Jane necesitó unos minutos para recuperar la compostura. Con la espalda pegada al muro de la mansión aspiró un par de bocanadas de aire. Le temblaba el cuerpo entero y no era por la temperatura, bastante fresca a esas horas. Se quitó uno de los guantes y llevó sus dedos trémulos hasta su boca, donde lord Heyworth había dejado su huella. «Blake», se corrigió mentalmente.
Escuchó algunas palabras sueltas provenientes del interior de la estancia y supo que alguien había entrado al fin en ella. No se atrevió a asomarse para ver de quién se trataba. ¿Y si alguien la veía? Oh, por Dios, ¿y si a alguien se le ocurría abrir el ventanal para comprobar que no hubiera nadie ocultándose? Se alejó con paso ligero y se internó un poco más en el jardín.
Oyó voces cerca y dio un pequeño rodeo para evitarlas. Debía volver a la fiesta. ¿Y si Lucien había notado su ausencia? Se recompuso el vestido y el peinado, aunque estaba convencida de que llevaba reflejado en el rostro todo lo que acababa de suceder. Algo que todavía no había tenido tiempo de asimilar. Y aquel, desde luego, no era el momento de hacerlo. Con un gran esfuerzo de voluntad, desterró a lo más profundo de su mente las sensaciones que había experimentado con el marqués de Heyworth y trató de pensar en otra cosa, en algo más inofensivo, como en sus clases de piano o en ese bordado que tenía a medias y que languidecía en un rincón de su cuarto.
Regresó al salón con disimulo, esperando pasar desapercibida, pero no tuvo suerte. Lucien la detectó de inmediato.
—¿Dónde estabas? —le preguntó, mirando alrededor, seguro que buscando si había salido al jardín con alguien.
—He estado aquí todo el tiempo.
—No me mientas, Jane, hace rato que no te veo.
—Solo he salido un rato a la terraza, aquí mismo —señaló con la mano hacia el exterior—. En el salón hace mucho calor.
—Tienes las mejillas rojas, sí —confirmó, aunque ella sabía que no lo había convencido del todo.
¿Cuánto tiempo había permanecido ausente? Se le antojaban horas, pero no podían ser más que unos minutos.
—Fui al tocador y luego salí un rato, es todo. ¿Qué te ocurre?
—¿Has paseado con alguien por el jardín?
—¡Por supuesto que no! Ni siquiera me he internado en él. Lucien, solo me has perdido de vista un instante. ¿Qué crees que puede haber ocurrido en tan poco tiempo?
Jane tuvo que hacer un esfuerzo notable para que su voz sonara de lo más inocente, aunque bien sabía ella que, en un instante, puede ocurrir un mundo.
—Claro, perdona. —Lucien pareció convencido al fin—. Creo que lord Glenwood te buscaba para otro baile.
—Oh, por supuesto. —Sonrió, porque era lo que se esperaba de ella pero, tras haber estado entre los brazos de Blake Norwood, no soportaba la idea de que alguien que no fuese él la rozase siquiera. Sin embargo, no podía ofrecer ninguna excusa plausible. La velada aún no había concluido y, hasta que lo hiciera, debería comportarse con normalidad.
—¿Te gusta el conde? —le preguntó su hermano, bajando el tono.
—¿Quién?
—Lord Glenwood, Jane. ¿Se puede saber qué te ocurre?
—Es encantador, desde luego. —Prefirió ignorar la ceja alzada de Lucien.
—Su familia es respetable, y su fortuna, cuantiosa. Sería un excelente candidato si decidiera pedir tu mano.
—Mejor no adelantemos acontecimientos —musitó ella.
En ese momento, el conde se acercó a ellos y Jane aceptó ese baile. No podía hacer otra cosa. Sospechaba que el marqués había abandonado la fiesta después de haber sido descubierto encerrado en aquel cuarto y se preguntó qué excusa habría dado al respecto. Trató de concentrarse en los intentos de conversación que inició lord Glenwood, aunque su mente se empeñaba en viajar a otra voz y a otros ojos.
La velada se le iba a hacer interminable.
Se quitó el vestido con parsimonia, acariciando la seda, rememorando el contacto de las manos de Blake. Por fin se encontraba a solas, por fin podía pensar en lo que había sucedido esa misma noche. ¿Qué habría ocurrido si no les hubiesen interrumpido? Esa era la pregunta que llevaba horas navegando por sus pensamientos. No se atrevía ni a imaginárselo. Se recordaba totalmente abandonada a aquel beso y a aquellas caricias que la habían encendido. ¿A eso se refería lady Minerva cuando hablaba de pasión? Ni siquiera se molestó en pensar la respuesta, tenía la certeza de que era justamente eso. La supuesta dama había olvidado comentar, sin embargo, que la pasión era peligrosa, muy peligrosa.
