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Música en el siglo XX:
exploración y pluralidad

EL CAMBIO DE ÉPOCA HASTA LOS AÑOS VEINTE

Debussy y la estela ¿impresionista?

Durante la transición del siglo xiv al xv convivieron el estilo amanerado del Ars subtilior con el discanto inglés, que finalmente se impuso como la propulsión definitiva hacia el Renacimiento. En la primera mitad del siglo xviii, el Barroco musical languidecía lentamente al paso que emergía el style galant, ventana que facilitaba la entrada de los aires clasicistas. De una manera análoga, el final de la música decimonónica nos ha adentrado ya en los inicios del siglo xx, de la misma forma que este último hunde sus raíces en las postrimerías del XIX. «Habría, pues, que buscar después de Wagner y no según Wagner». Las palabras son de Claude Debussy (1862-1918). Debussy no es exactamente un rupturista con la tradición. Resulta decimonónico en varios aspectos: títulos evocadores en sus composiciones, influencia de los «Cinco rusos» como vimos en el cierre del capítulo precedente, ciertos rasgos de su escritura pianística con raíz en Chopin o Liszt o la utilización de formas cíclicas serían algu nos de ellos. En 1889, la impresión que le produce la música javanesa que tiene la oportunidad de escuchar en la Exposición Mundial de París, le lleva a un intento de «traducción» al sistema occidental de ciertas características por medio, principalmente, del uso de las escalas pentatónica y de tonos enteros, esta última en donde todas las notas distan entre sí un tono. Dichas escalas ya habían sido utilizadas con anterioridad, pero Debussy logra usarlas como constituyentes básicos de mucha de su música. De una manera parecida, la modalidad está presente en sus composiciones, caso de su Cuarteto de cuerda (1893), que junto al uso de intervalos armónicos de cuarta y quinta como en La catedral sumergida (1910), y al perfil melódico ondulante que gustaba relacionar con lo que él llamaba «naturalidad del canto gregoriano», nos muestra cómo los estudios sobre la música medieval comienzan a tener repercusión en algunas de las creaciones de la época. Pero, sin duda, una de sus grandes aportaciones estriba en su manera de entender la armonía. Debussy no es ni estrictamente tonal ni tampoco se acoge a las pautas de disolución de la tonalidad propias de buena parte del posromanticismo. Su concepción es «aditiva»: a partir de la utilización de diferentes alturas, es decir, notas correspondientes a una escala concreta, crea un marco estático. La música no se mueve tanto por el cambio sucesivo de acordes como por elementos que hasta la fecha habían sido subsidiarios en la música, como la textura o la orquestación, los cuales pasan a ser ingredientes de primer orden a la hora de crear avance y movimiento. Asimismo, esta manera de proceder hace que frecuentemente aparezcan acordes con intervalos de séptima y novena sin la función dominante que la música tonal les solía asignar.

A pesar de todos estos nuevos y originales procedimientos, no se puede decir que Debussy fuese un revolucionario. A través de sus escritos se nos muestra más como un enfant terrible que ofrece una alternativa musical a una sociedad incapaz de observar los cambios que se están produciendo en su seno. Por otra parte, su obra ha sido relacionada de una manera un tanto equívoca con el impresionismo pictórico, dado el aspecto de su música que, en cierto sentido, parecía amoldarse al carácter evanescente de pintores como Claude Monet. Sin embargo, si hay alguna relación directa de su música con otra dimensión artística, sería la producida con el simbolismo de algunos escritores como el belga Maurice Maeterlinck (1862-1949), cuya obra teatral Pelléas et Mélisande proporcionó la base del libreto de la ópera homónima de 1902, o como el francés Stéphane Mallarmé (1842-1898), cuyo poema Preludio a la siesta de un fauno inspiró la obra orquestal de Debussy de 1894. Con todo, la etiqueta «impresionista» ha permanecido asociada a lo debussiano y, por extensión, a toda aquella música que en mayor o menor medida se puede colocar bajo la órbita de su influencia. Es el caso de Maurice Ravel (1875-1937), cuyas armonías, tipo de texturas o preferencia por ideas musicales breves, poseen una honda conexión con la obra de Debussy, especialmente en obras como Shérézade (1903), para voz solista y orquesta. Sin embargo, Ravel acomoda su música dentro de estructuras formales más claras, con una idea de empuje tonal más definido, asumiendo por otra parte influencias diversas tales como la música de salón en La valse (1920), o el jazz en composiciones como su Concierto para piano en sol mayor (1931). Todo ello bajo el paraguas de un talento extraordinario para orquestar del que dan fe obras como su celebérrimo Bolero (1928), al que no tenía en gran estima, pues lo consideraba un mero ejercicio, o la orquestación que hizo en 1922 de la obra para piano Cuadros de una exposición (1874) de Mussorgsky.

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El lenguaje en Debussy. Arriba, las notas remarcadas
muestran una escala pentatónica; los corchetes, el uso de
intervalos de cuarta y quinta. Abajo, las notas también
remarcadas muestran una escala de tonos enteros.

Relacionado con Debussy en cuanto a su lenguaje armónico e incluso en el plano puramente personal, Erik Satie (1866-1925) fue, con toda probabilidad, un compositor menos dotado en comparación con sus contemporáneos. Expulsado del Conservatorio de París, siempre lejos del academicismo, no obstante ha devenido en una especie de figura visionaria. Su música ha alcanzado cierto renombre, incluso en círculos alejados de lo puramente «clásico», caso de la música new-age de la década de los noventa del pasado siglo, quizá por el estatismo armónico o las progresiones de acordes de tipo circular de composiciones como sus Gymnopédies (1888) para piano, de gran austeridad en lo rítmico y en la textura. Influido por la música popular urbana como el music-hall que trasluce Le Picadilly (1904), posee una vena profundamente humorística que asoma en obras como Vejaciones (1893), donde una secuencia se debe repetir ochocientas cuarenta veces, en sus indicaciones irónicas y enigmáticas que aparecen en sus partituras del tipo «tocar como un tigre acechando», o en su concepción de «música mueble», un auténtico anticipo de lo que hoy consideraríamos música ambiental. Antiformalista, como lo demuestran sus Tres piezas en forma de pera (completadas en 1903) para piano a cuatro manos, titulada así a propósito de un comentario de Debussy sobre la ausencia de forma en sus creaciones, y lejano de la visión romántica del músico como profeta visionario de la sociedad; su premisa es que la música debe concebirse como una actividad más, ausente de cargas retóricas, perspectiva que anticipa muchas estéticas posteriores. Dentro también del cambio de siglo, Alexander Skriabin (1872-1915) continúa de alguna manera la línea experimental de los «Cinco rusos», aplicando innovaciones armónicas basadas en escalas sintéticas o artificiales, aspecto que lo conecta con Debussy o Stravinski, si bien dentro de un discurso aún románti co desde el punto de vista formal, como lo demuestra la escritura de abundantes sonatas para piano o de trabajos orquestales emparentados con el poema sinfónico, como El poema del éxtasis (1906) o Prometeo (1910).

Los principios asociados al «impresionismo musical» se manifestaron en muchos compositores sin llegar a abrazar por completo la esencia debussiana. Aspectos de esta índole pueden encontrarse en la música de Puccini, al que vimos como continuador de la ópera italiana tras Verdi, o en obras creadas en un momento donde los derroteros musicales más novedosos se encaminaban por distintos senderos, como por ejemplo el poema sinfónico Pinos de Roma (1924) del italiano Ottorino Respighi (1879-1936).

Expresionismo y atonalidad en la
«Segunda Escuela de Viena»

Con el vienés Arnold Schoenberg (1871-1951), llegamos al que quizá sea el primer compositor que, aunque educado en el final de la música decimonónica, alcanzará una plenitud totalmente contemporánea que influirá como ningún otro en la práctica compositiva de los siguientes cincuenta años. Ligado a la agitada vida de la ciudad de principios de siglo, Mahler fue la única figura perteneciente a las instituciones oficiales de quien recibió apoyo. Schoenberg muestra en sus primeras obras, como en el sexteto de cuerda Noche transfigurada (1899), un lenguaje claramente posromántico en consonancia con el estilo de Wagner o de Strauss. Al continuar este estilo y llevarlo a sus últimas consecuencias, hizo que los principios de tonalidad y armonía que habían regido la música durante prácticamente los dos siglos precedentes terminasen por desaparecer. De esta forma, hacia 1906 Schoenberg se ha adentrado en el camino de la atonalidad, donde la música ha perdido definitivamente el principio de articularse alrededor de una altura concreta, tal y como hemos señalado a la hora de mostrar la música del Barroco tardío, momento en que la tonalidad se asentó como ordenadora del sistema musical. La Sinfonía de cámara de ese mismo año puede ser considerada como el inicio de este camino, siendo definitivamente atonales su Pieza para piano op. 11 y su ciclo de canciones El libro de los jardines colgantes, ambos de 1909. Durante este período, que se extendería aproximadamente hasta 1912, Schoenberg se decanta preferentemente por la composición para plantillas reducidas y por el despliegue de un complejo contrapunto, aspectos ambos que lo distancian de la herencia decimonónica. Con todo, quizá el aspecto más notable radique en que, una vez que su música ha perdido la tonalidad como elemento de cohesión, aparece la necesidad de buscar nuevos métodos para conseguir esa perdida cohesión. Entre ellos se echa mano del uso de cánones, de progresiones de intervalos recurrentes o de la llamada «melodía de timbres», —klanfargen-melodien— que ocupa notablemente el tercer movimiento de sus Cinco piezas orquestales op. 16 (1909), procedimiento que ya había sido intuido por Mahler y Strauss. Algunas de sus composiciones como Pierrot lunaire (1912) poseen auténticos tintes expresionistas en paralelo con el movimiento que en las artes alemanas aparecía con anterioridad a la Primera Guerra Mundial. El Pierrot debe mucho al mundo del cabaret, bien conocido por Schoenberg. La cantante, acompañada por una pequeña plantilla instrumental, interpreta su línea con un canto a medio camino entre lo cantado y lo hablado por medio de la técnica conocida como sprechgesang.

Hacia 1903, Schoenberg había comenzado a dar clases particulares de composición. Entre sus primeros alumnos estaban Anton Webern (1883-1945) y Alban Berg (1885-1935). Ambos permanecieron en contacto con su maestro a lo largo de su vida, en una estrecha ligazón que hizo que se les distinguiese como la «Segunda Escuela de Viena» en relación a la «primera» formada por Haydn, Mozart y Beethoven, sin dejar de lado a Schubert. Como en el caso de Schoenberg, hasta los años veinte, Webern se fue desligando paulatinamente de la tradición tonal. Conocedor por sus estudios de musicología de la polifonía franco-flamenca, así como de la fina textura del contrapunto de Mahler, sus obras de esta época, como el Pasacaglia para orquesta (1908) o las Seis bagatelas (1913) para cuarteto de cuerda, apuntan hacia un estilo donde se prima la economía de medios, la concisión y una precisa organización con apremiantes puntos culminantes. Todo ello dentro de una escritura con gran concentración de articulaciones, ataques, dinámicas y recursos de variado tipo que, como en el caso de Schoenberg, buscaban ser organizados a través de la interválica de una forma aún muy intuitiva. En el caso de Berg, existe una fluctuación entre lo marcadamente atonal de su Cuarteto de cuerda de 1910 y un estilo que todavía debe buena parte a Mahler, caso de sus Canciones de Altenberg (1912) para orquesta. Quizá marcado por su experiencia como soldado en la Gran Guerra, compuso la ópera de marcado corte expresionista Wozzeck (1925), donde el drama del protagonista, un soldado explotado por sus superiores, se desarrolla a través de una serie de escenas independientes.

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A la izquierda, Anton Webern del brazo de su maestro
Arnold Schoenberg en el ambiente ciudadano de Viena a
finales de los años veinte del siglo pasado.

