y Mozart que, junto a Beethoven, han sido considerados la «Primera Escuela de Viena». No olvidemos que Viena es la tierra de Fux, lugar de tradición contrapuntística. Pero Goethe también se está refiriendo a uno de los lugares donde se consuma el clasicismo como estilo musical: el cuarteto de cuerda, que compartirá esta condición con la sinfonía y las composiciones para instrumento solo o acompañado.
En esta anónima pintura ejecutada alrededor de 1790
se muestra a Haydn ensayando uno de sus cuartetos de
cuerda, género que se asentará definitivamente durante
el período clásico como uno de los lugares de creación y
experimentación más relevantes dentro de la producción
musical del clasicismo.
Pero más allá de las ideas que nos propone la frase de Goethe, en este último momento de la centuria, se asiste a la culminación de la forma de sonata. La caracterización de los temas es total, especialmente en Mozart, por lo que se ha hablado de plenitud temática. Las partes de unión de estos temas, las zonas cadenciales, así como la ección de «desarrollo» entre la «exposición» y la «reexposición», se agrandan y se intensifican en cuanto al trabajo con los motivos de los temas. Se convierten en los puntos de exploración y experimentación musical por excelencia, con mayor velocidad armónica en contraste con el estatismo de las largas áreas tonales de la «exposición» y de la «reexposición»: se apela a una coherencia a gran escala que invade toda la forma. Y finalmente se recupera la introducción lenta en muchas de estas composiciones, pero bajo un nuevo prisma: el de hacer un tránsito por diferentes tonalidades para llegar al tono principal que es «afirmado» de esta manera.
La plenitud clasicista está asociada ineludiblemente con las grandes figuras de Haydn y Mozart. Pero ello no nos debe hacer perder de vista que en el ambiente musical de la época había lugar para la existencia de muchos otros compositores. Sin salir del círculo vienés, aparecen varios nombres que cultivaron el sinfonis-mo y el sonatismo como el ya citado Michael Haydn, Carl von Dittersdorf (1733-1799) o Leopold Kozeluch (1747-1818). Y por supuesto no podemos pasar por alto a Luigi Boccherini (1743-1805). Siendo el violonchelo su principal instrumento, participó en las que probablemente fueron las más tempranas interpretaciones de cuartetos de cuerda en Milán en 1765. De su gran fama dan cuenta sus apariciones como concertista en París en 1768 y la extensa propagación de sus obras publicadas. En 1770 se traslada a Madrid, donde es nombrado violonchelista y compositor de la capilla del príncipe Luis Antonio de Borbón. A pesar de su papel fundamental en el desarrollo del tan clasicista género del cuarteto de arcos y de haber escrito varias sinfonías, destacó especialmente en la composición de quintetos y de conciertos para violonchelo, donde llevó el lenguaje del instrumento a una elevada perfección.