Jane había perdido la cabeza. Totalmente. Durante los minutos que duró el encuentro con lord Heyworth no había vacilado, no había dudado, ni siquiera había sido capaz de pensar. Se había dejado arrastrar por aquel torbellino de sensaciones que convirtió sus huesos en gelatina, sin lograr saciarse, ansiando más y más. ¿Habría intentado él seducirla por completo, sobre aquella mesa? ¿En aquella estancia del club? ¿Se habría dejado ella seducir por él? Quería pensar que no habría llegado tan lejos. Que él o ella habrían recuperado a tiempo la cordura.
«Solo ha sido un beso», se dijo. Un beso muy intenso, cierto. Avasallador, abrasador. Pero solo un beso. Él ni siquiera le había rozado los senos, pese a que estos anhelaban ser acariciados. Jane recordaba el dolor en aquella zona de su cuerpo, un dolor que, intuía, solo tenía un modo de ser aliviado. Igual que rememoraba el palpitar entre sus piernas y aquella humedad que había comenzado a notar justo en aquella zona, y cómo sus caderas se movían buscando el contacto con el pantalón del marqués.
Jane se tapó la boca con la mano en cuanto se dio cuenta de que un gemido había escapado de su garganta. En ese momento le dolía cada pulgada del cuerpo y volvía a percibir la ropa interior mojada.
«Esto es una locura», pensó. Se puso en pie y alejó aquel tipo de pensamientos de su cabeza. Tras colocarse el camisón se metió en la cama y cerró los ojos. Una sola imagen la aguardaba al otro lado de los párpados y, por más que intentó desterrarla de allí, parecía haber echado raíces, porque volvía una y otra vez.
Dio vueltas y más vueltas entre las sábanas, hasta que terminaron hechas un amasijo entre sus piernas y, cuando el día ya despuntaba, pudo al fin cerrar los ojos, vencida por el cansancio.
A la mañana siguiente, el número de candidatos que la visitaron aún fue mayor. Incluso apareció alguno al que no conocía de nada. Que ella recordara, ni siquiera habían intercambiado una palabra. Lord Glenwood y el vizconde Malbury, ya visitantes habituales, no faltaron ese día tampoco. Quien sí lo hizo fue el marqués, Blake. Jane estaba convencida de que se presentaría en la mansión Milford, o que mandaría algún presente, tal vez disculpándose por no poder acudir a verla. Ni una cosa ni la otra tuvieron lugar y, cuando al fin se quedó a solas, le resultó casi imposible esconder su decepción.
—Pareces cansada, querida. —Su tía Ophelia la tomó de la mano. Había acudido a hacer de anfitriona, una vez más—. Tengo entendido que tu presencia en Almack’s fue todo un éxito.
—Debió de serlo —apuntó Lucien, que ocupaba su butaca habitual—. Esta mañana el conde de Rossville ha pedido oficialmente tu mano.
—¿Quién? —Jane lo miró, espantada.
—Creo que ni siquiera lo conoces.
—¿Y ha pedido mi mano?
—Que hayas sido aceptada en Almack’s es una garantía para muchos nobles —apuntó lady Cicely, la dama de compañía de su tía. La conocía de toda la vida y era casi un miembro más de la familia, aunque no compartieran lazos de sangre.
—¡Pero eso es un disparate!
—Te alegrará saber que mis palabras han sido muy parecidas al responder a su petición —señaló Lucien—. Me ha dicho que no tenía tiempo para un cortejo largo y que le parecías una candidata apropiada.
—¿Y qué le has respondido? —Emma parecía muy interesada en aquella conversación. Había aparecido en el último momento, cuando ya apenas quedaban caballeros en la sala, y se había sentado junto a su tía con inusitada discreción.
—Que si no disponía de tiempo que lo buscase. Apenas conozco a ese hombre y, desde luego, no iba a aceptar ninguna propuesta sin consultarlo antes con mi hermana.
—Gracias, Lucien —respondió Jane, aliviada—. Aunque no recuerdo haber hablado con él.
—Me temo que se ha marchado, algo ofendido a mi parecer. —Su hermano sonrió, ladino.
—¿Acaso creía que ibas a aceptar su propuesta sin, por lo menos, pensártela un poco? —Lady Ophelia alzó las cejas—. ¿Y sin presentarse a Jane siquiera?
—Eso parece.
—En muchos casos aún sigue haciéndose así —apuntó lady Cicely—. Hay jóvenes que contraen matrimonio sin conocer siquiera a sus esposos.
—Oh, vamos, eso es más propio de la Edad Media —bufó Emma.
—Al menos ahora existen los cortejos —señaló su tía—, pero la última palabra sigue teniéndola el varón a cargo de la joven.
—Lucien jamás le haría eso a Jane —aseveró Emma—. Ni a mí.