Furor

Al paso que el inicio de siglo vive la revolución atonal vienesa, emerge la figura única del ruso Igor Stravinski (1882-1971), compositor que dejará una impronta decisiva a lo largo de toda la centuria. Continuador de la línea experimental de la escuela rusa y habiendo sido alumno del propio Rimski-Korsakov, durante los primeros años de su carrera colabora con Sergéi Diaghilev (1872-1929), empresario ruso fundador de los Ballets Rusos, compañía que proporcionó destacados bailarines y coreógrafos durante el primer cuarto del siglo. De esta manera, Stravinski compone música para tres ballets: El pájaro de fuego (1910), donde todavía se vislumbran las influencias de su maestro Korsakov, Petrushka (1911) y la Consagración de la primavera (1913), con coreografía de uno de los más grandes bailarines de la historia, Vaslav Nijinsky (1890-1950). La Consagración de la primavera es una de las obras clave de la música contemporánea que realmente «consagró» al compositor. Su estreno en París pasa por ser uno de los más famosos, cuando no el más escandaloso. Marie Rambert (1888-1982), bailarina ayudante de Nijinsky, y el pintor Valentine Hugo (1887-1968), lo recordaban así: «Los insultos y los abucheos tapaban el sonido de la orquesta. Hubo puñetazos y bofetadas [...]. Desde los palcos una voz llamó a Ravel “sucio judío”; el compositor Florent Schmitt replicó “callad la boca, furcias de Passy”. Entre bastidores, Diaghilev daba órdenes de encender y apagar las luces de la sala para calmar a la gente». La temática, el rapto y sacrificio propiciatorio de una joven doncella ambientados en una Rusia antigua y pagana, junto con la, por instantes, violenta música y una orquestación donde los instrumentos utilizan frecuentemente los registros extremos para concordar con lo primigenio del argumento, debieron irritar sobremanera a parte del auditorio. Lo que resulta llamativo es la rápida aceptación de la obra, de tal suerte que la encontramos ya en 1941 en uno de los números musicales de la película Fantasía de Walt Disney.

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¿El estreno más famoso de la historia? En 2009, el cineasta
francés Jan Kounen en su película Coco Chanel et Igor
Stravinski
recreó con detalle el escandaloso estreno de la
Consagración de la primavera de Igor Stravinski.

Tanto en este ballet, como en Petushka, aparecen ya singularidades de lo que será el estilo del autor. Por un lado, la liberación rítmica, con patrones irregulares que llegan a crear incluso polimetrías entre las voces. Por otro, armónicamente, la tendencia a utilizar simultáneamente diferentes tonos o centros tonales, lo que ha dado pie a que algunos autores hablen de «bitonalidad».

EL PERÍODO DE ENTREGUERRAS

Neoclasicismo

Si hay algo palpable en la música del siglo xx es su variedad estilística, algo que se antoja coherente con una sociedad que carece de una visión unitaria del mundo, donde las comunicaciones y la transmisión de información crecen año tras año, decenio tras decenio, de una manera exponencial. Los estilos se suceden y conviven, lo cual provoca que haya autores difíciles de encuadrar, o con unas características estilísticas muy personales. Una de las consecuencias es que la trayectoria de muchos de ellos transita por diferentes estilos a lo largo de su vida, acogiéndose a las novedades en mayor o menor grado. Baste ello para comprender cómo hacia finales de la década de los veinte Stravinski empieza a modular su discurso, convirtiéndose en uno de los referentes de una de las principales tendencias que impregnaron la música de entreguerras: el Neoclasicismo. Dicha corriente, que fue acogida con mayor o menor entusiasmo según qué casos, buscaba una manera de adaptar los logros y descubrimientos de la música más moderna sin perder el nexo con la tonalidad, la melodía o la forma, especialmente apelando a la tradición del siglo XVIII. En su esencia se aleja del Romanticismo, buscando un discurso objetivo, con una preferencia por las plantillas reducidas u orquestas de pequeñas dimensiones, lejano en suma al gigantismo de finales del siglo XIX. Estrenada en 1920, la música de Pulcinella de Stravinski para una coreografía de los Ballets Rusos, se amolda perfectamente a estos principios al tratarse de un arreglo de temas de Pergolesi —al que vimos en el arranque de la ópera buffa— concebido desde una perspectiva contemporánea, de tal suerte que ha sido considerada mucha veces el pistoletazo de salida del estilo. No obstante, algo parecía estar en el ambiente musical tras la Gran Guerra que apuntaba en esta dirección, al menos si se observan algunas obras como la Sonata para violín (1917) de Debussy, la Sinfonía clásica (1917) de Sergei Prokofiev (1891-1953) o la propia articulación formal de mucha de la música de Ravel. Tal vez, detrás de todo ello se escondía una necesidad de reestructuración y de claridad tras la debacle y fracaso de cierta idea del mundo que supuso el primer gran conflicto armado de la centuria. En cualquier caso, Stravinski no agota su período neoclásico en Pulcinella, sino que lo extiende hasta los años cincuenta con obras como el Octeto para instrumentos de viento (1923), su ópera-oratorio Oedipus Rex (1927), o la Sinfonía en do (1940), si bien conviene señalar que no fue inmune a las influencias de su tiempo, caso del jazz que estimula pasajes de Ragtime o La historia del soldado, ambas de 1918.

Gustosos también del jazz, así como del music-hall o de los café-conciertos, aparece un grupo de compositores franceses que con el tiempo fueron conocidos como «los Seis» por analogía con los «Cinco rusos»: Francis Poulenc (1899-1963), Arthur Honegger (1892-1955), Darius Milhaud (1892-1974), George Auric (1899-1983), Germaine Tailleferre (1892-1983) y Louis Durey (1888-1979). Para ellos, Satie se convierte en una especie de héroe. El dramaturgo, poeta y novelista Jean Cocteau (1889-1963), que en muchas ocasiones ejercía de portavoz del grupo, señalaba que «Satie nos enseñó lo que, en nuestra época, ha sido lo más audaz y sencillo». Aunque el camino de estos compositores divergió con posteridad, simbolizan en conjunto las intenciones neoclasicistas de crear una música directa en cuanto al planteamiento, lejana a cualquier retórica. Y es que más allá de Stravinski y de los compositores franceses, el Neoclasicismo se puede rastrear en mayor o menor medida en la obra de muchos creadores del período. Bajo estas coordenadas puede situarse al alemán Paul Hindemith (1895-1963). La obra de Hindemith contiene un contrapunto menos disonante que los autores de la Segunda Escuela de Viena. Alberga una mayor organización tonal ya que parte de un sistema de jerarquía de los intervalos, de más a menos disonante, fundamentado en fenómenos acústicos naturales. Entre sus obras cabe destacar la ópera, de la que también hizo una suite, Matías el pintor (1938), donde explora el compromiso del artista con la sociedad a través de la vida del pintor Mathias Grünewald (h. 1470-1528), quien se había unido a las revueltas de los campesinos alemanes de su época. Hindemith también fue maestro y pedagogo. Desde estas facetas creó una serie de estu dios contrapuntísticos para piano conocidos como Ludus Tonalis (1942), y acuñó el término gebrauchsmusik —‘música funcional—, puesto que era de la opinión de que el compositor debía crear su música en función de a quién y a qué iba dirigida, teniendo en cuenta si los destinatarios eran especialistas o aficionados o algún medio como el cine, la radio o el teatro. Así, en cierta manera, Hindemith plantea el problema de la comunicabilidad del músico con su sociedad, uno de los caballos de batalla de una época en la que la vanguardia parecía empezar a distanciarse en sus planteamientos del gran público o del gusto general. Esta situación fue tenida en cuenta por el también alemán Kurt Weill (1900-1950), cuyas obras están impregnadas del estilo de la canción popular urbana. La intencionada búsqueda de comunicación y complicidad para con el público de sus producciones dramáticas, tales como La ópera de los tres peniques (1928) o Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny (1929), pretendía acercar las temáticas cargadas de crítica social de sus obras, producto en buena parte de su colaboración con el dramaturgo Bertolt Brecht (1898-1956).

Dodecafonía

Prácticamente al mismo tiempo que se desarrollaba el Neoclasicismo, hacia 1923, y tras un período de unos seis años de reflexión, Schoenberg lograba codificar sus búsquedas de un ordenamiento musical alternativo a la tonalidad que él había puesto en cuestión durante su primer período de creaciones. El resultado fue el surgimiento del método serial dodecafónico. En 1941, el propio compositor lo explicaba de esta manera: «Consiste este método, básicamente, en el empleo exclusivo y constante de una serie de doce sonidos diferentes. Esto significa que ningún sonido ha de repetirse dentro de la serie, en la que estarán comprendidos todos los correspondientes a la escala cromática, aunque en distinta disposición¬. La serie puede aparecer de manera retrógrada, invertida o invertida retrógrada, pudiendo transportarse a diferentes intervalos.

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Con el método dodecafónico la composición se crea a partir
de series de notas escogidas previamente por el autor. La
serie P-0 es la principal que puede ser transformada de
diferentes maneras. Así, R-0 es retrógrada, es decir, en
sentido contrario. RI-5 es retrógrada invertida, esto es, con
la dirección de los intervalos invertidos respecto a la original
y transportada un intervalo de quinta. Una vez escogidas
algunas series a partir de estas posibilidades, se aplican a la
creación de la obra.

De una manera análoga a los autores del Ars nova del siglo xrv o a los integrantes de la Camerata Florentina de principios del xvi, Schoenberg crea deliberadamente una forma nueva de proceder como solución, en este caso, a la desaparición de la tonalidad como sistema organizador de la música. En el fondo, subyace la misma necesidad de buscar un orden que animaba a los presupuestos neoclasicistas coetáneos. Las primeras composiciones en donde Schoenberg utilizó el sistema dodecafónico fueron las Cinco piezas para piano (1923), tras las cuales llegaron otras como sus Variaciones para orquesta (1928), o el Concierto para violin (1936), dejando inacabada su ópera-oratorio Moisés y Aarón que había iniciado en 1932. De esta forma, el método dodecafónico permitía volver a componer grandes formas instrumentales.

Tanto Webern como Berg también adoptaron al dodecafonismo pero con matices. Berg utiliza la serie de una forma más libre, sin evitar sensaciones diatónicas o tonales, como sucede en su Suite lírica (1926) para cuarteto de cuerda, donde las primeras notas son un segmento de la escala natural o diatónica. También son dodecafónicos su inacabada ópera Lulú y su Concierto para violín estrenado en 1936 de manera póstuma en Barcelona durante el Festival de la Sociedad Internacional de Música Contemporánea. Webern llega incluso a organizar la serie internamente, de tal suerte que a los tres primeros sonidos seguían otros grupos de tres que plasmaban a los primeros de manera retrógrada, transportada y transportadaretrógrada. En obras como Sinfonía op. 21 (1928), Concierto para nueve instrumentos (1934) o Variaciones para orquesta (1940) acoge la dodecafonía dentro de su estilo escueto, organizando la instrumentación, el ritmo y la dinámica de una manera muy concentrada.

El método dodecafónico no se agotará en los autores de la Segunda Escuela de Viena. Será explorado por otros, como Stravinski, que lo adoptó en su última época en obras como el Canticum Sacrum (1955), o el inglés Benjamin Britten (1913-1975), que experimentó con él en su ópera Otra vuelta de tuerca (1954) y, en suma, será el cimiento del «serialismo integral» al que nos referiremos posteriormente.

Más allá de Francia y Alemania

Si abrimos el foco, la pluralidad de tendencias de la música del siglo xx se puede comprobar a través de un recorrido allende Alemania y Francia. No debemos perder de vista que en la obra de muchos creadores, como el finlandés Jean Sibelius (1865-1957) o el ruso Sergei Rachmaninov (1873-1943), por citar algunos, todavía están fuertemente enraizados moldes heredados de la tradición del posromanticismo. Sin embargo, otros autores ofrecen rasgos claramente distintivos. En Hungría, Zoltán Kodály (1882-1967) desarrolló un amplio interés por la tradición folclórica de su patria que se denota en su ópera Háry János (1926), a la par que ahondaba en la construcción de uno de los primeros grandes sistemas de educación musical en el sentido moderno. Probablemente el «método Kodály» ha sido uno de los que más influencia ha ejercido a nivel mundial, sin olvidar los principios pedagógicos de Carl Orff (1895-1982), compositor alemán de estilo martilleante, rítmico y modal, como prueba su archiconocida cantata escénica Carmina Burana (1937). Húngaro como Kodály, y también ampliamente interesado en el folclore de su país hasta poder considerarse como uno de los iniciadores de la etnomusicología moderna, es Béla Bartók (1881-1945). Bajo la influencia de la música más avanzada de Schoenberg, Debussy o Stravinski, extrae de la música popular la ornamentación, las técnicas de variación, el ritmo o el material de construcción de los acordes de su particular universo armónico. Así se muestra desde sus primeras obras como el ballet El príncipe de madera (1917) o su ópera El castillo de Barba Azul (1918). Su interés por los nuevos efectos en la familia de instrumentos de cuerda aparece en sus seis cuartetos o en obras como Música para cuerdas, percusión y celesta (1936), en donde, por otra parte, demuestra su particular interés por la familia de la percusión. Si Mikrocosmos (1926-1939) para piano es la consecuencia de sus preocupaciones por la pedagogía, ya que consiste en seis volúmenes que abarcan ejercicios desde los más elementales a los más virtuosos, su ya temprano Allegro bárbaro (1911) lo coloca como uno de los pioneros de una concepción percusiva del piano lejana del estilo suave y cantabile de buena parte de la tradición romántica.