Haydn: la originalidad desde el aislamiento
«Apartado del mundo, me vi “obligado” a ser original». Son palabras pronunciadas en la última etapa de su vida por Franz Joseph Haydn (1732-1809), probablemente una confesión sincera de lo que había significado su existencia. Nacido en la ciudad de Rohrau, en la Baja Austria, ya de niño muestra sus aptitudes musicales incorporándose al coro de la catedral de San Esteban de Viena. Musicalmente se forma bajo el magisterio de Nicola Porpora, pasando seguidamente a vivir modestamente como músico y profesor independiente, y como maestro de capilla del conde Morzin entre 1759 y 1761. Precisamente es este último año el que se convierte en lo que podría considerarse un punto clave dentro de su trayectoria al entrar al servicio del príncipe Paul Anton Esterházy (1711-1762) en Eisenstadt, al sur de Viena. La casa Esterházy, de origen húngaro, era una de las más poderosas dentro del Sacro Imperio Romano Germánico. Muerto Anton, la vida de Haydn aparece ligada durante los siguientes treinta años a la figura del nuevo príncipe, Nicolás Esterházy (1762-1790), ejerciendo de kapellmeister (‘maestro de capilla’) de la corte. En este «apartado mundo», del que él mismo era consciente, tuvo un espacio y una orquesta con la que experimentar a su antojo, pero, a su vez, la condición de ser un hombre del ancien regime, es decir, de tener los deberes de cualquier siervo obligado a seguir las itinerancias de la corte allá donde esta fuere, principalmente entre el invierno en Viena y el resto del año en Eisenstadt. A partir de aquí, la trayectoria de Haydn se puede resumir en la progresiva conquista de espacios de libertad, en buena parte debido a la fama que va adquiriendo merced a las ediciones continuas de sus obras, a la demanda incesante de sus composiciones y a la solicitud de su presencia, aunque en la práctica nunca dejó de estar vinculado a los Esterházy. El primer reconocimiento público vino de España en una carta del mismo Boccherini enviada al palacio de los Esterházy en la que se testimonia el buen conocimiento de la música de Haydn en tierras hispánicas. En 1784, la sociedad Concert de la Loge Olym-pique de París le encarga seis sinfonías. En ese mismo año conoce a Mozart, cuyo talento le causa una profunda impresión. En 1785, recibe desde Cádiz el encargo de componer música instrumental para el «Sermón de las Siete Palabras». Entre 1791 y 1792 realiza una gira por Inglaterra gracias a la insistencia del empresario de conciertos Johann Peter Salomon (1745-1815), época que coincide con las clases que imparte a un joven Beethoven. Regresa a Londres en 1794 y 1795, momento en que recibe el doctorado honoris causa por la Universidad de Oxford. Del renombre alcanzado por Haydn nos informa uno de los sucesos del final de su vida: en mayo de 1809, en pleno asedio de las tropas francesas sobre Viena, el compositor, lejos de correr peligro, dispone, a indicación directa de Napoleón, de un piquete de honor protegiendo la puerta de su casa.
La sala de conciertos del palacio de los Esterházy donde
estuvo ligada la carrera de Haydn durante buena parte de su
vida. A la derecha, el busto que Anton Grassi (1755-1807)
realizó del autor hacia 1802.
Para entender la obra de Haydn es conveniente tener en cuenta su dilatada biografía: cuando nace en 1732, Bach está trabajando en su Misa en si menor, y cuando muere en 1809, Beethoven ya ha escrito sus Quinta y Sexta sinfonías. Resulta por tanto esperable que algunos rasgos miren todavía al Barroco, como su gran producción, tanto en cantidad como en géneros abordados, o como el hecho de trabajar bajo patronazgo, mientras que otros preludian el Romanticismo, caso de la síntesis de lo coral y lo sinfónico o el interés por el folclore como ocurre en el último movimiento de su Sinfonía 104. Pero el núcleo de su repertorio se despliega en la plenitud instrumental del cuarteto y la sinfonía. Hasta mediados de la década de los setenta, sus producciones sinfónicas poseen aspectos preclásicos, tales como la estructuración en tres movimientos en algunos casos o la presencia de títulos programáticos de herencia vivaldiana, como ocurre en las sinfonías dedicadas a las partes del día Le Matin, Le Midi, y Le Soir. Algunas composiciones sufren el influjo del Sturm und Drang, con inesperados cambios de dinámica y momentos de gran expresividad con el uso de tonalidades menores, caso de su Sinfonía n.° 45, «De la Despedida». (Conviene aclarar que muchos de los títulos de estas sinfonías, como ocurre con numerosas obras de Mozart y Beethoven, fueron acuñados posteriormente sin que nada tenga que ver el autor en su gestación). A partir de 1775, aproximadamente, se produce la eclosión plena del sinfonismo de Haydn. Se impone una preferencia por las tonalidades mayores, seguramente en paralelo a la escritura de óperas cómicas del autor, y con hallazgos como el uso del rondó-sonata como estructura del último movimiento, rasgo este utilizado con profusión por Mozart. Las sinfonías parisinas, números 82 a 87, culminan el estilo del autor: amplias dimensiones, uso de la introducción lenta y de la forma del «tema con variaciones» para los movimientos lentos, importancia de los instrumentos de viento y recursos contrapuntísticos. En las sinfonías londinenses intenta sorprender al público con efectos como un fortísimo en tiempo débil de su Sinfonía n.°94, «La sorpresa». La orquesta ha adquirido considerables dimensiones, con ocasionales tratamientos independientes de los violonchelos y de los contrabajos. Los arcos armónicos son amplios, modulando a tonalidades muy lejanas, aspecto que nos coloca a las puertas del siglo XIX.