—Pareces muy segura, hermanita —bromeó su hermano.
—Tu habitación está a solo dos puertas de la mía. —Emma hizo una mueca—. Te lo recuerdo por si lo has olvidado.
—¿Eso es una amenaza? —Lucien siguió con la chanza.
—Un aviso.
Oliver Milford no se hallaba en casa ese día. Había acudido a unas conferencias en la Royal Society, pero Jane intuyó que se mostraría conforme con la decisión tomada por su primogénito. Trató de imaginar cómo sería contraer matrimonio con alguien a quien no hubiera visto jamás. Era cierto que muchas jóvenes de su edad se casaban con los candidatos escogidos por sus padres o tutores, pero al menos habían tenido la oportunidad de conocerlos, tal vez incluso de bailar o charlar con ellos. ¿Cómo sería acudir al altar sin saber siquiera el aspecto que tendría el hombre con el que iba a compartir el resto de su vida? ¿Sin haber escuchado siquiera su voz?
La mera idea le provocó un escalofrío.
—¿Estás bien, Jane? —se interesó lady Ophelia.
—Sí, sí, pensaba en ese conde...
—Rossville —dijo Lucien.
—¿Estaba anoche en Almack’s?
—Creo haberlo visto, sí. ¿Por qué?
—Me resulta extraño, nada más. Ni siquiera recuerdo que se acercara para ser presentado oficialmente.
—Imagino que sí verías al marqués de Heyworth —intervino su tía de nuevo.
—¿Qué? —Jane sintió que toda la sangre de su cuerpo la abandonaba de repente.
—¿Heyworth estaba allí? —preguntó Lucien casi a la vez.
—¿No lo visteis? —Lady Ophelia los miró de forma alternativa.
—¿Y cómo consiguió entrar en Almack’s? —La voz de su hermano se había endurecido.
—He oído que ganó un vale en una apuesta.
—No sé por qué me sorprende —bufó Lucien.
—Eso no es lo peor. —Jane se tensó, aguardando las siguientes palabras de su tía—. Al parecer estuvo jugando en una de las salas y luego entró en otra, se encerró en ella y se echó una siesta.
Emma soltó una carcajada. Lady Ophelia y lady Cicely sonrieron, condescendientes, y Jane las imitó para no desentonar, aunque sentía los músculos de la cara como si fuesen de porcelana. Solo Lucien permaneció serio.
Así es que aquella era la explicación que el marqués había proporcionado a las personas que le habían descubierto. Ingeniosa y bastante creíble. Su reputación seguía intacta gracias a él.
—Otra estupidez para añadir a su larga lista de excentricidades —señaló Lucien con una mueca de fastidio—. Seguro que lo hizo a propósito.
—¿A... propósito? —preguntó Jane, con un hilo de voz.
—Al parecer siente predilección por los escándalos y las actitudes poco ortodoxas —respondió su hermano—. Entrar en Almack’s no está al alcance de cualquiera. Su pequeña siesta en un club tan exclusivo solo demuestra lo poco que le importan nuestras tradiciones. Es una burla, ¿no lo ves?
Jane tuvo que morderse la lengua. No podía defender al marqués sin exponerse ella misma, así es que prefirió guardar silencio.
—Ese marqués parece un personaje de lo más interesante —comentó Emma, con una risita.
—No imaginas cuánto —apuntó lady Ophelia. Jane la miró. Parecía haberle robado las palabras.
—Igual tiene que ver con la maldición. —Lady Cicely tomó otro pastelito del plato situado sobre la mesa del centro.
—Eso es una tontería. —Lucien cruzó las piernas y se alisó una arruga inexistente de su bien planchado pantalón.
—¿Qué maldición? —Emma abrió mucho los ojos y Jane le agradeció mentalmente que hubiera formulado la misma pregunta que a ella le ardía en la garganta.
—Dicen que el título está maldito —respondió lady Ophelia—. El viejo marqués murió hace casi cuatro años. Le sucedió su hijo mayor, que apenas lo llevó seis semanas, antes de sufrir un ataque al corazón. Luego fue su hijo menor. Llevaba ocho meses siendo marqués cuando se atragantó durante una cena y se ahogó.
—Oh, sí, fue horrible —apuntó lady Cicely—. Aún recuerdo que la cara se le puso de color azul y...
Lady Ophelia carraspeó y su dama de compañía guardó silencio. Lanzó una mirada de disculpa a las jóvenes y a Lucien, y luego se concentró en el pastelito que aún tenía entre las manos, al que apenas le había dado un bocado. Jane se preguntaba cómo mantenía aquella esbelta figura con lo aficionada que era a los dulces.
—El título lo heredó entonces el hermano del viejo marqués —continuó lady Ophelia—, cuyo estado de salud ya era muy delicado. No sobrevivió ni tres semanas. Y su hijo, el siguiente en la línea sucesoria, se cayó del caballo y se rompió el cuello solo cuatro meses después.