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De mano en mano. Así pasó durante algunos años la imagen del
que quizá sea el compositor español más relevante de la primera
mitad del siglo XX, Manuel de Falla, impresa en un billete de cien
pesetas. Falla representa la combinación de las corrientes más
avanzadas de la época con elementos del folclore, y dentro de las
tendencias neoclasicistas de entreguerras.

La figura de Manuel de Falla (1876-1946) sobresale dentro de la España de la primera mitad del siglo. Su estancia en París durante siete años hizo que en su música incidiese el hacer de compositores como Debussy o Ravel. Así, de una manera parecida a Bartók, aunó dicha influencia con elementos folclóricos, en este caso de su Andalucía natal, en obras como sus tres piezas para piano y orquesta conocidas como Noches en los jardi nes de España (1915), o como los ballets El amor brujo (1915) o El sombrero de tres picos (1917). Hacia los años veinte, su escritura sufre un giro bajo el influjo de los nuevos aires neoclasicistas, dando lugar a la ópera de marionetas El retablo de Maese Pedro (1922) y al Concierto para clave (1926), obra de pequeño formato donde vuelve su mirada al pasado musical, en especial hacia la figura del clavecinista Domenico Scarlatti. Falla es uno de los puntales decisivos en la recuperación del instrumento barroco, no tanto en su uso para interpretar música de época, como para su utilización en composiciones de nueva factura. Desde 1926, debido en buena parte a problemas de salud, apenas compuso, dejando inacabada su cantata escénica Atlántida, completada posteriormente por su alumno Ernesto Halffter (1905-1989). Falla no fue el único representante de un momento en que España vivió lo que se ha dado en llamar «edad de plata» desde el punto de vista cultural, en especial en su literatura. Y de esta guisa, también un buen número de músicos, cuya carrera fue afectada en buena parte por la Guerra Civil de 1936, desplegó una fecunda época para la música española. Cabe citar, amén del propio Halffter, a Salvador Bacarisse (1898-1963), Jesús Bal y Gay (1905-1993), Robert Gerhard (1896-1970) o Joaquín Turina (1882-1949) entre muchos otros, coetáneos de Luís de Freitas (1890-1955), el compositor más sobresaliente de la música portuguesa de la época.

En la Italia de principios del siglo xx, todavía dominada por la preponderancia de la música vocal, la renovación vendrá de la mano de Francesco Malipiero (1882-1973) y Alfredo Casella (1883-1947). Al igual que en el caso de Falla, en su música se observa una clara influencia de la música francesa y de la obra de Stravinski, unida a un particular redescubrimiento de la música antigua italiana de autores que iban desde Monteverdi a Paganini, lo que no deja de estar en sintonía con las estéticas neoclasicistas. Más avanzado se muestra Luigi Dallapiccola (1901-1975), autor cuyo reconocimiento no se produjo realmente hasta la década de los cincuenta, situación con la cual tuvo mucho que ver la frontal oposición del fascismo italiano al desarrollo del arte de vanguardia. Dallapiccola asume el sistema dodecafónico de una manera plena en sus Cinco fragmentos de Safo (1942) para voz y conjunto instrumental, aunque siempre desde una perspectiva muy particular y libre.

Se puede decir que la música británica sufre una auténtica renovación a principios de siglo como nunca había sucedido desde la época de Purcell gracias a nombres como Edward Elgar (1852-1934), Gustav Holst (1874-1934), con su popularísima suite orquestal Los planetas (1916), o Ralph Vaughan Williams (1862-1934), el cual aúna la música de corte impresionista con elementos tomados de la canción popular inglesa. Sin embargo, la figura más trascendental de esta época y de casi todo el siglo xx en Gran Bretaña es Benjamin Britten (1913-1976). Su obra va más allá de este período de entreguerras y posee una significación especial en el contexto de la música del siglo xx. Estando abierto a influencias tan dispares y avanzadas como Berg, Bartók o Stravinski, nunca renunció al uso de la tonalidad en un mundo donde esta había sido descartada por las corrientes más exploratorias, especialmente a partir de la segunda mitad de la década de los cuarenta. Junto a sus cuartetos de cuerda o a su Réquiem de Guerra (1961), su obra más ambiciosa es la primera de sus óperas, Peter Grimes (1945), donde, al igual que el Wozzeck de Berg, se muestra al individuo, en este caso un pescador, marginado y culpabilizado por una sociedad que no acepta diferencias en su seno.

Tras Prokofiev, Dmitri Shostakovich (1906-1975), en cierta manera al igual que Britten, se decanta por una opción musical que pasa por el mantenimiento de la tonalidad dentro de las coordenadas del siglo xx. Shostako vich fue saludado como el gran compositor soviético revolucionario, época en que los músicos relacionados con el levantamiento rojo todavía miraban al arte europeo más vanguardista de Schoenberg o Stravinski. Su segunda ópera, Lady Macbeth de Mtsensk (1932), considerada en principio uno de los grandes hitos del arte soviético, sufrió una severísima crítica por parte del diario oficial del Partido Comunista, Pravda, en 1936. A partir de ese momento, la imposición de la grandilocuente estética del realismo socialista y la fuerte censura empujaron al autor a trabajar con una particular cautela, de la cual no se sustrajo ni tan siquiera tras la muerte de Stalin en 1953. Su obra es amplia, comprendiendo un ciclo de quince sinfonías, quince cuartetos y una vasta producción de canciones, música coral y cinematográfica.

El fértil cruce de la vanguardia y lo autóctono: América

El ascenso de los totalitarismos y el inicio de la Segunda Guerra Mundial provocaron que muchos autores como Schoenberg, Stravinski o Bartók se instalaran en Estados Unidos, factor que supuso un gran estímulo para el desenvolvimiento de la música. No obstante, la tradición norteamericana ya albergaba una historia propia ligada a la composición de vanguardia. Con toda seguridad, Charles Ives (1874-1954) puede considerarse un visionario en este aspecto. De hecho, su música pasó prácticamente desapercibida durante buena parte de su existencia. Ives se ganó la vida básicamente como corredor de seguros, recibiendo el reconocimiento sólo muy tardíamente, prueba de lo cual es la curiosa circunstancia de que se le concediese el prestigioso premio Pulitzer pocos años antes de su fallecimiento. Muchas de sus creaciones anticiparon procedimientos como el collage, esto es, la combinación de elementos musicales de diversa procedencia o la construcción sonora a través de diferentes niveles de disonancia. Ejemplos de ello son sus composiciones La Pregunta sin respuesta o Central Park en la oscuridad, ambas de 1906. En un plano también netamente vanguardista se puede ubicar a Edgard Varése (1883-1965). Aunque nacido en Francia, por su trayectoria vital y artística puede considerársele básicamente un compositor estadounidense. En obras como Hyperprism (1923) o Ionisation (1931), aparece su predilección por el uso de instrumentos de viento y, especialmente, de percusión, alejándose de la utilización de la cuerda, seguramente como una manera de contestar y desligarse de cualquier tipo de tradición «europea». Lo importante para este autor radica en la tímbrica que evoluciona a través de violentos cambios sonoros y rítmicos. Varèse fue uno de los primeros compositores en usar la tecnología aplicada a la creación musical, caso de instrumentos electrónicos como en Ecuatorial (1934) o la cinta magnetofónica en combinación con instrumentos en vivo en Déserts (1954). En cierto sentido, se puede considerar que Varése habría nacido «antes de su época», pues su obra ya buscaba sonoridades cercanas a las que posteriormente produjeron obras de música electrónica. En cualquier caso, se trata de un compositor que aún hoy en día sigue retando al oyente cada vez que se le interpreta.

Coexistente con esta corriente de vanguardia, en Estados Unidos asoma otra distinta que da acogida a elementos extraídos de la música popular. Dichos elementos pueden provenir del jazz y la comedia musical, siendo este el caso de obras como Rapsodia in blue (1924) de George Gershwin (1898-1937) o el Concierto para piano (1926) de Aaron Copland (1900-1990), compositor clave del siglo xx norteamericano. Lo popular también puede beber de la tradición rural del estilo country, observable en la música para los ballets Rodeo (1942), y Primavera en los Apalaches (1944), también de Copland. Esta tendencia tuvo asimismo su reflejo en el polifacético Leonard Bersntein (1918-1990), autor entre otras muchas de la partitura del film West side story (1961), o en las primeras obras de Elliott Carter (nacido en 1908), el cual posteriormente se decantó hacia los estilos que predominaron en las décadas de los cincuenta y sesenta.

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La percusión como protagonista. Esta familia instrumental
emergió con voz propia gracias al trato preferente que le
otorgaron muchos compositores durante el siglo XX. En la
imagen, una interpretación de Ionisation, obra de Edgard Varése
de 1931, por el New Jersey Percussion Ensemble.

Durante el siglo XIX, Latinoamérica, al igual que Estados Unidos, miraba musicalmente a los gustos europeos. Así, el brasileño Carlos Gomes (1836-1896), primer compositor con una auténtica aceptación en Europa, reconocido incluso por el mismo Verdi, obtuvo un gran éxito en La Scala de Milán con su ópera Il guarany (1870), melodrama estructurado bajo los convencionalismos operísticos del momento. Al igual que en diferentes zonas del viejo continente, la renovación musical de principios de siglo xx vendrá de la mano de creadores que tratan de conjugar los elementos autóctonos con las técnicas más avanzadas del período. En este sentido actúa el también brasileño Heitor Villa-Lobos (1887-1959), prolífico compositor con más de dos mil obras, y que alcanzó fama internacional. En la línea de combinación de un lenguaje personal con elementos de la tradición brasileña que conocía de primera mano se entienden sus catorce Choros (1920-1929), cuyo nombre hace referencia a una forma de música urbana popular que se tocaba en las calles de Río. Estos Choros fueron escritos para diferentes formaciones instrumentales. De la misma forma, sus Bachianas brasileiras (1930-1945) funden lo popular en este caso con elementos inspirados en Bach, compositor al que Villa-Lobos consideraba una suerte de «intermediario entre todas las culturas». Compuso también diecisiete cuartetos de cuerda, uno de los corpus más importantes del género del siglo xx junto a los de Bartók, Shostakovich o Elliott Carter, sin olvidar los ejemplos únicos de Debussy y Ravel. En unas coordenadas parecidas se sitúa el mexicano Carlos Chávez (1899-1978), si bien este autor tiende a evocar rasgos autóctonos de una forma más subjetiva, no tanto basándose en citas literales de melodías populares como en una evocación de las mismas. Partícipe del llamado «Renacimiento azteca» junto a pintores como Diego Rivera y José Orozco, el rechazo a lo europeo y un gusto por lo precolombino como sinónimo de autenticidad se enlazan en su Sinfonía india (1936) o en su Toccata para percusión (1942), obra para seis percusionistas donde el interés por la tímbrica y una plantilla lejana a la cuerda lo acerca a las premisas organizativas de la música de Varèse. Finalmente, el argentino Alberto Ginastera (1916-1983) refleja su afecto por el folclore argentino en el ballet Estancia (1941), basado en escenas rurales del mundo gaucho. No obstante, especialmente a partir de los años cincuenta, el autor optará por los procedimientos técnicos más avanzados del momento, como la dodecafonía en su Cuarteto n.°2 (1958), o un estilo más internacional en sus óperas de los años sesenta como Don Rodrigo (1964) o Bomarzo (1967).

TRAS LA GUERRA (HASTA LOS AÑOS SETENTA)

«Schoenberg ha muerto»: el serialismo integral

Hacia 1952, esta provocativa proclama aparecía en un ensayo del francés Pierre Boulez (nacido en 1925), compositor, director y figura clave de la música más avanzada de la segunda mitad del siglo. Provocativa porque no se refería únicamente al fallecimiento del maestro vienés, sino a la «muerte» de su música. ¿Qué le llevó a una figura como Boulez, hacedor y defensor de la música más avanzada de su generación, a ser tan severo con el tal vez compositor más rupturista de la primera mitad de la centuria? Boulez era de la opinión de que Schoenberg no habría desarrollado suficientemente el uso de la serie al haberla tratado como si de un «tema» se tratase, a la más pura tradición vienesa clásica.