A la vez que desarrolla su carrera dentro del sinfonismo, Haydn se perfila como el primer gran maestro del cuarteto de cuerda, sobre todo a partir de sus Opus 17 y 20 de 1771 y 1772, respectivamente. El autor logra dotar al orgánico de la plantilla de un incontestable equilibrio merced al eficaz uso del nuevo contrapunto y a la igualdad de condiciones otorgada a los cuatro miembros del conjunto, incluyendo al violonchelo como instrumento melódico en diversos pasajes. En buena parte, su producción, como los seis Cuartetos prusianos de 1787, sigue las pautas evolutivas de la sinfonía, aunque no utiliza la introducción lenta. Algo semejante ocurre en sus sonatas para piano. No debemos por último perder de vista que Haydn compuso un gran número de óperas para la corte de los Esterházy, las cuales significaron un puntal de su fama, aunque la enormidad de su música instrumental ha terminado por eclipsarlas. También dentro de lo vocal, al final de sus días, tras su regreso a la corte hacia 1795 con el nuevo príncipe Nicolás II Esterházy (1795-1833), compuso seis misas concebidas bajo el influjo de su estilo sinfónico, incluyendo en ellas un coro y cuatro solistas. Esta preocupación por el establecimiento de un género sinfónico-coral también figura en sus oratorios, cuya motivación compositiva está relacionada con el conocimiento de la obra de Haendel en Londres. La Creación (1798) y Las estaciones (1801) articulan aspectos del sinfonis-mo y de la música para coro en una simbiosis de aroma claramente decimonónico.
Mozart y la patada del cocinero
El nombre de Wolfgang Amadeus Mozart (17561791) resulta indisociable de un talento prodigioso manifestado desde muy temprana edad. Entiéndase así su renombrada hazaña, llevada a cabo con sólo catorce años, de haber transcrito de memoria el Miserere de Gregorio Allegri (1582-1652) interpretado por la capilla papal y tras una única escucha acaecida durante su visita a Roma en 1770. Sin embargo, once años más tarde, un suceso describe de forma diáfana la personalidad escondida tras tan inusual capacidad: el conde de Arcos, gran maestre de cocina del incómodo patrón de Mozart, el arzobispo de Salzburgo, lo pone en la puerta de palacio expulsándolo con una ofensiva patada, la cual, como comenta el musicólogo italiano Giorgio Pestelli, hace que: «el músico moderno entre de golpe en la condición de libre profesional del arte». No se puede decir que Mozart fuese el primer músico en decidirse a abandonar la seguridad de la capilla musical lanzándose a vivir de su propio talento en la incertidumbre de la ciudad. Podemos, en este sentido, recordar a Johann Christian Bach en Londres. Pero en Mozart confluye la enorme entidad de su persona, con un fuerte sentido de la rebelión, reflejo de las tensiones que se producían en cuanto a la forma de entender la producción de arte entre el nuevo mundo burgués y el antiguo régimen estamental.