—Casualidades —murmuró Lucien.
—No lo discuto, sobrino, pero reconoce que son muchas, y muy seguidas.
—¿Y eso qué tiene que ver con la actitud del actual marqués?
—Igual está convencido de que su fin está próximo y solo pretende divertirse un poco. ¿No lo has pensado?
Jane se quedó muda, sin saber cómo reaccionar ante aquel cúmulo de información. ¿Existiría aquella maldición? Y, si era así, ¿Blake creería en ella? ¿Por eso se comportaba de aquella forma tan inusual?
¿Por eso la había besado?
¿Como parte de su divertimento?
Ya habían transcurrido dos días, y Jane seguía sin saber nada de Blake Norwood. Ni una triste nota había llegado desde la noche en Almack’s, y eso que ahora tenía por costumbre revisar el correo a diario. La tarde anterior, Evangeline y ella habían paseado por Hyde Park en compañía de Lucien y su prometida, y Jane no había podido disimular su ansiedad. Miraba en todas direcciones por si lo veía aparecer, hasta que su amiga se dio cuenta. Jane le quitó importancia. No se había atrevido a confesarle lo que había sucedido la noche del baile.
¿Cuándo comenzamos a mentir a los que más queremos? ¿A ocultarles información escudándonos en los motivos más absurdos? Le había contado a Evangeline todo lo referente al club, desde la decoración hasta las personas que había visto allí, pasando por la comida y la música. Pero el episodio con lord Heyworth se lo había reservado para sí misma, como si al explicárselo a otra persona fuese a mancillarlo. Aunque esa persona fuese su mejor amiga, alguien en quien confiaba más incluso que en su propia hermana. Adoraba a Emma, pero su carácter rebelde a veces resultaba imprevisible. Sabía que jamás la traicionaría a conciencia, pero tenía tendencia a exaltarse o a enfadarse y, cuando lo hacía, se le escapaban cosas. Luego se arrepentía, por supuesto, y pedía disculpas. Pero lo dicho no se podía borrar, y aquello era demasiado grande. Un secreto que, a fuerza de llevar a solas, comenzaba a pesarle como una losa.
Esa tarde estaban las dos en la habitación de Evangeline, tumbadas sobre la alfombra, bebiendo té, mordisqueando unas galletas de naranja y vainilla y ojeando un par de números atrasados del Lady’s Magazine. Jane no sabía cómo sacar el tema, ni cómo excusarse por no haberlo compartido antes con ella.
—Suéltalo ya —le dijo su amiga, sin levantar la mirada de la revista.
—¿Qué?
—Oigo tu cabecita pensar, Jane. Algo te reconcome, así es que suéltalo ya o para de pensar, que no me dejas leer.
Jane tuvo que reírse. ¿Cómo no hacerlo?
—¿Puedes oír mis pensamientos?
—Tus pensamientos no —respondió Evangeline con una sonrisa—. Solo que estás pensando.
—¿Eh?
—Respiras de otra manera, y no paras de mover tu pie derecho, ni de tocarte la cara.
—Yo no hago eso.
—Oh, ya lo creo que sí. Y me desconcentras.
Jane ni siquiera era consciente de que hacía todo eso. Evangeline nunca lo había mencionado.
—¿Y bien? —insistió su amiga.
—Tengo algo que contarte.
—Algo sobre...
—El marqués de Heyworth.
Evangeline se incorporó de golpe y se quedó sentada frente a ella, prestándole toda su atención. Tenía en la mano una de aquellas galletas, que abandonó de inmediato en el plato.
—La noche de Almack’s —comenzó Jane.
—Ya he oído que estuvo allí y...
—Me besó —la interrumpió—. Nos besamos.
—No estás hablando de un beso en la mejilla.
—Oh, no.
—Uno en los labios.
—Sí. —Jane enrojeció.
—¿Un beso corto?
—No.
Jane guardó silencio. No se atrevía a mirar a su amiga. Aguardó pacientemente su reproche, comenzando por el hecho de no habérselo explicado de inmediato.
—¿Eso es todo lo que me vas a contar?
—¿Qué?
—Por Dios, Jane. ¡Es lo más emocionante que te ha pasado jamás! ¡Que nos ha pasado a ninguna de las dos! —Volvió a tumbarse sobre la alfombra y soltó una risotada—. ¡¡¡Quiero que me lo cuentes todo, ahora mismo!!!
¿Cuándo comprendemos que es absurdo mentir a los que más queremos? Solo ellos serán capaces de entendernos sin juzgarnos y de abrazarnos cuando llegue la tormenta.
Jane le contó todo lo que había sucedido en el club.
Y esta vez no omitió ningún detalle.