El resto de esta historia pasa por otros tres puntos de referencia. En el primero, debemos volver la vista sobre Anton Webern, cuya obra contó con escasa repercusión en vida del músico. Curiosamente, tras su muerte en 1945 debida al disparo de un soldado norteamericano que lo había confundido con un militar alemán ya en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, pasó a ser saludado por Boulez y un grupo de jóvenes, en palabras del mismo Boulez, como «el umbral de la nueva música». Apreciaban en Webern la capacidad para dimensionar cada fenómeno sonoro en sí mismo, dotándolo de un sentido espacial más allá de los tradicionales parámetros de la armonía, melodía y ritmo. Boulez creía que la música de Schoenberg dependía en exceso de los criterios formales clásicos. En este sentido, llegó a ponderar la música de Debussy como uno de los hitos importantes en la disolución de las formas tradicionales. En cualquier caso, la fecha de la muerte de Webern marcó simbólicamente el paso hacia un nuevo momento en la música, paradójicamente, no por la desaparición de su estilo, sino por su definitiva asimilación.

La segunda referencia nos lleva al compositor francés Olivier Messiaen (1908-1992), músico de una generación anterior, cuya diferenciada personalidad ya había estado en activo durante el período de entreguerras. Su profunda experiencia como ornitólogo se refleja en obras como su Catálogo de pájaros (1951) para piano. También se halla vinculado con cierto misticismo de raíz católica, caso de su obra Veinte estampas sobre el niño Jesús (1944), también para piano. Buena parte del estilo musical de Messiaen consiste en crear ordenamientos de diferente índole; así, en lo rítmico, por el sistema de añadir progresivamente duraciones a las notas elegidas. En las escalas, al basarse en una tipología que denominó como «modos de transposición limitada». Esta predisposición a la seriación llegó a su punto culminante en su Modos de valor e intensidad (1949), estudio para piano donde, a través de tres líneas melódicas, las series de notas, valores rítmicos y matices han sido seriados en su totalidad. Esta obra, única y un tanto aislada dentro del catálogo del autor, supuso el arranque del «serialismo integral», estilo en donde no sólo se ordenan las notas como en el sistema dodecafónico, sino que todos los parámetros musicales desde la intensidad hasta las articulaciones son susceptibles de ser seriados. Esta manera de entender la composición, donde se establece un material «precompositivo», obtuvo un especial predicamento durante la década de los cincuenta. Para su extensión y conocimiento jugó un importante papel lo que podríamos considerar el tercer punto de referencia, que pasa por ser los cursos de verano organizados en la localidad alemana de Darmstadt desde 1946. Este evento, en el cual han participado los principales compositores de cada década hasta la fecha, se convirtió en uno de los lugares clave, no sólo para la extensión y comprensión de la música serial, sino por la gran cantidad de tendencias posteriores de la segunda mitad del siglo. No obstante, aunque Boulez y otros compositores asumieron la experiencia de Messiaen como referencia, el estadounidense Milton Babbitt (1916-2011) había trabajado previamente con la seriación total en sus Tres composiciones para piano n.° 1 (1947) como una consecuencia lógica del desarrollo dodecafónico, y no como una quiebra con el mismo.

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En Modos de valor e intensidad de Olivier Messiaen, cada
sonido guarda siempre la misma duración, intensidad y tipo
de ataque durante toda la obra. Los materiales de los que
parte esta obra aparecen en la imagen. Esta composición
resultó fundamental para el arranque del serialismo integral
en la música posterior a la Segunda Guerra Mundial.

Boulez pronto aplicó el serialismo integral en obras como Structures I (1951) para dos pianos o Le marteau sans maître (1955), musicalización de tres poemas surrealistas de René Char para voz y un conjunto instrumental concentrado en la tesitura media: flauta en sol, viola, guitarra, vibráfono, xilorimba y una amplia percusión. Este «estructuralismo musical» fue acogido favorablemente dando lugar a un buen número de obras como Kreuzspiel (1951) de Karlheinz Stockhausen (1928-2007) o el Quinteto a la memoria de Webern (1955) de Henri Pousseur (1929-2009), entre muchas otras.

En el otro polo: indeterminación

De una manera paralela y prácticamente en las antípodas del control absoluto de todos los eventos musicales a que obligaba el serialismo integral, se expandió la llamada indeterminación. Con ella, el azar y las formas abiertas determinaban el sistema para componer o para interpretar música. Compositores como Charles Ives ya habían usado ocasionalmente lo aleatorio en determinados pasajes de sus obras. Sin embargo, el impulso definitivo vendría de la mano del compositor estadounidense John Cage (1912-1992). Desde muy temprano, Cage intuyó cuáles podrían ser los derroteros que la música iba a seguir durante el siglo. Así, ya en 1937 señalaba que el compositor «tendrá que enfrentarse con el campo del sonido en su totalidad». De ahí que, insatisfecho con los medios convencionales, buscó pronto otros materiales sonoros tales como recursos eléctricos en sus cinco Imaginary landscape, compuestos entre 1939 y 1952, percusión a partir de objetos cotidianos en su serie titulada Constructions (1939-1941), y especialmente en su impactante «piano preparado», manipulación del sonido del instrumento por medio de la colocación de tornillos, trozos de madera, goma u objetos semejantes en las cuerdas, y utilizado por primera vez en Bacchanale (1940).

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«Enfrentarse con el campo del sonido en su
totalidad» era una de las máximas de John Cage,
que aparece en la foto manipulando las cuerdas
de un piano para alterar la sonoridad del mismo en lo
que se dio a conocer como «piano preparado».

A principios de los años cincuenta, Cage empezó a adaptar la indeterminación como sistema de composición y ejecución. El resultado fue obras como Music of changes (1951) o Music of piano (1952-1956). La idea de la indeterminación en Cage se desenvuelve dentro de unas premisas de total ausencia de intención por parte del autor. La música debía producirse y existir más allá de las pretensiones del creador, como si de un objeto autónomo se tratase. Estas ideas fueron llevadas hasta sus últimas consecuencias en 4’ 33” (1952), creación donde solo se marca la duración y puede ser llevada a cabo por cualquier instrumento o formación que se mantiene en silencio durante las tres partes que se señalan en la partitura. De esta forma, el o los ejecutantes no intervienen, y el fluir temporal y el espacio que forman el contexto de la obra pasan a ser la obra misma. Se trata de una composición única y que de alguna manera lleva a la indeterminación a un callejón sin salida por su apuesta extrema.

Cage influyó en un grupo de compositores estadounidenses que establecieron posiciones afines con las artes visuales, caso de Morton Feldman (1926-1982) y, muy especialmente, Earle Brown (1926-2002). Los serialistas europeos también se interesaron por el uso de la indeterminación, no tanto como método compositivo, sino como medio para crear formas musicales complejas donde la interpretación, en cuanto al orden de las partes o la elección de diversos parámetros, pudiese ser elegida por los intérpretes. Es el caso, entre otros, de Zyklus (1959) de Stockhausen, Pli selon pli ((1957-1962) de Boulez o el Cuarteto de cuerda (1964) de Witold Lutoslawski (1913-1994).

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El primer sonido inesperadamente grabado hace más de ciento
cincuenta años. Léon Scott patentó en 1857 el fonoautógrafo,
capaz de plasmar el sonido físicamente, aunque sólo
recientemente ha sido posible reproducir estos primeros registros
sonoros. Izqda.: uno de los diseños del inventor. Dcha.: un
ejemplar conservado en la Universidad de California.

Tecnología y sonido. Concreto y electrónica

En 1857 el escritor, impresor y librero Édouard-Léon Scott de Martinville patentó en Francia el fonoautógrafo, artefacto destinado al estudio de la acústica con el cual se podía grabar una imagen física del sonido en un papel ahumado, aunque no existía un sistema para una reproducción del mismo. En 2008, gracias al uso de un sofisticado programa de ordenador, se consiguió conocer el sonido de estas imágenes. De esta forma, el fonoautógrafo ha terminando ganándole el puesto al fonógrafo inventado por Thomas Alva Edison (1847-1931) en 1877 como el medio más antiguo conocido para registrar sonido. Resulta llamativo que Edison considerase a su invento, capaz de grabar sonidos en cilindros con superficie de estaño o cera dura, una mera curiosidad sin valor comercial. De hecho, le aterraba la posibilidad de que tanta «mala música» pudiese quedar registrada para la posteridad. Tras el fonógrafo vendría el gramófono, patentado en 1888 en Estados Unidos por el inventor de origen alemán Emile Berliner (1851-1929). Con él se introdujo el disco, formato que, con diversas variaciones, estuvo en vigencia hasta finales de los años ochenta del siglo xx. Luego, la aplicación de la electricidad en los años veinte, más tarde la cinta, el cartucho, hasta llegar al CD y a los masivos sistemas de almacenamiento digital actuales. La expansión de los sistemas fonográficos resulta capital para entender la recepción y la percepción que ha tenido el siglo xx de la música, puesto que esta trepidante evolución tecnológica ha puesto a disposición de grandes masas de oyentes una inmensa y variada fonoteca de estilos.

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Catálogo de 1908 de la casa Sears Roebuck.
Denominadas como talking machine —literalmente,
‘máquina parlante’—, la de arriba se basaba en el
fonógrafo de Edison que reproducía cilindros, mientras que
la de abajo copiaba al gramófono —primer reproductor de
discos de la historia— patentado por Emile Berliner en 1888.

A la par, resulta lógico y esperable que los compositores pronto viesen en la tecnología un medio para dar salida a muchas de sus inquietudes creativas, dado que ello permitía abordar las nuevas propuestas exploradoras de lo sonoro. La primera relación entre música y moderna tecnología debemos buscarla en el manifiesto El arte de los ruidos (1913) de Luigi Russolo (1885-1947), cuyo deseo de «conquistar la infinita variedad de ruidos-sonidos» —anticipándose de esta forma incluso a las ideas de Cage— derivó en los instrumentos conocidos como intonarumori (‘entonadores de ruido’), aparatos de membrana que permitían reproducir los sonidos del mundo industrial y urbano afectos a la estética futuris ta. Durante el período de entreguerras se realizaron los primeros intentos de crear instrumentos electrónicos. Así nacieron el theremin (1920) o el ondas martenot (1928). Este último llegó a ser utilizado por algunos compositores como Messiaen o Varèse. Sin embargo, no se puede hablar propiamente de música electrónica hasta después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los desarrollos tecnológicos, especialmente el de la cinta, permitieron las investigaciones de pioneros como el francés Pierre Schaeffer (1910-1995). Schaeffer transformaba sonidos grabados previamente, para lo cual se acuñó el término de música concreta. Pronto aparecieron otros compositores interesados en ahondar en el nuevo campo, como Pierre Henry (nacido en 1927), creador de la Sinfonía para un hombre solo (1950), basada básicamente en sonidos vocales modificados. Frente a los estudios dedicados a este tipo de creación, pronto surgieron los primeros capacitados para producir música por medios exclusivamente electrónicos, siendo el primero el Estudio de Colonia (1952), en donde junto a las herramientas para la elaboración de la música concreta aparecían los osciladores y los generadores de ruido. Surgen así las primeras composiciones de esta índole como Study I (1953) y Study II (1954) de Stockhausen. Progresivamente aparecieron más y más estudios como el activo Estudio de Fonología de Milán en 1955. A la postre, la tendencia más generalizada se decantó por un uso combinado de elementos «concretos» con los generados electrónicamente, como en Visage (1961) de Luciano Berio (1925-2003). La música electrónica tuvo su primer uso cinematográfico en el clásico de la ciencia-ficción Planeta prohibido (1956), cuya banda sonora fue compuesta y diseñada por los esposos Louis y Bebe Barron (1920-1989 y 1925-2008, respectivamente).

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Algunos aspectos del Estudio de Fonología de Milán, uno
de los lugares más importantes en cuanto a la creación de
música electrónica de la segunda mitad del siglo xx.