El mundo en el que se cría Mozart, empezando ya desde su Salzburgo natal, es el hervidero de estilos y polémicas musicales que hemos visto hasta este punto. Un pequeño inventario podría comprender el style galant, el empfindsamer stil, el contrapunto entendido como ejercicio académico, el estilo heroico de la ópera seria, principalmente de Gluck, el estilo cómico-bufo, el estilo cómico vernáculo como el singspiel o el principio de la elaboración de temas musicales del sonatismo, claramente caracterizados y preparados para su desarrollo en las zonas cadenciales. Explorarlos y coger de cada uno de ellos lo fundamental para ponerlo al servicio de su genio puede considerarse uno de los rasgos definidores de la música de Mozart. Esta exploración de estilos ya se manifiesta vivamente en su primera etapa de niñez y en su juventud, entre 1763 y 1773, aproximadamente. Aunque la ópera está presente desde un primer momento en sus creaciones, como la buffa titulada La finta semplice (1768), es posible decir que la formación de Mozart se apoya principalmente en el emergente y dinámico lenguaje de la música instrumental de la época. Asimismo, durante estas primeras etapas de su vida, su padre, Leopold Mozart (1719-1787), músico con afamada reputación en Salzburgo, donde llegó a ser compositor de corte, y con acreditado nombre dentro de la composición en los países germanos, es quien supervisa la formación y la carrera de Mozart desde que a los tres años descubre su talento cuando este empieza a asistir a las clases de teclado de su hermana mayor, Maria Anna Mozart (1751-1829), más conocida como Nannerl. Con el progenitor viaja a lo largo de Europa, donde es recibido en cortes y palacios deslumbrando por sus portentosas e inusuales habilidades en la música. También con su padre mantendrá durante toda la vida una importante correspondencia que se ha convertido en una de las principales fuentes para conocer la vida del autor. En ella se traslucen muchas veces disensiones entre padre e hijo, propias de una relación tensa, con disparidad de criterios debido a un Wolfang Amadeus cuya forma de entender su vida profesional, esto es, la búsqueda de una autonomía independiente de las tiranías de la corte, no era frecuentemente del agrado de Leopold.
El padre de Mozart, Leopold, supervisó la educación
musical del compositor y de su hermana Maria
Anna desde su temprana infancia. En la ampliamente
reproducida acuarela de 1763 de Louis Carrogis de
Carmontelle (1717-1806) se refleja con seguridad una
escena cotidiana de la casa de los Mozart.
Entre 1773 y 1781 se ha hablado de la época de las primeras obras maestras. Mozart se acerca al estilo vienés a través del contacto con la música de Haydn y de la composición de un gran número de serenatas o divertimentos, piezas similares a la música de cámara con formaciones variadas que incluyen cuerdas o vientos, pensadas para reuniones y celebraciones domésticas de diversa índole como bautizos o bodas. En términos actuales, auténtica «música de fondo». Otros géneros que cultiva forman parte de sus funciones como concertino y organista en Salzburgo. Así, compone conciertos para violín, misas, como la Misa en do menor (1782), u óperas como Idomeneo (1781), con una viva influencia de Gluck. También es el momento en que Mozart realiza diversos viajes a Augsburgo, a Mannheim, o a París. Es el síntoma de la búsqueda de una salida profesional que pueda liberarlo de la estrechez de la corte salzburguesa.
Sintiendo que su popularidad y prestigio va en aumento, Mozart decide dar el paso en busca de su propia independencia personal y laboral a través de la más arriba mencionada ruptura con Salzburgo en 1781 y su subsiguiente marcha a Viena. Se inicia de esta guisa el último período de su vida. Es el momento en que descubre, gracias al embajador austriaco en Berlín, la música de Bach, que le impresiona enormemente, animándole definitivamente a usar el contrapunto en sus últimas obras. Compone los seis cuartetos dedicados a Haydn, de los cuales Mozart aseguraba que habían sido «fruto de un largo y laborioso esfuerzo». Curioso comentario para un creador de facilidad tan pasmosa. Pero más allá del cuarteto, Mozart cultivó con profusión el género del quinteto, a veces sólo de cuerda, y en otras utilizando otros instrumentos como la flauta y el clarinete.
El destino de muchas de las serenatas y divertimentos
compuestos por Mozart fue servir de fondo a celebraciones y
encuentros sociales de diversa índole. Esta imagen anónima
de un concierto en la residencia de la condesa Saint Brisson
de mediados del siglo xviii refleja cómo la ejecución de los
instrumentistas se mantiene en un segundo plano entre el
bullicio de los asistentes, más atentos a otros menesteres que
a la propia música.