Muy pronto, la posibilidad de integrar todos los elementos que componían un estudio dentro de una consola llevó a la creación de los sintetizadores, donde el control de todos los elementos sonoros se podía ejercer desde un teclado, haciendo que lo que antes suponía horas de estudio se podía realizar ahora en tiempo real. El primero de estos ingenios fue el RCA Mark II de 1955. Desde mediados de los cincuenta, diseñadores como Robert Moog (1934-2005) crearon sintetizadores más pequeños que pronto tuvieron una mayor difusión comercial. Por otra parte, fueron muchos los que consideraron que la ejecución de obras electrónicas, consistente en la simple reproducción de las mismas, las alejaba de la tensión de un concierto en vivo. Así nacieron las primeras composiciones que combinaban elementos electrónicos con la interpretación en directo. Inauguró este género Musica su due dimensioni (1952) de Bruno Maderna (1920-1973), obra a la que siguieron muchas otras como la ya citada Deserts de Varése.

Textural y estocástica

Mientras el serialismo integral se hacía con el territorio de la música occidental, una serie de autores de la Europa del Este ahondaron en la investigación de la sonoridad total a partir de plantillas tradicionales en lo que se terminó denominando música textural. El polaco Krzysztof Penderecki (nacido en 1933) comenzó a trabajar con clusters, esto es, acordes formados por grupos de notas muy cercanas, generalmente cromáticas, dando lugar a una serie de bloques de sonido donde ya no interesa la distinción ruido-sonido, sino los bloques sonoros que se transforman en parámetros de densidad e intensidad. Ejemplo de ello es su Lamento por las víctimas de Hiroshima (1960) para cincuenta y dos instrumentos de cuerda frotada. En una faceta parecida trabajó el húngaro György Ligeti (1923-2006), el cual desarrolló su carrera en Alemania y Austria tras huir del levantamiento de 1956. Ligeti, a partir del uso de una micropolifonía de pequeños y progresivos cambios, consigue que las masas sonoras modulen su color gracias a los paulatinos cambios de timbre, como en su obra para orquesta Atmósferas (1961).

Otra alternativa a la omnipresencia del serialismo fue la llamada música estocástica, que se apoya en principios matemáticos para su composición. Arquitecto además de compositor, el griego Iannis Xenakis (1922-2001) utilizó las teorías de probabilidad matemática como herramienta para trasladar cálculos a indicaciones musicales. Sus principios de construcción de gráficos que se traducen a una notación musical fueron expuestos en el libro titulado Formalized music (1963), y constatados en composiciones como Metastasis (1954) o Achoripsis (1958).

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Este fragmento del Lamento por las víctimas de Hiroshima de
Penderecki nos muestra cómo en la llamada música textural
de los años sesenta interesaba tratar el sonido como un bloque
en plena transformación. La parte resaltada corresponde a
doce violines con una nota individualizada para cada uno de
ellos, tal como se señala en el recuadro. Doce sonidos dentro
de una muy estrecha interválica.

Implicaciones

La fuerte apuesta de las músicas posteriores a 1945 tuvo importantes consecuencias. Una de ellas fue el hecho, un tanto paradójico, de que el aspecto final de parte de la música creada bajo el férreo control intelectual del serialismo tuviese a veces una similar apariencia a aquella nacida bajo los presupuestos de lo indeterminado. Desde el punto de vista del procedimiento, el tratamiento serial de los sonidos condujo en ocasiones hacia una escritura puntillista, donde los sonidos aparecían como aislados, en pequeños grupos, sin continuidad melódica, debiendo el oyente percibir una globalidad de conjunto. Este procedimiento, que Webern anticipaba en su Sinfonía op. 21 (1929), aparece en las primeras obras del italiano Luigi Nono (1924-1990) como Polifónica-Monodia-Rítmica (1951).

La novedosa música de vanguardia echó mano en muchas ocasiones de técnicas nuevas y alternativas en cuanto a la ejecución de los instrumentos tradicionales. A la altura de 1945, a través de autores como Webern o Bartók, muchos procedimientos de la familia de la cuerda estaban perfectamente integrados: diferentes colocaciones del arco, diferentes tipos de armónicos o diferentes tipos de pizzicati. En los vientos aparecieron distintos tipos de ataque, sonidos con aire, multifónicos y muchos otros, sin olvidar que la gran beneficiada de las nuevas concepciones tímbricas fue, sin lugar a dudas, la familia de la percusión. Todo este mundo de exploración de nuevos y experimentales recursos se vincula a la aparición de nuevos signos, capaces de plasmar gráficamente los nuevos sonidos. Así surgieron las llamadas «partituras gráficas», muy ligadas a la indeterminación y a la improvisación, de gran plasticidad, que buscaban estimular la imaginación y la creatividad del intérprete. El posible resultado sonoro de la «partitura» era bastante imprevisible, aunque seguramente ese era uno de sus principales atractivos.

LA ERA «POST»

Entre la década de los sesenta y setenta del pasado siglo, historiadores, pensadores y estudiosos en general empezaron a padecer una especie de vértigo a la hora de valorar en qué consistían las nuevas dinámicas sociales que se estaban fraguando. Se empezó a hablar de posmodernidad, posmaterialismo, posestructuralismo o de sociedad posindustrial. Todo ello constataba que lo único de lo que se tenía cierta certeza era sobre lo que se dejaba atrás. Consecuentemente, el panorama de la cultura se comenzó a describir como variado, de ahí que términos como pluralidad, eclecticismo o intertextualidad iniciaron una abundante circulación como herramientas definitorias de las nuevas coordenadas de nuestro mundo. Pero, a tenor de lo visto más arriba, ¿no había sido el siglo xx un universo musicalmente plural?

El filósofo y musicólogo alemán Theodor Adorno (1903-1969) lideró una corriente muy influyente que valoraba al serialismo integral y a toda la música que orbitaba a su alrededor como la culminación de una evolución cuya línea estaría definida, grosso modo, de la siguiente forma: cromatismo de Wagner-atonalidad-dodecafonía-Webern-serialismo integral. Dicha línea englobaría a la música «más progresiva», la idea de vanguardia por excelencia, desdeñándose todo lo demás como estilos accesorios. Por el contrario, musicólogos como el francés y también filósofo Vladimir Jankélévitch (1903-1985) objetaron a esta visión de la música del siglo xx por entenderla reduccionista, ciega a multitud de estilos —piénsese en Falla, Stravinski o Bartók entre otros— en constante diálogo entre ellos. Si a ello se suma la presencia, en absoluto impermeable, de sonidos procedentes del jazz, músicas populares o de procedencia étnica, el panorama se tornaba ampliamente diverso.

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«No, no es Stockhausen Simplemente se nos ha
caído una bandeja con instrumentos quirúrgicos».
Esta viñeta aparecida en 2005 en el periódico británico The
Guardian
ironiza acerca de las características de algunas
músicas contemporáneas, en este caso del alemán
Karlheinz Stockhausen.

Por otro lado, uno de los debates más polémicos que ha suscitado la música moderna gira en torno a su virtual divorcio con el gusto del público, llegando a utilizarse crudos adjetivos como el de considerar a dicha música como sociológicamente muerta. Sin negar que muchas de las composiciones del siglo xx han resultado de difícil escucha, aun a pesar del complejo y justificatorio aparato compositivo que las ha creado, quizá debiésemos plantearnos qué es lo que entendemos por público hoy en día, y en qué medida guarda todavía relación con aquel público burgués nacido en el siglo XVIII. La expansión y distribución de música a nivel global y masivo, ¿nos conduce a una atomización en muchos públicos? Asimismo, quizá también debiésemos plantearnos las razones por las que se ha hecho música a lo largo de la historia. Casi nunca han sido puramente musicales, lo que demuestra que los individuos viven y asimilan el hecho musical dentro de un «receptáculo» o envoltorio con diferentes ángulos: la liturgia, la legitimación de clase o de poder, ser fondo de un café —¡esto ya en el siglo xviii!, ser motor de danza, la inauguración de un evento, el ropaje publicitario o de una producción audiovisual, la identificación de un grupo de edad y un largo etcétera. Rememoremos aquí el periplo de la Consagración de la primavera, de escándalo a banda sonora de una animación de Walt Disney. Difundir música por motivos puramente musicales, paradójicamente, no facilita su recepción, y este, tal vez, haya sido uno de los «pecados» de la música contemporánea. En definitiva, cuestiones abiertas y sin perspectivas de cierre inmediato.

Escrutando senderos

Veamos algunas corrientes que se han dado y se dan entre finales del siglo XX y principios del siglo XXI, síntoma de una pluralidad que no debe entenderse compuesta por departamentos estancos.

Uno de los primeros síntomas de alejamiento de las corrientes altamente estructuralistas del serialismo integral aparece en un grupo de compositores de Estados Unidos de la década de los sesenta y setenta que se acogieron a principios constructivos basados en la sencillez del material y en la repetición de patrones. Pronto recibieron el nombre de minimalistas al ser asociados con la estética del arte plástico homónimo. Entre ellos cabe destacar a La Monte Young (nacido en 1935), Philip Glass (nacido en 1937) o Steve Reich (nacido en 1936). Algunas obras de Reich, como Piano phase (1967) o Drumming (1971), utilizan motivos repetitivos que poco a poco evolucionan entre ellos entrando en fases diversas, creando una intrincada polirritmia a partir de la sencillez del material de partida.

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Repetición de patrones que sutilmente evolucionan creando
diversas fases. Obsérvese a través de las diferentes colocaciones
que adquieren las tres notas señaladas. Son los principios
constructivos de la música minimalista de Steve Reich.

En otro polo, algunas obras ahondan en lo que podría denominarse nueva complejidad, donde se busca una suerte de «escucha múltiple», una especie de «poliforma» donde se pretende la comprensión y escucha de un todo compuesto. Es el caso de Opening of the mouth (1992-1997) de Richard Barrett (nacido en 1959), o Kammerzyklus (1996) de Claus-Steffen Mahnkopf (nacido en 1962).

Uno de los perfiles esenciales con los que se ha caracterizado a la posmodernidad es su vocación «deconstructiva», siendo uno de sus síntomas el recurrir a la cita. En música, la cita utilizada en las últimas décadas no es un material tomado para la construcción y el desarrollo, a modo de lo que se haría con un cantus firmus renacentista, sino una forma de ensamblaje unas veces y de irrupción llamativa otras, dentro del discurso artístico. La encontramos en algunas composiciones de Alfred Schnittke (1934-1998) como su Concerto grosso I (1977), siendo quizá la obra más emblemática en este aspecto la Sinfonía (1968) de Luciano Berio, donde aparece música de Mahler, Ravel, Berlioz, Beethoven o del mismo Berio entre muchos otros. En palabras del compositor Philippe Manoury (nacido en 1952) la posmodernidad se concibe como «una especie de peso aplastante de la historia».

A finales de los años sesenta, Pierre Boulez dirigía y alababa obras del compositor y músico vinculado al rock Frank Zappa (1940-1993). Lo popular, el jazz, lo étnico que ya no es «nacional», siempre ha estado dejando su sello en la música de diversos compositores. Las fuentes étnicas aparecen en Lux aeterna (1971) de George Crumb (nacido en 1929) o en Telemusik (1996) de Stockhausen. El afamado compositor nipón Toru Takemitsu (1930-1996) decía a respecto de su obra: «Me gustaría desarrollarme en dos direcciones al mismo tiempo: como un japonés respetuoso con la tradición y como un occidental respetuoso con la innovación».

Se puede decir que durante todo el siglo XX una de las búsquedas más específicas fue la posibilidad de realizar música con microtonos, esto es, recurriendo a intervalos más pequeños que el semitono. Puede considerarse pionero en el uso de esta opción al mexicano Julián Carrillo (1875-1965), al que siguieron otros investigadores y compositores de la microtonalidad, como el checo Alois Hába (1893-1973) o el propio Charles Ives que utilizó cuartos de tono en algunas de sus obras. La música electrónica fue un acicate en esta cuestión, puesto que permitió un estudio interno del sonido. A principios de los años setenta, un grupo de compositores franceses compuesto por Gérard Grisey (1946-1998), Tristan Murail (nacido en 1947) y Hugues Dufourt (nacido en 1946) empezaron a trabajar, en palabras de este último, «sobre la dimensión interna de la sonoridad». Su música parte de un análisis de todo el espectro acústico del sonido, es decir, su composición interna, y de su traslado a la orquesta o conjuntos instrumentales. En este sentido, resulta clave la obra Partiels (1975) de Grisey. El espectralismo, que así fue como se llamó esta tendencia, y, de un modo más general, la microtonalidad, más que haber tenido una continuación explícita, ha sido asimilado por autores de lenguajes y estilos distantes, como por ejemplo el alemán Friedrich Haas (nacido en 1953) o el mexicano Javier Torres Maldonado (nacido en 1968).

Si bien hemos apuntado partituras de Shostakovich o Britten, de alguna manera se podría decir que la ópera fue un género «damnificado» durante el siglo xx, especialmente si se la compara con el predominio que había detentado en la historia precedente. Sin embargo, una de las características de la era postserial ha sido la vuelta a una mayor proliferación de composiciones relacionadas con el género o, al menos en un sentido amplio con el «teatro musical». Algunos ejemplos de ello, en los estilos más diversos, son L ’amour de loin (2001) de Kaija Saariaho (nacida en 1952), L’Upupa (2003) de Hans Werner Henze (nacido en 1926), FAMA (2005) de Beat Furrer (nacido en 1954) o El viaje a Simorgh (2007) de José María Sánchez-Verdú (nacido en 1968).

Durante las últimas décadas, la creación musical ha seguido ligada a la evolución tecnológica. En la medida en que el software informático ha sido desarrollado, este se ha aplicado en un grado proporcional a la música como fuente de apoyo y transformación compositiva. En este sentido, el Instituto de Investigación de Acústica y Música (IRCAM en sus siglas en francés), fundado en París bajo la dirección de Pierre Boulez en 1976, se ha convertido en una organización puntera, con una extensa actividad dedicada al estudio científico de la música y convirtiéndose en un lugar central donde han hecho parte de su formación muchos de los compositores más relevantes de la actualidad.

Una de las consecuencias más visibles de la reacción a la vanguardia ha sido una cierta vuelta hacia la tonalidad, en una corriente que podía denominarse neo-tonalista, apreciable en la obra del estadounidense David Del Tredici (nacido en 1937) o en las descarnadas y místicas creaciones del estonio Arvo Pärt (nacido en 1935) de la década de los ochenta en adelante. Asimismo, asociado a estos postulados de reintroducción de la tonalidad en la música contemporánea, se ha acuñado el término neoromanticismo que nos ubica más en las coordenadas de una tonalidad utilizada al estilo de la segunda mitad del siglo xix. En la década de los ochenta, con composiciones como Wölfli-lieder (1982), emergió con fuerza la figura del alemán Wolfgang Rhim (nacido en 1952), que ha derivado hacia lo que una parte de la crítica ha calificado como nueva expresión, cajón de sastre donde se ubican compositores de diversa tendencia estilística.

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La música evoluciona con la tecnología informática y
viceversa. Arriba un editor de partituras. Abajo, un programa
de manipulación de sonido que permite realizar con pocos
clics las complicadas operaciones de la música electrónica
de décadas pasadas.

Podíamos seguir matizando tendencias, pero detengámonos aquí para considerar la enorme y rápida extensión de los estilos musicales a nivel planetario a partir de las décadas de los sesenta y setenta, producto de una alta capacidad de comunicación y, consecuentemente, de la facilidad de acceso a lo que podríamos denominar la fonoteca global. Más allá de la existencia de un difícil equilibrio entre la aceptación de los enormes cambios de la vanguardia y el rechazo a los mismos, debemos señalar que la producción musical se basa cada vez más en opciones personales que en latitudes, de tal suerte que determinado procedimiento o estilo logra aparecer en diferentes lugares y momentos con cierta facilidad. Esta opción personal puede ser la necesidad de coordinar lo heterogéneo que propugna el francés Philippe Hurel (nacido en 1952) en trabajos como Flash-Back (1997), o la obra de un José Luis de Delás (nacido en 1928), español que, huyendo del franquismo, se asentó en Alemania desarrollando una obra totalmente particular, comprometida y poética, ejemplo de lo cual puede ser su composición Les profundeurs de la nuit (1996). Precisamente España nos sirve de termómetro para medir esta internacionalización de los estilos musicales. El primer intento de actualizar el oscuro panorama tras el desastre de la Guerra Civil aparece en la llamada Generación del 51. En los compositores de este grupo, como Cristobal Halffter (nacido en 1930) o Luis de Pablo (nacido en 1930) se puede encontrar el uso de la dodecafo nía, del serialismo integral o de la indeterminación. Todos ellos, siguiendo la lógica del siglo, transitaron por varias etapas, moviéndose en evoluciones personales, como las coordenadas neotonalistas de Antón García Abril (nacido en 1933), o el desarrollo de lenguajes armónicos propios como Ramón Barce (1928-2008) o Josep Soler (nacido en 1935). Algo parecido le sucede a su coetáneo portugués Joly Braga-Santos (1924-1988), que desde planteamientos neoclasicistas evolucionó hacia formas emparentadas con las corrientes europeas de posguerra. En una generación más tardía encontramos minimalismo e influencia de John Cage en Carles Santos (nacido en 1940); músicas alternativas con Llorenç Barber (nacido en 1948), popular por sus conciertos de campanas; a Eduardo Polonio (nacido en 1941), uno de los principales compositores de música electroacústica de las últimas décadas en Europa; a Jesús Villa Rojo (nacido en 1940), excelente clarinetista, difusor de la música de vanguardia y músico muy afecto al uso de las partituras gráficas; o a Francisco Guerrero (1951-1997), el cual trabajaba a partir de modelos naturales y físicos, como la teoría de los fractales, siguiendo su línea ciertos presupuestos propuestos por Xenakis. Actualmente, la composición musical en España está insertada en las corrientes internacionales, bien sea por la formación o por el tipo de desarrollo de los proyectos, caso de Alicia Díaz de la Fuente (nacida en 1967) o de Alberto Posadas (nacido en 1967), alumno de Guerrero, ambos con conexiones con el IRCAM parisino o bien porque participan de esa pluralidad, a veces sincrética, de la creación coetánea. En este sentido puede ser demostrativo el grupo Música Presente, colectivo de intérpretes y compositores como Polo Vallejo (nacido en 1959), Jesús Rueda (nacido en 1961) o David del Puerto (nacido en 1964), cuyo nexo no está tanto en su propuesta estilística como en la necesidad de coordinarse para crear, interpretar, investigar y difundir la música actual.

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En activo: autores para un cambio de milenio. Jesús Rueda,
Philippe Hurel e Isabel Mundry.

Y es que esta sensación de pluralidad y eclecticismo que parece regir el cambio de milenio en la música tiene uno de sus síntomas más claros en la abundancia del análisis, que se ha puesto casi en pie de igualdad con la enseñanza compositiva. Al no imponerse una corriente preponderante, parece que la única posibilidad de abordar el hecho musical sea examinar caso por caso. Ligeti, autor que, más allá de la música textural, caminó por diferentes estéticas y búsquedas, parecía personalizar en su propia sensibilidad y vivencia esta falta de lo que en musicología se llama práctica común, un núcleo principal en la creación, cuando declaraba en 1993: «... no tengo ninguna visión definitiva del futuro, ningún plan general, sino que avanzo de obra en obra palpando en distintas direcciones... ». Y precisamente, son otras direcciones las que nos conducen a otros territorios musicales, fenómenos de gran impacto durante el siglo xx.

JAZZ: «NO TENGO NI IDEA DE LO QUE VOY A HACER CUANDO EMPIEZO UN SOLO»

La reflexión del trompetista Doc Cheatham (1905-1997) nos conduce a la esencia de la sabiduría jazzística: «el infinito arte de la improvisación» tal y como lo definió el musicólogo Paul F. Berliner. Nos hemos referido en el primer capítulo a las «perdidas» improvisaciones de autores como Bach o Beethoven. Así, la improvisación no ha sido ni es un medio de expresión exclusivo del jazz, pero en él alcanza una plenitud incontestable.

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Posiblemente el primer jazzman de la
historia. El cornetista Buddy Bolden
en el recuadro, fotografiado con su
banda hacia 1900.

Hacia 1900, Nueva Orleáns es un auténtico crisol de razas y culturas. Por una parte, la tradición europea franco-hispana. Por otra, la de las poblaciones negras de origen esclavo y criollo. Ambas se fundían en la vida musical del Storyville, el barrio de las diversiones. En semejante caldo de cultivo surge el estilo Nueva Or-leáns practicado por pequeñas bandas instrumentales donde destaca el uso de instrumentos como el clarinete, el trombón, la corneta o la trompeta para el plano melódico, de percusión, el contrabajo, la tuba, el banjo, la guitarra y, ocasionalmente, el piano como miembros habituales del acompañamiento, y de una entonación hot, o sea, con una fuerte articulación e importancia del vibrato. El estilo de marcha es omnipresente, puesto que dichas bandas intervienen en diferentes aspectos de la vida social de la ciudad. Aparece así el que ha sido considerado el primer jazzman de la historia: el cornetista Buddy Bolden (1877-1931). No obstante, debemos tener en cuenta que en la génesis del jazz hay al menos otros dos estilos que resultan fundamentales. Por un lado el ragtime, música de estilo pianístico relacionada con la danza decimonónica conocida como cake-walk, y generada en las últimas décadas del siglo XIX en torno a la ciudad de San Luis, siendo su figura más sobresalien te el compositor y pianista Scott Joplin (1868-1917). El rag, como se le conocía popularmente, carece del componente improvisatorio del jazz, es música escrita, pero se articula con abundantes síncopas y otros tipos de desviaciones del pulso regular —el off-beat—, elementos rítmicos definidores del futuro estilo jazzístico. Por otra parte, el blues, música de carácter melancólico y expresiva del desaliento y el dolor de la América negra y campesina, será otro de los grandes nutrientes del jazz. Pero irá más allá. El blues, en sus estructuras rítmicas, armónicas y melódicas, así como en su paso de lo rural a lo urbano, funciona como una «superestructura» que sostiene todo el armazón jazzístico. Se tocará y compondrá blues durante todas las épocas, adaptando su organización básica de doce compases a las tendencias estilísticas de cada momento, siendo además una de las principales fuentes en el surgimiento del rock.

Volvamos a Nueva Orleáns. Varios intérpretes blancos organizaron sus propias bandas, como el percusionista y bajista Papa Jack Laine (1873-1966). El estilo de las orquestas «blancas» se conoció como dixieland, quizá menos expresivo que el de sus coetáneas «negras», aunque conviene señalar que en la práctica los músicos no eran tan tajantes con las segregaciones raciales a la hora de tocar. Una de estas bandas, la Original Dixieland Jazz Band fue la primera en grabar piezas de éxito de jazz en 1917, ayudando de esta forma a la popularización definitiva del estilo. Precisamente en ese año de 1917, las autoridades deciden cerrar el Storyville, lo que produce una diáspora de músicos que se establece principalmente en la ciudad de Chicago. Allí se grabaron la mayoría de los discos que conocemos como estilo Nueva Orleáns, que seguramente ya no era el primitivo del cambio de siglo del que apenas quedan registros. En Chicago, el blues, en su versión urbana, se incardinó definitivamente como uno de los grandes tejidos del jazz, dando lugar al blues clásico, con notables intérpretes como la cantante Bessie Smith (1894-1937). También en esta ciudad se formaron relevantes bandas como la Creole Jazz Band del trompetista King Olivier (1885-1938), los Hot Five y Hot Seven de Louis Armstrong (1901-1971) o los Red Hot Pepper del pianista Jelly Roll Morton (1885-1941). Muchos músicos blancos, fascinados por estas formaciones, imitaron su música, caso del trompetista Bix Beiderbecke (1903-1931). En los años veinte, la música practicada en Chicago adquirirá paulatinamente una serie de características que permanecerán durante varias décadas. A nivel organizativo, el solista irá tomando cada vez más relevancia, realizando solos sucesivos, —coros en la argot jazzístico— abandonándose poco a poco la textura heterofónica de solos simultáneos del estilo Nueva Orleáns. Desde el punto de vista instrumental, la sección de acompañamiento tenderá a abandonar la tuba y el banjo para centrarse en el contrabajo, el piano o la guitarra. Irrumpirá con fuerza el saxofón, eclipsando en cierta medida al trombón. Geográficamente, será el momento en que el jazz se «desterritorializa» masivamente. Consigue una gran repercusión en Europa, al igual que otras músicas como el tango porteño, en un transvase a la inversa de lo que había sucedido con la música durante muchos siglos. Ahora la dirección era del Nuevo al Viejo Continente. Recordemos que hemos señalado en qué forma autores como Ravel o Stravinski no permanecieron ajenos a su novedosa influencia. Aparecerán así los primeros jazzistas europeos, siendo quizá el primer ejemplo más significativo el quinteto Hot Clube de France fundado por el guitarrista belga Django Reinhardt (1910-1953) y el violinista francés Stéphane Grapelli (1908-1997) en 1934.