Esta etapa vienesa es la de sus últimas y grandes sinfonías, como la n.° 38 en sol menor «Praga», o su última en do mayor «Júpiter». Especialmente relevantes son sus diecisiete conciertos para piano y orquesta. En ellos Mozart funde magistralmente elementos del concierto barroco con una puesta en escena totalmente clasicista. Conserva los tres movimientos, rápido-lento rápido. En la parte inicial, la orquesta, no olvidemos que es ahora de mayor plantilla que en época barroca y con un creciente protagonismo de los vientos, interviene en cuatro ocasiones a modo de ritornellos, fijando los temas. Entre estas intervenciones, el solista, apoyado por el tutti, despliega sus pasajes, reinterpretando el material de la orquesta y aportando los suyos propios, y, por supuesto, interpretando las cadencias, pasajes a solo situados antes de la última intervención de la orquesta donde el intérprete puede hacer una especial exhibición de su talento. Las cadencias podían estar escritas, pero muchas veces se improvisaban. Incluso, años después, diferentes autores escribieron cadencias, no sólo para los conciertos de Mozart, sino para todos los que vendrían firmados por posteriores compositores como Beethoven. El segundo movimiento suele tener aspecto de aria, mientras que el final frecuenta la forma de rondó, con temas más ligeros y con oportunidad para más cadencias. Resulta altamente llamativo que todo este aparataje constructivo del concierto esté articulado dentro de la ordenación de tonalidades y del uso de temas propio del sonatismo clasicista en su plena expresión.
En 1763, durante la representación en Covent Garden
de la ópera Artaxerxes de Thomas Arne (1710-1778), se
produjo un fuerte disturbio cuando el dueño del teatro se
negó a vender a mitad de precio las entradas para los que
llegaban tarde, como era costumbre, suceso que quedó
recogido en este grabado anónimo de la época. Museo
Británico, Londres. El público durante el clasicismo era un
protagonista activo, un patrón caprichoso y voluble.
Pianoforte que perteneció a Mozart conservado en la
Fundación Mozart de Salzburgo.
También en Viena, Mozart compone sus últimas óperas. El singspiel titulado El rapto en el serrallo (1782) y las obras italianas con libreto de Lorenzo da Ponte (1749-1838), Las bodas de Fígaro (1786), Don Giovanni (1787) y Cosi fan tutte (1790). Aunque estas tres últimas forman parte de la tradición cómica italiana, la colaboración de Da Ponte y Mozart consigue dar una «vuelta de tuerca» al género buffo, otorgando una mayor profundidad a los personajes, tanto en lo psicológico como en el tratamiento de las tensiones sociales y de los temas morales. Esta novedosa penetración en la idiosincrasia y caracterización de los protagonistas se produce gracias al apoyo de una música diseñada bajo semejante prisma, con un papel notable de la orquestación, otorgando al género un halo de seriedad no visto hasta entonces. Por ejemplo, en Don Giovanni, estrenada en Praga gracias a la entusiasta acogida que la ciudad tributó a Mozart, el protagonista no es un simple y horrendo blasfemo, sino que su actitud apunta hacia lo romántico, rebelde con la autoridad y escarnecedor de la moralidad vulgar. La última ópera de Mozart fue La flauta mágica (1791), propiamente un singspiel por insertar diálogos en vez de recitativos. En ella se entretejen una gran variedad de conceptos musicales dentro de un resultado totalmente personal: la opulencia vocal italiana, en especial en el uso de arias solísticas de la ópera seria, el conjunto buffo, el humor y el gusto por lo fantástico del singspiel vienés, técnicas contrapun-tísticas, como las de la obertura, o solemnes escenas corales. La ópera, tanto en lo formal como en el contenido, posee un trasfondo masónico. Muchas escenas recuerdan la música que compuso para sus compañeros masones: canciones, cantatas, música fúnebre o música para distintas ceremonias. Mozart había ingresado en la masonería en 1784, y su pertenencia a la misma se convirtió en un aspecto importante de su vida, compartiendo actividades y amistad, como la que mantuvo con el también masón y virtuoso del clarinete Anton Stadler (1753-1812), para quien compuso su inigualable Concierto para clarinete (K. 622).