La era del swing se inicia en los años treinta. El swing pasa a denominar desde entonces el elemento rít mico característico del jazz. Si no hay swing, no hay jazz. Las pequeñas bandas crecen en número adentrándonos en la dorada época de las big bands, con un incremento notable de la sección de viento. Surgen orquestas señeras lideradas por no menos señeros músicos, arreglistas y compositores como Count Basie (1904-1984) o Duke Ellington (1899-1974). El crecimiento de la plantilla genera dos tendencias divergentes. Por un lado, la aparición de frecuentes arreglos más allá de la tradicional improvisación a partir de un tema dado. Por otro, una llamativa y creciente importancia de los solistas dentro de estas orquestas. En efecto, es esta una época de grandes solistas: el saxofonista Coleman Hawkins (1904-1969), el clarinetista Benny Goodman (1909-1986) o el pianista Fats Waller (1904-1943), entre muchos otros. Nueva York se convierte en un gran centro, a la par que la era del swing transforma a la música en un negocio gigantesco. Pero en muchos casos, la masiva comercialización condujo a la elaboración de clichés comerciales buscando formas y modas que garantizaban el éxito inmediato. Emergió así una generación de músicos que tenía algo nuevo que decir. Solistas procedentes de las big bands, muchos de ellos, se reunían hacia 1940 en lugares como el mítico Milton’s Playhouse de Harlem, dando lugar a pequeñas formaciones dentro de las cuales se fraguó el be-bop. Entre ellos, figuras legendarias como el trompetista Dizzy Gillespie (1917-1993), el pianista Thelonious Monk (1917-1982) o el saxofonista Charlie Parker (1920-1955), creadores de un estilo de melodías interpretadas a velocidad vertiginosa y de armonías avanzadas. En el be-bop operaba, en cierto grado, la influencia de la música clásica moderna y del intelectualismo de las grandes ciudades.

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De izquierda a derecha, los actores Forest Whitaker y
Samuel E. Wright interpretando respectivamente a los
músicos de be-bop Charlie Parker y Dizzy Gillespie en la
película sobre la biografía del primero titulada Bird, dirigida
por Clint Eastwood en 1988.

El cool jazz nace en la década de los cincuenta como una expresión de equilibrio y templanza frente al ímpetu be-bop. Pianistas como John Lewis (1920-2001), líder del grupo The Modern Jazz Quartet, Lennie Tristano (1919-1978) o Dave Brubeck (nacido en 1920), o saxofonistas como Gerry Mulligan (1927-1996), imprimieron a la música ciertos caracteres de la tradición clasicista europea, tales como la interpretación en legato o incluso el uso de cierto tipo de contrapunto. El cool hundía sus raíces en la orquesta Miles Davis-Capitol de finales de los años cuarenta. Miles Davis (1926-1991) puede considerarse casi como una figura mítica, un auténtico camaleón en sentido activo, al que encontramos a través de las diversas singladuras del jazz a lo largo del siglo. Pero, a la par del cool, el estilo be-bop continuó desarrollándose con diferentes matices bajo la denominación común de hard-bop o, más tardíamente, pos-bop. Dentro de esta órbita, entre otros muchos, se situaron músicos como el trompetista Donald Byrd (nacido en 1932), el batería Art Blakey (1919-1990) o inicialmente John Coltrane (1926-1997), quizá otro de los grandes de todos los tiempos, saxofonista que trasciende con su personal estilo a las tendencias que le tocó vivir, habiéndose convertido en una piedra angular para el jazz de los últimos cuarenta años. Precisamente Coltrane participó en la grabación del mítico álbum de Miles Kind of blue (1959), junto a otros destacados músicos, entre los que figura el pianista Bill Evans (1929-1980). En este disco aparecen varias composiciones que dieron lugar al llamado jazz modal, corriente que echa mano de la armonía extraída de las escalas conocidas como modos, a las que nos hemos referido varias veces en capítulos precedentes.

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Una de las formaciones del saxofonista John Zorn, uno de
los músicos más implicados en el jazz más avanzado en el
cambio de milenio.

Los estilos funk y soul comienzan a cimentarse en la década de los cincuenta, consolidándose paulatinamente en la década posterior, en la cual también continúan en activo el hard-bop, el jazz modal o el cool, conformando lo que con los años será considerado como el mainstream o ‘corriente principal’, con vínculos con el be-bop y la tradición más primigenia del jazz. Mas los sesenta serán recordados por la irrupción del free jazz: una nueva concepción rítmica lejana al metro fijo, una exploración libre por territorios de la atonalidad, no ajena del todo a la vanguardia europea coetánea, un énfasis en la intensidad y una incursión premeditada en el ámbito del ruido con ciertos ecos de la protesta social que se declaraba en la década. Este camino impetuoso había tenido sus precedentes en músicos como el contrabajista Charlie Mingus (1922-1979), y se sustanció en figuras como el saxo Ornette Coleman (nacido en 1930) —precisamente él editó el imprescindible albúm Free jazz (1960)— o el pianista Cecil Taylor (nacido en 1929). El propio Coltrane participó de aspectos relacionados con el free dentro de su particular trayectoria. Pero también en los sesenta toma carta de naturaleza el latin jazz, corriente que busca la comunicación con elementos de la música latinoamericana. Si los aires afrocubanos y puertorriqueños ya habían sido explorados por músicos del be-bop, el latin tendrá sus nombres propios, caso del trompetista Arturo Sandoval (nacido en 1949) o del pianista Michel Camilo (nacido en 1954) más recientemente. Igualmente, dentro de esta corriente debe señalarse la influencia de la música brasileña, donde juega especial importancia la bossa nova y la figura del compositor y arreglista Antônio Carlos Jobim (1927-1994) que ha proporcionado una gran cantidad de composiciones que se han asentado en el repertorio del jazz gracias, entre otros, a músicos como el saxofonista Stan Getz (1927-1991). Hacia finales de los años sesenta y durante la década de los setenta, el jazz fusion estableció un diálogo con los elementos más progresivos del rock, incluyendo entre ellos la singular tendencia hacia la electrificación. Miles llevó a cabo su propia apuesta en este sentido, sumándole componentes tomados del free, en el doble LP Bitches Brew (1970). Muchos de los jóvenes músicos que se pusieron a las órdenes del veterano trompetista, terminaron siendo los impulsores del estilo fusion creando sus propios grupos: el pianista Chick Corea (nacido en 1941) con Return to Forever, el también pianista Joe Zawinul (1932-2007) y el saxofonista Wayne Shorter (nacido en 1933) con Weather Report, banda en la cual también participaba el revolucionario del bajo eléctrico Jaco Pastorius (1951-1987), o el guitarrista John McLaughlin (nacido en 1941) con la Mahavishnu Orchestra.

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Más allá de un lugar. Músicos de rap como el
estadounidense Cornell Haynes, Jr. Nelly (nacido en 1974) a
la izquierda, o el grupo español La Excepción, nos recuerdan
cómo la música popular urbana se ha convertido en un
fenómeno común para personas de diferentes geografías y
contextos, dentro de los parámetros transculturales de las
sociedades posmodernas.

Desde los años ochenta, el jazz participa de cierta pluralidad, conformándose dentro de estas dos corrientes que se mueven con fuerza como dos polos heredados de las anteriores décadas. Por una parte, una tendencia calificada en ocasiones como neo-bop, liderada principalmente por el trompetista Wynton Marsalis (nacido en 1961), que en el fondo es una continuación del mainstream de los cincuenta y sesenta. Por otra, músicos que apuestan por continuar búsquedas de experimentación y vanguardia como los saxofonistas John Zorn (nacido en 1953) y Steve Coleman (nacido en 1956). Entre ambos polos circula una gran cantidad de propuestas, dándose incluso movimientos diversos como el smooth jazz de los ochenta, ligado a influencias pop, o el acid jazz, con puentes hacia el hip-hop o la música electrónica de baile. Y es que el jazz ha gozado siempre de una capacidad mimética a la vez que ha mantenido su idiosincrasia de una manera muy definida. Ha desarrollado a lo largo de poco más de un siglo una secuencia parecida a la de la música clásica occidental, con su génesis, su momento clásico, sus búsquedas de vanguardia, sus miradas hacia la tradición de su mainstream o su actual eclecticismo. Sus estilos surgen sin desaparecer nunca definitivamente, retroalimentándose unos a otros. De hecho, ha habido revivals constantes, como el del dixieland ya en plena década de los cincuenta. A ello contribuye sin duda el hecho de haber sido una música que ha crecido en paralelo al mundo de la fonografía, con lo que la presencia constante de los estilos más antiguos se ve favorecida por la existencia de grabaciones hechas por sus protagonistas, que, todo sea dicho de paso, debido a la apresurada evolución del jazz, suelen estar vivos cuando se les requiere de nuevo. El rock presenta ciertas concomitancias.

ROCK Y POP: SUMA Y SIGUE

Efectivamente. Lo señalábamos en el primer capítulo: el surgimiento de un estilo dentro de lo que se denomina como rock y pop no implica normalmente una anulación absoluta del anterior. Esto ha propiciado que dentro de esta nomenclatura se alojen una enorme, variada y compleja tipología de propuestas musicales asociadas a no menos variados y complejos fenómenos culturales. Busquemos algunos puntos en común.

Bajo dicha denominación se engloban una serie de estilos musicales en constante evolución durante los últimos sesenta años, cercanos y habituales para mucha gente de todo el mundo. Es el resultado de una mezcla de diferentes influencias, cuya característica común podría ser el hecho de haberse constituido en una vía de expresión de actitudes y valores juveniles y en una especie de música popular universal. Otra característica de estos estilos radicaría en su fuerte vinculación con la industria del disco y con los medios de comunicación de masas. Ello explica en buena medida su dependencia de las leyes del mercado, donde normalmente triunfa aquello que es apoyado por las grandes compañías que a su vez apoyan lo que más vende más allá de otros criterios de calidad. Instrumentalmente, el pop-rock ha conformado un estándar alrededor de la agrupación constituida por voz, dos guitarras eléctricas, bajo y batería. Pero no es un modelo único puesto que ha ofrecido variaciones a lo largo de su historia.

En el nacimiento del rock’n’roll durante los años cincuenta concurren varias culturas musicales activas en la sociedad norteamericana. Entre ellas se halla el country, música de las poblaciones rurales blancas con origen en el folclore traído por los emigrantes europeos, el rhythm and blues, animado y electrificado estilo de blues practicado principalmente por músicos y cantantes negros de las ciudades, o el boogie-woogie de las orquestas de swing. El rock’n’roll posee una fuerte identidad rítmica y armónica con los dos últimos, de tal suerte que muchas canciones de los primeros músicos y cantantes como Elvis Presley (1935-1977), Bill Haley (1925-1981) o Chuck Berry (nacido en 1926) podrían encuadrarse con facilidad dentro de aquellos. Precisamente puede considerarse a Berry como uno de los más importantes a la hora de definir las temáticas rockeras vinculadas directamente con la inquietud adolescente, amén de marcar un antes y un después en la forma de tocar la guitarra eléctrica. Aunque al pinchadiscos Alan Freed (1921-1961), gran promotor de esta música, se le atribuyó en muchas ocasiones la invención del término rock’n’roll, lo cierto es que la palabra rock aparecía en muchos temas desde principios de los cincuenta. El mismo Freed se vio envuelto en un escándalo en 1959 por haber aceptado sobornos para poner ciertos discos. Una curiosa práctica de «incentivos» que, sin embargo, pasó a ser normal tiempo más tarde dentro de la industria discográfica.

Este primer rock fue visto como algo salvaje y peligroso desde ciertos sectores sociales debido, entre otros motivos, a la histeria que se producía en las masas de adolescentes que aclamaban con locura a sus ídolos, lo que por otra parte nos sitúa en el arranque del fenómeno fan. Así, a principios de los sesenta hubo un deseo por parte de ciertos sellos de reconducir este fenómeno hacia la creación de grupos y cantantes donde se primaba cierto melodismo vocálico y se atemperaba la imagen desbocada de los intérpretes del rock inicial. Puede considerarse como el primer intento de «domesticación» del rock, fenómeno recurrente en su historia, producto de un deseo de explotar comercialmente su gran alcance, extirpando del mismo sus potenciales peligros contraculturales o contestatarios. Es así que aparecen figuras como el cantante Bobby Rydell (nacido en 1942), auténtica imagen del buen teenager —‘adole-secente’—. En este caldo de cultivo, y bajo el mito de la playa, surgió The Beach Boys, grupo californiano que contaba con refinados arreglos vocales.

Se ha señalado que el sosiego impuesto al rock a principio de los sesenta, dio lugar a lo que hoy conoceríamos como pop. Sea esto más o menos veraz, en la década de los sesenta la cultura pop-rock emerge con fuerza en suelo británico. The Beatles, cuyo nombre procede de un sueño que tuvo uno de sus miembros, concretamente John Lennon, será el grupo que marcará toda la década, junto quizá a The Rolling Stones como reverso de una misma moneda. Cantidad de grupos se crearán con una mirada puesta en el cuarteto de Liverpool, no sólo en su país sino en otros lugares de Europa y América, suponiendo un fenómeno social a nivel global y sin precedentes en el mundo de la música en general. Su evolución es la evolución del pop de la época. Con unos inicios enraizados en el primigenio rock y en elementos de la música de balada adolescente, poco a poco crearán un sonido propio e inconfundible para derivar a mediados del decenio hacia una línea más experimentadora, llena de creatividad y con capacidad para dar cabida a multitud de influencias musicales, en consonancia con el espíritu de la cultura hippie del momento. Prueba de ello es su álbum Stg. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967), el cual marca un antes y un después no sólo en su música sino en la historia del pop.

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Dos iconos de la cultura popular en contacto. Mafalda,
personaje creado por el dibujante argentino Joaquín
Salvador Lavado Quino (nacido en 1932), protesta porque
alguien ha llenado de pelos su ejemplar del álbum de The
Beatles Rubber Soul (1965), a la derecha. La estética de
largos cabellos de los componentes del grupo fue objeto de
no pocos comentarios en su momento.

Pero no debemos abandonar los sesenta sin antes acercarnos a dos fenómenos de especial relevancia. El primero nos conduce a un músico y poeta venido del mundo de la canción folk llamado Robert Allan Zimmerman y más conocido como Bob Dylan (nacido en 1941). Quizá a él se deba que la generación de músicos pop de la década inclinase las letras de sus canciones hacia contenidos de corte más lírico o reivindicativo. La protesta expresada a través de la música de estos años le debe mucho a él. No en vano, Dylan se reconocía en el cantante de country Woody Guthrie (1912-1967), auténtica voz de los desposeídos de América. El otro fenómeno nos lleva a la eclosión de una música totalmente negra en cuanto a su ejecución, su composición, su producción y su comercialización. Su máxima expresión podemos encontrarla en el soul de la casa Stax, con nombres como Wilson Pickett (1941-2006), y muy especialmente en la compañía fundada en 1960 por Berry Gordon en Detroit: la Tamla Motown. El sonido Motown produjo nombres legendarios como el cantante Marvin Gaye (1939-1984) o grupos como The Supremes, creando una música de gran calidad tanto en lo que atañe al sonido como a la melodía, la forma y los arreglos.

El dinamismo de los sesenta es responsable en buena medida de que a finales de la década y principios de la siguiente se intentase hacer una música de gran calado partiendo del pop-rock. Los grupos del llamado rock sinfónico, como Pink Floyd, Genesis o King Crimson, quisieron crear muy elaboradas composiciones explorando las vías ofrecidas por la tradición clásica y el mundo de lo psicodélico. También esta corriente utilizó elementos extraídos de otros de las grandes manifestaciones de principios de los setenta: el rock duro, asimismo llamado hard rock o heavy metal. Led Zeppelin, Black Sabbath o Deep Purple fueron las primeras bandas de este contundente estilo. En su territorio convergen la faceta más «agresiva» del pop-rock, ya observable en algunas composiciones de The Beatles o The Rolling Stones o en grupos como The Who, y la herencia de varios guitarristas que desplegaron un particular virtuosismo a partir del desarrollo de las grandes posibilidades que ofrecía la guitarra eléctrica. En este sentido, y apoyados en la inagotable tradición del blues, destacaron figuras como Eric Clapton (nacido en 1945) o Jimi Hendrix (1942-1970). Casi coetáneamente, los cantantes del conocido como glitter rock o glam rock como David Bowie (1947) se caracterizaron por sus brillantes vestuarios y maquillajes y un característico sonido con préstamos del heavy y de la psicodelia.

Los setenta suponen la diversificación definitiva del pop-rock. Cinco ejemplos pueden otorgar una idea de ello. El reggae, nacido en Jamaica, con su peculiar escritura de silencio al principio de cada compás y abanderado por el singular Bob Marley (1945-1981). La salsa, encuentro de la música de los emigrantes cubanos en Nueva York con elementos del pop y del jazz. El asentamiento definitivo del funk, con sus característicos y brillantes ritmos de guitarra, sus líneas de bajo percusivas y rotas y sus rítmicos acentos en la percusión, se realizó gracias a figuras como el cantante procedente del soul James Brown (1933-2006). El punk, música de ropajes anarquistas, nacida hacia mediados de la década como contestación a la sociedad establecida, denunciaba de una manera cruda tanto en lo musical como en las letras las inaceptables condiciones de vida de los jóvenes británicos durante la recesión económica del momento, pasando a la historia como grupo emblemático del género The Sex Pistols. Y finalmente, el nacimiento de la música disco, culminación del alejamiento de lo emocional de la música soul y gospel, buscando principalmente el carácter bailable más allá de la melodía y de la instrumentación. Desde grupos como los Bee Gees o ABBA, hasta cantantes como Donna Summer (nacida en 1948), el estilo buceó por todo lo imaginable en cuanto a géneros posibles, desde el funk hasta el rap, para llevarlo a las pistas de baile.

Para situarnos en los ochenta, baste la frase del músico asociado a la new wave Joe Jackson (nacido en 1954): «El rock de la década de los ochenta no es una lucha contra lo establecido, porque en realidad es lo establecido». Parecía que la música no podía ser ajena al engullimiento comercial del neoliberalismo. Resulta así sintomático cómo se terminan asentando las radio-fórmulas —cadenas temáticas—, centradas en la música, las cuales vuelcan y «dictan» en buena medida los ingredientes de las listas de éxitos. El videoclip se convierte en uno de los elementos habituales para presentar y difundir canciones. El macroconcierto, con raíces en la anterior década, se transforma en un fenómeno de alto valor para la industria del espectáculo, capaz de convocar a masas que empiezan a tener un carácter intergeneracional: el pop-rock ha superado la treintena. Y aunque nunca había desaparecido, se potencia la figura del cantante solista como estrella fulgurante. Michael Jackson (1958-2009), nacido al calor de la Motown y de la tendencia disco con su grupo familiar The Jackson Five, o Madonna (nacida en 1958) son prueba de ello.

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Tarjeta de presentación. El videoclip se convierte en una
forma habitual de presentar y difundir canciones a partir de
la década de los ochenta. En la imagen, diversos momentos
correspondientes a la canción Video killed the radio star
(1981) del grupo The Buggles.

La diversificación continúa. El desarrollo de un rock para todos, también conocido como rock para adultos, elaborado a partir de clichés inspirados en estilos pasados, cuyo mayor exponente fue el grupo Dire Straits. La consolidación de la new wave —literalmente, ‘nueva ola’—, con grupos como Talking Heads o The Buggles que, partiendo de una «destilación» de elementos del punk, añadía importantes elementos electrónicos. Y si de electrónica hablamos, los años ochenta suponen una importante irrupción de la tecnología en la música pop dada la popularización definitiva de los sintetizadores. Algunos grupos como los alemanes Tangerine Dream o Kraftwerk ya habían basado su música en la utilización masiva de este tipo de instrumentos, caso del mítico Minimoog presente ya desde los años setenta. A la vez que se afianzaban modelos como el Yamaha DX7, o la utilización de cajas de ritmos, la tímbrica del pop adquirió un sabor electrónico, en particular en aquellos grupos que se situaron bajo la nomenclatura de tecno-pop, o electro-pop, como Ultravox o Depeche Mode.

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La figura del DJ, como Uros Umek (nacido en 1976) en la
foto, ha conducido a la música electrónica a adquirir una
condición esencialmente destinada al baile. Los géneros de
esta corriente han llegado incluso a la pedagogía de la flauta
de pico, como en el volumen de Planéte Electro de Fred
Thomasseau, a la derecha.

En los noventa, la etiqueta world-music cuajó como una forma de introducir músicas conectadas con tradiciones étnicas o no-occidentales en el diseño del marketing de las grandes discográficas. Es sintomático que fueron músicos vinculados al pop como Peter Gabriel o Paul Simon los que ejercieran de introductores de una ceremonia que aprovechaba la mitomanía del mestizaje como búsqueda de nuevos consumidores. En la mayoría de los casos se trataba de una pincelada, de un instrumentista o instrumento más «exotizado» que exótico sobre el armazón del pop-rock.

Pero también en los noventa, y en las antípodas de la tecnificación, el grunge, el sonido de grupos como Nirvana o Pearl Jam, pretendía mantener la herencia del sonido underground compartiendo raíces con el punk y el heavy. Es como si el rock quisiese conservar en todo momento una corriente sustentada sobre las esencias que nacieron de la guitarra de Chuck Berry, creando su inconfesado y particular mainstream basado en la tradición de figuras como Hendrix o estilos como el rock duro, buscando asentarse en «lo genuino» que estaría representado en el decenio por formaciones como The Red Hot Chili Peppers o Soundgarden. Por si esto no fuese suficiente, la década de los noventa ofreció fuertes revivals como el del funk de grupos como Jamiroquai o The Brand New Heavies, o una enorme eclosión de música derivada del género prosódico y rítmico del rap, estilo nacido décadas atrás, pero que en este instante se expande en una excepcional gama de matices cuya fortaleza estaría representada principalmente por el hip-hop. Y finalmente, una sensación, a cuarenta años vista, de que el pop-rock tenía una historia propia, a lo que contribuía la pléyade de «mitos vivos», léase grupos como The Rolling Stones o nombres como Phil Collins (nacido en 1951), en activo sincrónicamente con todo lo nuevo.

El cambio de milenio ha supuesto una expansión definitiva de la música electrónica, especialmente orientada al baile, pero también como armazón de diversos aspectos musicales, sea en las bases de los cantantes de estilos relacionados con el rap, sea por la utilización de samplers, esto es, muestras digitales de sonidos reales con los que se crea la música sin necesidad de utilizar instrumentos, modo de proceder de conjuntos como los dúos The Chemical Brothers o Properllerheads. En los noventa la tendencia se asentó con ritmos basados en pulsaciones muy básicas con el señalado destino de servir de música de baile y con una nomenclatura que incluía nombres como bakalao, mákina, newbeat o tecno-house, llegando a «explotar» en una infinidad de subgéneros a partir del primer decenio del siglo xxi, abarcando denominaciones como jungle, ambient, trip-hop y un sinfín más. La aparición de la figura del DJ, el deux ex machina por excelencia de este tipo de géneros, el cual elabora la música a partir de fragmentos también de música pero pregrabada, tales como loops ‘bucles’—, ha hecho a muchos reflexionar acerca de qué relación tienen estas creaciones con los parámetros tradicionales del pop-rock que en el fondo se acoge al molde clásico de la presencia viva de la ejecución por medio de la voz y el instrumento. Si bien la vivencia colectiva y los patrones culturales de la música electrónica parecen estar en sintonía con lo que ha sido la historia del género, es cierto que muchos autores electrónicos más jóvenes han buscado su genealogía nada más y nada menos que en compositores de la electrónica clásica de los cincuenta y sesenta como el mismísimo ¡Stockhausen! Es una cuestión que queda abierta. Como abierta es la cantidad de géneros que se multiplican y definen año tras año no sólo en la música electrónica, sino en todo el espectro abarcado por el pop-rock. A veces resulta complicado saber en qué se distinguen musicalmente unos de otros, porque seguramente la definición por parte de sus protagonistas se atiene tanto a cuestiones musicales como circunstanciales. Pero lo cierto es que la enciclopedia en red Wikipedia ofrecía a la altura de marzo de 2011 como subgéneros del rock, es decir, sin contar el pop, el funk u otras corrientes, la friolera de doscientas dos entradas, entre ellas algunas tan llamativas como el rock wagneriano. En definitiva: el pop-rock, en cuanto a sus cientos de ramificaciones, suma y sigue.