La última obra compuesta por Mozart fue el Réquiem, el cual dejó incompleto. En él se manifiestan elementos barrocos por los que el compositor parecía mostrar interés en las últimas etapas de su creación. Así, en el Kyrie inicial, el contrapunto se pone de manifiesto a través de una fuga cuyo sujeto, tema de construcción, ya había sido utilizado por Bach y Haendel. La etapa viene-sa del compositor había empezado con éxito, ídolo del público vienés, tanto como pianista como compositor, frecuentado y mimado por la aristocracia, disfrutando de abundantes y distinguidos alumnos, viviendo en suma la bulliciosa vida del músico independiente. Pero a mediados de la década, el éxito de Mozart, salvo contados episodios, empieza a entrar en declive, producto paradójicamente de ese nuevo y veleidoso patrón llamado público. Enfermo y agotado, su vida se apaga sin que su época le reconozca su auténtico valor.
La inagotable reverencia al genio mozartiano se extiende
hasta nuestros días con constantes reelaboraciones y visitas
a su obra. Arriba: el disco del año 2003 de Alexis Herrera
y Elio Rodríguez junto al trío alemán Klazz Brothers,
donde la música de Mozart se aborda desde una perspectiva
afrocubana. Abajo: en el 2006, el Trip Saxophon Quartet
realizó un enfoque desde el mundo del jazz
en su álbum Mozart in jazz.
Aquel veinticuatro de diciembre de 1784
Fue la fecha elegida por el emperador José II de Habsburgo (1741-1790) para celebrar lo que sería uno de los más célebres duelos musicales de la historia de la música: el «combate» pianístico entre Mozart y el italiano Muzzio Clementi (1752-1832). El encuentro se saldó con la impresión de Mozart de que, sin dudar de la gran capacidad de Clementi, este le resultaba totalmente mecánico y falto de vida. En su autobiografía, el ya aludido Carl von Dittersdorf proporciona su particular impresión del evento a requerimiento del emperador: «La forma de tocar de Clementi es única y simplemente arte. La de Mozart combina arte y gusto». Y sin embargo, aunque la balanza se inclinaba a favor de Mozart, la notabilidad de Clementi fue grande, sobre todo si se le compara con el declive que casi por la misma fecha sacudió la vida de Mozart. ¿Por qué? En buena medida, el italiano simboliza un nuevo profesional de la música que nos pone en camino del siglo xix. Clementi es pedagogo, prácticamente el creador y codificador de la técnica moderna del piano, con sus famosos estudios, entre los que destaca la colección Gradus ad Parnassum, todavía utilizada hoy como referente en la formación técnica de los pianistas. Pero además, Clementi tenía una visión del negocio musical a nivel cosmopolita, con una relación firmemente establecida con editores, constructores de instrumentos y especialmente con una visión moderna e internacional de la actividad concertística. Curiosamente, Mozart, viajero en su infancia y adolescencia, tras tomar las riendas de su propia labor profesional en la Viena de los años ochenta del siglo xviii, concentró principalmente su actividad en dicha ciudad, en una escala puramente ciudadana. Pero quizá también le faltó tiempo. La brevedad de su vida seguramente jugó en su contra. En los últimos compases de su biografía aparecen indicios de lo que podría haber sido un reconocimiento. Hacia 1790 le habían llegado invitaciones de Londres por parte del empresario Johann Peter Salomon para hacer un dúo con Haydn, y del director de la ópera para que escribiese para el teatro. Le llegaban ofertas de magnates húngaros y de ciudades como Mannheim, Maguncia o Múnich, donde un germen nacional alemán podría haber visto en Mozart un símbolo frente a décadas de predominio italiano. Pero era pronto. La mito-manía de la historia del siglo xix tenía reservado ese lugar para otro gigante, un gigante a caballo entre dos siglos.